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Una noche sin final por mei yuuki

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Notas del capitulo:

Hola, gracias por leer, lean las notas finales para algunas aclaraciones.

     ―Majestad. ―Su llamado detuvo a Sinbad cuando se dirigía de regreso al interior del palacio.

     ―¿Qué ocurre, Yamuraiha?

     ―Hay algo acerca de Judar que tengo que decirte ―dijo la joven maga a su servicio, cuyo bello semblante lucía tenso al igual que el tono de su voz.

     ―¿Algo te preocupa? ―Inquirió dándose cuenta de aquello de inmediato ni bien volverse del todo hacia ella― Es cierto que esta vez se adelantó, pero lo hizo bastante bien. Ya le he dicho que debe esperar mis órdenes en estos casos.

     Yamuraiha negó con un lento movimiento de cabeza, no era eso a lo que se refería. Buscaba las palabras más adecuadas para comunicarle al Rey lo que temía respecto al chico.

     ―Sin duda sus habilidades son maravillosas; ¡como maga de agua que soy lo sé mejor que nadie! ―le elogió con el entusiasmo genuino que demostraba cada vez que se trataba de algún asunto relacionado con la magia―. Es un magi increíble, pero el rukh que revolotea a su alrededor, y aún más cuando practica la magia…

     Sinbad alzó una ceja, intrigado ante su vacilación.

     ―¿Su rukh, dices?

     ―… Es negro ―sentenció la mujer, bajando la mirada al suelo como si lamentase de corazón tener que decir semejante cosa en voz alta, a pesar de que se encontraban a solas en uno de los jardines―. El rukh que le rodea es negro como la noche, algo que jamás había visto en Sindria hasta ahora.

     ―Y eso no puede significar más que una cosa ―infirió por ella después de sopesarlo por un momento, aunque había llegado a la conclusión al instante. Su rostro se había ensombrecido―, Judar es un magi corrupto.

     ―No quise mencionarlo antes porque no estuve del todo segura hasta hoy en que lo vi utilizar su poder, pero es como dices ―concordó con el monarca pese a sí misma―; ha caído por completo, no hay otra explicación.

     Sinbad soltó un pesado suspiro.

     ―Comprendo, Yamuraiha. Hiciste bien en decírmelo.

     ―Teniendo tanto potencial, es una lástima. ¿Qué cosa habrá podido pasarle para acabar así?

     Pero el Rey no conocía la respuesta para esa pregunta. Poco y nada sabía sobre el pasado del joven al que liberó de la esclavitud inminente y que resultó ser el tercer magi que conocería en su vida; tampoco había querido hacerle demasiadas preguntas al respecto, dado que conociendo su hermetismo y su carácter conflictivo suponía que intentar sonsacarle información de esa forma sería un esfuerzo en vano. Había optado por aguardar a que se adaptase a la vida en la isla y que con el tiempo llegara a depositar en él la confianza necesaria para adentrarse en terrenos más privados, como lo eran su historia pasada y sus consiguientes penurias. Sin embargo, tras esta conversación que sostuvo con Yamuraiha en los jardines del palacio esa misma tarde, decidió tomar la iniciativa. Era más acorde a su estilo, también.

     ―Sé que has caído en la depravación.

     Ni bien lo dijo, la mirada de Judar se congeló tornándose inexpresiva. El silencio se prolongó en tanto su rostro se desencajaba sin que pudiera evitarlo; un libro abierto de par en par ante Sinbad, que no dejó de mirarle a los ojos ni un solo momento. No iba a perderse ninguna emoción o gesto cincelado en ésa cara difuminada por las sombras.

     ―La bruja de agua te lo dijo, ¿no? ―Dedujo por mero descarte y lógica. El monarca asintió.

     ―Así fue. No quería ni quiero presionarte con preguntas, pero al menos me gustaría saber qué te sucedió para llegar a esto.

     ―No, no hay nada que necesites saber. ―Ahí estaba la esperable negativa, clara y contundente― ¡Lo que pasó antes no importa! Ni siquiera a mí. Es insignificante ―declaró, tozudo.

     Pero la manera en que sus ojos rebulleron, por poco lanzando chispas hacia Sinbad, delataba lo contrario. Incluso su cuerpo parecía volverse tembloroso. El hombre de cabellos color violeta se aclaró la garganta, barajando en su mente la mejor forma de apaciguar al exaltado muchacho.

     ―Incluso si para ti es insignificante, quisiera saber; ya que vas a convertirte en mi magi.

     El semblante de Judar mostró sorpresa, seguida de confusión y por último recelo. Chasqueó la lengua y cuando volvió a hablar su voz no denotaba más que ironía.

     ―¿Quieres a alguien impurocomo tu magi?

