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The Two Of Us - JohnLock Fanfic por RushanaChan

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Algunos meses después


La alarma le despertó a las 8 de la mañana con la misma rigurosidad que los últimos dos meses. Lastimosamente, había interrumpido un plácido sueño que lo ubicaba por momentos en Baker Street, luego en los jardines de su casa, eventualmente en Strand, pero donde John siempre estaba. Movido por la emoción, soñó que se daban un fuerte abrazo. Porque ese día por fin terminaría su tratamiento y volvería a Londres con su novio.


Finalmente, Sherlock había tomado la decisión de internarse en un centro de rehabilitación. Su situación era grave porque el riesgo de una recaída era inminente y de verdad llegó a temer que aquello le volviera a alejar de la gente que amaba, especialmente de John. El joven detective sabía que el rugbier siempre le acompañaría sin importar en qué estado esté, pero no quería volver a colocar a John en circunstancias como la de hacía varios meses, cuando la sobredosis le atacara y le dejara en coma. No quería a un John a su lado mientras se recuperaba de un golpe de calor, o un John angustiado sentado en una silla de hospital. Quería que John le viera bien, que le viera con esos ojos vivaces que reflejaban admiración, orgullo y cariño.


Pero también había tomado aquella decisión por él mismo. Sherlock estaba atentando contra lo más preciado que tenía y estimaba de sí mismo: su mente. Estaba destruyéndola con aquellos tóxicos que parecían estimularla y potenciarla, cuando en realidad eso era un completo engaño. Y aun estaba a tiempo de revertir todo eso, o al menos intentarlo. John le había enseñado a valorar los intentos.


El centro de rehabilitación estaba ubicado en Eastry, al sureste de Inglaterra, en el medio del campo y bastante alejado de Londres. Gozaba de amenities como un gimnasio, una enorme biblioteca, una sala de juegos y las más diversas terapias. La comida gourmet y la excelente atención del personal convertían al centro en uno de los mejores del país.


Los primeros días fueron un infierno para Sherlock. Detestaba las rutinas, la comida, la gente, el tratamiento. Llegó a aborrecer cada centímetro de ese lugar, pero una pequeña fuerza de voluntad en su interior, representado algunas veces por John, otras veces por Mycroft en su Palacio mental, le permitió quedarse allí unas sólidas seis semanas. Hasta le había agarrado cierto aprecio al lugar.


Lo que más disfrutaba era la playa. La tranquilidad y armonía del lugar le eran de gran ayuda para sobrellevar la situación. Y allí decidió aprovechar su última mañana en el centro.


Desayunó con los otros residentes del lugar, con quienes sorprendentemente había empezado a llevarse bien, y enfiló para la playa.


Con el mismísimo Canal de la Mancha frente suyo, su mente le abrumaba con millones de pensamientos. Vaticinaba su vuelta a la ciudad, el peligro, el caos. También, el amor.


—Sabía que estarías aquí.


Sherlock salió de su ensimismamiento y volteó a ver a quien le hablaba. Con una gran sonrisa, se puso de pie y le dio un fuerte abrazo.


—Te extrañé mucho, John.


—Yo también te extrañé, Sherlock. Te extrañé muchísimo —decía John mientras le abrazaba con igual afecto. La lejanía del lugar desde Londres y su trabajo habían impedido que John le visitara seguido. Solo se habían visto una vez desde el inicio del tratamiento, el resto habían sido constantes llamadas y mensajes. Ambos soñaban con volver a encontrarse y recuperar esa cercanía física, irremplazable por medios electrónicos.


Caminaron de la mano en dirección al centro para retirar las cosas de Sherlock. Los afectuosos saludos de los otros residentes hacia Sherlock se mostraron como una linda sorpresa para John. Una chica menuda y de pelo rojizo se le acercó a John con picardía.


—Así que, ¿él es tu famoso novio, Sherl? Es guapo.


—Sí, demasiado —intervino Sherlock y alejó a la chica. —Cuando superes tu ninfomanía puedes hablarle.


La chica soltó una risotada y terminó por despedirse del joven detective con un fuerte abrazo.


—Veo que hiciste amigos —le dijo John con cierto orgullo en su tono.


