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Fuego Griego por Hekate

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Notas del capitulo:

Por lo que parece, mi intención de actualizar este fic mensualmente se tomó una licencia de un año. Si a alguien le interesa, dejo el cap. II, sin demasiadas variaciones con respecto a la primera versión que publiqué de él. Las cosas van lentas, pero en capítulo y medio más, estimo, comenzarán a acelerar ritmo... O eso creo.

Capítulo II: Malum Milo est

 

 

Como la manzana dulce se colorea en la rama más alta, la más alta en la más alta, de ella se olvidaron los cosecheros de manzanas. Pero no es que la olvidaran, es que no pudieron alcanzarla.”

 

Safo

 

 

            Algo se le iba y no podía decir nada. Volvería a Irene o a cualquiera que quisiera prestarle algo de atención. Solo deseaba que alguien  lo escuchara gritar lo que no podía delante de su amigo.

            «Amigo»… Esa palabra resonó con fuerza en sus oídos, desde adentro, aturdiéndolo. «Amigo». Tenía pocos; se le iba uno, el amigo incondicional de años, el primer amigo del Santuario, ese que se había vuelto a ganar su afecto después de la resurrección, con esfuerzo y hasta sangre. ¿Por qué se iba? ¡Por qué no le había dicho nada? ¿Por qué dolía tanto?

            Probó una rispidez desgarrando su tráquea, cercana a la angustia y al rencor, una sensación que ya había experimentado y que hubiera pretendido desterrar para siempre de su vida. Tenía ese mismo sabor de la traición macerada en el recelo, un gusto ácido y ardiente que iba deshaciendo cada fibra con la que entraba en contacto. ¿Acaso Afrodita no confiaba en él?                       Rememoró la noche en la que le había hecho pagar su traición, la causante del malogro de su amistad. En ese momento, las imágenes fueron tan vívidas que hasta creyó poder sentir todavía sus nudillos resentidos por los golpes repetidos una y otra vez.

 

 

            Había salido de la taberna con bastantes copas a cuestas. Una cosa era beberse uno o dos vasos de licor de vez en cuando como acostumbraba; otra, muy distinta, vaciarse una botella de ouzo en cuestión de escasas horas. Esa noche no lo había pasado bien. Lo había visto reír y bailar. Quería abstraerse o borrarlo, lo que fuera. Se rehusaba a dar crédito a sus ojos: estaban con Saga, tomados por los hombros, bailando un hasápiko. Se movía tal como se lo había enseñado él mismo siendo adolescentes. Y se reía, se reía al bailar, se reía de sí mismo al equivocarse, se reía con Saga y de su nueva oportunidad en la vida, se reía con lo que él le había dado, ¿y quién era Afrodita de Piscis para reírse así? Un traidor, un vil y embustero ser, que se movía con gracia, que trastabillaba con buen gusto, un prepotente que ni se dignaba a agradecerle el haberle enseñado a bailar, el haberle brindado su amistad, porque ¿quién sino él habría querido ser amigo de ese jovenzuelo de aspecto andrógino, demasiado limpio, demasiado hermoso para ser un guerrero, ese joven que había lamido la mano de Arles como buen perro? Nadie, sino él, Milo de Escorpio.   

            Cuando decidió que había sido suficiente, se marchó. Su estado había sido advertido por el sueco, por lo que se dispuso a salir tras él. Si bien su relación no estaba en buenos términos o, mejor dicho, no hallaba ya los términos de los cuales sostenerse, todavía sentía aprecio y preocupación por ese hombre, algo imposible de explicar con palabras. Lo siguió en silencio durante el camino de regreso al Santuario. Iban solos. Un fondo musical de grillos de tanto en tanto se alzaba entre sus silencios.

            –No necesito de niñeras –profirió, de repente, el altivo, pero mareado, Escorpión.

            Piscis nada repuso

            –¡Hey, fenómeno! –se viró abruptamente– ¡Te hablé! ¿No piensas contestarme?