     ―Dependiendo de las circunstancias, no me importaría ―dijo el Rey, resuelto y conciliador.

     ―Déjate de idioteces, Sinbad, aunque para ti sea difícil. ―No lo consideró ni un segundo. ―¿Qué harás, me desterrarás de tu precioso mundo de paz? ¡Has de temer mi venganza y por eso es que sigues jugando al Rey bondadoso! Ni creas que me tragaré eso.

     Sinbad contuvo un suspiró, empezaba a cansarle su actitud defensiva e incorregible. A sus casi treinta años había adquirido el tesón y la tolerancia suficientes para tratar con todo tipo de personas; mas Judar parecía surcar su límite a propósito. Magi o no, no era más que un chiquillo engreído y prepotente que hacía lo que se le venía en gana; aunque en ese mismo momento lucía más alterado que de costumbre durante sus berrinches.

     ―No le daría la espalda a alguien que no tiene a donde ir ―replicó con la convicción que le caracterizaba en sus mejores momentos, la que incentivaba a otros a abrazar sus ideales aun en las circunstancias más adversas―. Construí este país con ésa intención como piedra angular, y por supuesto, con la de cambiar el mundo. No eres el único en el palacio que ha pasado por experiencias trágicas o injustas. Si eres un magi deberías poder ver si te estoy mintiendo ahora, ¿no es así?

     ―Y eso no es lo único que veo ―advirtió Judar, frunciendo el entrecejo con desconcierto tras observar de manera atenta el rukh que se desgranaba del hombre enfrente de él. Pasmado, dejó atrás su anterior cautela y alzó su mano hacia el él― ¿cómo es que es posible…? Parte del rukh que emites es oscuro. ―Una ligera ave negra, apenas perceptible, se posó en la punta de sus dedos.

La siguiente sonrisa que le dio Sinbad fue la más amarga y desgastada que le había visto esbozar nunca. También la que más hondo penetró en algún sitio de su entonces estático ser. Apagó el furioso incendio de sus ojos como una exhalación lo haría con la llama moribunda de un candil.

     Sinbad atrapó su muñeca. El ápice de rukh negro se diluyó en el aire salado como si hubiese sido una simple ilusión suya.

     ―Tan sólo la mitad lo es ―aclaró este hecho con ecuanimidad. Acarició levemente la piel de Judar bajo el primer brazalete de oro, ocasionándole un sobresalto―. Cuando te conocí no pude tomar tu mano porque en ella había un grillete. ―siguió con la vista lo que hacían sus dedos. ―Incluso en aquel entonces algo en ti gritaba que no eras un simple esclavo más.

     ―¡P-Por supuesto que no! ―exclamó ante el inalterable Rey, no obstante su mente vacilaba y su cuerpo no se movía para recular―. ¿Es por eso que regresaste por mí y pagaste el precio para liberarme? No fue por puro capricho y amabilidad de tu parte, eh.

     ―Sí. Aunque un motivo no minimiza al otro ―reconoció y dejó caer su mano, rozándole la palma. Cada toque repercutía en el rukh que se les adhería al cuerpo, si bien Judar no percibía amenaza alguna proveniente de Sinbad hacia él. Quizás por eso su estado de embeleso y confusión―. Y tampoco me arrepiento de haberlo hecho, Judar, si es eso lo que estás pensando. Quiero tu poder, que es lo que me has estado ofreciendo todo este tiempo. ¿O no será que eres tú el que ya no quiere brindármelo?

     Otra vez silencio. La algarabía en el resto de la isla no representaba entonces más que las nubes en el vacío, el sonido inmutable del océano o la brisa fresca entremedio de los dos. Para cuando Judar dio luces de caer en cuenta de que era tiempo de apartar la vista de la suya y dirigirla a las aguas calmas a su costado, toda la tensión contenida hasta entonces le abandonó en forma de risas incontrolables, haciéndole doblarse por la mitad, extasiado.

     ―¿Qué estúpida pregunta es ésa?  ―Le volvió a mirar cuando le fue posible pronunciar alguna palabra, se enjugó un par de lágrimas producto de las carcajadas. ―Es obvio que quiero que seas mi Rey, y ahora con más razón que antes. Eres más increíble de lo que pensaba y así no me voy a aburrir.

     ―Después no podrás arrepentirte. ―Su mirada fue incitadora. ―Me prestarás tus poderes cuando los requiera, como uno más de mis hombres.

     ―¡Eso lo digo yo! ―bufó.

     ―Y llegado el momento me contarás sobre tu pasado ―añadió por si colaba, persuasivo.

     ―… Eso no lo prometeré. ―Cruzó los brazos tras la espalda y miró detrás de sí, hacia la calle por la que habían venido. Al fondo de la misma se vislumbraban las luces procedentes de las antorchas del festival. ―Pero tal vez un día lo haga. Cuando me entren ganas o algo así. ―Terminó por decir en un murmullo disconforme.