—No sé si son mis amigos. Pero de alguna manera, quiero que se encuentren bien —contestó Sherlock mientras caminaban en dirección contraria al centro. John había adquirido un automóvil de segunda mano y hacía solo unos días había conseguido su licencia de conducir. Curiosamente, utilizó el dinero de la indemnización que Moran debió pagarle por orden del juez, luego de dispararle en el hombro aquella vez.


Subieron al vehículo para emprender la vuelta hacia la residencia Holmes.


—¿Estás listo? —le preguntó John antes de arrancar.


Sherlock tardó en responder unos segundos. Miró por ultima vez el edificio donde se alojara las ultimas semanas. —Honestamente, tengo miedo. No creo haberme recuperado del todo, John.


John le tomó de la mano. —No te presiones con ello, no es fácil salir de una adicción. Además, seguirás un tratamiento. Todo estará bien, Sherlock. Yo te cuidaré.


El joven detective le miró con afecto. —Lo sé.


Ni bien el rubio arrancara el auto, Sherlock volvió a hablar.


—John, antes de ir, necesito que me acompañes a un lugar.


El rugbier le miro unos segundos y volvió su atención a la carretera. —Claro.


Cuando estuvieron llegando a las inmediaciones de la ciudad capital, Sherlock le dio las indicaciones sin decirle qué lugar era exactamente. John le siguió hasta llegar a un edificio color rojizo, rodeado de rejas y algunas ambulancias estacionadas afuera.


—¿Es aquí donde...?


—Sí, aquí está mi hermana Eurus.


—¿Estas seguro de que quieres ir? —le preguntó con cautela el rubio. No le agradaba mucho la idea de que su novio se encontrara con una psicópata que había tratado de asesinarle años atrás y que aun le atormentaba en pesadillas. Sin embargo, la determinación en su mirada fue suficiente para responder a su pregunta.


Caminaron juntos hacia el hall de entrada y una enfermera les guio hacia un amplio patio dentro de la institución. A varios metros de donde estaban, en una de las bancas se hallaba una joven de cabello ruludo y vestida enteramente de blanco. Leía abstraída un libro hasta que dirigió su mirada a donde estaban, como si ya hubiera presentido la visita. A John le pareció escalofriante.


—Solo voy a entregarle esta carta —dijo Sherlock y sacó un pequeño sobre blanco de su mochila. —Regresaré en un momento.


El rugbier observaba el encuentro con cautela. Eurus lucía totalmente apática ante la presencia de su hermano, y tardó unos segundos en recibirle la carta. Sherlock le dijo unas palabras que John no pudo descifrar.


Y Eurus se rio. Fue una pequeña risa antipática e insensible que hizo que a John le hirviera la sangre.


Pero a Sherlock parecía no haberle afectado mucho. Cuando volvió lucía impávido por la situación. John hasta pudo vislumbrar alivio en su expresión.


—¿Todo bien? —se apresuró en preguntarle John.


—Sí. No hay mucho más que pueda hacer por ella. O por nuestro vinculo.


Y con eso los chicos salieron del hospital de vuelta al auto. Aún quedaba un trecho hasta llegar a la casa de Sherlock, donde el reencuentro con su familia y amigos les esperaba.


—Ella y yo somos iguales en cierto punto —volvió a hablar Sherlock.


—¿Qué? Tú no eres para nada como ella —desaprobó indignado el rubio. —Ella es una psicópata asesina que no le importa nada ni nadie.


—Y yo me considero un sociópata —retrucó el otro. —Diferencias de trastornos, pero tenemos en común nuestras mentes. A veces es difícil encajar con personas cuyas mentes no funcionan igual, cuyos ojos y oídos no perciben lo mismo. Te sientes completamente solo e incomprendido. Llegas a odiarte a ti mismo, al resto, incluso a quien sea como tú. Odias todo lo que te rodea.


—¿Es por eso que ella quiso...


—Matarme, sí. Probablemente por eso. Eurus nunca me lo dirá, no le interesa que yo sepa sus motivos.


John se mantuvo en silencio sopesando una idea que le había quedado dando vueltas.


—Sherlock. ¿Te sientes solo?


El joven detective le miró algo asombrado.


—Durante mucho tiempo me he sentido solo. Sé que siempre fui alguien difícil de tratar, pero la verdad es que nunca supe congeniar con la gente, nunca supe conformar a nadie.


—¿Qué hay de Victor?


