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Bajo su sombra por InuKidGakupo

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Acarició el borde de las hojas con indiferencia y distracción. Pasó sus dedos blancos y gruesos por la página donde se suponía estaba leyendo y trazó líneas aleatorias a lo largo de las letras, como si de pronto sus yemas entendieran los símbolos y la escritura, como si comprendiera los relieves casi imperceptibles de la fina tinta negra sobre el fondo blanco y pasmado del papel.

Pero no lo hacían, ni sus dedos distraídos ni sus ojos de orbes pálidas y ennegrecidas que ahora bailaban de un lado a otro en la habitación, que se habían hastiado de intentar comprender su lectura o prestarle la mínima atención a esta. Su mente estaba cansada, sus ojos estaban nublosos y su boca soltaba palabras aleatorias a una conversación que no sucedía, que estaba solo en su cabeza.

Su fuero interno rebobinaba incansable lo sucedido noches atrás y maldijo su precisa y clara memoria, maldijo lo fresco que se sentía, la terriblemente pesada y frágil tensión de su cuerpo, la ansiedad que de a poco se había vuelto un calvario y lo había orillado a odiar todo, a odiar su existencia y a encontrar más fallos, dudas y penumbras de las que ya sentía ahogadas a su alrededor.

Volvió sus ojos de bruma al libro abierto entre sus manos y por distracción, quizá imaginación o necedad leyó sobre las letras algo que no existía, mensajes ocultos de letras aleatorias que saltaban y formaban palabras que lo apuntaban, que lo señalaban y se burlaban de él con tenues y escalofriantes risas que se entonaban al ritmo del viento insistente que azotaba los vidrios en la ventana, como si tocara pidiendo permiso al entrar, o como si estuviera enrabietado y quisiera romper aquella ligera y translúcida capa que lo protegía del exterior, como si fueran las mismas manos de Louis golpeteando y arañando lo profundo de su mente esperando poder huir de sí mismo, de esa casa, de esa soledad y de esa tristeza que se incrementaba a cada momento que antes le parecía insignificante y ahora se prolongaba en ambigüedad.

Recordó, como estaba, bañado en la nostalgia y melodía incansable de su sentimentalismo, el rostro fruncido de Babette mirándolo con desprecio y cerró los ojos, afligido, como en aquel momento hacía años, como la primera vez. Louis no entendió si su mente no se cansaba de dibujarle escenarios amargos y oscuros que lo lastimaba, casi como si disfrutara de la agonía, pero ese rostro de desprecio y miedo se repitió en cada persona que quiso y valoró alguna vez.

Su hermano muerto fue el primero, de brazos cruzados sobre su ataúd de madera caoba, aún con sus ojos cerrados en su semblante serio, le pareció que fruncía los labios en asco y miedo, en disgusto ante la sombra demoniaca y fantasmal en la que se había vuelto. Su hermana y su madre ahora ambas fallecidas también le seguían, con la misma lejanía y terror reflejado en sus rostros arrugados detrás de sus velos negros como viudas en un perpetuo luto.

Claudia le vino después a la cabeza, con sus pequeñas manos hechas puño a sus lados y sus mejillas redondas como duraznos, sus ojos afilados y de monstruo brillaron en su imaginación y le miraron con frialdad y desprecio, se alejaba dolorosa y lo dejaba de rodillas, sangrando y mirando su sombrero amplio como una corona sobre sus rizos de muñeca alejándose debajo de la lluvia.

Atrás, con sus ojos de serpiente y el siseo de las hojas y la seda, Lestat se materializó al fondo de sus párpados, se hizo cristal y se formó tan nítidamente en el cuarto oscuro dentro de su cabeza que casi pudo asegurar que si extendía los brazos lo encontraría justo enfrente, y por un momento fugaz, sus dedos divagaron en esa posibilidad, en la sensación de sentir su piel tan fina como el papel que ahora tenía entre sus dedos.

Pero Lestat le miraba desde la distancia, con arrogancia, le mostraba esos ojos que brillaban con luz propia dentro de la penumbra y destilaban desamor, desprecio, le miraban con el velo de la indiferencia y rozaban el asco. Y Louis no pudo hacer más que retorcerse en su sitio y lamentó el hecho de que, a diferencia de los demás, el rostro torcido de Lestat fuese un recuerdo y no parte de su tortuosa imaginación.

Miró de nuevo a la ventana tratando de ignorar la imagen plasmada en el interior de sus ojos y no pensar en todo ese remolino absurdo y sinsentido de emociones que no tenían significado, no cuando Lestat se había pasado tres días evitándolo donde, incluso, Louis dudaba fuertemente de que lo hubiera visto en ese tiempo, quizá solo lo soñaba demasiado o lo alucinaba llegando hasta él.

