Había dulces, decoración en naranja y negro, arreglos de murciélagos de papel, sangre falsa, arañas plásticas hasta en el baño, y todo un caos armado para la fiesta de Halloween en Vongola. Cada uno estaba más animado que el otro, todos preparando meticulosamente su disfraz de ese año, aunque otros preferían simplemente ponerse un antifaz y con eso cumplían con la condición dictada por el jefe de la familia mafiosa más grande del mundo.
—Anímate, Reborn —Tsuna sonreía incómodo ante la penetrante aura que emitía su antiguo tutor y actual niñito asesino de diez años—. No es tan malo.
—No eres tú el que usa esto —si bien el azabache de patillas espirales había aceptado disfrazarse ese año, no creyó que las chicas se encargarían de eso.
—Bueno —intentó no reírse al ver a Reborn con un disfraz de conejo esponjoso—, te queda ¿bien?
Tuvo cinco segundos para escapar del cuarto antes de que una bala le atravesara el cráneo. Se lanzó por la ventana, usó sus llamas para frenar el descenso y cayó con gracia sobre el jardín. Se limpió un poco de suciedad y respiró aliviado. Ya hizo lo que debía hacer y allá Reborn si quería usar o no el disfraz, pero seguramente las chicas se encargarían de convencerlo para asistir a la fiesta de esa forma.
Estaba animado, más de lo normal, porque tenía unos días libres a comparación de otros años, y era así que tenía tiempo hasta para ir a colocarse su propio disfraz. Era algo simple, solo con la familia y amigos, de esa forma se evitaban cualquier…
—¿A quién engaño? —suspiró antes de negar—. Definitivamente destruirán el jardín.
Hasta tenía preparado cierto presupuesto para eso, así que simplemente fingió demencia mientras iba a su cuarto para alistarse. Y no es como si fuera a demorar en colocarse su disfraz, porque ser fantasma era lo más simple del mundo. Pudo usar una larga sábana con dos agujeros, pero no, ya no podía ser así de conformista, así que elaboró algo más acorde a su idea original. Hizo un fantasma igual al que su madre le fabricó cuando era un niño apenas, porque de esa forma traía buenos recuerdos y seguramente su madre adoraría la sorpresa.
Era como un abrigo largo de color blanco, adornado por algunas telas de colores que cumplían la ilusión de ropa vieja y remendada, se sumaba una capucha grande que cubriría su cabeza, y debajo de eso su impecable traje blanco por si tenía que dejar el disfraz de lado para una emergencia. Le dirían exagerado, pero el año pasado tuvo que llevar al hospital a Lambo porque se intoxicó con camarones, así que debía estar preparado.
—¿Te gusta? —no planeó hallarse con Kyoya en el pasillo, pero aun así sonrió—. ¿Qué te parece? Lo hice acorde a mi disfraz de los seis años.
Un silencio incómodo se dio entre ellos. Tsuna se extrañó, y cuando estuvo a punto de hablar, sus labios fueron tomados por los contrarios de forma abrupta y casi voraz. Los colores se le subieron al rostro, el aire se le fue de los pulmones, y al final no pudo siquiera preguntar la razón de ese beso. Pero no hizo falta.
—Eras tú —sonrió—, el fantasma del que me enamoré en la niñez.
Vagas memorias aturdieron al castaño que recordaba a un niño disfrazado de lobo, con el que habló en la calle, a quien le tomó de la mano para invitarlo a la fiesta de la escuela, y con quien compartió un pedazo de pastel.
Vaya recuerdo fantasma que le dio una pista de su futuro. Vaya vergüenza de esa noche. Y vaya dulce primer beso.