El rostro de Sherlock pareció suavizarse con la mención de ese chico. Desde que se volviera a Irlanda, no habían vuelto a hablar ni a saber del otro. Había escuchado por conocidos en común que su ex amigo tomaría una beca para estudiar ballet en Estados Unidos.


Sherlock no tenía ningun rencor hacia Victor, pero este sí. Victor nunca volvió a ver a Sherlock con esos ojos de dulzura y cariño que portaba años atrás. Aunque se hubieran disculpado el uno al otro por los errores del pasado, el pelirrojo seguía mostrándose distante y herido. Era una cuestión que Sherlock no entendía del todo pero que John le explicara una vez.


Victor seguía amando a Sherlock. Envidiaba profundamente a John, no solo como novio sino como amigo. El irlandés daría lo que fuera por estar en su posición, por ser aquel que Sherlock más amaba en el mundo. Pero era imposible y por eso no le quedaba otra opción que alejarse.


—Victor fue un buen amigo. Creo que en su momento no supe apreciarlo como debía. Incluso, cuando se me confesó, no entendí sus sentimientos —le respondió el joven mirando abstraído algun lugar en la calle. —Pero respondiendo a tu pregunta, sí. Aun con él, llegué a sentirme solo.


—Tienes a mucha gente que te quiere ahora, Sherlock —le dijo John con una sonrisa. —Me tienes a mí, aunque no tenga una super mente como la tuya y a veces no entienda las cosas como tú lo haces, te amo. Te amo más que a cualquier cosa en este mundo y siempre estaré para ti.


Sherlock le observó atónito por unos segundos. Cada vez que John le hacía esas declaraciones su mente hacía un cortocircuito.


De repente, recordó un fragmento de la carta que le había escrito a Eurus. Yo gané. Tú estás aquí, y yo afuera. Tú estás sola, y yo ya no lo estaré nunca más.


John ya se estaba empezando a preocupar de la falta de reacción prolongada de su novio hasta que el joven detective se le abalanzó desde el asiento de acompañante y le besó con fiereza. Sherlock ya se acomodaba entre el rubio y el volante cuando el celular de este último vibró en su pantalón.


—Debe ser Mycroft —jadeó John entre beso y beso.


—Al diablo con Mycroft —le respondió Sherlock y los dos ignoraron completamente el teléfono hasta que terminaran su sesión de amor.


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El oficial le anunció la llegada de su abogado y le abrió la celda con mala gana. El preso se dirigió en absoluto silencio hacia la sala de visitas, haciendo caso omiso a las instrucciones que el policía le daba antes de despacharle. El régimen de visitas en la prisión de Belmarsh era muy estricto, propio de una prisión de máxima seguridad.


La sala estaba casi desierta por lo que no le costó divisar al hombre de traje que se hallaba esperándole en una de las mesas.


—Señor Moran, temo informarle que el pedido de retorno a su anterior prisión le fue rechazado por el juez —le informó con tono hasta tembloroso. —me informaron que su traslado aquí fue una cuestión de reorganización de prisioneros. Al parecer el servicio de prisiones de Su Majestad planea reunir aquí a los que posean una condena extensa.


Sebastián escuchó la mitad de lo que le dijo. No esperaba que el tipo le diera una buena noticia. Nunca le había dado una.


El silencio apático de Moran pareció incomodarle más al miedoso abogado.


—¡Por cierto! Su madre le envía esto —le dijo acercándole una caja finamente decorada con un listón lila. —Son unos bocadillos dulces y unos libros que-


—¿Hiciste lo que te pedí? —le interrumpió groseramente el rugbier.


El abogado le miró aun más asustado.


—Señor Moran... Yo no puedo hacer eso que me ha pedido —susurró nervioso el licenciado. —No puedo traerle drogas a este lugar, es imposible. Además, un profesional como yo no puede cometer un delito así-


—Entonces vete, pedazo de imbécil.


—¿Disculpe?


—Que te vayas de aquí —siseó encolerizado, mostrando el primer atisbo de emociones en mucho tiempo. —No quiero que un incompetente pedazo de mierda como tú siga siendo mi abogado. No haces nada que me beneficie, no me aportas nada, solo me haces perder el tiempo cada vez que vienes que me tengo que aguantar verte la cara de maricón que tienes. Vete y llévate esta basura contigo —le dijo apartando bruscamente la caja que su madre le había enviado. —Me importa una gran mierda mi madre, mi padre y todos los Moran, por mí que se caguen muriendo. No necesito ayuda de nadie. Voy a salir de este lugar por mi mismo y cuando lo haga te voy a romper esa cara de idiota subnormal que tienes.