     ―Me basta por ahora. ―Se encogió de hombros, divertido con su semblante de contrariedad.

     ―Mierda, ¡si nos perdimos todo el puto espectáculo! ―se quejó Judar casi tirándose de los cabellos al volverse hacia la desolada callejuela. Pateó la arena del piso. Sinbad se le aproximó de nuevo y presionó su hombro con suavidad.

     ―Tendrás muchas otras oportunidades para estar ahí, ya no como un invitado sino como el magi de Sindria.

     Más allá de las pretensiones del Rey, este gesto hizo vibrar el oscuro corazón de su futuro magi; por primera vez en un tiempo incalculable no era a causa de sentimientos destructivos o impulsos violentos. No había podido darle más que un brusco asentimiento, en medio de una mirada dubitativa. Calidez de naturaleza desconocida lamió su piel y perduró incluso después de que Sinbad dejara de tocarle.

     Mirándole de refilón una que otra vez, Judar regresó al palacio en compañía de Sinbad pero envuelto en un mutismo absoluto. En el camino se toparon con Ja’far y algunos de sus otros generales, mas el joven magi pasó por alto sus conversaciones intrascendentes y las preguntas acerca de dónde es que se habían metido durante todo ese tiempo. Cautivado, no era capaz de prestarle la atención suficiente a ninguna persona o cosa que no fuera el estúpido Rey medio caído en la corrupción, como si un maleficio le dominase el pensamiento. El resplandor del rukh que flotaba cerca de él resultaba incluso más intenso de lo que siempre solía ser; ¿o era sólo fruto de su imaginación enajenada? Era tan hermoso que se deshacía en ganas de tocarlo tan siquiera una vez más.

 

          •••••

 

     Cuando el gran flujo o algún ente superior con intenciones inciertas decidió que el mundo en su caótico devenir requería de la existencia de un nuevo magi, este nació en una sencilla cabaña con techo de paja al amparo de un pueblo anodino de las llanuras; al este del continente oriental. Un lugar donde la existencia de la magia era casi desconocida, y en todo caso irrelevante en comparación con las tareas agrarias y de artesanía rural que daban sustento a su reducida población. En medio de las montañas el tiempo avanzaba por su cauce natural sin sobresaltos, y ni siquiera el sangriento manto de guerras tras las cuales el emergente imperio Kou se impuso vencedor había llegado a posarse sobre su apacible cotidianeidad.

     El niño bendecido con el don de la creación fue amado por sus padres y familiares cercanos, todos ellos desprovistos de cualquier vestigio mágico, aun cuando no pudieran comprender el significado de sus poderes. Cada día su pequeño mundo estaba lleno de luz. El dulce revoloteo del rukh lo hacía reír cuando sus ojos del vivo color de las camelias se abrían por las mañanas al despertar, mientras que por las noches era arrullado por la suave melodía en los brazos de su madre. De esa manera el pequeño magi fue creciendo, al abrigo de su cálido y humilde hogar.

     ―¿Por qué nada más yo los puedo ver? ―le preguntó a su madre cuando tenía cinco años, estirando su mano diminuta hacia el cúmulo de aves que pululaban por el estrecho paseo que comprendía el mercado de la aldea. Incluso a su corta edad ya era consciente de que las personas de su entorno no podían ver ni escuchar a los curiosos seres que siempre se congregaban a su alrededor, adonde sea que fuera― Ni tú ni papá lo hacen.

     Su madre, una mujer joven de pálido color de piel y cabello negro como la noche, le había sonreído con una pizca de melancolía antes de estrechar su otra mano con un poco más de fuerza. Le dijo que eso no importaba, que ambos lo amaban y que no había nada de malo con él.

     El niño entonces no comprendió del todo a que se refería, ni tampoco por qué le había abrazado justo después, como si al resguardarlo contra su pecho pudiera mantenerlo a salvo de todo el mal existente. Era todavía demasiado joven para entender la naturaleza de su preocupación. De momento se sentía diferente de las demás personas del pueblo, pero todos le agradaban y era muy feliz viviendo allí. Amaba muchísimo a su madre aunque ella lo hiciera comer las verduras que tanto le disgustaban, del mismo modo que a su padre y a sus abuelos.