Tres días, le susurró el viento que se filtraba por la ventana y las letras que leían sus dedos se burlaron nuevamente acompañadas de expresiones de asombro y saña, como si un reducido público estuviera agazapado en gradas ascendentes a su alrededor y entre rostros mortales y binoculares lo observaban en el patético acto de su obra dramatúrgica y decadente.

¿Cómo podían haber pasado solo tres días? ¿Cómo podía ser posible que tan pocas horas se sintieran tan largas y dolorosas? Podría haber jurado que fueron cincuenta años, y se sintió empobrecido y asustado del paso del tiempo, como si fuese un mortal, tal acorralado por el reloj que caía segundo a segundo suavemente sobre él, como la arena en un vaso y él estaba al fondo, ahogado.

Escuchó el sonido de la puerta principal y luego las escaleras del recibidor siendo golpeadas por el sonido de unos pies hábilmente. Guió su rostro a su libro y puso toda la atención fingida que podía, pero sus oídos se afinaron gravemente con todo lo que su cualidad vampírica podía ofrecerle, tensándose crudamente cuando aquel escalón de madera se frunció y rechinó bajo el peso de un cuerpo bien conocido, el único que podía hacer rechinar aquel peldaño con su peso de plumas que anunciaban con un murmuro su llegada.

Pensó en moverse rápido a través de la casa y encerrarse en su habitación para evitar cualquier encuentro, para ahorrarse la aplastante sensación de su corazón que le rogaba ir hasta Lestat y saber que solo encontraría rechazo y ojos fríos y agudos que ni siquiera se dignarían a posarse en él. Se quedó sentado con su libro sobre su regazo en una pose mantenida y tiesa, como si quisiera hacerse pasar por los adornos ostentosos o algún mueble en perpetua calma para no llamar su atención, para pasar desapercibido y no molestarlo, no suplicar cercanía o rescate en el abandono prolongado que era su existir.

Los pasos de tacón bajo se hicieron presentes en el piso donde estaba y anduvieron despacio a la pequeña antesala donde él se encontraba atrincherado en su sillón de terciopelo, donde aguantó la respiración y fingió con sus ojos estáticos la lectura, pasando una y otra vez por la misma palabra de borde grueso que no existía y que no entendía.

Su mirada periférica encontró la borrosa silueta de Lestat en el umbral de la puerta, con sus cabellos rubios atados en su pequeño moño sobre su nuca y sus ropas de azul oscuro con bordes dorados que combinaban y resaltaban con su piel brillante y enceguecedora. Quiso girar a él y mirarlo, pero tembló en su lugar, incapaz, con miedo de sus ojos, con miedo absurdo de hacer enojar a Lestat,  y apretó los labios con fuerza cuando le miró andar en su dirección, al principio, con un poco de duda y vacilación, pero apenas duró aquello cuando sus pasos rectos y firmes se movieron con elocuencia y gala hasta postrarse frente a él, con la casualidad que había portado todos esos años.

— Louis — lo llamó suavemente, como si sintiera pesar por interrumpir su calma lectura, o como si quisiera despertarlo y usara su tono como un suave arrullo siseando apenas entre sus dientes para no alterarlo.

El aludido lo intentó, quiso mirarlo con la misma casualidad que antes y mantener su rostro firme ante lo que fuera a decirle y luego continuar como si nada con lo que tuviera que hacer. Pero no pudo y su cuello le dolió en una inexistente discordia donde ansiaba levantarse y admirar a aquel hombre y dónde se resguardaba como un cobarde en su indiferencia, en su muro frágil donde soportaba el dolor y su rostro no se movió un ápice, se mantuvo con la nariz hundida en el ángulo de las páginas amarillentas.

— Louis — el ceño de Lestat se frunció y su voz sonó firme esta vez, con autoridad, con el liderazgo que se había adjuntado él mismo donde se autoproclamaba rey y ahora le demandaba atención, como el vasallo que siempre había sido.

Levantó sus ojos verdes ante la fuerza del llamado y bajó el libro pesadamente, cerrándolo y apretándolo entre sus palmas para que el temblor en sus extremidades se disimulara. Sus orbes se pegaron en el aire y se contemplaron un segundo antes de que Lestat desviara a un lado el rostro, con casualidad, quizá un tanto abrumado por la apariencia desgastada y triste que a pesar de la juventud eterna y bella que Louis poseía se filtraba por cada poro de su ser, era casi como si pudiera oler sus lamentos a través de todo su cuerpo.

— Necesito dinero — soltó directo y sin rodeos, yendo al grano de su interés y necesidad, la razón por la cual había llevado sus presencia ante Louis a pesar de que la incomodidad e impropiedad saltaba de uno a otro, chispeando en el aire, como si fuera fuego, truenos azules que los picaban insistentes en el alma.