Al abogado le tomó por sorpresa tal ataque, pero antes de que expresara su indignación Sebastián ya se había levantado y salido del cuarto. El policía que le había acompañado inicialmente ni siquiera se percató de ello.


La ira le nublaba la vista, le cerraba el pecho y le desesperaba.


Juró que hasta podría matar a alguien con sus propias manos en ese momento.


Caminaba furioso por un pasillo que estaba completamente desolado y que ni siquiera iba a su celda.


La ira le había hecho bajar la guardia.


—Eh, princesa ¿a dónde vas? —le detuvo un tipo de barba espesa que le igualaba en estatura y le doblaba en peso.


Sebastián le ignoró con mala cara y se dio la vuelta. Pero se topó con uno de los secuaces.


—Hey, hey, niña rica, ¿qué pasa? —le dijo esta vez un tipo fornido con una gran y asquerosa cicatriz que le atravesaba la mitad del rostro. —¿Tu papi no puede sacarte de aquí?


Un tercer hombre terminó de bloquearle el paso y entre los tres le dejaron sin salida. Moran les miró entre con furia y con temor. Miraba de un lado a otro pero estaba acorralado entre esos malandras que se le acercaban cada vez más.


El de la barba le agarró del cuello y le asestó fuertemente contra la pared. Moran trató de defenderse pero el de la cicatriz le pegó en el costado del abdomen que tuvo que aguantar gritar de dolor. Sentía el olor repulsivo del tipo que ahora le asediaba y le hurgaba los bolsillos del uniforme carcelario. Le soltó con brusquedad.


—¡Este no tiene una mierda! —espetó furioso el barbudo.


—Yo vi que le trajeron una caja con un moñito, bien mariquita como él —acotó el tercer hombre con tono burlón. Era más bajo que sus compañeros pero con aspecto igual de espantoso.


—¡¡No la recibí, maldito imbécil!! —bramó furioso Sebastián y le asestó un puñetazo en el rostro. Un movimiento nada inteligente considerando que le superaban en número.


Ataque en manada. Era lo que él y sus compañeros de equipo solían hacer.


En cuestión de segundos, Sebastián se hallaba en el suelo recibiendo golpes y patadones de parte de los tres hombres y defendiéndose como podía.


—¡¡HEY!! ¡¿Qué están haciendo?! ¡¡Dejen a ese chico en paz!! —gritó un sujeto desde uno de los extremos del pasillo. El reto fue eficaz porque los tipos cesaron inmediatamente en el ataque.


—No te metas, Jim. Este tipo nos estaba jodiendo —le contestó el de la cicatriz.


—Váyanse de aquí en este instante—contestó el sujeto con un tono espeluznante. —Lo están arruinando todo.


Los lacayos obedecieron sin chistar y desaparecieron del lugar. Sebastián se incorporó con dificultad, siendo ayudado por el tipo al que llamaban Jim. Le miró de reojo. Era un sujeto más bajo que él, de cabello negro, medio flacucho, con rostro ojeroso y sonrisa exagerada.


—Será mejor que vayas a la enfermería. Ven, es por aquí —le dijo Jim amablemente y le guió por el pasillo desolado hacia ese lugar.


Se trataba de un amplio cuarto con paredes blanquecinas y modernos aparatos, claramente acondicionado para prestar un servicio de salud.


Pero vacío.


—Fred es el enfermero que estaba haciendo guardia aquí, pero ahora no está. Vine a retirar unos medicamentos que me prescribieron y me di con esa noticia —explicaba Jim. —Así que ¿te parece si te ayudo a tratar tus heridas? —le propuso con simpatía.


A Moran se le partía la cabeza del dolor y respiraba con dificultad, pero fiel a su hosquedad empezó a buscar los implementos y a tratarse él mismo.


—Déjame, te ayudo —volvió a insistir Jim, quien le acercaba servicial otra gaza y un rollito de vendas. —Tu mano también está herida, si quieres puedo desinfectarte esa parte —decía mientras se acercaba al rugbier.


Sebastián lo alejó bruscamente.


—No me toques.


—Wow, tranquilo. Solo quería ayudar... —dijo Jim con un dejo de sarcasmo. —Si necesitas algo, estaré aquí sentado.