            Milo buscaba pelea. Le incomodaba que lo siguiera, le incomodaba Afrodita. La herida era profunda y entrañable. La presencia del escandinavo la hacía supurar y eso era insoportable. El que fuera su amigo había conspirado contra su diosa, había burlado los ideales a los que servían y, encima, por ese acto final de redención frente al Muro de los Lamentos, se pretendía que todas sus faltas fueran condonadas. Se le concebía una nueva existencia como al resto y eso le repugnaba. Si los demás querían hacer borrón y cuenta nueva, allá ellos, pero no él, no Milo. Él no perdonaba con facilidad; no le iría a otorgar el privilegio de su amistad a un ser tan nefasto como consideraba, por aquel entonces, al caballero del duodécimo templo. Ni caballero merecía ser.

            –No has preguntado nada –contestó con displicencia el sueco a prudente distancia.

            La gota que rebalsó el vaso. La furia de Milo cundió y arrasó como un tifón. Saltó, prácticamente, hacia él y lo tomó por el cuello de su camisa.

            –¿¡Qué por qué me sigues, imbécil!? –se le trababa la lengua.

            –Estás ebrio, Milo. Suéltame –forcejeó en vano.

            –¿¡Y!? –subió el tono de su voz para continuar vociferando– ¡Puedo arreglármelas solo! ¡No necesito a nadie! ¡Y menos a ti! –Dio un paso hacia atrás, se volteó como para proseguir con su recorrido, pero, sorpresivamente, volvió a encarar al otro dando inicio a un altercado memorable–. ¡Tú… !

            El primer golpe fue un puñetazo a las mandíbulas; el segundo, a la boca del estómago; el tercero, un gancho de lleno en el rostro; el cuarto, un codazo en la espalda. Afrodita parecía un saco de arena que recibía todos los puñetazos sin procurar, siquiera, ponerse al reparo. Pronto, se encontró escupiendo su propia sangre. Milo, aunque salpicado por ella, no cedía en lo más mínimo: atacaba y atacaba con insólita saña, sin cesar, cebado. Lejos de constituir una alarma que lo instara a detenerse, la sangre excitaba sus sentidos, llevándolo al límite. Al día siguiente, cuando el efecto anestésico del alcohol hubiera pasado, habría de sentir las articulaciones de sus manos arder por los golpes que habían propinado. Ni aún viéndolo caído, desistió; una seguidilla de patadas fúricas hacían doblarse a su víctima en la tierra. El octavo custodio se complacía en la visión: era como un gusano ondulante, rastrero, polvoriento, que se retorcía a su merced. Exhausto, hizo aparecer su aguijón escarlata. Alzó su brazo, por más que le pesara. El escandinavo quiso aprovechar la oportunidad para reincorporarse del suelo. El escorpiano clavó la mirada en su presa; no lo dejaría levantarse, no permitiría que huyera. Sin dudarlo, despeñó su uña brillante como el rubí. Afrodita abrió los ojos con incredulidad, nublados por su sangre y la inminente inflamación; alcanzó a distinguir esa púa rabiosa precipitándose en su contra; sólo tuvo fuerza para virar su semblante a un lado, quedándosele un ay a medio camino en la garganta. Milo ya le hincaba el aguijón en el hombro y lo hundía con mordacidad; en verdad, quería dañarlo. Sintió la nívea carne agujereándose, abriéndose al paso del filo escarlata. Permaneció unos segundos presionando, resollando turbado, mientras que Afrodita se mantenía inmóvil, tragándose el dolor. De repente, se desincrustó con celeridad y retrocedió unos pasos. El sueco emitió un bufido sordo. El Escorpión alcanzó a reaccionar y darse cuenta de sus actos. A pesar de ello, su orgullo no le iría a permitir reconocer  que su intención, de haberse encontrado en sus cabales, no habría sido querer cometer semejante atrocidad con un compañero de armas, aunque lo detestara. ¿Pero por qué no se defendía? ¿Quería hacer que lo castigaran luego? No sabía lo que el otro maquinaba y tampoco se iba a quedar a averiguarlo.

