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Bajo su sombra por InuKidGakupo

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El segundero hacía un eco preciso e interrumpible, constante y acompasado en su reiterativa y redundante marcha en la que casi nunca prestaban atención. Claudia, sentada en un sillón como una muñeca de aparador, leía algún libro de vampiros, uno fantasioso y vulgar que leía más por hacerlo que porque realmente representara un peso para ella. Louis leía también, de pie y recargado en una estantería donde se alumbraba por las múltiples luces y el candelabro de la sala que habían prendido con anterioridad. Lestat, de pie a unos metros, modelaba para sí mismo su ropa de sastrería nueva frente a un espejo de puerta, vistiéndose y desvistiéndose mientras disfrutaba de sí y se regodeaba en su arrogancia y vanidad, en su indulgente e infinita belleza.


Cualquiera que pudiera ver la escena podría haber hablado de unión y familia, de acompañamiento y calidez de un hogar. Pero ahí no había más que rostros fríos e indiferentes, en silencios prolongados y en máscaras blancas de títeres o fantasmas que ni siquiera se dirigían la mirada o la palabra, que se ignoraban entre ellos tolerando apenas la inevitable y cruda presencia del otro, en esa costumbre, en ese encierro y prisión de elegantes paredes.


Claudia bajó repentinamente el libro y suspiró suavemente, y como si tuviera hilos sobre las cabezas de los hombres -quizá atraídos por una fuerza sobrehumana que no entendían ni sabían controlar-, la miraron al mismo tiempo con rostros pasivos y flojos que rozaban el desinterés, quizá la molestia por un llamado que no se hizo pero que sintieron y atendieron. Claudia los miró, primero a uno y luego al otro de manera pausada y acarició con sus diminutos pulgares la pasta del libro que reposaba sobre sus piernas estiradas.


— ¿Qué se sentía hacer el amor? — preguntó refiriéndose a sus vidas mortales en tono suave, lo suficientemente fuerte para quebrar el silencio ensordecedor y agraciarlos un segundo con su voz de infante como el canturreo de un gorrión.


Louis y Lestat se miraron por menos de un segundo a través del rabillo del ojo antes de desviar sus miradas a cualquier lugar, como si pensaran. Lestat bufó y se giró al espejo para seguir en su entretenido gozo por probarse la pila de ropa moderna, quizá planeando ignorar a Claudia o encontrando demasiado aburrido o soso alguna explicación. Louis tembló en su lugar y suspiró hondamente, acorralado, como cuando en una familia mortal el hijo pregunta a su padre de dónde vienen los bebés o lo que significa el amor y nunca se encuentran las palabras adecuadas para figurarle a un inocente lo que aquello conllevaba. Pero Claudia no era una niña inocente sino una mujer y un demonio con pieles pequeñas con más de sesenta años sobre ella; y Louis, como su padre ciego por su amor devoto y enternecido por su rostro adorable, no lo entendía aún y la miró con duda y miedo.


Cobardía. Y tanto Claudia cómo Lestat la sintieron en el aire, el miedo estúpido de Louis y su consideración absurda y su amabilidad inútil y desesperante. Lestat, fastidiado con el tartamudeo absurdo y la duda en los labios temblorosos de Louis, se giró, horondo, mirando a Claudia mientras ignoraba a Louis y pasaba sobre su voz susurrante con su voz fría y calculadora.


— ¿Para qué quieres saber? — le preguntó irritado y Claudia giró sus ojos azules y helados a Lestat, mirándole con desprecio mal disfrazado. — ¿Acaso quieres ser una pequeña ramera? ¿Vas a exponer tu diminuto cuerpo plano a la lujuria de las masas como si fueras una mujer de verdad? — su voz ácida y dolorosa golpeó a Claudia en su punto débil pero no mostró alguna especie de reacción, solamente miró desafiante a Lestat, contrario a Louis que miró asombrado y compungido al rubio, sintiendo dolor ajeno por aquella forma de tratar a la menor de los dos.


Pero detrás de aquellas palabras que lucieron primeramente a golpes bajos y burlas agrias, había un reclamo disimulado, un desagrado por considerar siquiera aquella idea. Cómo el otro padre que era, celoso quizá por imaginarla con alguien más, furioso por pensar que la pequeña niña había dejado de ser quién aparentaba y eventualmente cosas terribles como las que él hacía le vendrían ataviadas a su cabeza. Y Lestat se dio cuenta de esa abertura débil que mostró sin querer, al igual que Claudia, siendo Louis el único que no percibió su desdibujado dolor. Se giró al espejo y se abotonó la camisa hasta el cuello, arreglado después su cabello como si buscara calma.


— Era increíble — dijo fluido más por decir algo que porque lo pensara en realidad. Sin embargo, sintió los ojos de Claudia quemándole la espalda con recelo, con la envidia de no haber vivido nunca una sola experiencia humana. Al otro lado, sintió la mirada de Louis llena de dolor y angustia, de celos contenidos por su afirmación y de pronto, en su actitud satírica, se sintió motivado para continuar hablando, para restregarle a cada uno en la cara diferentes cosas y regodearse de su sufrimiento a través de él. — Las chicas me buscaban, esas mismas que se daban golpes de pecho en la iglesia iban por mí, y terminé haciendo el amor con cada una de ellas — ni Louis ni Claudia supieron sí aquello era verdad o solo alguna tétrica mentira pero ambos sintieron dolor ante su vago relato, al imaginarlo bello y vivo, rosado y palpitante poseyendo a esas jóvenes sensuales que caían adormecidas por su humana figura de seda. — Y gemían mi nombre, como unas promiscuas, y me pedían más... y yo, gentilmente, les daba lo que buscaban — dijo con galantería y ató un corbatín finamente a su cuello. — ¡Y había calor! — soltó con asombro y atisbó por sobre el hombro a Claudia que le miraba enrabietada y envidiosa. — Mucho calor. La carne palpitante y viva, las curvas pronunciadas, los gemidos, la saliva, los roces haciendo fricción. Era como una hoguera... y yo ardía en ella — agregó y sus ojos miraron a Claudia y luego a Louis, quién no pudo disimular su dolor y sus deseos de volver ahí, a esa fogata que Lestat describía y quitar de su cuerpo a todas esas personas de él. Y se sintió herido al saber que donde habían besado sus labios habían besado otros miles más, que sus manos habían recorrido un cuerpo que había sido de muchos y la frustración de sentirse absurdo e insignificante, aplastado por aquella multitud que también había amado y poseído a Lestat tanto como él lo había hecho lo asfixió. Quiso dejar el libro en el suelo y darse la vuelta para marcharse a algún lugar, a donde no le vieran tener arcadas fantasmagóricas, asqueado por sentirse hecho a un lado, ¡O es que nunca había estado en el centro! Siempre al lado, en su vida, en su corazón y en su lecho.


