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Queen of Peace por otsfatimad

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Notas del capitulo:

¡Hola, hola! ¿Cómo están?

El día de hoy me sorprendí a mí misma con este capítulo que pensé que nunca podría terminar. Pero aquí estamos. uwu

En fin, ojalá les guste el capítulo de hoy.

¡A leer!

 

 

No quiero ver de nuevo lo que he visto.

Para deshacer lo que se ha hecho, apaga todas las luces.

Deja a la mañana venir.

Florence + the Machine, Over the love.

 

 

La Bestia

***

 

En esas tierras baldías que son tu corazón, ¿aún existe algo de bondad? 

El sonido de la espada encajando sobre la nuca de un hombre retumbó, dando paso al silencio que se unía de a poco al gotear infinito de la sangre. Un charco rojo yacía alrededor de sus pies, manchando los escarpes azules de su armadura. 

Avanzó lentamente, escuchando el paso metálico de su andar. El primer comandante, conocido como El Caballero de Bronce, llamaba a los hombres a buscar sobrevivientes.  

Aquel pequeño pueblo donde ahora se encontraba colindaba con la ciudad de Los Leones y Los Osos. Era un punto estratégico, cercano a la capital. Fue gobernado por autonombrados Sabios que se negaban a arrodillarse ante la Reina Grace. 

El joven desprendió un pedazo de tela que ondeaba sobre los restos derrumbados de la catedral de la ciudad. Observó con detenimiento el jirón blanco manchado con el polvo y humo en el aire. La imagen que representaba a aquellos Sabios se manchaba con el negro del ambiente: un Conejo, ahora oscuro como la muerte.

Limpió la punta de su espada plateada con aquel trozo de tela y lo lanzó detrás suyo. Continuó con su andar sobre los ríos de sangre que se acumulaba desde las pilas de cuerpos inertes. Mantenía la espada desenvainada, preparado para atacar si era necesario. 

De pronto, en el aire se distinguió la vibración de la madera. Giró la cabeza de vuelta a la derrumbada catedral y caminó hasta ella, con paso sigiloso. Presionó con fuerza la empuñadura de la espada y entrecerró los ojos. 

Una mata de cabellos blancos ondeaba bajo la torre de maderas derrumbadas. Se escabullía entre el humo, la muerte y la confusión que plagaba el lugar. Sus ojos brillaban con el fulgor único que provoca el miedo. Su mirada era plateada, y aún con el terror sobre sus ojos, estos tenían fuerza suficiente para no desviarse de los pozos oscuros que le acababan de descubrir. 

El joven vestía una camisa blanca hecha jirones y un pantalón corto manchado con barro y sangre. Su piel expuesta era tan pálida como sus cabellos, incluso los vellos de sus brazos resaltaban por el brillo plateado que producían en contraste con el oscuro campo que comenzaba a formarse esa tarde. Sus mejillas, sonrojadas, estaban teñidas con tizne. 

Aquel chico se levantó de su escondite, plantó con determinación sus descalzos y agrietados pies sobre la tierra roja y agachó la cabeza. Lentamente se volvió a hincar ante el caballero de la armadura azul. Cerró los ojos, mientras el aire le volaba los cabellos en la espera de lo peor. 

Aoi se concentró en la delicada nuca de aquel joven. Los cabellos plateados de otros cientos de pueblerinos se habían manchado de sangre al colocar el Lobo Azul los colmillos de su espada sobre sus cuerpos. Alzó la espada y observó cómo el cuerpo de aquel joven se estremecía. 

Enfundó su arma y miró que el chico de la mirada de plata alzaba la cabeza para observarle. Sus ojos brillaban, ahora con más incertidumbre que miedo. 

Aoi se dio media vuelta, sin pronunciar palabra alguna ni darle una mirada más al extraño, dispuesto a marcharse del lugar. Entonces, notó cómo a la lejanía se acercaba un caballo blanco, y montado en él, un hombre de armadura negra. Sobre su cabeza no había yelmo alguno; había una corona. 

Aoi bajó la cabeza al observar a su Rey acercándose. Permaneció en esa posición hasta que notó que el joven regente se colocaba frente a él. 

—¿Algún sobreviviente? —Inquirió el Rey, con voz firme. 