            –Ni siquiera vale la pena que te mate. No vales ni tu vida ni un castigo para mí. –Fue lo último que el escandinavo le escuchó pronunciar, antes de que se echara a andar nuevamente.

 

  

            De brazos cruzados detrás de su nuca, el Escorpión desmadejaba su memoria arrellanado en la cama de su amigo. Lo sentía ir y venir en pos de sus cosas, armando su maleta, entretanto aguardaban a que el agua para la infusión rompiera el hervor. No hacía falta ser un gran pensador o analista para saber que lo ocurrido en esa velada era razón más que valedera como para que Afrodita no quisiera salir más atrás de él o con él de las tabernas. Seguía sintiéndose mal, peor aún, porque era como colisionar contra una realidad que, aunque sabida, se procuraba eludir a toda costa. Y ahí se encontraba, en esa cama tan confortable para él, enfrentándose al hecho de que Afrodita, consciente o no, le temía; Afrodita, que tanto había soportado para recuperar la relación con él, intentaba, de la manera en que le fuera posible, alejársele. Incluso, en ese preciso instante, se alejaba, y no era porque se fuera rumbo al Norte, sino porque, en lugar de quedarse quieto en la habitación hablando, se servía de cualquier excusa para no permanecer demasiado tiempo en las inmediaciones. Siempre, como en ese momento, estaba dispuesto a escabullirse para la cocina a prepararle algo de beber o se le ocurría ponerse a ordenar cualquier minucia del templo que requiriera ir de un lugar a otro.

 

  

            A la mañana siguiente, Afrodita no se había dejado ver. Ni tampoco al otro día, ni en las tres semanas sucesivas, período suficiente como para que las inflamaciones y moretones más evidentes, no se pudieran percibir. Se había recluido en su templo con el pretexto, primero, de jaquecas, y luego, dolor de cuerpo, fiebre, descompostura y malestares diversos. El patriarca, sospechando algo, había enviado un médico para que le efectuara una revisión. En su examen, el especialista se había encontrado con dos costillas que estaban sanando de unas fracturas, al igual que acontecía con el cúbito derecho, con el que había bloqueado por instinto, como cualquier ser humano, su cabeza en algunas ocasiones, y un corte extraño. Todo se hizo constar por escrito en un prolijo parte presentado ante Shion, como él mismo había solicitado.

 

             –¿Me ha llamado, Su Excelencia? –Afrodita hizo una corta reverencia al ingresar a la sala. Tenía esa extraña sensación de déjà véçu. Ya había estado ahí por cuestiones similares. Pero se trataba de Shion, eso cambiaba las cosas. Por más sabio y poderoso que pudiera ser el atlante, no tenía esa capacidad sobrecogedora de leer en sus gestos, de adivinar su mente, de desbaratarlo con tan sólo una mirada, como lo podría haber hecho Saga antaño, cuando lo citaba a esa misma Sala del Trono para rendir cuentas.

            –En efecto –confirmó con voz gravosa el pontífice–. ¿Afrodita, me podrías explicar qué es lo que te ha ocurrido?

            –¿Lo que me ha ocurrido? –se hizo el desentendido. Prefería tantear el terreno antes de atreverse a dar una respuesta– ¿Con respecto a qué?

            –No te hagas el tonto ni me tomes por uno a mí –lo previno molesto el Gran Sacerdote. Consideraba que ya había sido bastante tolerante con aquel muchacho–. No me subestimes, Piscis. Sabes bien a lo que me refiero.

            –Yo… Resbalé –inclinó su cerviz. Las puntas de sus botas lucían lustrosas como se suponía que debían llevarlas todos los caballeros de oro, pero resbalar, podía resbalarse cualquiera, aunque fuera un santo del más alto rango, ¿o no? .

            –¿Resbalaste? –Shion frunció el entrecejo confundido y enfadado– ¿Qué parte de que no me tomaras por tonto no has entendido?

            –Lo siento, Su Excelencia, no quise ofenderlo, es la verdad –elevó sus ojos de ópalo en una pantomima suplicante, para trocarla, inmediatamente por una de pura vergüenza, a la par que volvía a desviarle la mirada–. No me enorgullece admitirlo, pero… es la verdad.