     Cuando cumplió ocho años ya era capaz de concentrar el infinito poder del rukh y materializarlo en forma de sencillos encantamientos; todo guiado por el propio rukh y su mera intuición. Albergaba el deseo intrínseco de llegar a conocer y aprender más respecto a ésa misteriosa energía que imbuía a todas las criaturas vivientes; sin embargo, en su tierra natal no había nadie que pudiese enseñarle acerca de ello o siquiera entender cómo se sentía. Los otros niños habían comenzado a apartarse debido al temor y la desconfianza que sus inexplicables poderes infundían en ellos y en sus padres. En una localidad tan pequeña la propagación de rumores era inevitable e inmediata, de manera que tanto el chico como su núcleo familiar fueron objeto de cierto grado de aislamiento social y otras formas de discriminación. Esto provocó que se volviese algo retraído y comenzara a evitar invocar la gracia del rukh donde pudiese ser visto, si bien sus padres jamás le culparon por el trato distante y las miradas recelosas que les dirigían. No deseaba verles ponerse tristes por su causa, ya que podía percibirlo en las avecillas que les rodeaban aunque se esforzaran por ocultarlo de él.

     Desde entonces solía pasar las tardes en el bosque y a las faldas de la montaña, jugando con el rukh y recolectando frutas silvestres. Sería en ese mismo lugar, cuando unos meses más tarde, escucharía el sonido de la explosión inicial que acabaría con todo cuanto había conocido en sus primeros años como el tercer magi de la era actual.

     El día en que su primera vida terminó, el niño había caído en un sueño poco profundo acurrucado contra el tronco de un ciprés. El estruendo remeció el ambiente al mismo tiempo que las copas de los árboles; las aves huían despavoridas hacia un cielo que comenzaba a viciarse por el humo, mientras que las manifestadas por el rukh se habían vuelto presas de un frenesí que el joven magi nunca había visto. Terror y desesperación le asolaron incluso antes de llegar a la linde del bosque y ver lo que estaba sucediendo en su aldea. Cuando lo hizo, sus piernas echaron a correr en dirección a su casa antes de conseguir procesar el panorama ante él.

     El fuego arrasaba varias casas cuyos dueños el chico conocía al menos de vista; habían unas cuantas personas derribadas junto al camino y los gritos de otras más le taladraban los oídos conforme avanzaba en medio de aquel infierno improvisado. Apenas podía pensar, su único deseo era regresar a casa y asegurarse de que sus padres se encontraban bien, tal cual estaban hacía menos de dos horas cuando los había visto por última vez. Varias veces tropezó y fue empujado por los aldeanos que huían en la dirección opuesta; el camino conocido hacia su vivienda nunca le había parecido tan largo y empinado como lo hizo aquella tarde, y para cuando por fin estuvo al alcance de su vista, al doblar la última esquina, su corazón quedó petrificado en medio de un sentimiento de pánico demasiado inmenso y aplastante como para no sucumbir a su merced. Perdió la fuerza en sus extremidades y cayó, jadeante. Los ojos, vueltos espejos enormes y redondos, reflejaron las feroces llamas que consumían la pequeña casa de madera en la que vivía desde su nacimiento. La puerta había sido derribada, ¿quién haría algo así? Tras unos segundos de absoluto horror, la adrenalina imperó sobre todo lo demás, impulsándole a ponerse otra vez de pie y a correr hacia su ardiente morada. El peligro que suponía el fuego no penetró en sus pensamientos conmocionados.

     ―¡Mamá! ¡Papá! ―Les llamó por sobre el crepitar de las flamas tan pronto se asomó al umbral― ¿Dónde…?

     Por supuesto que se encontraban allí, en la estancia ahora salpicada de sangre y repleta de humo. Uno cerca del otro, luciendo expresiones entre el terror y la ira grabadas en la perpetuidad de la muerte. El mundo diminuto y pletórico de luz que conoció fue pulverizado como quien destroza una vasija con la brutalidad de un golpe de martillo.

     Gritó hasta que la humareda negra le sofocó y forzó a retroceder por el hueco de la puerta, casi siendo alcanzado por una viga calcinada que se dejó caer. Cuando por fin se detuvo, con lágrimas saliendo a borbotones de sus ojos irritados e intensas nauseas subiéndole por la garganta, oscuras figuras aproximaron a él. Al cabo de un momento eterno de dolor en que su mirada enfrentaba el suelo, cayó en cuenta de que se trataba de las mismas aves de luz que siempre le acompañaban, la única diferencia es que estas eran de un indecible color negro que le era desconocido. Y entonces vinieron las voces desde su izquierda, de la misma dirección en que provenían los pájaros oscuros que aleteaban delante de sus ojos.

     ―Tiene que ser él. Sólo ante un magi el rukh reaccionaría de esta forma ―dijo con voz desapasionada un sujeto que el niño no conocía.

     ―Debemos llevárnoslo cuanto antes o podría hacerse daño ―hizo saber un segundo hombre.

     ―Iniciar el fuego en el centro del pueblo fue lo correcto, pero tal vez nos precipitamos ―repuso otro más con la misma frialdad de sus predecesores.