— ¿Y tú, Louis? — la voz de Claudia lo sacó de su trance afligido y Lestat arqueó una ceja, con intriga y curiosidad, mirando de soslayo a Louis, quién parpadeó repetidas veces y se aclaró la garganta, dejando ver en sus ojos la claridad, como si estuviera reviviendo algunas aventuras lejanas de su mente.


— Antes de morir... era solo una sombra lánguida del asesinato — soltó con amargura, sin notar que entre sus palabras había dejado ir una grave idea, una qué pasó imperceptible a su mente pero fue hábilmente captada por Claudia y Lestat, quienes le miraron estupefactos y a la expectativa, como si no pudieran creer lo que le habían oído decir.


¿Antes de morir?  — preguntó Claudia entendiendo que se refería al momento en que se había convertido en vampiro. — ¿Y cómo se siente después, Louis, qué hay luego de que mueres? — la inquietud y ansiedad se escuchó en la chiquilla y apretó contra su pecho el libro de pasta gruesa, en emoción. Lestat enderezó la espalda e infló el pecho, engrandecido y cretino sabiendo que para Louis era él y nadie más el que se le venía a la cabeza, el que lo hizo fruncir en dolor y cabizbajo pareció pensarlo. Lestat sonrió suavemente y dejó a medias su chaleco azul oscuro de bordado dorado, girando el torso para prestar meticulosa atención.


— Después de morir — murmuró Louis y sus ojos chocaron contra el suelo, incapaces de mirar a Claudia mientras pensaba en ese demonio de ojos verdes que le miraba a unos pasos de él, que se mecía desnudo dentro de su pensamiento. — Absolutamente nada — respondió con dolor plasmado en la voz, tan vívidamente, tan crucial y desgarrador que Claudia lo creyó de inmediato y en su expresión se encontró la decepción, la desilusión y la amargura. Lestat apretó apenas los labios ante eso y se giró indiferente al espejo, borrando la sonrisa ladina de sus facciones y reanudando el movimiento de sus manos que abrochaban al frente sus botones dorados.


Quedaron en silencio de nuevo, en un renovado y doloroso preámbulo dónde está vez se respiraba el asco y la aberración. Louis ya no miraba su libro, miraba a las ventanas de su mente y se perdía en el oscuro muro detrás de sus párpados apretados. Claudia gruñó en exasperación, apenas audible para ella misma, como si se le hubiera escapado el pensamiento. Luego, alterada y conmovida, ahogada como si el aire alrededor hubiera desaparecido o como si la sangre se le hubiera hecho piedra en las venas, se sacudió. Se puso de pie hecha una furia y acomodó rápidamente el libro de vuelta a la estantería, con odio, como si hubiera querido lanzarlo al fuego en su lugar.


— Voy a salir — siseó como un castañeo y se marchó a gran velocidad sin siquiera esperar una respuesta.


La habitación pareció quedar en penumbras a pesar de que cada una de las velas seguía ardiendo con la misma intensidad y de la misma manera. Louis cerró los ojos un momento, sintiéndose mareado y asqueado, la tensión se repitió como un eco frondoso y penetrante por la habitación haciéndolo sentir acorralado. Se quedó quieto, como si fuera parte de la estantería, recargado sobre los libros y con el rostro agachado, hundido en un dolor que podía respirarse, que hasta un mortal hubiera captado en sus facciones afligidas. Esperaba, como un tonto, que Lestat fuera el que abandonara la habitación, que se fastidiara de su silencio y su quietud y se marchase a otro lado, engrandecido. Porque Louis no tenía manera de moverse, no tenía la fuerza para andar fuera de ese lugar sin que se filtrara entre sus pasos el desconsuelo y su partida no luciera como si estuviera huyendo, aunque en realidad, lo quería hacer. Huir. Escapar de sus recuerdos, de su pensamiento, de Claudia mirándolo y preguntándole y de Lestat ahí, martirizándole.


Sacudió la cabeza apenas cuando la puerta lejana de su casa se escuchó y anunció la partida de Claudia de los confines de sus tierras. Suspiró apenas, pero no se escuchó, sostuvo de nuevo el libro entre sus manos con firmeza, con la intención de leer algunas páginas más y calmarse, luego, podría marcharse a su habitación sin que pareciera un cobarde. Sin embargo, apenas Lestat percibió el sonido de los pies pequeños alejándose en las calles de Nueva Orleans, rió bajito, como si el peso de Claudia finalmente desapareciera de alrededor y su lengua retorcida y venenosa pudiera finalmente salir de entre la comisura de su boca.


"Absolutamente nada" — Lestat soltó aquella frase dicha por Louis en tono grueso, imitando burlesco su entonación, exagerando la tragedia y el dolor en sus palabras como si aquello fuese el guión de una obra de Shakespeare mal actuada. Louis levantó el rostro a él, mirándole con furia ante aquella cínica parodia de sus propias palabras, de su dolor. Lestat soltó una carcajada y miró a Louis con sus ojos cretinos y altaneros, mostrando sus dientes afilados entre sus labios en una sonrisa sostenida y socarrona.  — Oh, vamos, Louis, tú también gemías mi nombre — volvió a reír con la misma burla y saña, con la palpable provocación que llevaba en sus aras el deseo de humillación. Se giró al espejo, acomodando una capa negra sobre sus hombros y sintiendo los ojos de Louis como fuego, quemándole en el odio que incluso precio tenerle en un segundo, herido con su forma ruin de mofarse de su propio concepto, de sus sentimientos.


— No me compares — murmuró Louis entre sus dientes apretados y sintió su encía vibrar en ansiedad, como si las ganas de morderle la cara lo azotaran y quisiera de pronto molerlo a golpes, destruir de su rostro aquella sonrisa divertida. Pero no hubo necesidad de hacerlo, Lestat frunció los labios ante esas palabras y se quedó quieto, sereno, como si realmente alguna parte de su pensamiento comparara a Louis con alguna mujer y su seriedad se volvió lentamente en una expresión pensativa, en líneas suaves e imperceptibles que atravesaban su frente en consideración.


