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Un lugar como el hogar por Marbius

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2.- “Tú tampoco lo hiciste fácil para mí, Katsuki.”

 

Igual que Mitsuki, Masaru se presentó en casa muchas más horas antes de lo habitual y tomó las noticias del retorno de Katsuki con cautela.

—¿Planeas quedarte? —Fue su primera pregunta, y Katsuki puso los ojos en blanco.

—No sé... Mi habitación es ahora una bodega, y dudo mucho que ese otro cuarto sea apropiado para mí. —Una pausa—. ¿Ella duerme aquí?

—Sólo los fines de semana —explicó Masaru—. Cuando Izuku-...

—Es tan generoso de permitirnos ayudar —intervino Mitsuki, que afanada frente al fogón en la cocina se disponía a preparar la comida—. Así que más te vale no arruinarlo.

Katsuki chasqueó la lengua, pero no hizo promesas de ningún tipo. ¿Cómo hacerlo si ni siquiera tenía claro a qué se enfrentaba? De momento no contaba con más información de la que él mismo había deducido, e incluso así era poca: Ahora era padre, e Izuku no se lo había notificado. Nadie de hecho en su vida lo había hecho, y no era más lo que podía hacer con esa información si primero no obtenía más datos.

—¿Los Midoriya siguen viviendo donde siempre?

—Si preguntas por Inko y Hisashi, sí —respondió Masaru, sumándose a su esposa en la cocina para ayudar con lo que parecía ser un potaje de verduras, arroz y pescado.

—Izuku y Eri viven por su cuenta —explicó Mitsuki, que mantenía el ceño fruncido pero daba muestras de intentar controlarse.

—¿Eri es Midoriya? Pensé que...

—Lo ofrecimos —fue la seca respuesta de Masaru—, pero Izuku decidió que no era lo apropiado dadas las circunstancias.

Con frustración, Katsuki se apretó el puente de la nariz entre el pulgar y el índice. Claro que él e Izuku no estaban juntos, no se habían sumado como familia al registro como esposos, pero de haber querido, Izuku podría haberse convertido en un Bakugou por medio de adopción. Él y Eri, lo cual al parecer no era el caso.

—Tengo que hablar con él —gruñó Katsuki, dispuesto a obtener las respuestas a las preguntas que todavía no terminaba de formularse mentalmente, pero al ponerse de pie con intenciones de salir en su búsqueda así tuviera que empezar desde cero tocando puertas y exigiendo ser recibido, Mitsuki lo mandó sentarse de vuelta.

—Mejor harías en ayudarme a poner la mesa.

—¿Estás de broma? ¿En verdad crees que podré sentarme a comer cuando ahí afuera está Izuku con una niña de la que no sabía su existencia hasta hace un par de horas? —Rezongó Katsuki, pero por una vez su progenitora no dio rienda suelta a la misma personalidad explosiva que compartían y le notificó que tendrían visitas.

—Eri e Izuku vendrán a comer —explicó Masaru, y con una mirada le indicó a Katsuki que se pusiera manos en acción.

Con torpeza porque no conseguía encontrar los platos y cubiertos en la nueva cocina, Katsuki puso la mesa y aguardó impaciente hasta que el reloj dio las tres y el timbre anunció la llegada de las dos personas a las que más quería ver en el mundo, y a la vez, con las que menos quería enfrentarse.

—¡Abuelito Masaru! —Escuchó Katsuki desde el comedor la inconfundible voz de la niña con la que horas atrás había cruzado su camino, y contuvo la respiración cuando una segunda voz se sumó.

A Izuku jamás podría olvidarlo, pero el tono precavido con el que éste se dirigió a Masaru no tenía ningún parecido con cualquier otro que le conociera.

—¿Está dentro?

—No seas duro con él, Izuku.

—Lo intentaré.

Masaru volvió al comedor con Eri montada en su brazos y conversando de su día en el kindergarten. Al parecer, había trabajado duro practicando sus trazos de hiragana y katakana con un pincel, y su maestra encargada tenía intenciones de que todos ellos pudieran escribir su nombre en kanji antes del día de la graduación.

Katsuki sufrió un leve vahído al contemplar a su propio padre perder la seriedad a la que estaba acostumbrado a ver en él y transformarse en un simple abuelo consentidor como el que más. Consciente del poder que tenía sobre el adulto, Eri se abrazaba a Masaru con un brazo sobre su cuello y la cabeza apoyada contra la de él mientras le contaba de su día y no tenía ojos para nadie más.

—¡Eri-chan! —Se apartó Mitsuki unos segundos de la estufa para acercarse a su nieta y plantarle un beso en la mejilla—. Hoy comeremos estofado de verduras y pescado, ¿qué te parece?

—¡Rico! —Celebró la niña, y por un segundo se cohibió al mirar por encima de su hombro y dejar que sus ojos se posaran en Katsuki.