     ―No estaba aquí, así que tuvimos que buscar en cada rincón ―arguyó el hombre que había hablado en primer lugar.

     El niño cuya razón pendía de un hilo sobre el vacío de la desesperanza, les miró, frenético. Eran tres hombres ataviados con túnicas, portaban además extraños velos que cubrían casi la totalidad de sus rostros.

     ―¡¿Ustedes hicieron esto?! ―les increpó. Tenía los nervios destrozados, lo que le hacía temblar de forma incontrolable― ¡¿A qué han venido, qué es lo que quieren de nosotros?! ―En el aire, el rukh vibró. Sus manos comenzaron a brillar, aun cuando el chico apenas registró este hecho. ―¡Por su culpa ellos están…!

     En respuesta a su tormenta de emociones, energía pura salió despedida de sus manos, sin mediar ningún objeto como canalizador para efectuar un ataque. Sus ojos se cerraron tan solo por un momento. No obstante, cuando los abrió y bajó los brazos de su rostro, aquellos tres verdugos amortajados ya no se hallaban a un par de metros de su posición, sino que le rodeaban.

    Y tampoco eran ya solamente tres.

     Como sucedería en una truculenta pesadilla, el niño se dio la vuelta en derredor de sí mismo, encontrándose atrapado dentro de un círculo de más de seis hombres adultos con las mismas vestimentas estrafalarias, y cuyas caras continuaban acercándose a él desde lo alto. Sin posibilidad alguna de escapatoria, el chico estuvo seguro de que este sería su fin. Seguiría a sus padres en medio del terror y el dolor más trepidantes que superaban el alcance de su imaginación.

      ―¡No! ¡A-Aléjense de mí! ―berreó, revolviéndose contra las manos que le sujetaron. Lanzó patadas a todo lo que estuviera próximo a sus piernas; pero parecía estarse debatiendo contra de estatuas de hierro, tanto por la dureza como por la impasibilidad monstruosa que demostraban― ¡Bastardos, asesinos! ¡No me toquen!

     ―Tranquilízate, magi ―le habló por vez primera uno de ellos. La voz profunda y hueca casi abarcó cada resquicio de su mente―. No morirás, si eso es lo que temes. Serás llevado al lugar en el que siempre debiste estar. Pronto vas a entenderlo.

     La sensación de ser envuelto por una poderosa fuerza invisible y ser levantado del suelo le quitó el resto de improperios de la boca, además del aire en sus pulmones. Los entes que habían arrasado el pueblo y su vida en él continuaban inamovibles en torno a su cuerpo menudo, pero ya no le sostenían. Viento fresco le acariciaba el rostro, se desplazaban por el cielo a una inconmensurable velocidad. Incapaz de moverse, ya ni siquiera intentó buscarle sentido a lo que ocurría. Sus lágrimas se secaban antes de llegar a caer por los costados de su rostro.

     Cuando volvió a ser consciente de lo que le rodeaba, se encontraba dentro de una habitación blanca y atemporal. Vacía. Bocabajo sobre heladas baldosas, los nefastos eventos se sucedían tras sus ojos perdidos en el espacio casi infinito de la estancia. Nada parecía real; tal vez en verdad todo fuera producto de un mal sueño y siguiera sumergido en él, dormitando contra el tronco de uno de los árboles del bosque.

     Pasos ligeros retumbaron bajo su mejilla, interrumpiendo el torrente de sus ideas pobremente hilvanadas. Ignoró el sonido sin más, pero cuando menos lo esperó, alguien volteó su cuerpo inerte cual muñeco de trapo. Le alzaron hasta incorporarle y hacer que mirara al frente; directo al rostro de una mujer.

     El delicado semblante de la desconocida que se inclinaba sobre el chico era bello y suave en apariencia. Cuando le miró en silencio sus labios rojos formaron una sonrisa llena de calidez y compasión, como si quisiese reconfortarle. Le habría recordado a la de su propia madre si no fuera porque el brillo gélido y duro de sus ojos azules contradecía todo lo que pretendiera proyectar.

     ―Oh, mi pobre pequeño ―le dijo, derrochando dulzura―, soy tan feliz de por fin poder tenerte entre mis brazos. Sé que ahora mismo el sufrimiento atenaza tu corazón, pero te aseguro que eso muy pronto terminará. Confía en mí.

     ―¿… Y quién eres tú?

     Pero la mujer de mirada insondable no contestó a su pregunta apenas susurrada. En su lugar le tomó del rostro con ambas manos, y en un instante infinidad de aves negras se congregaron en el espacio entre los dos hasta saturar las proximidades.

     ―Ahora debes descansar ―le ordenó―. Todas tus dudas serán respondidas una vez que despiertes del todo, mi dulce magi.

