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El Sirviente del General. por Keiko Midori 0018

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Tras haber pasado una semana, Inuyasha seguía intentando escaparse de la constante vigilancia de su primo. Y como era de esperarse, la seguridad en los terrenos se había optimizado. Ya no podía dar un paso sin que una comitiva de guardias lo siguieran, claramente el pasar desapercibido había sido descartado. Amaba que su primo se preocupara, pero Inuyasha inevitablemente se hallaba irritado. No estaba acostumbrado a ello, como heredero al menos debió haber tenido un escolta pero al ser tratado de bastardo, jamás tuvo uno y tampoco lo necesitó estando encerrado entre cuatro paredes. Realmente odiaba ser vigilado tan constantemente, más no se atrevía a decir nada.

Al segundo día después de haberse reencontrado con su señor, Inuyasha trató de escaparse solo para volver a verlo. Estando seguro de que jamás lo interceptarían si usaba la puerta que los mensajeros y repartidores de víveres usaban, se había escabullido por ahí. La hazaña terminó con él siendo arrastrado por tres guardias que terminaron por escoltarlo a su habitación por dictamen de su primo. Solo refunfuñó por un rato y volvió a intentarlo de varias formas, todas terminaron con el mismo resultado. Falló tan patéticamente que se daba pena. Y quiso aprovechar que su primo se encontraba muy a menudo con un anciano que si bien recordaba la insignia en su traje, se trataba de un Notario Público. Seguramente algo relacionado a documentos importantes que no le concernían a él, por eso no indagó en nada. Y esas visitas hacían que su primo lo dejara de molestar por un rato, pero igual le dejaba un escuadrón de guardias para evitar que escapara. 

Y como había pasado desde que había tratado inútilmente de escaparse, Inuyasha estaba siendo guiado al despacho de su primo aprovechando que no tenía pendientes importantes. La expresión cansada de su primo al verlo entrar siendo arrastrado le hizo ver que ambos estaban cansados de esa situación, también de que ninguno planeaba ceder.

―¿Por qué tu repentino deseo de salir, Inuyasha?. ―Habló cansinamente y colocando sus dedos en el punte de su nariz. Dio una señal para que los dejaran a solas.

―¿Por qué su repentino interés en proteger hasta mi sombra?. ―Repitió con un ligero toque de ironía que no sabía que tenía. Eso sorprendió a su primo. ―Cuando llegué no era así, ¿qué pasó para que todo cambiara?.

―Eres mi primo, mi última familia y como tal, mi deber es protegerte. 

―¡Se supone que no somos nada a ojos de terceros! ¡Ya están empezando a murmurar!.

―Mientras tú estés a salvo, los rumores no me interesan. ―Suspiró. ―Hazlo por tu seguridad. Y la mía. ―Terminó para sus adentros.

―Lo sé, lo sé. Aprecio que se preocupe, pero me siento abrumado aquí adentro. ―Peinó su cabello hacia atrás con clara frustración. ―Toda mi vida la he pasado en soledad, no tenía a nadie pisándome los talones. Que ahora no dejen de mirarme y de tratarme como un delicado cristal, me enferma.

Antes de que Miroku Fujimori pudiera responder a la desesperación de Inuyasha, unos suaves toques en la puerta lo interrumpieron. Se trataba de una doncella con el mismo anciano que Inuyasha había visto antes, el hombre se veía demasiado feliz que inquietaba.

―¡Lo logré, logré lo que me encomendó!. ―Habló tras entrar.

Inuyasha vio que su primo trataba de callar al recién llegado, como si tratara de que nada de lo que se sabía fuera de su conocimiento. Una idea un tanto fácil le vino a la mente. 

―Yo sé algo de Política y también sé sobre bienes, podría ayudar. ―Mostró su mejor sonrisa, pero la expresión perturbada de su primo se le hizo un tanto extraña. Eso podría ser beneficioso, si era un tema tan delicado, lo echarían del lugar y eso era lo que esperaba.

―¡No es necesario!. ―Habló inmediatamente, hizo entrar a uno de los guardias. ―Lleven a Inuyasha a la ciudad, no le quiten la mirada de encima. Si algo le pasa, pagaran muy caro.

Luego de eso, Inuyasha ya estaba de camino a la ciudad. Algo raro pasaba con su primo, se veía contento apenas dejó el despacho. Inuyasha supuso que se trataba de la buena nueva que aquel hombre le había llevado, tal vez un buen tratado, algunas tierras o algo más. Ahora solo quedaba deshacerse de los guardias y verificar que su amado señor seguía en la ciudad. Y era fácil considerando lo tontos que podían llegar a ser, solamente necesitaba encontrarse con el noble más presuntuoso, petulante y engreído que pudiera encontrar. Cuando Inuyasha vio a un hombre cargado de joyas, con una actitud presumida y rodeado de hermosas doncellas, supo que había encontrado lo que necesitaba.