— No lo hago — respondió en calma, lanzando alguna prenda de un sillón a otro y quedándose fijo en su reflejo, sin mover un músculo, como si realmente prestara atención a su atuendo pero sus ojos parecían distraídos en algún lugar. Louis lo miró fijamente, la furia que había sentido ante su burla como si fuera un mal pagado bufón había cesado, y ahora el dolor y la melancolía era lo único que brotaba de sus iris eclipsadas por la belleza de aquel cuadro. — Tú y yo estamos unidos, Louis — aseguró, mirando aún a la nada frente a él, perdido quizá en algún pensamiento. —Lo estamos, a diferencia de todas esas rameras — soltó lo último con asco y desvió sus cuencas verdes a un chaleco que sostuvo entre sus manos antes de volver a petrificarse, como estatua.


Louis le contempló y sintió que el tiempo volaba frente a él como una mariposa y él lo sostenía de las alas y lo hacía volver. El viento golpeó una ventana y le hizo creer que estaba de pie tres años atrás cuando se entregaban cada noche en la desnudez y casi sintió la confianza de poder acercarse a él y besarle la espalda, el cuello, las manos, y dejar atrás aquella charla, y dejar atrás a aquellas mujeres fantasmas, y borrar con sus propias caricias las de los demás, entrar en la mente de Lestat y arrancar a todos esos que habían desfilado bajo su cuerpo.  Sintió qué, ahí, parado como un maniquí de piel, estaba a su alcance, era débil y lo necesitaba, como antes, como él. Y creyó un segundo que estaba fuera de aquella caja empolvada y fúnebre donde Lestat lo había encerrado y atrapado años atrás, donde yacía su cuerpo humano que era en realidad su alma apuñalada por el mismo demonio, por las manos blancas de Lestat que le habían atravesado sin consideración, que ahora se desfiguraban y le hacía creer que tocaba la tapa con la intención de salvar una vez más su frágil alma. Y sintió el deseo de mandar sus miedos a un lado y acercarse presuroso para contenerlo entre sus manos e imaginar que los años no habían pasado ni la pasión se había escapado, y que seguía vivo. Quiso hacerlo, y sus manos temblaron y sus piernas hicieron amago de moverse, como adormecidas. Pero Lestat giró a él, contemplándolo con ojos fríos calculadores, mostrándole el vacío y la indiferencia antes de que siquiera pudiera moverse de su lugar.


— El trato que hicimos nos une, Louis — le dijo en un tono igualmente gélido, haciendo a Louis dudar y sacudirse imperceptible en su lugar ante esa afirmación que no entendió de una.


— ¿El trato? — preguntó cómo si no comprendiera, pero su rostro extrañado mutó a uno dolido, a uno incrédulo y herido. — ¿Hablas del trato donde me dabas la vida eterna a cambio de mi casa y mis tierras? — su voz sonó alta, furiosa, y se despegó de la pared para erguirse en defensa, para levantar el rostro torcido en decepción, en la consideración de aquella tontería, pues Louis había olvidado ese supuesto trato años atrás a pesar de llevar la eternidad entre sus venas. Luego de Claudia, o incluso desde mucho tiempo atrás cuando vivían juntos en las afueras de Nueva Orleans en sus tierras de Pointe du Lac, Louis veía en Lestat algo más, no era alguien con quien se veía obligado a estar por una absurdez como esa, ¡Incluso había intentado dejarlo y eso demostraba que él ya ni siquiera tomaba en cuenta aquel estúpido trato! Lestat era su compañero, Lestat era mucho más. Y Louis se sintió reducido, se sintió expuesto de nuevo a un rechazo discreto, como si Lestat solo encontrara esa necesidad formal en él, como si renegara de su cercanía y su acompañamiento.


— Eso nos une, Louis, ese intercambio — giró completamente al otro y recibió un golpe hipotético bañado de algo cercano a la agonía. — La condena me ata a ti — dictaminó y sonrió suavemente, con veracidad.


— El amor me ata a ti — corrigió Louis a la brevedad, sin dar tiempo de nada, ni siquiera a su mente para pensar aquellas palabras antes de que ya las hubiera dicho. Lestat cerró la boca y se quedó tieso, Louis se acaloró al instante, invadido por el pronto y burbujeante arrepentimiento que trepaba espumoso desde el fondo de su pecho. Sintió una revoltura en la boca del estómago y tuvo la sensación de que iba a vomitar, y necesitó morderse la lengua y sostenerse del mueble atisbado de libros para no caer por el repentino vértigo que lo azotó crudamente, por sentirse absurdo y estúpido en su totalidad.


 — ¿El amor? — preguntó Lestat y Louis cerró brevemente los ojos esperando la burla ante su inocente confesión de un amor triste y marchito; pero no hubo nada de eso, en su lugar estaba de nuevo dibujada esa furia que no entendía, que envolvía a Lestat cada vez que él se ponía sentimental. — ¡¿Amor por qué, Louis?! — le miró con irritación y el aludido se quedó firme y de nuevo se sintió empequeñecido por aquel dolor en el rubio que él no entendía porque estaba disfrazado de rabia.


— Por Claudia, por todo lo que es nuestro... por ti — Louis soltó su pensamiento frágil como una hoja al viento, y fue Lestat el fuego ardiendo que pareció quemar su travesía como un rayo atravesando el cielo, su mente pareció distorsionar aquella suavidad de plumas y de palabras dulces y sinceras. A oídos de Lestat llegó un agudo sonido, tan aberrante como nada, tan desagradable e insulso que lo hizo hervir.


— ¡¿Por mí?! — esta vez sí hubo una risa, una seca y retorcida, sin chiste, totalmente ahogada en la ironía y la incredulidad. — ¡Louis, el gran Louis queriéndome a mí! — hizo ademanes exagerados intentando burlarse, pero fracasó, parecía más bien un parpadeante y patético tinte de sí mismo. De un movimiento se arrancó la capa de los hombros y la tiró al suelo, como si de pronto tuviera calor y no fuera ese cadáver frío y andante.


— Es la verdad — Louis soltó, ya sin miedo de decir sus sentimientos que ahora le quemaban y brillaban sobre su piel. Y no mentía, incluso si ya no adoraba a Lestat como un Dios, incluso si ya no lloraba por él en silencio agónico o soñaba con el día en que volviera entre sus brazos, le quería. Aun después de que hacía tres años Lestat había apuñalado su alma y había matado su mundano y decadente corazón humano, permanecía en él solo los vestigios sombríos de un amor, su cariño era ahora una mancha impregnada apenas en los sucios y viejos huesos de un vampiro.