            –Entonces, cuéntame.

            ¿Qué le contara? Sí, eso deseaba Shion… ¿Y qué le iba a contar: por qué alguien resbalaba? Bien… ¿Y por qué alguien resbalaba? Porque había pisado mal. ¿Y por qué había pisado mal? Porque no se fijó, por torpeza, por distracción, por atropellado, por embriaguez… Ésa sería su excusa. Luego de un minuto de silencio, comenzó con su relación ficticia de los hechos: había tomado de más una noche en el pueblo y continuó tomando hasta llegar a las Casas. Estaba consciente de que no era apropiado para alguien de su posición, pero en la semana había estado con bastantes preocupaciones; no le resultaba fácil adaptarse a la vida en el Santuario y ese tipo de cuestiones vagas que bien podían aquejar a cualquiera y que ameritaban un poco de comprensión. Cuando estaba ya cerca de su templo, creía, no lo recordaba bien, había sentido como si los peldaños hubieran desaparecido bajo sus pies de un momento a otro. De improvisto, se hubo encontrado en una de las explanadas de las escalinatas, esforzándose por levantarse. No sintió nada ahí mismo, mas al día siguiente el dolor y la humillación habían sido calamitosos.

            Como no podía esperarse otra cosa del benévolo jerarca, éste comprendió. Alcanzó a vislumbrar que el pisciano ocultaba algo, sobre todo porque no había explicado la herida punzante en su hombro que el galeno había advertido, pero optó por darle el beneficio de la duda. Afrodita estaba al tanto de que el suyo había sido un alegato más que tonto, había sido un subterfugio gastado y patético para un Santo de Oro. Tampoco ignoraba que Shion no le había creído en un cien por ciento su historia; sin embargo, de algún modo, se había hecho su cómplice y le agradecía en su interior por ello, aunque no tenía la menor ide de por qué se había apiadado de él y aunque no se sentía a gusto con la idea de deberle algo a Shion.

 

             Sin embargo, lo peor no había sido el Patriarca; el principal problema habría de ser el custodio del octavo templo. La actitud encubridora de Piscis no favorecía a Milo en lo absoluto: él no precisaba de su caridad; no sólo era poseedor de un orgullo portentoso, sino de un proceder frontal, a veces, brutal, y honesto.

            Bajo estas circunstancias, el Escorpión conocería, verdaderamente, la determinación y tozudez del pisciano, cuando intentara traspasar el último templo para allegarse a la sala de su Santidad y confesar sus faltas.

            –¿A qué vas, Escorpio? –lo atajó en el pronaos de su casa el sueco, apostado de espaldas contra uno de los colosales pilares.

            –No te incumbe.

            –En realidad… sí. Es mi función aquí –Milo no pudo objetarle nada–. Pero como supongo que no está en tu voluntad atentar contra el Patriarca o la Diosa, quiero imaginar que mejor sea que no me incumba realmente –enfatizó la última expresión–, porque, si llegaras a abrir tu boca y flaquear, contar lo que pasó aquella noche, lo lamentarías.

            Al griego poco y nada le gustaba el tono que estaba siendo empleado por su cofrade. No digería bien la altanería y la amenaza que se colaba con cada una de sus palabras. Igualmente, se contuvo. Había ido con un propósito y no tenía ánimos de dejarlo incompleto.

            –Sé que merezco un castigo por mis acciones –entornó sus párpados y respiró con profusión–. Por más que te aborrezca, no debí haberme dejado llevar por semejante arrebato.