Louis lo escuchó, sí, pero no pudo moverse. Ni su lengua ni sus labios se abrieron para afirmarle nada, ni si cuello que ahora pesaba y se tensaba como cadena sobre su espalda fue capaz de asentir o negar. Se quedó con sus ojos perdidos en Lestat, quién se recargó en la ventana con calma, con gracia, con la naturalidad del entorno que le dio la impresión a Louis de que siempre había estado ahí postrado, como si fuera una enredadera y con sus finas ramas hubiera alcanzado el marco del que se aferraba y de sus grandes hojas los botones perfilados de unas encantadoras campanas hubieran brotado y formado su rostro de cera.

Lestat abrió la boca y repitió su petición, dijo la cantidad exacta que demandaba y las cosas en las que las gastaría, las enlistó y casi soltó el precio de cada una totalmente memorizadas y estudiadas, lo hizo como si el silencio de Louis demandara una explicación o estuviera pidiendo que le rindiera cuentas sobre lo que haría con el dinero, pero por supuesto, eso a Louis no podría importarle menos.

— He pensado en una fuente en la entrada principal con unas rosas en las esquinas, pero tal vez podemos esperar... — Lestat pausó repentinamente cuando de soslayo miró a Louis con la misma expresión seria, y aunque parecía mirarlo con fijeza, sus ojos perdidos parecían no haber escuchado una sola palabra de lo que había dicho.

Y no se equivocaba, Louis no había prestado atención a sus palabras, las había oído a lo lejos, como un grito debajo del agua, como el recital de un ángel que le resultaba amorfo en un cántico que él no comprendía, pero que si apreciaba. Solo le miró, con los ojos sin parpadear y brillantes como si la luna llena se hubiera eclipsado sobre sus iris y se repitiera ahí sobre su rostro pálido de ancha y masculina quijada. Le miró, con la misma contemplación que Lestat le había visto mirarle cuando estuvo entre sus brazos, con esa ceguera cubierta por aquel sentimiento que él reconocía como lástima, no como amor.

— ¿Qué más quieres que diga, Louis? — Lestat se despegó de la pared y le lanzó una mirada furiosa ante su pasividad y esos ojos que lo escudriñaban atentamente, ajeno totalmente a los pensamientos de Louis y sintiéndose alterado ante lo que supuso era su indisposición a cumplir sus ostentosos caprichos.

Pero Louis no respondió de nuevo, ni siquiera comprendió la pregunta ni tampoco las demás palabras que Lestat comenzó a soltar con arrebato, solamente quiso que se suspendiera el tiempo o que de alguna manera pudiera sentarse en ese sillón de esa misma manera y quedarse ahí, de piernas cruzadas contemplado como una mariposa encantada por la belleza de esa planta con rizos de raíces y pómulos de alcatraz.

— ¡...Deberían estar agradecidos, tú y la chiquilla! ¡Yo los hice lo que son! ¡Si no fuera por mí estarías muerto! ¡Serías una pasa arrugada y la piel estaría entre tus huesos...! — Louis parpadeó repetidas veces ante los gritos de Lestat que no tenían sentido para él, pues no había caído en cuenta de que su silencio ante su petición había irritado sin desear a Lestat, ese que vivía al borde de la furia iracunda.

— Te lo daré — le dijo en tono bajo y calmo, pero aun así su voz imperó y Lestat cerró la boca de golpe y miró a Louis, extrañado, sintiéndose fuera de lugar, como si hubiera estado peleando y gritando él solo por absolutamente nada, y en realidad, así era. — La cantidad que sea, te lo daré — reafirmó la idea y asintió una vez, quedándose nuevamente firme con sus ojos pegados a él. — El dinero no me importa, Lestat, nunca te lo he negado — agregó y Lestat frunció los labios ante aquella verdad que ambos conocían perfectamente. Louis siempre había sido demasiado sentimental para tomarle el interés al dinero, para tomar ese gusto por gastarlo como lo hacía Lestat. Y pegado a ese hecho, la innegable forma en la que Lestat odiaba la dependencia monetaria hacía Louis venía detrás, ese que no había puesto ni medio pedazo de tierra a su nombre y lo había orillado cada vez a pedírselo entre un montón de palabras mordaces como agradecimiento. — Lo que quieras, Lestat — continuó y su voz se cubrió de un velo nostálgico y, al tiempo, provocador. — Nunca te he negado nada... nada — la última palabra salió como un susurro que era a su vez una mano invisible que partía desde su pecho y acarició a Lestat en la inexistencia de su imaginación, en la insistencia de su cercanía.