— ¡No, Louis! — gritó Lestat y se separó de su sitio para acercarse a él. — ¡No es verdad!, ¡porque esa verdad no existe! — sacudió su mano a un lado, como si quisiera tirar ese concepto que se dibujaba tierno e indefenso, como si odiara esa careta de pétalos que era él, adornada por gotas finas de agua que eran las palabras de Louis y caían suavemente sobre su cuerpo. — ¡Esa verdad no puede ser posible! — gritó sobre la cara de Louis y lo empujó con la punta de su dedo sobre el pecho, con violencia. Louis le miró con los ojos entornados, poniéndose tieso y firme, ejerciendo su propia fuerza y presión sobre el dedo que lo sostenía afiladamente, acortado su cercanía.


— ¿Por qué? — cuestionó, desafiante, pero Lestat lo conocían bastante bien y con la punta de su yema percibió el incesante golpeteo de su corazón, la fragilidad de este, la capa empolvada y delgada de hielo que no lo podía sostener, y sintió también en ese palpitar contra su dedo las heridas, heridas hechas por él, por sus palabras y desplantes. Y encontró, en ese corazón que se escondía desesperado, un rastro de lo que era humano.


¿Por qué? — repitió la cuestión y curvó las cejas un momento, como si no creyera la forma estúpidamente ingenua en que lo decía. — ¡¿No te has visto, Louis?! — el mencionado apretó el rostro y miró a Lestat sin entender, pero este, brusco como era, lo tomó por los hombros y de un movimiento contra el que no pudo luchar lo arrastró hasta quedar frente al espejo, sosteniéndolo desde atrás con furia y rudeza. — ¡Mírate! — le gritó sobre la oreja y clavó sus propios ojos al frente, mirando su rostro enrabietado y el semblante estupefacto de Louis ante la situación.


— ¡Suéltame! — Louis movió los brazos para tratar de apartar a Lestat de su persona, pero este no se movió un ápice, como si fuera más fuerte que una pared o una cadena. Y un segundo, Louis se miró a sí mismo en el espejo y sus ojos cobardes se hicieron a un lado, temerosos, girando su rostro volvió a agitarse entre aquellos brazos buscando renovada y desesperadamente libertad.


— ¡Mírate! — repitió Lestat la orden y sosteniendo con una mano las mulas muñecas de Louis llevó la otra hasta su rostro y lo sujetó por la barbilla con la misma violenta actitud, presionando sus mejillas y girándolo rudamente a que mirara al espejo, a que se encontrara consigo mismo y su figura perfectamente retratada en aquel cuadro alto del que parecía emerger su propio ser.


¡Y Lestat sabía cuánto odiaba Louis su reflejo! Porque era enfrentar la realidad, porque era mirar su terrible y fantasmagórica figura, porque era el recordatorio constante de quien era y de lo que se había convertido. Porque era a quien Louis más odiaba en el mundo: a sí mismo.


Y trató nuevamente de esconderse de aquel retrato vívido, y movió sus ojos con desesperación dentro de sus cuencas por todos lados, como si buscara donde atarlos para no tener que mirarse, y deseó, como un desesperado, poder tener cualquier cosa enfrente, ¡incluso el mismo sol!, todo menos eso, todo menos él. Pero Lestat le sostuvo con fuerza por las mejillas hasta que sintió dolor en su quijada, como si fuese a arrancársela de un momento a otro obligándolo a detener su lucha absurda, y con las ceja torcidas en miedo, finalmente llevó sus ojos a aquel reluciente pedazo de espejo traicionero.


Y se miró, con sus facciones afligidas y su piel pálida de cadáver, sus labios temblaban suavemente y sus comisuras caían levemente en dolor. Y sus ojos... sus ojos eran dos pozos oscuros de desesperación.


Y quiso evitar su mirada de aceitunas, quiso no ver aquel verde infinito de sí mismo, pero no pudo y se quedó petrificado ante esos ojos que le miraban, que eran los suyos y que no escondían nada. Y Lestat los miró también, con la misma intensidad, y Louis se dio cuenta de lo desnudo que estaba ante Lestat, ante todo aquel que encontrara su mirada en el aire, ante lo que regalaba con esos brillantes pares de canicas humanas.


Se odió y se saqueó de sí, se despreció como hacía y sintió la desesperación burbujeando y la sombra consumirlo, pero Lestat no cedió y apuntó al frente con un movimiento suave de su barbilla, como para indicarle que prestara atención a lo que estaba delante. Y Louis miró el reflejo de Lestat y le pareció tan diferente a él, y le pareció que Lestat era esa cosa que se había arrastrado desde algún reino de criaturas y hielo, de flamas e infierno, y él era aún un pedazo de carne maltrecho y descompuesto, que había un humano aun respirando y arañando detrás de su rostro pálido de fantasma, viviendo y mirando a través de sus ojos claros.


— Mírate — murmuró esta vez y frunció el ceño, sintiendo como Louis dejaba de luchar y le daba la oportunidad de llevar ambas manos al rostro del azabache, dónde lo tocó por las mejillas y con crueldad y sin vacilación le tocó los labios y los separó, dejando al descubierto sus dientes de hierro.


Y Louis miró su expresión retorcida, sintió los dedos de Lestat adentro de su boca, forzándola, y sus uñas largas y afiladas tocaban sus caninos demoniacos, y sus mejillas dolían por la fuerza en que Lestat lo estiraba, como si quisiera arrancarle la piel. Pero no pudo moverse o manotear como habría querido, ni tampoco siguió el suave impuso de morderle los dedos y arrancárselos y soltarse de aquella estupidez. No pudo, porque frente a él apareció la figura patética y extraña que era, el demonio que no quería ser un demonio, el humano que no era humano, y al final de todo era el mismo de hacía años, el mismo. Y en sus ojos, la compasión y la humanidad seguían brillando terriblemente, intactos, y se contradecía y se desdibujaba con su piel de papel y sus dientes afilados cual bestia del Averno.