     Las blancas manos que sujetaban su cara fueron teñidas por una densa aura de oscuridad. Misma que antes de dejarle ir se internó en su propio cuerpo por medio de su piel. Otra vez despatarrado sobre el suelo, el lamentable chico se retorció en agonía. Aulló hasta perder la voz. Oscuridad tangible, espesa y ardiente, había sido vertida en su sistema cual veneno mortal. Corroía su mente, enturbiaba su visión y vibraba en consonancia con los latidos desaforados dentro de su pecho.

     Al final, el mundo entero fue consumido por sombras y el sol también se vistió con ellas. Y en la sepulcral noche todo destello de luz y color feneció hasta olvido. Después de un tiempo incalculable la bruma se disipó, y en lugar de dar paso al amanecer levantó el telón para mostrarle una renovada versión del mundo.

    Un enjambre de aves negras le acunaban en su seno frío. La misma mujer de antes aguardaba junto a él. Le ayudó a levantarse en cuanto se recuperó lo suficiente de su sopor y tomando su mano entumecida, le condujo por un corredor que le llevó hacia otra habitación más pequeña que la primera. Su mente y corazón naufragaban entre penumbras, de modo que no emitió queja ni comentario alguno hasta que las verdades que constituían los cimientos de su existencia le fueron reveladas de boca de su anfitriona.

     Le contó que él era un magi; es decir un legendario usuario de magia bendecido por el rukh, la esencia de la vida y el origen de todos los fenómenos terrestres. Su mismo nacimiento suponía un acontecimiento divino y trascendental, y por consiguiente, la misión que le había sido encomendada era la de guiar a ciertos seres humanos escogidos hacia un poder capaz de construir naciones completas o de llevarlas hacia su perdición. Un poder que solo uno de los poderosos magi podría hacer emerger desde las entrañas de la tierra; preservado allí en el tiempo a la espera del candidato a rey predestinado.

     ―Pero nosotros, Al thamen, nos oponemos a la fuerza que gobierna y esclaviza este mundo ―continuó la mujer, con implacable resolución―. Nuestra organización, de la que ahora formarás parte como el gran oráculo, mi pequeño magi, va a destruir este destino maldito impuesto por Salomón. Con tu ayuda nos desharemos de él por una vez y para siempre.

     No era más que una criatura rota y manipulable, un brote de flor arrancado de sus raíces antes de tener la oportunidad de exponer sus pétalos a la luz del sol. Aquella maquiavélica mujer junto a su cofradía oscura supieron sacarle el mayor provecho a su estado, moldeando su manera de pensar e influenciando su personalidad destartalada por el impacto de la corrupción. El nombre de Judar reemplazó al otorgado por sus padres fallecidos, pues según Gyokuen (así se hizo llamar la maga), el anterior no estaba a la altura de la magnificencia que debía denotar el nombre de un magi. Se le impartieron a diario exhaustivas lecciones de magia en todos sus tipos y variedades; poniendo especial énfasis a la dedicada al control del elemento del agua en su estado sólido, dado que aquel demostró ser el tipo de magia con el que poseía una afinidad más fuerte. El placer de volver a utilizar estas habilidades encendió un impetuoso deseo en su corazón hasta entonces aletargado; y de manera paulatina los recuerdos y emociones confusas que le asolaban comenzaron a perder intensidad e importancia en comparación con aquello.

     ―Lo sabía, se ve realmente bien en ti, Judar ―le dijo Gyokuen el día en que dispusieron nuevas y elegantes ropas para él. Prendas de fina seda con detalles en oro bordados con esmero; hanfus* del estilo que era llevado por nobles en palacios imperiales de los países de oriente. Vestido de ese modo Judar parecía una escuálida muñeca de porcelana, ataviada para descansar impoluta sobre un aparador. Sus encendidos ojos rojos resaltaban contra su piel blanca mientras enfrentaba su imagen en el espejo de cuerpo completo. Era como si en sus profundidades descansara un infierno en miniatura. Detrás de él a Gyokuen no le preocupaba ser arrastrada hacia sus fauces, y en cambio sonreía con satisfacción, más por sí misma que por él―. Eres perfecto.

     Fue a partir de entonces que organizaron su pomposo traslado a un verdadero palacio dentro del territorio perteneciente al imperio Kou, la nación militarista por antonomasia que ya dominaba en esos momentos gran parte del continente. Una vez allí, Gyokuen y sus secuaces continuaron adoctrinándolo. Le indicaron cómo escoger a sus potenciales candidatos según cuales serían más propensos a entregarse a la depravación; le acostumbraron a ser venerado por causa de sus inconmensurables dones mágicos. Como oráculo omnipotente Judar debía servir y privilegiar sólo a los más fuertes de entre los hombres; los débiles tarde o temprano acabarían siendo usados como tapete por los primeros y por ende eran de escasa utilidad para la organización que le cobijaba.