            –Lo consiento –dejó la comodidad de la columna para internarse no más de metro y medio en la celda. El escorpiano lo siguió y Afrodita continuó hablándole sin darle la cara: –Pero no voy a permitir que te castiguen y, menos, que me hagas quedar más en ridículo de lo que yo ya me he dejado parado. ¡Bastante fue inventar que me caí borracho como para que tú y tu maldito remordimiento te impulsen a decir que me atacaste y que yo no me defendí! “¡El debilucho y el inútil de Piscis!”, dirán. ¡Eso sí que no! Y si llegaran a decir eso, tendría que demostrar lo contrario, ¿y sabes qué?... Eso sí que para mí vale la pena… Digo, vale la pena matarte y que me castiguen por acallar esas habladurías –se giró con violencia. A los ojos de Milo, sus rasgos habían adquirido una dureza inusitada en ese peculiar semblante de niño bonito. Lo notaba claramente perturbado, sus puños se habían cerrado con fiereza, la quijada de líneas tan suaves se había tensado, tal como su cuello y los hombros que mantenía recogidos.

            De todas maneras, el heleno no iba a transigir, ni tolerar que se lo amenazara de aquella forma. ¿Qué se creía capaz de aniquilarlo! La cólera se apoderó inmediatamente de él. Iba a iniciarse de nuevo un enfrentamiento; la tensión estaba instalada y para ambos ya era un hecho y, antes de que Milo pudiera siquiera reaccionar, el sueco ya le había clavado una Rosa Sangrienta  en el muslo, perforándole justo la arteria femoral. La corola rebosó de regocijo, expandió sus pétalos blancos y tersos y se dio prisa por sorber la sangre, que el verde tallo sediento comenzaba a extraer, mientras que las espinas se afianzaban en la carne, eyectando en sincronía su veneno. Dolía…

            –En siete minutos, te desangrarás por completo, Escorpio –declaró con tristeza Afrodita aproximándosele.

            Milo había caído por el entumecimiento en sus extremidades inferiores, efecto del tóxico. La flor comenzaba a tornarse peligrosamente carmín. Los pétalos no daban abasto y goteaban sobre el pantalón azul del caballero. Aturdido, intentó desprenderse de ella

            – Es en vano –le advirtió el sueco, arrodillado a su lado–. No podrás removerla, a no ser que a mí me venga en gana... Y todavía no tengo ganas –le susurró al oído.

            El escorpiano no pudo evitar desplomarse: el veneno se había propagado con rapidez por todo el organismo, antes de que la circulación se viera comprometida. La oxigenación fue menguando, la presión sanguínea comenzó a descender

            –¿Por qué me odias? ¿Por qué me obligas a hacerte esto? –Afrodita lo tomó con rudeza del mentón con una mano, mientras que con la otra se apresuró a invocar una de sus rosas negras. La desidia y el deleite, casi en contradicción, le dirigían el brazo, con esa hoja afilada que se iba deslizando por la mejilla del melio–. ¿Acaso este es el único lenguaje que entiendes? De ser así…

            Afrodita desgarró el algodón de su camiseta, dejando al descubierto su torso. Milo habría jurado haber visto lágrimas en sus ojos, ¿pero cómo saberlo a ciencia cierta, si, difícilmente, sentía su cabeza? ¿Qué hacía? ¿Escribía? En efecto, había escrito algo en la piel del griego, más bien grabado algo.

             Prácticamente, habían transcurrido los siete minutos, cuando el escandinavo extrajo el tallo.

            –Ahora estamos a mano –se separó para perderse en la penumbras de sus aposentos–. Espero que esto haya servido para disuadirte de tu estupidez y que decidas mantener nuestro secreto. –Hizo una pausa, deteniendo su andar–. Cuando puedas, regresa a tu templo. Por ahora, descansa ahí.

            Milo se mantuvo, alrededor de una hora, tumbado en el mármol helado de aquella casa, recuperando su vitalidad, sin saber nada de su guardián. Sólo percibía la calmada cosmoenergía que emanaba de él. Nunca fue a verlo; no obstante le había dejado un recordatorio que lo llevaría consigo durante algunos meses.

 

            «Afíei me».

 

            Palpó su vientre, en donde Afrodita, en aquella ocasión, le había inscripto con el filo de la rosa negra ese imperativo. «Perdóname». Un imperativo, una súplica, un pedido singular realizado de manera poco ortodoxa.

