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Fictober 2019 [KHR] [1827] por 1827kratSN

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Ser el guardián de un oráculo significaba tener un trabajo cambiante conforme a las predicciones de su señor. Así lo definió desde que tenía cinco años y fue elegido entre veinte niños de castas guerreras para servir al pequeño infante que —según el antiguo oráculo—, era el bendecido para llevar sobre sus hombros aquella labor tan dura. Desde ese entonces sus tareas no han dejado de cambiar.

Kyoya recuerda la sonrisa de su padre cuando lo dejó ante los sacerdotes que lo evaluarían y entrenarían para ser escolta de la clase noble. Tenía cuatro años, no quiso dejar de abrazar a su madre que lloraba por su despedida, pero al final fue cargado en brazos y alejado de su hogar. Se halló en medio de niños idiotas que no se compararon con su fuerza e inteligencia, y al final una mujer de ojos muy bonitos y cubierta de joyas lo eligió. Recordaba también al bebé envuelto en ceda que había sido arrebatado de manos de sus padres para ser llevado al castillo donde reposaban los oráculos, y aquella sensación de no saber qué hacer.

 

—Este niño se conectará con los dioses, memorizará los sucesos del futuro, y tú tienes el deber de cuidarlo.

—Sí, mi señora.

 

A los diez años ya era experto en artes marciales, uso de la katana, artificios militares y demás. Mientras que, a su par, aquel niñito de cabellos castaños y ojos brillantes de color chocolate, era entrenado con todos los métodos de predicción conocidos. Cada mañana iba a ver al niño, lo vestía, platicaban, comían juntos, se acostumbraban a la presencia ajena. Lo mismo a la hora del almuerzo y cena, hasta que llegaba la noche y Kyoya debía dormir al pequeño castaño de nombre Tsunayoshi y él debía acostumbrarse a dormir en un rincón con sus sentidos alertas ante cualquier intromisión.

 

—Kyoya —Tsuna siempre le sonreía, y le susurraba alguna predicción para ese día—, hoy, cuando mi señora te diga “buenos días”, tú reverencia y quédate así un rato hasta que cuentes veinte.

—¿Por qué?

—Solo hazlo.

 

Buena fortuna, monedas, regalos, incluso predecía la lluvia o si debía llevar su sombrero. Kyoya aprendió a convivir con aquellas predicciones de aquel pequeño que siempre le mostró dulzura. Lo apreció como su señor, pero más allá que eso, lo amó como a su familia. Porque el uno era lo único que el otro tenía y en el que confiaba a plenitud. Por eso, y a escondidas de sus superiores, Kyoya empezó a acurrucarse en el mismo futón del castañito y abrazarlo para dormir. Porque lo protegería incluso de las pesadillas.

 

—Es cambiante —sonrió el castaño cuando desayunaban.

—¿Qué cosa? —él tenía quince, y el pequeño diez años en ese entonces.

—Lo que sientes por mí —sonrió con dulzura.

—No sé a qué te refieres.

—Lo sabrás pronto…, cuando el primer terrateniente que me visite, se enfade por mi predicción.

—¿Qué quieres decir?

—Soy un oráculo, predigo, pero no hago milagros —pareció entristecer y Kyoya no entendía la razón—. Es un riesgo. Siempre es un riesgo.

—No lo dejaré —advirtió mirando fijamente al castaño—. Yo no dejaré que… te hagan daño.

—Kyoya —sonrió y susurró—, cuando un hombre con pendientes de oro atraviese la puerta de este castillo…, agacha la cabeza, no digas nada, y cúbrete los oídos.

—Pero…

—Por favor.

 

Debía obedecer, así lo juró, así se lo prometió a Tsuna.

Y lo hizo.

Aunque no quisiera.

Aunque doliera mucho.

 


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