    Envanecido por su propio poder y el de Al thamen, levantó incontables calabozos alrededor del mundo con tan sólo agitar su vara mágica. Apenas siendo un adolescente colaboró en la destrucción de ciudades y pueblos menores cuando se le ordenó; descubrió el regocijo de esparcir el caos que engendraría ira y desesperación, sentimientos que fortalecían y multiplicaban su rukh oscuro a la vez que le devoraban poco a poco desde adentro. La guerra era lo único que calcinaba sus sentidos y le hacía apreciar la dicha de seguir viviendo; la voluntad propia de aniquilar que contradecía su situación de marioneta de cuerdas acorde a los designios de otros. Cuerdas cuya resistencia llegaría a cuestionarse al pasar de los años y después de innumerables afrentas cometidas contra el equilibrio universal que se suponía, él debía proteger.

     ¿Por qué tenía que ser partícipe de los absurdos planes de ésa vieja y sus estúpidos seguidores? Tampoco era como si entendiera el trasfondo de sus objetivos (aparte de sumergir a la humanidad en un caos constante y reinante), por más que hubiesen intentado explicárselo en el pasado. Además era ahora lo bastante poderoso y estaba más que capacitado como para aliarse con quien quisiera y torcer el mundo a su antojo con sus propias manos.

      Exacto. No necesitaba ya a ésa maldita secta, y puesto que los despreciaba por encima de todas las demás cosas, Judar tuvo la osadía de rebelarse contra ellos y su líder, Ren Gyokuen. El día en que por fin esgrimió su fuerza contra ella, su segunda vida como el gran oráculo del imperio y de Al thamen terminó. Aun así, no sucedió de la forma en que esperaba.

     ―¿Eres consciente de lo que estás haciendo, Judar? ―Gyokuen permanecía inalterable. Todavía empleaba su usual tono de voz condescendiente, a pesar de que el joven magi la había obligado a acudir en alfombra voladora durante la noche hasta pleno mar abierto y a cientos de kilómetros de las costas del imperio Kou, pues había asesinado a unos cuantos de sus hombres. ―Eres lo que eres gracias a mí, es más, incluso el rukh negro del que te nutres me pertenece. ¿En serio crees que puedes desligarte de todos nosotros?

     Judar, que levitaba en medio de la oscuridad originada por una luna nueva, no se contuvo en su réplica.

     ―¡Y no lo dudes, vieja bruja! ―escupió, se preparó para atacar a los sujetos delante de él y a la mujer ubicada en el centro del grupo―. Pero antes te devolveré el favor que me hiciste todos estos años al cuidarme.

     ―Eres demasiado necio, Judar. Eso acabará por destruirte ―concluyó ella en tanto iniciaba el fuego cruzado de un duelo sin cuartel.

     Aunque se las arregló para terminar con algunos de los miembros de Al thamen, su soberana fue un asunto distinto en demasía. Ninguno de sus ataques mágicos de hielo o trueno consiguió siquiera tocarla; se movía a una velocidad abrumadora y sus hechizos ofensivos parecían capaces de partir el estrellado firmamento en dos. Era un monstruo encarnado que venía librando combates muchísimo peores que este desde tiempos insospechados por su contrincante, que apenas rozaba la adultez. Había incurrido en el terrible error de subestimarla, pero no pensaba dar marcha atrás; incluso entonces disfrutaba el luchar de esa forma contra el ser que hubo reducido su existencia a la de un mero instrumento mágico y de asesinato. Aun si el costo por hacerlo era su propia vida.

     ―¿Lo ves? Hay límites que ni siquiera un magi puede sobrepasar con facilidad ―le dijo mientras lo sostenía del cuello con firmeza. En la cansada mente de Judar la escena emulaba a la del día en que inducido por magia, cayó en la depravación. Un recuerdo que por bastante tiempo estuvo evitando evocar―. Eres insignificante y sin embargo, valioso. Debí tomarte de tus padres desde mucho antes.

     Quiso volarle la cabeza en ese mismo momento, pero toda resistencia era en vano. En medio de una horrenda sonrisa que desencajó su rostro, Gyokuen ejecutó un último hechizo sobre el cuerpo impotente de Judar. Una corriente helada le atizó el cerebro, una diferente de la que otrora lo atacó cuando era más joven.

     ―Si logras sobrevivir, un día no tendrás más remedio que regresar con nosotros ―susurró en su oído antes de soltarlo y dejarle caer.