Lestat giró la cabeza a un lado, torció los labios y la frente en desagrado antes de que su rostro quedase calmo y liso, suave, con esa sensación de que ni siquiera podía gesticular y era solo una figura de piedra. Entendió, como hizo Louis al momento de decirlo, el significado de aquella afirmación, el deseo de aquella sugerencia. Y debió reírse y burlarse en su cara, canturrear alguna tontería y mofarse entre bailes cortos de música invisible y pasar de puntillas frente a Louis mientras le veía retorciéndose en su soledad y él tiraba de sus lazos invisibles con insistencia y se regodeaba en su superioridad.

Pero no pudo y sus manos se empuñaron a los lados con una impotencia que no quiso entender. Sus labios lucharon por curvarse en una risa amplia pero cayeron en la seriedad de la que no pudo escapar, quedó atrapado en la gravedad del asunto y sin decir alguna otra palabra, sin prolongar una pelea que era casi una costumbre entre los dos, se marchó presuroso y encolerizado, aunque ni él mismo entendió por qué.

Louis quedó atrapado en ese lánguido pedazo de existencia que llamaban vida, abandonó el libro en algún rincón y tomando su capa oscura sobre sus hombros anduvo por el filo de la noche entre las callejuelas y tejados alrededor de la rue Royale. Se perdió como hacía cada noche, igual que esos otros dos demonios con los que vivía, se cobijó bajo el cielo sin estrellas que lo hundió en la penumbra de las tinieblas en la tierra, donde encontraba calma. Bebió sin pasión de una mujer que intentó vagamente seducirlo a unas calles de un teatro, la arrastró entre efusivos besos hasta un camino de piedras y en medio de los brazos que se colgaron a sus hombros hundió el rostro en aquel perfumado cuello blanco.

Sostuvo su cuerpo por la cintura y la pegó a su ser, la cargó y la acorraló contra la pared y su duro sexo, recorrió con sus manos su silueta y su cintura delgada y perfecta. Y luego su vida humana pereció bajo su tacto y sus caninos sedientos. Se vio a sí mismo abrazado como un niño asustado a un cadáver suelto bajo sus manos. La recostó sobre el piso y luego se echó sobre sus pechos y se aferró a ella y quiso que reviviera y le diera caricias y amor, quiso que él mismo volviera a la vida y su mente volviera a ser la de un débil humano con deseos frágiles y mundanos. Lamentó entre sus quejidos contra la piel fría de aquel cadáver que su sangre ahora entre sus venas le resultara tan cálida, como un abrazo desde dentro, y se vio necesitado de esconder el rostro entre las palmas rígidas de la mujer y besar sus labios ahora de cartón con la fe de que cobrara vida y le diera más aliento.

No hubo satisfacción esa noche.

No hubo pasión ni se sentía lleno o calmado, sencillamente no había encontrado la cúspide a su hambre. Y no se refería a la saciedad de la sangre, se refería a la paz momentánea y consuelo que daba el abrazo de la muerte, los segundos que le regalaba el beber de la vida y olvidaba todo a su alrededor, olvidaba su inmunda existencia. No hubo nada esa vez y cabizbajo y dolido en el corazón que se empequeñecía en su pecho, marchó a casa, cansado, con ganas de encerrarse a su ataúd y no salir jamás.

Llegó a su casa apenas a tiempo para evitar la tormenta y se quedó algunos momentos de pie en la entrada como si disfrutara del fresco de la bruma de la lluvia golpeando el suelo y los muros de su hogar. Entró a la sala principal y se sentó sin peso sobre un sillón amplió, y a pesar de que no lo necesitaba, encendió una pequeña lámpara de combustible al centro de la mesa baja y se quedó quieto en ese charco de luz naranja que se balanceaba suavemente contra el viento que se filtraba de la siguiente recámara. Miró con detenimiento su alrededor; las vitrinas altas de color oscuro con un sinfín de copas y platos de artesanías preciosas que jamás ocupaban, las grandes lámparas de candelabros colgados en lo alto, los muebles forrados de telas finas de bordados y las sillas amplias como tronos de robles talladas descansaban en su inercia. Lestat había cambiado los muebles por lo menos siete veces, pero él se sintió rodeado de basura, sintió que todo se desvanecía y la soledad lo golpeó. Un instante, mirando el rostro de la virgen en una pintura española que descansaba sobre una pared, sintió que se lo merecía.

Porque supo que necesitaba a Lestat mucho más de lo que él lo necesitaba, porque supo que la insaciedad de la muerte los últimos días y lo insípido de la lectura y el arte se debía a él. Porque Louis había comenzado a matar humanos para complacer los caprichos de Lestat, porque invertía y ganaba para él, porque compraba las cosas y permitía todo para hacerlo feliz. Porque Louis vivía por y para Lestat. Y ahora que entendía su amor estúpido y ciego, su devoción que ya no era un secreto, temió a lo que siempre había temido en silencio: su distanciamiento.

Su rechazo luego de haberlo hecho pensar que también le quería.