Con esa facilidad que tienen los niños para determinar quién es de su agrado y quién no, Eri enterró el rostro en el cuello de su abuelito Masaru y se negó a moverse de ahí.

—Izuku está en el recibidor —dijo Masaru en tono neutro—. ¿Por qué no van a dar un paseo? Para cuando estén de regreso la comida estará lista.

Con las manos en los bolsillos y arrastrando los pies, Katsuki se resistió hasta el último segundo en levantar la vista del suelo. Sólo la visión de un par de llamativos zapatos rojos lo hizo frenarse en seco, e incluso así...

—Ponte el abrigo y salgamos —dijo Izuku, las primeras palabras que le dirigía en casi 7 años de no verse. Las primeras después de su discurso de “mucha suerte con la banda y sé feliz en Tokyo” que Katsuki recibió a través del auricular del teléfono y marcaron un antes y un después en su vida.

Antes de Izuku, y después de Izuku.

—Deku...

—Vamos, Kacchan —le apremió Izuku con menos frialdad en su tono de voz.

Calzándose los zapatos con prisa y cogiendo su abrigo del perchero sin molestarse en guantes, bufanda o un gorro que disimulara su apariencia, Katsuki salió con Izuku al exterior, a una tarde típica de marzo en la que todavía era invierno y el clima helado todavía se aferraba a los últimos días antes de la llegada de la primavera.

El jardín de los Bakugou era la prueba más clara de aquella próxima primavera, con el césped de un profundo color verde oscuro y algunos brotes listos para florecer, pero Katsuki no prestó atención a eso, sino al cabello más corto y con un peinado a la moda que Izuku enarbolaba sobre su cabeza.

Su aspecto era diferente. No tanto para resultar irreconocible, en lo absoluto, pero sus facciones habían perdido la redondez de la adolescencia y ahora eran más afiladas y con un dejo de cansancio que hizo a Katsuki sentirse mal. Izuku no tenía aspecto de haber tenido un par de años fáciles, y lo demostraba con las ojeras bajo sus ojos y los labios apretados en una fina línea.

—¿Quieres hablar aquí o prefieres...? —Izuku dejó a elección de Katsuki la ruta a seguir, y éste, impaciente como siempre, eligió lo primero.

—Soy papá.

—No.

—Eri es mi hija.

—No lo es.

—¡Claro que lo es! —Se exaltó Katsuki, su pecho subiendo y bajando con fuerza—. ¿Qué pretendes? Es idéntica a mí a esa edad.

Izuku exhaló, y su respiración fue irregular. —¿Crees que no lo sé? —Lanzó aquella pregunta retórica y se cruzó de brazos—. Desde que nació no ha sido sino un constante recordatorio de ti...

—Seguro sirvió para ganarte la lealtad de mis padres por encima de mí.

—¿Eso piensas? —Izuku pateó una piedrecilla en el camino de entrada.

—Si no, explícame cómo es que han pasado todos estos años y apenas hoy me entero de que soy, padre, ¿uh? —Katsuki avanzó un paso—. Es una puta locura. Estas cosas no se ocultan, Izuku.

—Esa nunca fue mi intención —susurró éste de vuelta—. Jamás.

—¿Entonces?

Izuku se humedeció los labios. —Esperaba el momento adecuado para decírtelo...

—¿Sí? ¿Y nunca llegó? ¿Nunca te pareció que ‘el momento’ —enfatizó con comillas en el aire— era el adecuado?

—Tú tampoco lo hiciste fácil para mí, Katsuki.

Desviando la mirada y jadeando levemente, Izuku daba la impresión de luchar contra sí mismo y sus sentimientos. Tenía aspecto de estar a punto de llorar, y Katsuki no podía culparlo; él mismo se sentía igual. Siempre había sido así entre ellos dos. Las emociones corrían demasiado profundo entre los dos, demasiado entrelazadas como para que uno no afectara al otro.

Daba igual si hacía casi 7 años que no se veían cara a cara, porque algunas cosas no cambiaban sin importar el transcurrir del tiempo.

—Creí que juramos jamás mentirnos —dijo Katsuki, apretando los dientes hasta hacer que sus molares rechinaran por la presión ejercida.

—También juramos jamás lastimarnos, pero aquí estamos —replicó Izuku, la voz plagada de tristeza—. Si de algo sirve, lo siento. No era mi intención mantener esto en secreto por tanto tiempo. No era así como hubiera querido que fuera.

—¿Pero habría continuado así de no haber vuelto a Musutafu?

El silencio de Izuku le dio la respuesta que tanto temía.

—Y una mierda no pretendías lastimarme —gruñó Katsuki al pasar a su lado y hacer que sus hombros chocaran con fuerza.

—¡Katsuki, espera! —Pero éste se negó a dar vuelta.

De haberlo llamado Kacchan como antaño, quizá lo habría hecho. Pero ahora eran dos personas diferentes, eran adultos con vidas separadas y diferentes expectativas de su día a día; ese apodo infantil ya no tenía más cabida entre ambos.