            «Absuélveme»…

            «Libérame»…

           Podría haberlo matado, pero no… Si se lo proponía, era capaz de acabar con Milo sin que él pudiera impedirlo, pero no lo hacía. Se alejaba. Siempre se alejaba, reflexionaba el escorpiano en lo que el otro ya volvía con una taza humeante para él. «Quédate…», suplicó internamente.

          –¿Por qué te vas? –le preguntó, sin ningún tipo de sutilezas, en tanto recibía su tisana.

          –Porque lo necesito.

          –¿Por?

          –Porque sí.

          –¿Por qué no me contaste nada?

          –No creí que te interesara.

          –¿Por qué?

          –¿Por qué preguntas tantos porqués? Creí que esa etapa la superaba la gente de niños –le sonrió burlándose, en tanto que se dirigía hacia el ropero para recoger unas casacas.

          –Porque se supone que somos amigos y que nos contamos las cosas, creo…

          –Ahh… sí… Dime, ¿crees que necesite esto? –inquirió cambiando de conversación, mostrándole una musculosa– Allá hace más bien frío, pero supongo que la podría usar debajo de algo más –continuó, más dialogando consigo mismo que con Milo–. La llevaré… sí.

          –¡De acuerdo, está bien! ¡Entendí la indirecta! No quieres hablar de tema, ¿verdad? –tomó un poco de su bebida–  No es justo…

          El sueco volvió a sonreírle y Milo se hizo a la idea de que sería inútil, como tratar de obtener respuestas de una roca, seguir rondando los motivos que tendría su amigo para partir tan inesperadamente. Prefirió dejar el asunto ahí y ser paciente, beber lo que Afrodita le había preparado y esperar que, al menos, su resaca desapareciera, que su rencor se disipara, que su malestar se disolviera…

 

***

 

            Milo lo inquietaba. Aunque lo deseara, no podía permanecer mucho tiempo cerca de él. Tampoco podía contarle sus verdaderas razones para marcharse. Era algo que debía hacer y con urgencia. Ardía tanto, quemaba tanto…

            ¡Cuánto había estimado a ese chiquillo que había desembarcado en el Ática un año luego de su propia llegada a Atenas! Venía de una de las islas del archipiélago de las Cícladas, había oído decir, y le habían puesto por nombre el mismo que el de su tierra, en homenaje a ella: Milo. A pesar de su corta edad, era un excelente combatiente. Había pasado unos meses en Atenas antes de obtener la armadura de Escorpio. Afrodita lo miraba con cierta admiración, algo de ternura y mucha curiosidad. Poseía unos bríos y una vivacidad muy intensos, contagiosos. Era aguerrido, indómito, curtido a los rayos del sol; todo lo contrario a su palidez y a su indolencia aparente: Piscis siempre había sido un manojo de nervios bien atado con lazos de seda y modales perfectos.

            No sabía cómo había logrado trabar amistad con ese chico de temperamento tan diferente del suyo. Si lo pensaba, todo había comenzado con una manzana. Al griego le resultaban deliciosas.

 

            Fuera del Santuario, cerca de Rodhorio, había tres enormes manzanos. En la rama más alta de uno de ellos, Milo había logrado distinguir un fruto de un rojo tan  brillante que se le había figurado irreal; por su color, parecía estar en su punto, listo para ser comido.

            Era de tarde. Afrodita iba de regreso al recinto de la Diosa, luego de haber hecho su recorrido por el pueblo, adonde había ido a realizar unos encargos del Patriarca: entregar una carta al médico en mano, comprar un vino y pagarle al boticario por unos preparados que habían sido encomendados la semana anterior. Siempre se preguntaba por qué Su Excelencia lo mandaba a él como recadero, siendo un Caballero de Oro, y no enviaba a quienes, de ordinario, se ocupaban de esos menesteres.

            Pasaba justo por donde Milo se hallaba examinando el modo más apropiado y eficiente de hacerse con su manzana. La rama que la sostenía era en apariencia frágil y no soportaría su peso; estaba un tanto distante del tronco y, considerando que, a pesar de su gran agilidad y capacidades físicas sobrehumanas, definitivamente, lo suyo no eran las acrobacias en altura, la rama, sin duda, se rompería con él encima. No obstante, no necesitó más que voltearse para entrever la solución, al reparar en el muchacho de Piscis, tan menudo, tan escurridizo, que iba apurando su andar para llegar a las Casas antes de que se pusiera el sol.«¡Genial!» pensó.