Y quiso volver a un momento donde siguiera todo igual, donde Lestat no hubiera intentado nada y él nunca hubiera entendido nada ni lo hubiera tenido entre sus brazos, para así no ansiarlo, ni extrañarlo, ni soñarlo, para volver al punto donde él se conformaba con la paz de su hogar y de su vida cotidiana, para ser el ciego que estaba a gusto con la oscuridad y no aquel al que le habían quitado la venda de los ojos un momento y había visto la hermosura de luz solo un instante para luego volver a ser arrebatada. Deseó con todo el egoísmo de su corazón haber sido un ciego para siempre, donde Lestat y su frenética presencia estaban ahí y eso le bastaba.

Pero ya no lo hacía, no, ahora quería más.

Cómo llamado por el latido de su corazón, Lestat apareció en la entrada de la casa con sus grandes zancadas resonando en la madera clásica y el eco de su travesía junto al rechinar de la escalera le anunció a Louis de su regreso. Se quedó quieto como esa misma noche horas atrás y escuchó el golpeteo de los dedos pálidos de Lestat mover la madera de la puerta donde él estaba.

Le miró apenas y escuchó con claridad las gotas de agua cayendo de su cabello rubio y despeinado y dando contra el suelo de madera. Sus mejillas de cristal estaban coloreadas y el olor a muerte llegó hasta su nariz y le cosquilleó un poco en el abdomen aquella fragancia a mortal impregnada en la piel de Lestat. Lo observó pasando frente a él y luego andando de un lado a otro de la habitación prendiendo cada lámpara que ahí había hasta que la tenue luz frente a Louis parecía extinta por el brillo de la habitación, y lánguida, perecía en la nada. Lestat se recargó un momento en la pared y contempló con ojos satisfechos la iluminación, esa extraña afición y gusto por la luz que pasados los años a Louis aún lo sorprendía. Sonrió apenas, o quizá Louis lo imaginó cuando se dio la vuelta y pasó frente a él saltando la mesa ratona y mirándole apenas por el rabillo del ojo antes de desplomarse sobre el sillón, a su lado.

Pasó sus dedos largos y blancos por su ondulada cabellera y se quitó de la frente los rizos que se habían pegado a su piel por la humedad. Sacudió -como si de algo sirviera- su camisa empapada y subió los hombros un poco para despegar la tela delgada que húmeda dejaba ver su piel en un velo translúcido y frío como papel de cera. Louis se quedó ahí, sintiendo las gotas frías salpicarle la mejilla y la humedad de la ropa mojarle el brazo que chocaba contra Lestat, quién se dejó caer en el respaldo y balanceó sus pies sobre la mesa de madera donde sus pantalones se colgaron húmedos y empezaron a gotear sin ritmo sobre el suelo.

Louis se encogió en su lugar en incomodidad y extrañeza, en ansiedad cuando a su nariz llegó el olor de las flores de lirio, ese que él atribuía a Lestat como propio, aun cuando ni siquiera sabía si eso era posible o si incluso los vampiros no tenían esencia, pero Louis podría afirmar que olía a flores de lirio, al añil y hojas secas de las tierras de Pointe du Lac, a sangre, a muerte..., a mentiras. Sintió, como un gélido tacto tan suave como si no existiera en realidad, la cabeza de Lestat recargándose sobre su hombro y apreció con claridad el movimiento tambaleante de su cuello, meciéndose contra de sí. No hizo nada de nuevo, se quedó cabizbajo con los ojos temblando ansiosos por girar el rostro. Pero tuvo miedo de que el reflejo patético de sí enfureciera a Lestat y lo orillara a marcharse, así que se quedó en su sitio, como un esclavo esperando una orden.

Y sucedió, como una aparición en una iglesia, que Lestat se ponía de pie bruscamente y parecía flotar en el suelo frente a él, mirándole con poderío y firmeza. Louis le miró también y encontró frente a su rostro la mano pálida con hermosos anillos extendidos a él en una clara invitación para tomarla, como si entre sus dedos encontrara la promesa a las puertas del Edén.

Oh, Louis entendió en ese momento lo que sintieron los apóstoles cuando decidieron seguir a Cristo, cuando tomaron su mano con devoción como él hacía y en silencio seguían sus pasos agradeciendo al cielo su omnipotente presencia, su belleza y su inmaculado ser. Y le siguió en silencio resonante mientras su mente se debatía y una parte desgarradora e insistente le pedía darse la vuelta y dejar a Lestat antes de que fuese demasiado tarde y cayera en su red de telaraña y pusiera su veneno entre sus venas, veneno de labios y de piel, veneno de cosas que sabían desde lejos a mentiras.