— ¡Esto es lo que eres! — bramó Lestat y lo sacudió y de nuevo Louis pensó que le desprendería la piel de sus mejillas. — Esto, Louis, un vampiro, ¡Un asesino! — Louis encogió suavemente los hombros ante el grito, y no porque lastimara sus oídos, sino porque lastimaba su pecho, su corazón. — ¡Y no puedes sentir! ¡Y no puedes querer! — le aseguró y abrió más la boca de Louis como para remarcar su punto, y ambos miraron las encías ligeramente rosadas y el rostro de Louis parecía que había perdido su forma y era solamente una dentadura demoníaca. — ¡No puedes quererme! — volvió a agitarlo y a Louis un momento la cabeza le dio vueltas por la brusquedad en la que su cuello se sacudió y se jalo de regreso atado aun a Lestat que mantenía sus dedos en su boca. — Ni yo puedo quererte — murmuró y sus labios temblaron sobre su rostro un segundo, tan vacilantes y rápidos que Louis no lo notó en su contemplación afligida a su deforme reflejo retorcido. — El amor..., — agregó Lestat y sus dedos tambalearon sobre los caninos de Louis. —...Para un vampiro, solo existe en la muerte.


Y lo soltó.


Y Louis cayó al suelo y se quedó sentado frente al espejo, mirándose, traumatizado, sintiendo la piel de sus labios lastimada y mullida, y sus ojos pálidos de humano se mancharon de rojo y comenzaron a soltar lágrimas de sangre fría que atravesó su piel blanca de mármol. Era un vampiro, un asesino, sí, pero parecía que detrás, mirando por esas ventanas, un humano vivía, un humano que era él. La vívida y completa imagen de un corazón roto.


Lestat se marchó pero Louis no lo escuchó ni tampoco lo miró hacerlo. Se quedó ahí, sobre el suelo, abrazando sus rodillas y recargado en un sillón, contemplando su reflejo y sintiendo sus lágrimas del infierno viniendo de sus ojos que parecían haber nacido en el cielo. Que estaban vivos aún.


Aquella noche, bastante cercano al alba, Louis se detuvo a mitad de la calle y giró sus ojos vacilantes al cielo que se teñía de púrpura anunciando el amanecer. Guardó sus manos en las bolsas de su abrigo como si pudiera resguardarlas del frío incesante de la madrugada. La calle estaba vacía y apenas una suave brisa casi imaginaria caía sobre su rostro y su cabello negro y fino. En la calle, el agua brillaba sobre las piedras y pequeños caudales corrían por las ranuras del suelo, evidencias de la tormenta que había parado algunas horas atrás. Contempló, casi con descuido, cada una de esas finas gotas que repetían en su forma el reflejo del cielo ahora sin nubes ni estrellas, solamente el color azul volviéndose menos oscuro a cada segundo. Y Louis quiso quedarse ahí. Soñó con hacerlo realmente.


Contemplar el sol, contemplar su muerte.


Y los brazos se sintieron pesados a sus lados y sus ojos pestañearon como si fuera a caer dormido. Pero no lo hizo, incluso cuando sintió un verdadero deseo de hacerlo. Consideró, por un momento, que era demasiado necio para aceptar dichoso la inmortalidad y al tiempo era demasiado cobarde para aceptar la muerte.


Se quedó firme en su sitio como si debatiera la idea, las palabras de Lestat se repitieron como el golpeteo del agua en la tierra y le picaron el pecho, el abdomen, las costillas, como si fueran las flechas atravesando la piel de Jesús cuando estuvo colgado en la cruz.


Y entendió entonces, como iluminado, que podía sentir, y que incluso él quería seguir sintiendo. ¡Podía querer! Podía odiar también, y podía desear morir ahí o incluso mañana. Y quería a Claudia, y quería acariciar sus rizos y recostarse en su ataúd con ella entre sus brazos. Y quería también a su madre y hermana muertas, y quería caminar como un vagabundo en la calle. Y podía, sí, y su corazón latía por todo eso.


Y entonces, sobre la boca, como un sabor metálico diferente a la sangre, saboreó las palabras de Lestat y descubrió que eran otra mentira. Le había mentido. Y él se había mentido también, por años, desde que Lestat le rompió el corazón como si hubiera sido su novio. Y se sintió el imbécil que era y se rió estúpido en la nada.


Se permitió a sí mismo olvidar la forma absurda en que se había enamorado de los ojos de Lestat cuando lo conoció, y supo que lo que había matado Lestat hacía tres años no había sido ni su humanidad ni su alma, había sido solamente su amor por él. Lestat había acabado con el amor y devoción que Louis sentía por él.


¡Pero ese amor había sido tan grande, ciego y sincero que había hecho sentir a Louis que se trataba de su vida, de su alma! Pero no era así, y contemplarse al espejo obligadamente -precisamente forzado por Lestat-, le había hecho ver que seguía siendo él, Louis: el humano agonizante, el monstruo que sufría.


Y suspirando el aire gélido de la noche, también entendió que Lestat no era feliz, no podía hacerlo feliz ni podía complacerlo, en ningún sentido. Y supo bruscamente que ya tampoco quería hacerlo. Ya no le importaba.


Y gritó y admitió para sí mismo que incluso con eso lo amaba, y lo odiaba con la misma fuerza por primera vez, y en la suma de eso, ya no sentía casi nada.


Su pensamiento entonces preguntó qué lo unía a él, ¿qué? Porque el breve y empequeñecido sentimiento que había quedado como cochambre entre sus huesos vampíricos estaba muriendo, y casi incrédulo, entendió que nada.


Entendió que era libre.


Libre de ese amor que era una prisión, libre de Lestat y su forma tenebrosa de manipularlo. Y sintió los hilos de sus manos y sus piernas romperse por un filo, y ya no era un títere, y ya no era de cartón, y ya no se iba a encoger temeroso bajo tiranía, bajo su sombra alargada de monstruo.


Y en aquel amanecer, como si Louis lo hubiera abandonado a mitad de la calle, los vestigios de aquel sentimiento murieron calcinados por el sol, ajenos a él.


Las noches pasaron tranquilas, una a una, sin particularidad en una rutina que se pintaba infinita. Louis leía alguna novela de ficción y dormitaba torpemente sobre su almohada, tenía un rato que Claudia había salido de su habitación partiendo a las calles por alguna víctima, y había quedado en completa quietud y calma, tal vez como no se había permitido sentir en años de inmortalidad.


Los pasos de Lestat sonaban en el primer piso, pero ya no le enojaba, ni él ni las pisadas de tacones altos de algunas muchachas, ni tampoco el repiqueteo del piano en lecciones absurdas que usaba Lestat presuntuoso para conquistar y asombrar a las mujeres de alcurnia. Louis solo permaneció ahí, en su tranquilidad, quedándose dormido sin profundidad sobre las páginas arrugadas del libro que Claudia había dejado abandonado a la orilla de su cama.