Moran le observó de reojo. Hizo un repaso fugaz de los acontecimientos de hacía unos minutos.


Soltó una risa.


—¿Qué es lo gracioso? —preguntó inocente Jim.


—¿Crees que no me doy cuenta de lo que haces? —le acusó el rugbier. —Te ofreces desesperadamente a ayudarme para amigarte conmigo. Ya estoy acostumbrado a los imbéciles aduladores como tú que solo buscan que yo les de algo a cambio. No voy a darte nada, idiota, así que puedes dejar este circo.


Hubo una pausa desde el otro lado. Sebastián le daba la espalda así que no pudo ver la reacción de Jim. Pero sí pudo oírla.


Una carcajada estruendosa. Jim reía realmente tentado por lo que había escuchado. Reía tanto que obligó a Sebastián a desatender sus heridas y mirarle con odio.


—¡Oh, Darling! ¡Eso sí que es graciosísimo! —dijo entre risas. Sebastián estaba muy cerca de romperle la cara, pero era como si aquella humillante burla le inmovilizara. —Sebbie, ¿qué podrías darme tú que yo necesite? ¡¡No tienes nada!! Has perdido el apoyo de tu familia, de tus amigos y de toda tu gente. ¡¡Tu padre quiere hasta quitarte el apellido Moran!! —le relataba de una manera espeluznante. — Lo único que tienes es un poco de dinero en esa cuenta mugrosa que tanto ocultas y que usas para comprar desesperado unas pastillas o unos gramos de coca que nadie puede traerte aquí. ¡Ah! Y tienes la cajita lila de tu mami, pero la despreciaste. ¡Eres un monstruo!


Paralizado, el rugbier trataba de dilucidar cómo es que esta persona sabía esas cosas de él. Especialmente, lo de la cuenta y lo de la droga. Se había ocupado de hacer ese pedido discretamente solo a su abogado, siempre cuidándose de que nadie más le oyera. Y no creía que aquel cobarde se lo dijera a alguien.


—La única razón por la que quiero ayudarte es para que te largues de la enfermería rápido —siguió revelando el tipo con una excitación temible. —Acabo de matar a Fred y dejé su cuerpo en ese armario. Si nos encuentran aquí, pueden incriminarnos.


Sebastian se quedó helado por unos segundos. Miró en dirección al armario y vio algo que en su aturdimiento inicial no había notado al entrar.


Un enorme charco de sangre discurría por las puertas del mueble color beige.


El pasillo desolado, los matones, la ausencia de policías, hasta habría desactivado el circuito de cámaras de ese lugar. Este tal Jim había preparado todo para asesinar a una persona dentro de la prisión de mayor seguridad en el país. Y pretendía salirse de allí sin levantar ni una sospecha.


—¿Quién carajo eres...? —fue lo único que le salió decir a Moran.


Jim le sonrió de la manera más simpática y le hizo una bella reverencia, digna de un bailarín de su talla.


—Soy el bailarín de Su Majestad.


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John se tomó unos instantes para mirar al bello y encantador ser que se hallaba completamente desnudo a su lado en la cama. Sus brazos envolviendo su pecho con delicadeza, su alborotada cabellera negra que caía sobre la almohada, sus delicadas piernas entrelazadas a las suyas. Sus hechizantes ojos celestes mirándole con devoción. Su Sherlock, tan vulnerable detrás de esa fría y antipática fachada que había hecho para sí. Tan vulnerable y tan fuerte a la vez, con una mente tan brillante como no se había visto en años, y con un cuerpo que para John era arte puro.


Y Sherlock también le admiraba. Le adoraba, como si fuese un ángel. Su ángel, que le había salvado tantas veces. Ese chico encantador, incondicional, leal que le había salvado de la mismísima muerte. Ese chico en cuyos brazos se sentía protegido de todo peligro existente. Ese chico al que tanto había hecho sufrir por su egoísmo. Ese chico que iluminaba hasta el más oscuro rincón de su mente.


Quiero estar contigo toda mi vida.


—Te amo tanto, John... —suspiró encantado el joven detective, completamente satisfecho por la anhelada sesión de amor que disfrutaran minutos atrás.


El rugbier acarició el hermoso rostro de quien le hiciera tan bella confesión. —Yo también, Sherlock. Te amo, te amo... —contestó y le besó con cariño en la frente.