Pero Louis no hizo más que andar, y sintió sus venas pútridas y tensas bajo su piel, como alambres retorcidos golpeándolo insistentes y supo que no había forma de escapar de aquello. Él ya tenía el veneno dentro de sí, su cuerpo se sentía ansioso por querer morir ahí. Y su paso se volvió recto y se sintió Pedro arrodillado frente a Jesucristo, se sintió como un verdadero devoto ante ese que poseía una lengua de espada de dos filos y era en realidad Judas Iscariote con una túnica en la cabeza jugando a ser el hijo de Dios, besando sus mejillas con los labios de la serpiente, de la traición y la muerte. Y Louis estaba ciego por su brillo y por su falso amor.

Le vio en la desnudez y lo contempló con ojos grandes, lo acarició mientras lo veía moverse sobre de él, bailando en sus caderas de arriba a abajo buscando su contacto, buscando ser atravesando por su hombría en movimientos repetitivos e indulgentes. Y a Louis le pareció que sobre su abundante cabellera rubia había una aureola dorada que resaltaba su piel de marfil, que contradecía los colmillos aterradores de una criatura que pertenecía al infierno, que acompañaba con gemidos que parecía que también eran quejidos de dolor, de pasión, de labios y poros abiertos que cantaban en silencio y sin una letra una canción que oía atento, que acariciaba y besaba y escuchaba en su mundo concierto.

Y luego, al final, como la aparición que era, escapó de entre sus manos como agua, se fue entre sus dedos como si hubiera sido arrastrado por la corriente y dejó a Louis en la soledad y oscuridad, en la confusión y miedo, en su eterna ansia y agonía, lo dejó en la que hasta ese momento entendió era su propia habitación.

¿Cuánto tiempo pasó entonces? ¿Cuánto fue desde que aquello se repitió cada dos o tres noches y Lestat dejó de llevar a sus mujeres? ¿Cuánto jugaron a ser los amantes, a sonreírse de vez en cuando en la penumbra, a escuchar los pasos de Lestat en la madrugada andando descalzo hasta su habitación y entrando de puntillas hasta terminar desnudo entre sus brazos sin decir una palabra? ¿Cuánto pudo haber pasado mientras ellos se paseaban por las calles de Nueva Orleans y sostenía cada uno a cada lado la mano de Claudia mientras iban a algún teatro y mirándose de reojo la sensación acalorada de sentirse una familia los albergaba? ¿Y cuántos años se cubrieron de la mentira de saberse ahí, escuchando a Claudia llamarlos padres y a sentir los dedos de Lestat debajo de sus capas negras acariciándole el dorso de la mano y susurrándole algunas obscenidades y palabras dulces que él ciegamente creía? ¿Cuánto fue mientras bailaban con música que no existía en la sala de su hogar dónde Claudia los miraba sonriente y Lestat dirigía los pasos con sabiduría haciéndolo temblar, y cuando acababan una pieza hacían una reverencia a un público fantasioso y Claudia les aplaudía de pie sobre el sillón como si fuera una obra montada y ella fuera su más fiel seguidora en su espectáculo ficticio de dos amantes? ¿Cuántos años miró el rostro de Lestat pegado al suyo y lo contempló bajo las sombras de la noche siguiéndole el paso en sus cacerías y se detenía para dejarlo mirar cuando mataba, porque eso a Lestat le excitaba en demasía y terminaba poseyéndolo febrilmente en las callejuelas o en las habitaciones de sus propias víctimas? ¿Qué tanto fue lo que pasaron al lado mientras Louis leía y Lestat llegaba travieso sentándose en sus piernas y lo besaba con descaro en la sala cuando no estaba Claudia, luego partían a su lecho y Louis miraba con devoción el rostro plácido de Lestat a su lado, cuando ya no escapaba tan deprisa de sus manos? ¿Cuánto fue lo que sintió su frente chocar suavemente contra la de Lestat, mirar sus ojos cerrarse a esa distancia, escuchar su respiración pausada en pequeños sueños, en inhalar su aliento, en sentir sus rizos de oro acariciando su rostro y abrazarse a su cuerpo mientras rozaba cariñoso sus narices y depositaba en sus tiernos labios un beso?

¿Cuánto? ¿Diez, quince años? Tal vez había sido más, Louis no era el mejor entendiendo y siendo consiente del paso del tiempo en su inmortalidad.

Pero acabó, se derrumbó y se desvaneció como si hubiera sido una alucinación, un oasis proyectado etéreo en el desierto. Junto a la idea de Lestat, junto a su forma maquiavélica de poseerlo, se fue también su vida doméstica, poco a poco, tan lentamente que no se dio cuenta, que se marchaba con pasos de bailarina y las vueltas de su falda hipotética lo mareaban y como una pequeña muñeca de caja musical se apagaba y se cerraba, dejándolo en silencio. En soledad, una vez más.