    El magi se precipitó contra las aguas oscurecidas del océano. La cabeza le daba espantosas punzadas, lo que aunado a sus otras heridas le impidió volver a hacer uso de la magia de levitación a tiempo. Al menos contó con la protección de su borg para amortiguar el impacto que podría haberle roto un par de huesos de recibirlo en su totalidad. Cuando consiguió remontar el vuelo tras salir a flote, jadeante, adolorido y con los músculos y miembros agarrotados, supo que debía volar hacia tierra firme tan pronto como pudiera encontrarla. Un hechizo del que no poseía conocimiento estaba extendiéndose a través de su sistema nervioso. Actuaba en específico sobre su cabeza; podía sentirlo con claridad. Ésa endemoniada bruja se la había jugado otra vez. Había plantado una maldición que de modo progresivo le carcomía la mente.

     Para cuando logró llegar a la costa de un país cuyo nombre y ubicación no podían importarle menos, su capacidad para controlar el rukh se había vuelto inestable a la par que su consciencia se desdibujaba. El sol se alzaba desde hace horas cuando estampó su cara contra el suelo, causando sorpresa y consternación en los individuos que transitaban por la zona. Por fin era libre, si es que podía considerarse así dado que su mismísima enemiga le había permitido vivir después de provocarle daños significativos. Sus heridas físicas quizá eran leves, pero no tenía manera de detener o contrarrestrar el poderoso hechizo que afectaba su uso de razón, por ello seguía estando atado de manos por muchas millas que les separaran.

     Sus facultades mentales se vieron en declive, y al transcurrir un día entero desde el enfrentamiento, Judar ya no podía realizar procesos complejos de pensamiento. La magia o el rukh tampoco podían serle de ayuda; en su condición era incapaz de invocarlos y darles órdenes de forma apropiada. Tan sólo conservó los instintos básicos de cualquier criatura humana para mantenerse vivo estando devastadoramente solo en un país extraño.

     Contemplando el mundo a través de un sueño, semejante a ver un reflejo distorsionarse sobre la superficie de una gota de agua, el que fuera alguna vez el oráculo oscuro de un importante imperio vivió en las calles y en ellas recibió el azote del hambre y del frío. Su nombre era de las pocas palabras que podía decir sin necesidad de reflexión, de manera que cuando fue capturado por cazadores de personas y dispuesto para ser vendido como esclavo en la capital del reino de Actia, donde le llevaron más tarde, esa palabra fue lo única que salió de sus labios. Para entonces habría pasado ya más de medio año desde su levantamiento contra Gyokuen y el hechizo de magia mental estaría cerca de disolverse por sí mismo (como aquella mujer con toda probabilidad decidió que fuera); si bien no formaba parte de sus cálculos que Sinbad, el Rey de los siete mares, apareciese por primera vez ante los ojos de Judarcuando el chico era conducido a un miserable mercado de esclavos.

    Destino o vana casualidad, conocerle le salvó de la esclavitud y despejó algunas de las tinieblas de su alma. Un tipo excepcional al que se habría sentido proclive de escoger como su Rey aunque no hubiese estado mirándole desde el negro fondo del abismo y su salvación inmediata no dependiera de él. No podía ser diferente tratándose de Judar, el impuro. El renegado que sólo se interesaría por los más fuertes a su haber.

    En cualquier caso, se trataba del preludio de su tercera vida que iniciaba ahora en Sindria, donde bajo su alero se convertía oficialmente en el magi de aquel deslumbrante reino sobre el mar.

            ―La mayoría de ustedes ya lo conoce, ha estado hospedándose aquí desde el último mes. ―Era este el importante anuncio que Sinbad les tenía preparado a generales y oficiales de menor rango por igual para la reunión de ésa mañana. ―Pero desde hoy, Judar aquí presente, fungirá como magi de nuestro reino de Sindria. Les pido que le den la bienvenida y lo apoyen en lo que necesite.

     El foco de atención se trasladó hacia el joven de largo cabello negro trenzado que permanecía de pie al lado del Rey. Frente a la mesa circular, Judar encaró a la reducida junta con aplomo y una expresión que rezumaba autosuficiencia; grabaría en su memoria cada instante de este evento. Significaba para él un triunfo absoluto, a partir del cual realizaría lo que se había propuesto tanto tiempo atrás: abriría el camino para su Rey y le entregaría el mundo que Al thamen se empeñaba con ahínco en destruir, y entonces también cobraría su venganza.

     Pasando de los otros, se volvió hacia Sinbad. Se llevó la diestra al pecho y le dedicó una respetuosa inclinación de cabeza, gesto inédito en el muchacho que logró desprender una sonrisa divertida de su rostro.

     ―A tu servicio, mi Rey. ―Y así todo estaba dicho.

Notas finales:

-Choli (del capítulo anterior): Es el nombre real del top que utiliza Judar y que todos conocemos, tradicionalmente hindú.


-Hanfu: Traje tradicional chino similar a un kimono.


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