—¿Sabes? —volvió a hablar John luego de un rato de estar abrazados en silencio. —Me hubiera encantado que mi mamá te conociera.


—¿Enserio? ¿Crees que le hubiera caído bien? —preguntó algo temeroso por la respuesta.


John rio con suavidad. —Claro que sí. Bueno, al principio le hubieras parecido algo extraño, pero habría sabido ver lo mejor de ti. Siempre podía ver lo mejor de las personas.


—Creo que la Señora Hudson también tenía esa cualidad. Era una mujer encantadora y con mucha paciencia. Digo, pudo lidiar conmigo por bastante tiempo —dijo Sherlock entre risas. —También me hubiera gustado que la conocieras.


Los dos estuvieron un rato refugiados en los brazos del otro. John tomó su teléfono en algun punto y Sherlock notó al instante unos particulares signos en el rostro del otro. El ceño que se fruncía sutilmente y los labios tiesos formando una línea. Para Sherlock, hasta el brillo sus ojos cambiaba. Era preocupación, y lastimosamente se había acostumbrado a verla en el rostro de John.


—¿Qué pasó? —le preguntó Sherlock incorporándose a su lado.


—Bueno, hay ciertas cosas que pasaron mientras no estabas —dijo el rugbier sin atreverse a mirarle directamente. —Mi hermana y yo volveremos a vivir con papá.


—¡¿Qué?! Pero, pensé que ya no tenían contacto con él, que tenía otra familia.


—Al parecer no le resultó y ha estado viviendo solo en un apartamento de los suburbios —le explicó con ese fastidio que siempre sentía de solo referirse a ese hombre. —La renta de mi apartamento se vence en un mes y ya no me alcanza para seguir allí.


Sherlock se tomó unos segundos para responder. Sintió que estallaría de impotencia.


—¡Pero John no pueden volver a vivir con él!


—No te preocupes. Conseguiré otro lugar en cuanto antes y nos iremos de allí. Incluso si debo buscar otro trabajo para pagarlo, lo haré.


—¿Y tus estudios?


—Comenzaré el año que viene, o cuando pueda —dijo resignado el rubio.


La situacion de John estuvo presente en sus pensamientos durante todo ese día. Mientras su chofer le llevaba a una nada emocionante visita a Mycroft, Sherlock le dio mil vueltas al asunto. Había llegado a pensar en la absurda idea de que John y su hermana se mudaran a su propia casa, pero a sus padres les daría un ataque. Si bien le tenían cierto afecto al rugbier, no era para abusar de ello.


Una vez más, se sintió culpable. Si no estuviera recluido en su casa bajo la curatela de sus padres debido a su adicción, se le estaría permitido vivir solo en algun lugar donde seguramente podría alojar a John. Era su sueño que vivieran juntos, pero tampoco era algo que había compartido con el rubio aun. No era una decisión fácil de tomar, pues convivir con alguien, especialmente alguien como Sherlock, era algo para pensar dos veces. Además, John también debía cuidar de su hermana.


—Tierra llamando a Sherlock Holmes —la voz de su hermano mayor le sacó de su ensimismamiento.


—Ugh, ¿para qué me llamaste? Ya sé que debo hacer algo relevante de mi vida y que legalmente estoy obligado a vivir con mis padres hasta que me recupere y bla bla bla. Ya lo acepté, Mycroft. No pondré quejas.


La declaración sorprendió un poco al mayor de los Holmes. Sentados en el lujoso despacho frente a frente, los hermanos se observaron con la típica mirada analizadora que los caracterizaba.


—No te cité aquí para hablar de esos temas —confesó Mycroft. —Esto tiene que ver con la Señora Hudson.


Aquel nombre hizo que la curiosidad, y algo de ansiedad, surgieran en Sherlock. ¿Por qué Mycroft le llamaría para hablar de aquella señora? Hacía años que había fallecido y el abogado nunca había demostrado tener una relación cercana con ella. Naturalmente, la señora se había encariñado mucho más con el pequeño Sherlock. En tanto Mycroft era casi un adolescente cuando se conocieran, por lo que sus cuidados no eran muy requeridos.


Sherlock trató de deducir sus intenciones, sin lograr sacar ninguna conclusión.