Era pasada la media noche cuando los pasos rápidos en la escalera de caracol lo despertaron y se talló la cara, clavando sus ojos a la puerta cuando notó que los pasos andaban en su dirección. Un momento pensó que era Claudia que había vuelto y ansió mirarla y estrecharla y pensó que quizá podrían pasar un rato recostados de la mano antes de que le diera hambre y fuera su turno de ir a cazar. Pero aquel sonido era tosco y pesado, demasiado firme y los pasos demasiado largos y remarcados. Gruñó cuando entendió que era Lestat que se movía ansioso por el pasillo hacia él, posiblemente vendría a insistirle que fueran al teatro a alguna función nocturna o a algún baile tedioso de alguna adinerada familia que planeaba seducir, estafar y matar. Dejó caer de nuevo su peso contra la cama y trató de pensar en algún buen pretexto para negarse, o quizá -si esperaban a Claudia-, aceptaría si se trataba de alguna función.


Pero Lestat abrió la puerta de golpe y lo sobresaltó ligeramente, se miraron un momento y Louis encontró aquellas rubias cejas torcidas en irritación, en enojo hacia algo o alguna idea. Suspiró con cansancio al verlo mover los ojos por la habitación, como buscando a Claudia, y pensó fastidiado que posiblemente estaba enojado con ella por algo que habría hecho sin su consentimiento o que lo había irritado demasiado. Le quitó la atención de encima y sostuvo su libro entre sus manos para continuar con su lectura, pero Lestat le miró con la misma intensidad y anduvo a él, iracundo. Louis giró suavemente los ojos y sus labios se tensaron en aburrimiento adelantado, ahora venían los gritos y reclamos, seguramente, por algo sobre Claudia o sobre algún mortal que lo había hecho enojar o incluso algo que él hubiera hecho -o no hecho- sin darse cuenta.


— Louis — habló Lestat cuando se detuvo al lado de la cabecera y su voz sonó más calmada de lo que esperaba. El aludido le miró con desgano, aguardando ya por la absurdez que no le interesaba y tampoco le importaba, pero que escucharía para que se desahogara y se marchara de su cuarto de una vez. Pero sus ojos no encontraron la figura retorcida de facciones furiosas, sino un rostro pasivo, dulce, tal vez, un tanto suplicante.


— ¿Qué pasa? — preguntó con su voz gruesa y adormilada haciendo al rubio temblar en su lugar, pero Louis no se dio cuenta. Lestat subió una rodilla a la cama y luego, brusco, le arrancó el libro de las manos y lo lanzó a un lado con toda la irreverencia y desconsideración que portaba sobre de sí.


— Desnúdate — le susurró seductor y bajó el rostro, como para besarlo.


Pero no pudo hacerlo, la mano de Louis lo empujó atrás y Lestat cayó de la cama por la fuerza empleada. Louis se puso de pie y le miró desde arriba, con ojos fríos, con indiferencia, con desamor. Y Lestat se puso de pie y se acercó a la rueda de luz, como para dejarle ver a Louis su rostro, su belleza, su disfraz y su intención. Pero no hacía falta, Louis entendía lo que quería, a lo que había ido,  olía su deseo como si le brotara de la piel... y olía a animal muerto.


— No — le dijo, seco, retrocediendo cuando Lestat hizo amago de acercarse y acariciar su rostro, y jugar con él, y jalar esos hilos que todavía creía que tenía atados sobre sus muñecas.


— Louis... — los labios de Lestat gruñeron cuando volvió a mirar la silueta alta y delgada alejarse de sus manos en firmeza, en desconsideración. — ¿Qué diablos te pasa? — le bramó, frustrado, asustado, mirando en esos ojos un trozo de hielo que no hubiera reconocido jamás. Pero Louis no le respondió, solo le miró con el vacío, con la nada, con el odio y el amor que no existían más. — ¡No puedes rechazarme! — espetó, fuera de sí, indignado y enojado, vanidoso, como un regaño, como si Louis fuera uno de sus esclavos y le reprendiera indulgente y tuviera sobre sus manos el poder de demandarle qué hacer, o qué sentir.


Y Louis no respondió de nuevo, solo le miró con ese vacío y Lestat tembló en su lugar, en incomprensión. Y no lo reconoció. Y aquellos ojos de luna parecieron preguntar "¿Por qué? ¿Por qué no puedo rechazarte?" Y Lestat no tenía una respuesta. Se movió de nuevo, quizá llevado por su desesperación, quizá guiado por su necedad o por su afán de cumplir ahora aquello como si fuera un capricho, como si la idea de aquella indiferencia no pudiera ser verdad. Y encontró un escudo de piel que lo empujó lejos nuevamente, y Lestat volvió a romper en el aire una ofensa y una demanda por correspondencia, e insistió en que no podía hacerlo a un lado y soltó tonterías sobre su conexión y sobre su superioridad. Y Louis se rió, se burló de él, y se dio la vuelta hacia la puerta e ignoró las palabras a medias de Lestat.


— ¡Louis! — le gritó, como para que se detuviera. — ¡No puedes dejarme! ¡No vas a dejarme! — su voz resonó en toda la casa, como si llegara a todos lados, a todos los sitios menos a los oídos del moreno que se marchaba con indiferencia, como si Lestat no tuviera voz. — ¡Louis! — el grito le desgarró la garganta, pero fue inútil, era el fin.


Y Louis, detrás de sí, cerró la puerta.


[...]


La miró detener sus pasos pequeños y se vio obligado a caminar lento por la cantidad de transeúntes que aún andaban por aquella fresca noche en Nueva Orleans. Claudia le miró con algo de desprecio y Louis se afligió en su lugar, frenando sus pasos a unos metros de ella y saboreando su silueta frágil y el brillo dorado de su cabello de muñeca.


— Voy a matarlo — le confesó, y algo dentro del corazón de su interlocutor se hizo pequeño y le dolió.


— No, no puedes — suplicó, absurdo.


— ¿Por qué no? — preguntó. Y no había respuesta. Y Louis quiso pensar y quiso defender a Lestat, pero no pudo, no había una sola razón. — A ti te quiero, Louis, pero a él...