            –¡Hey! ¡Tú! –le gritó al pisciano, que se viró extrañado por el llamado–. ¡Sí, tú, suizo! –corroboró el pequeño Escorpión– ¡Ven, ayúdame!

            Definitivamente, a ese chico no le habían enseñado, o se le habían olvidado en el mejor de los casos, las más elementales reglas de cortesía, sin contar algunas lecciones de geografía. Afrodita se le arrimó reticente, mientras que Milo ya había comenzado a trepar el árbol.

            –No soy suizo, soy sueco.

            –Da lo mismo. ¡Ven, ven aquí! –el de Piscis resopló con hastío y observó hacia lo alto, midiendo la altura que había alcanzado su camarada– ¡Vamos! Quiero esa manzana –se explicó el griego, ansioso, rodeando con un brazo el tronco y con el otro apuntando al tan ansiado fruto.

            El escandinavo enarcó sus cejas y suspiró refunfuñando. Depositó la botella de vino entre las raíces y procedió a dar alcance al otro, que ya se encontraba apostado en uno de los ramales que había considerado como más seguro. Milo ayudó a Afrodita a sentarse a su lado y contarle sus planes, que consistían, básicamente, en que subiera un poco más y tomara la manzana.

            El rostro del nórdico comenzó a plegarse en gestos de pura dubitación. El plan de Milo no lo convencía y, por sobre todas las cosas, no tenía idea de por qué lo había escuchado, por qué le había hecho caso y había subido al árbol y de por qué querría hacer lo que le estaba demandando el menor con tanta vehemencia. ¡Era una manzana solamente! ¿No conocería las tiendas de frutas el muchacho, quizá?

            –¿Qué? ¿Tienes miedo? –lo desafió el escorpiano.

            –¿Y por qué no vas tú?

            –Porque soy demasiado pesado y, si me caigo, seguro que purifico a la manzana

            –¡Que pu…rificas a la manzana? –cuestionó el pequeño sueco con una ceja levantada en un arco perfecto.

            –Sí, que la hago puré, la purifico.

            Afrodita rodó los ojos. A ese niño le había faltado lecciones, además, de lengua. ¡Cómo se podía ser tan desastroso a tan corta edad?

            –¡Anda! –envalentonó al comedido pez con un par de palmadas en el hombro– ¡No te pasará nada! Eres muy liviano, se nota.

            –De acuerdo –bufó–, está bien, está bien.

            Afrodita ascendió aproximadamente un metro más y se colocó a horcajadas sobre la rama de la manzana en cuestión. Estiró su cuerpo y sus brazos. Sólo le faltaba un poco más… Un poquitito más… Milo contemplaba expectante. El sueco se extendió otro tanto. ¡Ya la tenía! Y...

            Un crack crujiente sobresaltó al griego. De manera atolondrada, se arrojó al suelo desde su rama. La que sostenía al pisciano, se había quebrado y el chico había caído de espaldas por los aires con la poma aferrada contra su pecho para repararla del daño.  Afrodita tardó unos segundos en despegar sus párpados. Cuando lo hizo, se topó con los grandes ojos del crío, que lo registraba con interés, agachado a su lado.

            –Aquí tienes tu asquerosa manzana –logró articular con enfado tendiéndole el fruto. El otro se echó a reír sin tapujos–. ¿Qué te parece tan gracioso, idiota? –Y más se carcajeó Milo al oírlo insultar–.  ¡Mocoso desagradecido! –farfulló con indignación a flor de piel.

            Algunas lágrimas traviesas brillaron en las pestañas del heleno.