Escuchó aquella noche la música agitada y acelerada del piano siendo tocada con esa intensidad y furia propia de Lestat. Miró apenas el cielo nocturno por la ventana de su habitación y supo que había llegado antes de lo que últimamente acostumbraba, de esa forma tan escurridiza y fantasmagórica en la que sencillamente desaparecía, en la que se perdía todas las horas de oscuridad en algún lugar y ya no se veían más. Bajó por las escaleras de caracol como la abeja que seguía la miel y condujo sus pasos hasta la habitación donde el piano de cola descansaba; encontró a Lestat sentado en el banquillo de madera de forro púrpura con sus manos hábiles presionando rítmico los colores monocromáticos en una melodía que le resultó fúnebre y oscura, tan muerta como todo lo presente en la habitación.

Lestat no se inmutó cuando lo sintió mirarle la espalda y continuó con su orquesta solitaria, en lo que era claramente una trampa o un llamado, y una parte de Louis quizá también lo entendió, pues Lestat nunca hacía nada sin pensar, sin un plan, con la intención quizá de un fugaz encuentro en lo que quizá sería una dolorosa y mordaz charla. Louis, atento a su música, tomó asiento en un sillón de madera gruesa y terciopelo rojo, cruzando sus piernas y recargando su barbilla en su mano, en tranquilidad, como si la agonía de su separación no lo lastimara como lo hacía y no tuviera tantas preguntas y dudas en la cabeza sobre su renovada ausencia y el nulo contacto que ahora había entre los dos.

Lestat siguió tocando un par de piezas más, como si fuera un concierto exclusivo para Louis, quién no le perdía un solo movimiento y se quedaba hipnotizado por la cabeza lujuriosa de cabellera rubia que se agitaba con cada azote de muñecas sobre el piano. Luego de la cuarta pieza, Lestat levantó las manos y azotó bruscamente la tapa contra las teclas y su mirada se fue de golpe contra Louis y le dejó ver en su color claro el desagrado y fastidio, quizá incluso una especie de furia que no entendió.

— Suficiente — siseó y colocó sus manos sobre la tapa del piano. — Me recuerdas a la chiquilla — agregó con el mismo desazón refiriéndose a la pequeña Claudia que muchas veces había recargado su rostro en el cuerpo del piano y lo miraba tocar con admiración por horas enteras. Esos ojos cargados de cariño infantil con los que Lestat fue contemplado, por cierto, habían desaparecido de Claudia hacía algunos años.

Louis no dijo nada ante aquel comentario y siguió mirando a Lestat, esperando a que hablara, sabiendo que aquel silencio de labios apretados era solo un preámbulo absurdo ante algunas palabras que tenía afiladas y finamente seleccionadas para terminar con él, para darle el golpe final que había estado planeando con esa muerte lenta que le regalaba con sus salidas prolongadas y sus encuentros carnales cada vez menos frecuentes hasta la extinción, y era ahí, en ese instante, donde recibiría el golpe de gracia. Y Louis ya lo esperaba. Y lo sabía, lo sentía con sus pulmones y su sangre revoloteando entre sus venas.

El velo de plata cayó de su rostro de virgen y el cuadro perfecto de marco de plata donde la imagen de Lestat descansaba en la mente de Louis se incendió y la serpiente maldita se asomó de entre sus labios que tanto había besado, que tanto deseaba besar, y que irónicamente estaban dispuestos a matarlo. A abandonarlo. La traición y abandono viniendo de Lestat.

Siempre lo supo, siempre lo esperó.

Y aun así le picaba y le dolía.

— He estado charlando con un mortal — dijo de pronto y pasando sus uñas largas sobre la tapa volvió a alzarla, mirando las teclas. — Es un buen músico — agregó y miró a Louis un momento para luego girar a sus propios y huesudos dedos atibados de alhajas. — He aprendido cosas — comentó casi en asombro o alegría y movió sus dedos como si fuera a empezar una nueva melodía, pero calló nuevamente, abrupto. — He aprendido cómo hacerlo sin matar — elevó la mirada de anzuelos venenosos y retomó la conversación pausada que habían tenido años atrás en la sala de la casa con aquella mujer desangrada y fría tirada en el piso de la habitación. Louis apretó los labios y casi pudo sentir el mareo del vino en la sangre de aquella mujer que no había podido poseer sexualmente y en ese defecto había terminado cediendo a los deseos lascivos de Lestat, en todo ese embrollo que ahora agonizaba y podrido moría ahí, entre sus pies. — Ya no te necesito.

Las campanas sonaron en el reloj largo y las manecillas diminutas vibraron como tambor detrás del cristal reducido que marcaba la hora. Louis sintió que su corazón dejó de latir y se sintió sumergido en lodo por sobre la cabeza, el pecho le tembló y las manos se retorcieron entre sus puños que intentaron menguar las sacudidas convulsivas de su cuerpo.