— Si me quieres, entonces no lo mates — siguió, y ella rió. Y de nuevo preguntó porque no tendría que hacerlo y de nuevo Louis no encontró la más mínima excusa, el más mínimo sentimiento o el impulso honesto de defenderlo.


Y lo miró con la misma inmutación cuando Claudia cortó su garganta en su sala y Lestat le gritaba a Louis, como si aún mandara, que lo ayudara. Y un segundo tal vez quiso hacerlo, cuando miró sus ojos llenos de sangre brillar y sintió que las cosas podían tener remedio, pero no lo tenían, no más.


Louis aún guardaba el reflejo plateado y humano en su corazón magullado y cuando cargó el cuerpo delgado y cadavérico de Lestat entre sus brazos recordó la forma sexual en que lo había abrazado, en que lo había sostenido por las caderas contra su pelvis y ahora era solo un par de huesos en medio de una sábana. Y quizá un tanto frágil y tocado por los recuerdos y traumatizado con su atroz y explícita muerte, quiso ir detrás de él cuando lo soltó a mitad del pantano y le miró hundirse en el lodo. Quiso ir tras él, como el viejo patrón que había seguido años enteros al ser su esclavo.


Pero la voz de la reina de las hadas le llamó detrás, desde el carruaje, y sus hombros desnudos brillaron y Louis fue a ella y en su miedo por una lánguida sensación de soledad y tristeza, besó los labios de su hija que también era su amante y sus largas pestañas acariciaron su mejilla, dándole calma.


En la lucha dentro de la casa, días después, se encontró peleando contra el cadáver que un momento había querido seguir, que nunca había estaba muerto.


— ¿Esto es de lo que hablabas? — preguntó Louis, de pronto, fuera de lugar, fuera de contexto entre las llamas y entre la cólera y los gritos de Claudia y el otro vampiro. Gritó, estando arriba de Lestat y golpeándole el rostro, escuchando la madera crujir sobre su cabeza. — ¡¿Es esto lo que entiendes por amor?! — azotó la cabeza del rubio contra el suelo de madera y lo vio sangrar, y lo vio mirarle en incomprensión, como si no entendiera, como si no fuera importante. Como si no le doliera.


La muerte. Era la expresión máxima del amor para un vampiro -según Lestat-, y casi con dolor, como un regalo, lo dejó tumbado al centro de la habitación, como si durmiera entre las flamas. Le ofreció el último gramo de pasión. El último suspiro de su amor, como un frágil y tortuoso deseo que también se consumía entre las llamas.


Y se vio a sí mismo, años después, sentado en las escaleras dentro del Théâtre des Vampires, con Santiago detrás, con Armand detrás, y su voz golpeteando las paredes y susurrando disculpas a Lestat, y extrañándolo, y deseando que estuviera vivo, como si todavía sintiera amor.


Pero no sentía nada.


Quizá solo costumbre, quizá solo deseos de poder volver atrás, de desear que todo estuviera bien, que todo fuera tranquilo y acompasado, de que no hubiera soledad.


Y fue aquella noche atroz, cuando Louis lo entendió todo. Todo lo que hubo una vez entre ellos dos. Aunque para ese momento, ya no importó.


Miró el rostro de Lestat, asustado y arrugado, sentado en esa silla de madera y rodeado por aquellos vampiros despreciables en la sala principal del Théâtre des Vampires. Y encontró entre las manos maltratadas de Lestat los trozos del vestido de encaje de Claudia, y le miró abrazando aquel pedazo de tela mullida y sucia, se aferraba a él con desesperación. Y Louis miró las propias cenizas de Claudia, barridas por el viento, por la lluvia, por los pies de Santiago que habían osado pisarla, y su corazón se desgarró y su furia lo azotó. La tristeza, el punto máximo de todos sus sentimientos brotaron con intensidad, por última vez.


— Louis... — Lestat lo llamó y Louis reconoció el tono suave, esa voz cariñosa y amable que había usado Lestat muchas veces cuando permanecían desnudos y aferrados hacía muchos años atrás, en la intimidad. — Louis, yo no... ellos... — balbuceó, entorpecido, y lloraba como un loco, cargado con el mismo desconsuelo que él, o incluso más, y se aferraba a ese trozo de vestido del ser que Louis más había querido.


Y miró en Lestat la verdad que había escondido por años detrás de su careta estúpida de frialdad e indiferencia. Miró en sus ojos la humanidad de la que había renegado y Louis entendió que era frágil y débil, y sentimental, mucho más de lo que él mismo lo había sido alguna vez. Y miró el dolor en su rostro, el dolor por Claudia, el dolor que un segundo pareció un reflejo, porque Lestat era el otro padre, la otra mitad de Claudia, la otra mitad de lo que fue él.


— Te amo, Louis, te amo...te amo... — comenzó a repetir en tono bajo, como un demente, y decía que le acompañara de vuelta a Nueva Orleans, que volviera con él, que estaba arrepentido, que necesitaban hablar, que tenía cosas importantes que decirle, y nuevamente insistía en que lo amaba. Y era verdad.


Y siempre fue verdad.


Louis no supo si los otros vampiros lo escuchaban, porque Lestat le susurraba, pero sí se reían, sí se burlaban de su patético semblante, del de ambos, se reían de la muerte de Claudia, de su dolor.


Y un momento Louis quiso abrazar a Lestat, llorar con él, sujetar sus manos entre las de él y sostener aquel pedazo de vestido y decirle que su hija estaba muerta, la hija de los dos, y aferrarse a él, aferrarse al pasado, a querer partir a Nueva Orleans otra vez, junto a él, y a fingir amarse y a compartir aquella pérdida.


Y Louis supo también que de haber oído aquellas palabras, aquella confesión de amor muchos años atrás, si Lestat hubiera sido sincero, y si en lugar de negar y alejarse y enojarse por amarlo como lo hacía lo hubiera admitido, si no hubiera sido un cobarde, las cosas habrían sido diferentes. Y no tendrían que estar ahí, y nunca hubieran ido a París, y Claudia no estaría muerta, y Louis no hubiera renunciado a amarlo, ni a sentir, y no habría habido peleas, ni soledad, ni rostros furiosos que eran solo frustración por sentirse vulnerable, por querer ser orgulloso y preferir ignorar su amor.


Y Louis quiso decirle que lo amaba también, quiso decir aquellas palabras que nunca pudo porque se creyó correspondido muchos años, porque tuvo miedo de perderlo cuando lo había tenido entre sus brazos y aquellas palabras habían quedado siempre a medias, atoradas en su garganta, dándole un agridulce sabor. Quiso decirlas y un segundo se vio tentado. Pero la balanza había cambiado de lugar. Y sabía que sería una mentira, nada más.