Con la excusa de que vería una tienda cercana, Inuyasha se acercó a aquel hombre que hablaba de sus logros y sin pensarlo, lo empujó. Escuchó risas mal disimuladas, sonrió por ello y más al ver como aquel hombre parecía volcán a punto de estallar. 

―¡Mira lo que has hecho, mocoso!. ―Inuyasha pudo ver que el hombre había ensuciado su costosa ropa con alguna sustancia desconocida, no le importó.

Una sonrisa inocente se dejó ver y tras unas palabras que recalcaban su nulo interés ante ese accidente provocado, el hombre lo empujó con fuerza. Inuyasha se quejó ante el dolor de haber caído sentado, los guardias que lo escoltaban reaccionaron al fin y se enfrentaron al hombre. Al ver la discusión acalorada, Inuyasha no hizo nada más que echar leña al fuego. Tras unas palabras suyas, una trifulca comenzó. 

Los gritos de las damas asustadas y los guardias peleando entre sí era lo único que se escuchaba. Inuyasha de alguna forma u otra había comenzado una batalla campal en plena calle y todos los guardias cercanos, escoltas personales y demás se unieron. Inuyasha no solo enfadó a un hombre adinerado, sino que también a todos los que pudo ver y eso provocó una pelea en masa. Sus propios escoltas se encontraban peleando contra los pertenecientes a los nobles que ofendió. Solo había caos a su alrededor, gritos y maldiciones, objetos volando y algunas espadas chocando. Tras ver lo que había provocado, Inuyasha solo se escabulló entre la multitud enardecida y caminó despreocupadamente hacia la posada de la ciudad. Su plan se había salido de control, pero al menos ya no había nadie siguiéndolo con insistencia. Si provocaba una guerra, esperaba que no fuera una muy grande.

Mientras tarareaba con los brazos tras su espalda, Inuyasha se alejó victorioso. Tal vez había exagerado, pero valía la pena y ellos lo habían orillado a ello. Si no le hubieran puesto tantos impedimentos, nada malo habría pasado. Y cuando pudo ver la modesta posada, su sonrisa se ensanchó.

Una vez dentro, Inuyasha se acercó al encargado quien se encontraba contando el contenido de un pequeño saco de monedas de oro. Se veía concentrado, pero tenía prisa y no quería esperar más.

―Disculpe, quisiera... ―Antes de que terminara, el hombre lo calló al entregar una llave.

―Segundo piso, última habitación. ―Respondió sin dejar su labor y algo dudoso, aceptó la llave.

Con la llave en sus manos, Inuyasha se dirigió a la dirección asignada. Estaba nervioso sin saber la razón, pero también algo ansioso. Sin dejarse vencer por su mente, logró llegar a la última habitación del pasillo. Con algo de cautela ingresó la llave y tras girarla, el seguro cedió. Abrió la puerta y de un momento a otro, un tirón en su brazo lo hizo entrar. Inuyasha terminó contra la pared de un solo movimiento, además de que una espada conocida estaba a milímetros de su garganta. Al pasar la sorpresa inicial, solo pudo ver la mirada peligrosa y cautivante que solo podía pertenecer al General Sesshomaru Taisho. Su corazón solo latió con rapidez, no temió porque sabía que ese hombre ya no lo dañaría. Ya no sentía ese miedo que alguna vez tuvo, estaba seguro que Sesshomaru Taisho a pesar de odiarlo, no atentaría en contra de su vida y cuando la espada cayó al suelo, supo que estaba en lo correcto. 

―Entrar de manera inesperada donde un militar, podría acarrearte muchos problemas. ―Murmuró el General al alzarle el mentón. Le dio un beso. ―Tardaste mucho. ―Terminó por decir.

Inuyasha se relajó completamente ante ese gesto y terminó por contar lo que había ocurrido durante ese tiempo. Esa cercanía le parecía extraña, pero mientras el General no volviera a esos hábitos de ser un caballero amable, estaría cómodo. 

―¿Recibiste mi presente?.

―¿Presente? ¿Que presente?. 

El General no le contestó, pero la sonrisa ligeramente siniestra le que mostró dio a entender que algo había pasado. No indagó, solo se dedicó a desear que ese hombre volviera a besarlo y demostrarle con acciones el aprecio que le tenía. Todo lo demás podía quedarse afuera, en donde no importaba. Y cuando el hombre lo besó para guiarlo hacia una habitación cercana, supo que le demostraría mucho afecto sin necesidad de palabras. Ya sabría los planes que ese hombre tenía, ahora solo le quedaba recibirlo y darle todo lo que deseara.

Continuará...

 


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