Lestat comenzó a tocar de nuevo con aparente desinterés y Louis tuvo la idea que era de pronto la música enorquestada de su funeral, que estaba dentro de una caja de madera con tapa de cristal y veía pasar las cúpulas amplías de pinturas angelicales de una capilla sobre su cabeza. Al frente del altar Lestat se postraba como el padre de la ceremonia y jugaba con su cruz de madera sobre su pecho y se reía de él. Claudia besó su frente con indiferencia y acarició su cabello antes de unirse a las risas de Lestat que golpeaban las paredes altas de la catedral y luego se alejaba igual que todas esas mujeres de ropas negras y velos que cubrían sus rostros como viudas. Y nadie lloraba. Y de pasos cortos llevaron sus sombreros de flores oscuras como un plantío fuera del lugar y las butacas quedaron vacías a los dos lados. La música de Lestat cubría el ruido de sus uñas contra las paredes de su ataúd en su lucha inútil por querer salir, menguaba a la inexistencia sus gritos agónicos que le rompían la garganta en súplicas, en berridos pidiendo que lo sacaran, en afirmaciones que no eran escuchadas, en su insistencia en asegurar que seguía con vida.

Pero miró sobre la alta vitrina al frente del pedestal la figura del hijo de Dios crucificado, con sus manos extendidas y su rostro manchado de sangre y le miraba con inercia y vacío propio de un muñeco de mármol, propio de la piedra y de la tierra y del sufrimiento perpetuo en el compungido de su rostro tieso. Y sintió que Jesucristo le hablaba y le decía con susurros que no salían de ningún lugar que ya estaba muerto, que la gente arrodillada a su alrededor miraba con devoción su sufrimiento y se alimentaba de este y lo disfrutaba, y que él no tenía más opción que el dolor eterno y el constante recordatorio de su vida extinta.

El Cristo se tambaleó y cayó sobre su ataúd, pero no lo rompió o lo rayó y el rostro afligido de Cristo le miró desde esa cercanía, le observó pausado e infinito y Louis pudo sentir su dolor en los ojos de aquella figura, se miró a sí mismo en aquellas cuencas de vidrio que no parpadeaban y como un loco le pidió en ruegos inútiles su perdón.

Pero no hubo respuesta por parte de Cristo, y extendiendo una mano sobre el vidrio empañado ya no encontró una figura de piedra, se encontró a él, con su rostro débil y afligido, sufriendo, sabiéndose perdido y sabiéndose vencido. Había muerto.

Ahora estaba muerto de verdad.

Y lo sintió con la furia desgarradora del vacío, como una llama consumiéndose a la brevedad bajo la corriente de un suspiro. Su vida humana, los sueños, fantasías y deseos mundanos, todo murió ahí. Su alma pereció y quedó solo el vampiro agonizante y oscuro que continuaba hundido en su patética y gris existencia.

Se puso de pie y sin decir una palabra pasó al lado de su verdugo, se marchó como si no estuviera ahí, como si no hubiera notado que sus manos temblaban sobre las teclas y había errado más de una vez en la melodía pobre y desgarradora que intentaba tocar.

Louis volvió a su habitación y se metió a su ataúd cerrando por dentro aun cuando faltaban demasiadas horas para el alba. Juntó sus brazos sobre su pecho como un muerto y un momento imaginó que era arrastrado debajo de la tierra y no podía volver a salir jamás, o a sufrir, o a sentir. Sus ojos se cerraron y su inmovilidad le hizo soñar que no existía más, y a su memoria vino el rostro de la virgen del cuadro sobre su sala y el pensamiento susurrante de saber que se merecía ese sufrimiento lo azotó y lo culpabilizó.

Era el culpable, sí, y merecía todo ese mal.

Y Louis, escondido bajo la tapa de caoba, hizo lo que mejor sabía hacer, hizo lo que únicamente su corazón le permitía: odiarse.

Debajo, la música de hermosa entonación se perturbó y fuertes golpes azotaron las teclas, arrancaron las cuerdas y la música se convirtió en un eco sordo y ahogado de la madera haciéndose añicos y pereciendo bajo una fuerza sobrenatural. Lestat contempló el piano hecho trizas bajo su arrebato y mostrando sus dientes en un gesto asqueado y dolido, escapó nuevamente, se perdió también en su imperturbable soledad.

Notas finales:

Evidentemente decidí continuarlo. Quedó más corto de lo que tenía pensado pero separé la idea para que el concepto y los saltos de los hechos y el tiempo queden mejor, incluso si eso signifique que el siguiente capítulo será más largo aún.

No planeo extenderla más allá del siguiente capítulo, de todos modos (?

En fin, gracias si alguien llegó hasta aquí. :)

 


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