Retrocedió de Lestat, como si fuera un desconocido, quizá en realidad lo era, y Louis también. Y se alejó con Armand aquella noche y en el incendio del Théâtre des Vampires donde el cuerpo de polvo de Claudia fue abandonado, se quemó todo recuerdo, todo cariño de su perdida familia, de su añorado hogar, se cerró el círculo de aquel único y real pedazo de su vida.


[...]


El joven vampiro salió de la casa, atravesó el patio lleno de maleza y tras saltar la reja partió sobre las calles de Nueva Orleans. Louis y Lestat se quedaron sentados en su lugar, quietos y en silencio, como considerando, como si no hubiera nada que decir. Como si no hubiera nada que sentir. El bebé lloró brevemente entre los brazos de Louis y llamó la atención de Lestat, quién levantó ese rostro afligido y miró apenas un segundo a la criatura antes de volver a poner sus ojos sobre Louis, que le miraba con serenidad.


— Lo siento — repitió Lestat lo que ya había dicho muchas veces y Louis negó suavemente, ya no tenía importancia. Pero Lestat se cubrió el rostro con las manos y volvió a llorar con desesperación, con debilidad.


— ¿Qué querías decirme? — preguntó, cansado ya con el olor a gatos y otros animales muertos tirados a su alrededor, quizá un tanto inquieto y ansioso de poder irse.


— Yo no quería que la mataran — reiteró la idea y Louis cerró los ojos y asintió. Pero no hubo verdadera pena en su rostro, solo una vacía expresión y la imposibilidad de mencionar el nombre de Claudia.


— ¿Eso era lo que ibas a decir? — Lestat frunció ante sus palabras de hielo y un momento pareció dudar, pareció considerar quedarse callado y asentir, pero la desesperación era palpable y se levantó de su sitio para arrodillarse frente a Louis, para postrar sus terribles y roídos trapos viejos sobre el suelo pestilente bañado de polvo y pelos de animales muertos.


Tomó, entre sus manos huesudas y pálidas, el saco negro y formal de Louis, y pegó su frente en el regazo del azabache y lloró un tanto ahí, otra vez. Y la mano de Louis se levantó con la intención de acariciarlo, pero no pudo, se quedó frío en su lugar, mirándolo como si apenas tuviera conciencia de quién era.


— Te extraño, Louis, cada día — confesó y talló su rostro desfigurado y patético contra la fina tela. — Te amo aún, Louis. Te amaba entonces. — quizá, por primera vez desde que había llegado a esa pequeña y pestilente casa, o quizá desde antes, desde que había iniciado sus viajes con Armand, el rostro de Louis mostró una emoción, quizá algo cercano a la empatía. Pero fue fugaz, y no pudo capturarlo, y apenas brilló un segundo antes de no existir más. — ¿Tú me amabas, Louis? — Lestat levantó la cabeza y con sus ojos verdes y ahuecados pareció susurrarle una petición ahogada: que le mintiera si era necesario, que le dijera que sí.


Y Louis miró a Lestat y observó su cabello gris y enredado, lleno de polvo y basura de árbol. Y miró su piel transparente y su decadencia, y un segundo parpadeó dentro de su cabeza el recuerdo de su elegancia y su elocuencia, sus grandes ojos llenos de vida alumbrándolo, sus labios rosados besándolo, y sintió sus brazos en un recuerdo vívido de cuando se disfrutaban. Y Louis sabía que lo había amado, tanto o más que a Claudia -que ahora la niña se le figuraba como un sueño irreal-, y que lo había hecho por casi cien años, y que lo habría podido hacer la eternidad. Y quiso asentir, quiso sonreírle y mostrarle el rostro contento y vivo de cuando se arrastraban a la cama, y quiso salir tomado de su mano y caminar bajo la luna, tuvo el impulso de sujetar su rostro triste y besarlo, de perdonarlo. Incluso, fuertemente, su corazón apretado en una caja le suplicó volver a empezar, volver a ser los dos una familia y regresar a su hogar y jugar a ser felices, y que el mundo no fuera gris y pudieran darse amor. Ah, pero era muy tarde para todo eso.


— No — le respondió, y Lestat tembló y lloró más, clavando sus dedos de uñas ennegrecidas sobre la tela de su abrigo y se tapó la frente, como si fuera un velo.


Y a la cabeza de Louis le vino el recuerdo del retrato de la virgen sobre el librero en la sala de su antiguo hogar, muchos años atrás. Y esta vez la virgen le decía que Lestat se lo merecía. Pero a Louis no le importaba.


Y frente a él, aquel cadáver feo y depresivo se desdibujó. Y Louis entendió que ya no era un Dios, ni un santo, ni un querubín, ni siquiera era un demonio, o una criatura de un reino fantasioso de rostros perfilados, tampoco era una rosa digna de admiración. Ahora era un humano, simple, absurdo, sentimental, y moría estúpidamente como un viejo, consumido por el tiempo. Y ya no era Cristo y él un apóstol, era María Magdalena y estaba muriendo de lepra. Y Louis no lo iba a salvar. No lo quería salvar.


— Por favor, quédate conmigo — rogó, y le miró como el perro abandonado que era.


— Tengo que irme — Louis se puso de pie, con el bebé ahora dormido entre sus brazos.


— Por favor, Louis, no me dejes, no puedo sin ti... — y le siguió absurdamente y se aferró a su pecho y lloró de forma despreciable sobre su camisa, sobre su figura recta y cuidada.


— Adiós, Lestat — lo empujó para quitárselo de encima y Lestat se hizo hacia atrás sin resistencia, como una hoja seca.


— ¿Volverás? — preguntó, estúpido, y Louis se rió de él como había hecho aquella vez hacía muchos años en su habitación, cuando se había librado de la tiranía absurda de Lestat.


— No — le respondió, rotundo.


Y se marchó y lo vio golpear los vidrios y suplicar que volviera cuando cruzó la cerca. Pero Louis no volvió a mirar atrás.


Y entre las sombras y la insaciedad, y en el nulo concepto de las emociones humanas, pasó sobre su mente un pensamiento claro, un anhelo, como no se permitía mucho tiempo atrás.


Deseó, fuertemente, que muriera Lestat.


Que alcanzara finalmente el amor.


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