—Lo hay, mi señor —respondió el Lobo Azul y giró para mostrar con la mirada el escondite del joven caucásico. Se inclinó y tomó con fuerza los cabellos plateados del chico. Un quejido lastimero se escuchó desde los labios de aquel Conejo asustado, que no mostró resistencia alguna aun cuando Aoi lo dejó caer violentamente al suelo para que quedara expuesto ante el Rey. 

Lentamente, el chico alzó la mirada y chocó contra el brillo oscuro que afloraba desde los ojos del joven Rey. La corona plateada resplandecía y los cabellos castaños del soberano, recogidos en una larga cola de caballo, bailaban con el viento. 

El joven caucásico miró con profundidad al Rey, y temblando, colocó sus rodillas sobre los charcos de sangre que bañaban el suelo. 

—Mi Rey —susurró y agachó la cabeza hasta que sus cabellos chocaron contra el barro. 

Kai permaneció en silencio, sin bajar del blanco caballo. Observó cómo el joven se rendía ante él en busca de piedad. Finalmente, el Rey sonrió y miró a Aoi. 

—Irá con nosotros —dijo y ordenó a su caballo girar para ir de vuelta por donde había venido antes—. Lo llevaremos con los esclavos —mencionó y el equino avanzó. 

Aoi tomó con fuerza la cabellera blanca del joven y lo obligó levantarse del suelo. Una vez de pie, notó que aquel chico era más alto que él, y sus facciones ahora eran adornadas por lágrimas de alivio. 

El Lobo Azul cruzó las delgadas muñecas del chico una sobre la otra y las amarró fuertemente con un lazo. Aló de la cuerda y avanzó lentamente hasta el campamento. Sus compañeros de batalla guardaron silencio al observar cómo aquel hombre de armadura azul cargaba con él al único sobreviviente de ese pueblo: un chico con cabellos lacios y blancos, piel pálida y ojos plateados. De fuerte complexión, pero mente débil. Su mirada iba puesta en el suelo, dejando huellas de sangre sobre este.

Aoi llegó donde los caballos descansaban y amarró con fuerza la cuerda del joven caucásico. El chico miró en derredor y se acercó hasta el caballero Azul. Posó nuevamente sus ojos plateados sobre los de Aoi. 

—Gracias —susurró quedamente.

Aoi no dijo nada y lo obligó a sentarse sobre el suelo. Se quitó el yelmo y lo sostuvo en el hueco entre su brazo y axila. Sus cabellos negros volaron y analizó con detenimiento la mirada plateada del joven Conejo.

—Imbécil —le dijo y, frunciendo el ceño, agachó la cabeza. Dio media vuelta y avanzó para acercarse hacia el campamento, donde los demás hombres celebraban sus hazañas de esa tarde.  

Se sentó sobre una roca para poder quitarse la pesada armadura, y mientras lo hacía, sintió el peso de una mirada. Notó que aquel joven sobreviviente lo observaba a la distancia, con sus grandes ojos plateados. Ahora no brillaban con el fulgor del miedo, sino de la curiosidad. 

 En esas tierras baldías, no deberá dejar de albergar a la bondad. 

 

 

***

La niebla no le permitía observar más allá de unos cuantos metros de distancia. Siluetas de enormes árboles rodeándolo quedaban atrás al tiempo que los cascos de su caballo retumbaban y avanzaban. Iba con el rostro completamente envuelto en una gruesa y áspera manta que le habían proporcionado en el último pueblo que visitó, permitiendo que únicamente sus ojos, llenos de determinación, quedaran al descubierto.

La noche anterior había observado en el cielo la tenue aparición de la segunda luna llena desde que emprendió su viaje. Los hombres de la última tribu que visitó le advirtieron que cruzar por aquel bosque de niebla era peligroso.

—Nadie vuelve al cruzar por ahí —le dijo un anciano de piel pálida y ojos redondos. El hombre pelinegro había asentido, otorgándole un agradecimiento por la advertencia, pero aquel viejo continuó—. La niebla los enloquece antes de llegar a la montaña.

Aoi entrecerró los ojos y agitó un poco la rienda de su corcel, aquel que era otro regalo de la tribu. Además de ello, lo cargaron con frutos y semillas suficientes para el viaje que calcularon sería más de dos semanas. Guardó grandes reservas de agua y comenzó el camino hasta la Montaña Sagrada. La montaña más grande que había visto en toda su vida.