—Antes de fallecer, precisamente cuando le diagnosticaron alzheimer, la Señora Hudson me consultó sobre un asunto legal. Ella sabía en ese entonces que yo me encontraba trabajando en este buffet de abogados como secretario, entonces me preguntó si alguno de los abogados de aquí podría ayudarla a dejar sus cosas en orden antes de que la enfermedad le dejara incapaz de hacerlo. Asi que mi jefe le ayudó a redactar su testamento.


Con ello, Mycroft sacó un sobre cerrado de uno de los cajones de su escritorio. Bajo la mirada escudriñadora de su hermano menor y un silencio impropio de él, siguió hablando.


—Como sabrás, la Señora Hudson era propietaria del edificio situado en la calle Baker al 221. Al no tener hijos ni otros familiares a quienes debiera dejarle sus bienes, tuvo la libertad de asignarlos como mejor le parecía. —el abogado se dispuso a abrir el sobre que contenía el instrumento en cuestión. —Entonces por medio de este testamento el apartamento "A" y el negocio de abajo se los legó a su vecina, la Sra. Turner. Mientras que el apartamento "B" te lo dejó a ti, Sherlock.


El joven detective se quedó inmóvil por varios segundos. La noticia le había tomado totalmente por sorpresa.


—A pesar de que el inmueble está a tu nombre prácticamente desde que Martha Hudson falleciera, ella quiso que esta noticia se te transmitiera cuando cumplieras la mayoría de edad. Por alguna razón, intuyó que sería lo mejor —siguió hablando Mycroft ante la falta de reacción del otro. —Y yo decidí contártelo en cuanto terminaras tu rehabilitación.


—¿Por qué hizo eso...? —se cuestionó Sherlock.


—¿Legarte ese lugar? En principio porque te tenía mucho afecto, tanto como a un hijo propio. Además, entendía el valor afectivo que ese apartamento tenía para ti. Sin embargo, como ya lo habrás deducido, hay un problema.


—Aun no puedo vivir en él —le interrumpió el otro, con el ánimo de repente por el piso.


—Papá y mamá me pidieron que inicie los trámites para que ellos ejerzan una especie de tutela sobre ti hasta que te recuperes de tu adicción. Y especialmente me encargaron que radicara tu residencia obligatoriamente en casa con ellos. Pero aún no he iniciado ningún procedimiento para ello. Y podría no hacerlo, bajo ciertas condiciones.


Sherlock le miró algo desconfiado. —Ya suponía que esta misericordia tuya tenía un precio.


—No seas antipático, Sherlock. Solo quiero lo mejor para ti.


La mirada del abogado hizo que Sherlock se tragara algun comentario irónico que le habría encantado decir en esa circunstancia. En aquella había determinación, y hasta cariño.


—Puedo evitar todo ese tema de la tutela, y dejarte que vayas a vivir a Baker Street, solo si me prometes una cosa — Mycroft se inclinó sutilmente hacia adelante para enfatizar lo que diría a continuación. —Prométeme que te cuidarás y no volverás a poner en riesgo tu vida.


Sherlock le miró estupefacto. La situación entera le parecía absurda. Debía ser la primera vez que su hermano le dirigía una genuina muestra de afecto como aquella. Ese hombre sentado delante suyo, que había sabido desconfiar de todo vínculo sentimental con otros, que le había enseñado que todos los seres de este planeta están movidos por intereses egoístas, que incluso los vínculos familiares (especialmente el que unía a los Holmes) era superficial, ese hombre le estaba pidiendo que cuidara de sí mismo, y sin ninguna razón detrás de ello. Todo en la apariencia de aquel hombre era nuevo para Sherlock. Lo analizó: las ojeras que demostraban que había trasnochado como nunca antes lo hacía, probablemente por la ansiedad que le generaba el tener que decir esas palabras; su mirada, absolutamente transparente, sin intenciones ocultas; la posición abatida, casi como un signo de derrota. O como una propuesta de paz. Hagamos las paces de una vez, hermano, era lo que se imaginó que Mycroft le estaba diciendo.