            –Es que –continuó su alborozo–… es gracioso –se secó los ojos–. Nunca te había visto tan  desalineado, siempre creí que eras alguna especie de muñeco– se excusó el chico, escondiendo toda la preocupación que le había causado su compañero. Realmente, había temido por que algo peor le hubiera sucedido, pero, por lo que podía percibirse, no era nada serio: unos raspones ensangrentados y un fuerte dolor.

            Ése sería uno de los primeros padecimientos para el sueco a causa del Escorpión.

            –Eres, en serio, un estúpido, Escorpio –le soltó Afrodita, reincorporándose y refregándose la columna vertebral.  

            –Al menos, la manzana está intacta –le comentó con entusiasmo, mientras la bruñía con su camiseta.

            –Imbécil.

            –Se te ve bien así también –agregó, en lo que el pisciano se quitaba el cabello de la cara.

            Ya pronto el sol desaparecería en el horizonte. Milo asistió a Afrodita al ponerse de pie, ofreciéndose como sostén para conducirse hacia el Santuario. El escandinavo se negó rotundamente. Fue por el vino cojeando y, cojeando también, se encaminó hacia los templos en compañía de Milo, quien iba saboreando su tan anhelada manzana; tanto degustaba cada bocado, que se hubo demorado todo el trayecto en comérsela.

            Se separaron en Escorpio y, aunque Milo hubo insistido en acompañarlo hasta Piscis, el sueco le explicó que todavía debía cumplir con unas diligencias para el Patriarca.

 

            De algún modo, por lo general, su vida con Milo había sido intensa… y, en más de una oportunidad, violenta. Estaba cansado. Quería, en efecto, algo de paz, que el sufrimiento cejara. ¿Acaso Milo podría brindarle ese sosiego? ¿Era capaz de darle paz? No, no lo creía. Milo no era de ese tipo de personas y tampoco estaba en su ánimo cambiarlo. ¿Para qué? No eran nada más que amigos y a los amigos se los aceptaba tal cual eran… Afrodita lo quería libre, así como era él. Tampoco le iría a confesar que… No. Eso no era necesario ni pertinente ni justo.

            Al otro día se iría y los dos quedarían libres, uno más que el otro, ¿quién lo podría saber?.

 

Notas finales:

Notas:

 

*Hasápiko: es la danza griega, probablemente, más conocida en el mundo a raíz de la película “Zorba el Griego”; sin embargo, ya existía desde antes, era la danza de la Asociación de Carniceros de Constantinopla, que siendo absorbida por la música rembética adquirió el carácter de panelénica. Consta de muchas variaciones, que se combinan libremente. Se baila tomados de los hombros; las bailarines, mediante palmadas o señas en los hombros, se comunican las variaciones a efectuar.

 

*Dejà véçu: expresión relacionada al dejà vu. Significaría “ya vivido”, “ya experimentado”. Es la sensación que se tiene de haber ya hecho y dicho lo que en el momento se está haciendo y diciendo. La sensación incluye muchos detalles, percibiéndose que todo es como fue antes.

 

*Palabras en griego antiguo: afíei me: déjame libre, absuélveme, perdóname, etc.

 

*Malum Milo est: la mayoría sabrá ya a estas alturas la etimología del nombre Milo, que viene ya del griego antiguo, tó mêlon, y significa manzana. Pero ahora la parte en latín. Si bien es cierto que el término “malum” puede traducirse por “maldad”, no menos cierto es que también significa “manzana” (como así también el sustantivo femenino malus). El “est”, pues simplemente es el verbo cópula latino en tercera persona del singular del Presente de Indicativo Activo, o valga decir “es”.  Así que el título vendría a decir “Milo es una manzana”, claro que en ello hay un juego de palabras, en el cual el lector decidirá si tomar esto como válido o el que Milo sea malo.

Vale destacar, como dato, que en botánica el género malus (el manzano, tanto el domestica como el sylvestris Miller) pertenece a la familia de las rosáceas, que se incluye en el orden de los rosales.

 

 

Por otra parte, para que se entienda un poco mejor la narración, y esto vale para aquí y para el resto de la historia, lo que está en cursiva pueden ser tanto sueños, visiones, recuerdos en forma de raccontos o fashbacks.

 

 


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