Hombres de diferentes tribus se quejaron con el gran jefe sobre la presencia de una enorme Bestia que aparecía durante las noches en los poblados, devorando al ganado y caballos. Describían a aquella Bestia como un perro negro, gigante y con los ojos rojos. Decían que sus enormes patas tenían el tamaño suficiente como para aplastar a diez personas en un solo movimiento, tenía los colmillos amarillos y afilados. Nunca había atacado a ningún hombre, pero destruía viviendas y siembras a su paso. El mismo Aoi observó sobre un sembradío el tamaño de una de las huellas de la supuesta Bestia. Era inmensa.

No sabían de dónde había aparecido aquella Bestia, pero muchos afirmaban verla adentrarse al Bosque de Niebla y desaparecer en él.

Aoi continuaba por aquel camino a paso lento, no podía decir en qué dirección iba porque no alcanzaba a observar la Montaña Sagrada, pero mantenía la calma. Entendía la razón por la cual los hombres desaparecieran en esas tierras, era exactamente lo que aquel anciano de la tribu le había dicho: la niebla los enloquece. La soledad, la incertidumbre, la falta de alimentos.

Escuchó cómo las patas del caballo de su otro acompañante se resistían a continuar. Aoi volteó y miró a Sugizo, tratando de calmar al blanco caballo que le habían ofrecido a él.

—Está inquietándose por la nada —le dijo a Aoi mientras acariciaba la crin del equino—. Quizá deberíamos detenernos a descansar.

Aoi asintió y soltó la rienda de su caballo. Quitó la manta que llevaba en el rostro y dejó al descubierto sus gruesos labios.

—¿Quieres beber algo? —Preguntó a su compañero—. No luces muy bien.

—No, con descansar un momento será suficiente —Sugizo descendió del caballo y suspiró.

Aoi permaneció callado, observando cómo el rostro de Sugizo poco a poco perdía el color. Habían visto llegar 43 noches desde que empezaron el viaje, la comida se había terminado, el agua pronto lo haría de igual forma. Los caballos que los acompañaban estaban hambrientos y mucho más cansados que el par de hombres. Sus patas temblaban, si continuaban avanzando, pronto se romperían.

El pelinegro descendió de su caballo. Se acercó hasta Sugizo, que había decidido sentarse en el suelo húmedo.

—Lo lamento, Aoi —le dijo al sentir su presencia acercándose—. Quizá avanzarías más rápido sin mí.

—Habría muerto sin ti —sonrió y se puso en cuclillas.

Sugizo no respondió nada más, simplemente permaneció en silencio.

De pronto, hubo un sonido en el aire. Aoi levantó la cabeza y observó la silueta de algo volando entre la niebla. Lentamente, se alzó del suelo y permaneció mirándolo. Un ave enorme lanzó un terrible graznido. Aoi tapó sus oídos con sus manos y cerró los ojos un instante. Cuando volvió a abrirlos, notó que la neblina se había ido. Sugizo se levantó y se colocó a su lado. Los caballos también habían desaparecido.

El par de hombres permanecieron quietos, en medio de árboles altos. La luz del día era clara, la brisa cálida. Diferente al lugar por el que estuvieron avanzando por semanas.

De nuevo, un graznido y una luz volando en el cielo. Aoi la siguió con la mirada y observó cómo esta se detenía y se perdía entre la luminosidad que desprendía la Montaña Sagrada. Ahora estaban tan cerca, y la montaña era tan inmensa que era imposible observar la punta.

Aoi avanzó por el camino despejado, entre los árboles. Sugizo siguió tras de él, un poco dubitativo. El par de hombres continuó por varios metros entre las arboledas, hasta que finalmente llegaron a una zona donde estos desaparecían. La luz del sol caía libremente sobre ellos, y frente a sus ojos, el inicio de la Montaña Sagrada. Aoi tomó la empuñadura de su espada y avanzó hasta la pared de roca. Al estar cerca, observó que en ella se hallaba tallada una inscripción.

De Dioses y Demonios.

Sugizo avanzó junto a él y paseó su mano sobre la inscripción.

Un nuevo graznido. La luz desapareció.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró con la misma inscripción. La mano de Sugizo continuaba puesta sobre aquellas letras, solo que ahora el frío gobernaba su espalda. Dio media vuelta y descubrió que el lugar en el que se encontraba había perdido la luminiscencia por completo. La humedad se colaba dejando un aroma particular en la tierra sobre la que estaban parados. Era como estar en medio de un jardín azotado por una reciente lluvia. Pero, en realidad, sabía bien dónde se hallaban: el interior de una hueca montaña.