De pronto la situación no le parecía tan desencajada de la realidad, porque la escena que estaba viendo en ese momento era un lógico corolario de la actitud de Mycroft durante los últimos meses. Desde que se enterara del tormento que había vivido con Moran, su hermano mayor había estado buscando pruebas de todo tipo para denunciarlo. A diferencia de hacía unos años, en que había hecho prevalecer su conveniente amistad con Lord Moran, esta vez Mycroft no lo había pensado dos veces, llegando a chantajearlo por la causa. También había asumido la defensa de todas las víctimas, ¡había defendido a John! Había convencido al fiscal de no interrogarle porque entendía que Sherlock no quería hablar de lo sucedido aquella noche. Había logrado que encerraran a Moriarty y que le dieran una pena ejemplar, evitando que futuros bailarines ingenuos como él cayeran en sus garras, sentando un precedente para que se investigara de manera más exhaustiva en aquellos casos.


Y nada de ello le otorgaba absolutamente nada a cambio.


Sherlock no dudaba que aún había cosas reprochables en su hermano. Pero en ese momento, supo hacerlas a un lado.


—Haré lo mejor que pueda. Gracias, Mycroft —dijo el joven detective y para su hermano mayor significó un gran alivio.


En tan solo unos minutos Sherlock ya se encontraba nuevamente en la calle. Había salido con tal desparramo y emoción que ni siquiera se percató que tenía a su chofer esperándolo afuera. En lugar de eso corrió, corrió hasta una parada donde pudiera tomar un colectivo a Brixton. Su corazón latía a mil por hora y una sonrisa permaneció en su rostro hasta que se bajó en su destino. Recorrió el conocido camino a través de las tiendas de ropa, ferias y puestos de comida que conocía como la palma de su mano. Se ganó más de un improperio mientras se metía entre el malón de gente que transitaba las calles del barrio a esa hora. El solo tenía un objetivo, y lo estaba viendo en ese momento.


—¡¡John!! —le gritó a su novio mientras cruzaba la calle hacia el bar donde trabajaba.


El rugbier, quien se encontraba atendiendo unas mesas ubicadas afuera, le sonrió con alegría de tan solo verlo, aunque no entendía su repentina visita.


—¿Qué sucede-


—¡¡Ven a vivir conmigo, por favor!! —le dijo con una gran sonrisa y le tomó de los hombros. Estaba agitado por todo lo que había recorrido a pie, pero eso no detuvo la emoción que invadía su cuerpo. —Larga historia, pero la Señora Hudson me ha legado el apartamento de Baker Street, ¡y puedes venir a vivir conmigo ahí!! ¡Piénsalo! ¡No tendrás que pensar en alquilar ni en trabajar para ello nunca más! Y por Harry no te preocupes, hay una habitación extra en el piso de arriba, aunque conociéndola no tardará en independizarse, en realidad es una chica muy capaz. ¡Si vienes conmigo podrás enfocarte en tus estudios y en todo lo que quieras hacer! ¡Podrás ayudarme cuando tenga casos como detective, saldríamos y viajaríamos a donde las pistas nos lleven! Incluso cuando trabajes en alguna clínica y tenga que ingeniármelas para conseguirte días libres para que vengas conmigo. Prometo no ser tan desordenado aunque va a costarme y tendrás que aguantarme hasta que me adapte. De todas formas si Harry no usa la habitación extra, podrás usarla, en caso de que quieras una para ti porque eres más que bienvenido en mi cuarto, además no estaría mal que eventualmente la use de laboratorio, hasta que tengamos un hijo claro está, en caso de que quieras tener uno ese sería su cuarto, o una hija, o lo que quieras, los niños no son de mi agrado pero supongo que después de casarnos, o conformar la institución representativa de amor que más te parezca, una conclusión tradicional y más de tu estilo seria tener uno o dos hijos. ¡O un perro! Adoro los perros, eso me haría muy feliz. En conclusión la habitación extra pueden usarla tú o Harry-


—¡Sherlock! —le interrumpió John, quien escuchó aquel soliloquio con una enorme felicidad.


—Oh por dios, ¿fue demasiado? Es solo un plan hipotético que pensé para nosotros, no tiene porque ser tan así.


John rio con soltura. —¿Enserio te casarías conmigo?


El rostro de Sherlock se ruborizó totalmente. —Solo quiero compartir mi vida entera contigo, John. Sé que no estoy bien, sé que he cometido muchos errores, pero estoy seguro de que esta vez estoy haciendo lo correcto. Estar contigo es y ha sido siempre lo correcto.


John le miraba con una profunda adoración y amor, como nunca antes había visto ni vería a alguien en su vida. Tomó su rostro y le besó con enorme dulzura.


—Somos y seremos siempre los dos, contra el resto del mundo.


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