Azorados, el par de hombres se mantuvieron en sus posiciones. Sin hacer un ruido alguno más allá de sus respiraciones agitadas.

Demasiado agitadas, demasiado ansiosas.

Dos luces, rojas y furiosas se abrieron paso entre las tinieblas, revelando el rostro de una hambrienta Bestia. Un fuerte bramido emitido por un enorme hocico con dientes amarillentos y afilados los recibió, perforando sus sentidos. El perverso rostro se suspendía a unos dos metros del cuerpo de los hombres, su pelaje era negro y grueso. Su lomo encorvado chocaba con la roca superior de la cueva.

Una niebla amarillenta sobrevino el lugar, dando una luz tenue a lo largo del gran pasillo de roca.

Sugizo desenvainó la espada que llevaba consigo, amenazando a la Bestia con el filo. El brazo de aquel hombre tembló un poco, y la Bestia volvió a rugir sobre su rostro, volándole los cabellos. En un acto rápido, aquel animalalzó una de las enormes patas y sin esfuerzo alguno la estampó contra el cuerpo de Sugizo, lanzándolo fuera de escena hasta que su cuerpo chocó contra una de las paredes de roca, quedando inconsciente.

—¡Sugizo! —Gritó con desesperó Aoi y trató de mover su cuerpo para llegar a su amigo, mas le fue imposible. La Bestia creó una barrera con una de sus patas e impidió que avanzara más.

Aoi desenfundó la espada plateada que llevaba consigo y amenazó a la Bestia, mientras que daba pasos hacia atrás, tratando de alejarse. Sudor perlaba su frente y el pecho le dolía de forma desesperante. La Bestia lo miró entrecerrando sus cuencas rojas y moviendo su hocico, como olfateándolo. Aoi presionó con mayor fuerza el mango de la espada y dio una mirada al cuerpo de su amigo tirado al otro extremo de la cueva.

Un nuevo gruñido se escapó de la boca de La Bestia, mostrando de forma amenazante los colmillos. Se abalanzó sobre el pelinegro quien en un acto reflejo dio un salto fuerte hacia atrás, aterrizando despatarrado. Sus manos se estamparon al frío y pegajoso suelo, la espada quedó lejos de él. Intentó alzarse para recuperarla, pero la fuerza de la pisada de aquella Bestia acercándose hacia él movió todo a su alrededor haciéndole caer nuevamente, descendiendo grijas desde las paredes. El animal lentamente movió la cabeza hasta el pelinegro, gruñendo quedamente. Volvió a abrir la boca y el aliento fétido hizo a Aoi arrugar el entrecejo. El corazón le latía muy fuertemente, mientras se sentía el aliento de La Bestia se acercaba.

—¡Es suficiente, Reita! —Dijo de pronto una gruesa voz.

La Bestia lentamente se alejó, dejando al descubierto una pequeña figura que se había colocado en el hueco que existía entre sus patas. Aoi alzó la cabeza un poco del suelo para observarle: parecía un hombre, enfundado con una túnica negra. Su rostro tenía un negro pico de ave.

—Estuvimos esperando por ti —espetó aquel extraño, sin moverse de su posición—. Bienvenido seas, Lobo Azul.

 

 

 

Notas finales:

¿Qué tal?

Como pudieron darse cuenta, el capítulo no sigue el curso de lo que pasó en el anterior. Más bien, por ahora, el fanfic continuará una línea en la cual veremos los antecedentes del capítulo anterior.

Otra cosa que quería aclarar, es el inicio del capítulo, pueden ver que hice una separación con unos asteriscos. Bueno, eso es también otra época. Por un tiempito, iremos viendo los antecedentes del antecedente xD Así que si pusieron atención, ya saben quién es aquel que rescataron de la Ciudad de los Sabios cuyo emblema eran los Conejos.

Este capítulo estaba planeado para ser un poco más largo, pero al final pensé que sería demasiada información, así que se los corté hasta aquí, pero al menos ya saben una cosa. ¿No les encanta "La Bestia"? Es bastante interesante lo que se viene con ella.

En fin, espero les haya gustado el capítulo. <3

Ojalá puedan dejarme algún pequeño y bonito review.

Muchas gracias por leer.

 

¡Hasta la próxima!


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