Y sin embargo... Katsuki lo añoraba.

 

Katsuki se había marchado de casa sin un objetivo claro.

Justo lo contrario de cómo había iniciado su mañana al decidir que tenía que volver a Musutafu sin importar las consecuencias. Pero si algo tenía por seguro en esos instantes, es que no podía volver al interior de su casa («la casa de mis padres, yo ya ni siquiera tengo una habitación ahí», se recordó con mal humor) y fingir que estaba bien mientras todos se sentaban en torno a la mesa a comer. A Katsuki le resultaría doloroso en extremo tener a Izuku al alcance de sus dedos y a la vez con un abismo de por medio, y lo mismo podía decir de Eri.

El que sus padres estuvieran de lo más tranquilos por tenerlos ahí departiendo con ellos los alimentos y actuando como si fuera una ocurrencia habitual no hacía sino incrementar la noción de que era su rutina, y que era él quien había vuelto a arruinárselas con su presencia.

Hasta cierto punto podía comprender Katsuki que Izuku se hubiera guardado para sí la existencia de Eri en sus vidas. Su rompimiento no había sido la epítome de los buenos términos, porque Katsuki había cedido a su cobardía y llamado para anunciar que siempre no volvería a Musutafu a finales del verano, que se quedaba en Tokyo a probar suerte y que el destino lo decidiría al final del año si volvía a su ciudad con el rabo entre las piernas o se quedaba porque había conseguido triunfar.

Seis meses sonaban a nada. Muchos otros artistas se habían dado más tiempo para conseguir el éxito en una ciudad tan masiva como Tokyo, pero no Katsuki, que como siempre había estado seguro de sus capacidades y se había planteado lo que a su consideración era un tiempo razonable para alcanzar sus metas o morir en el intento. Todo o nada, y él no estaba dispuesto a lidiar con el fracaso.

La prueba de que tenía la razón era la popularidad de la que gozaba hoy en día Class A en Japón y algunas partes de Asia, pero eso no le representaba ninguna clase de satisfacción mientras recorría las calles de Musutafu y se lamentaba de su suerte.

¿Por qué no había dicho nada Izuku la última vez que hablaron por teléfono? Con dolorosa claridad todavía podía visualizar Katsuki la cabina telefónica en la que se había encerrado, y con las manos sudorosas comunicado a su novio que no iba a volver. Al menos no todavía. Haciendo uso de su carácter fuerte y fanfarronería, había presumido de tener un manager en ciernes que los quería para el sello discográfico Endeavor. Shouto Todoroki era el heredero de aquel imperio, y estaba en búsqueda de nuevos talentos que se convirtieran en su carta de presentación para un padre dominante que había puesto todas sus esperanzas en ellos. Class A no eran los únicos que se lo jugaban el todo por el todo en aquella jugada, y Katsuki había enfatizado que era una oportunidad que sólo se presentaba una vez en la vida.

Una parte de él se había aferrado a aquel sueño, mientras que otra aguardaba a que el veredicto de Izuku le hiciera reconsiderar su decisión.

—Vuelve a casa, Kacchan —había esperado Katsuki escuchar, y en realidad las palabras de Izuku no habrían podido ser más diferentes.

El rompimiento había sido la conclusión de aquella triste charla que no sobrepasó los cinco minutos. Izuku le había deseado suerte de una manera honesta y sin dobles significados, justo como era él, y eso había provocado en Katsuki serias dudas acerca de si lo que hacía era lo correcto, pero ya no había marcha atrás.

Y por espacio de casi siete años, Katsuki se había convencido de que aquella decisión era la correcta.

Hoy en día, no tanto.

Bajando por las empinadas calles de Musutafu, Katsuki consideró llamar a su viejo amigo Eijiro y preguntarle si él estaba al tanto de su secreta paternidad, pero al sacar el móvil del bolsillo se arrepintió en el acto. Por supuesto que Eijiro estaría al tanto. Él, al igual que otros de sus amigos continuaba viviendo en la ciudad, y era obvio que una noticia como esa habría corrido de boca en boca como reguero de pólvora. Dolía ser consciente de ello, porque Katsuki y Eijiro habían conseguido mantener la amistad a flote a base de mensajes y la ocasional llamada en ocasiones especiales como cumpleaños y Navidad, y en ninguna de esas ocasiones había revelado su amigo ser poseedor de un secreto que le sacudiría hasta los cimientos.

«Quizá porque Izuku le pidió mantenerlo para sí», pensó Katsuki, «o quizá porque yo mismo le pedí no hablarme de él...»

Así que incluso podía deberse a su propia boca, porque en aquellos primeros meses luego de la partida de Katsuki a Tokyo, Eijiro había intentado algunas veces abordar el tema de manera torpe y para nada discreta, sólo para recibir una respuesta hosca que lo ponía a callar.

—Ah, soy un idiota —resopló Katsuki—. El causante de mi propia desgracia...

Con los ánimos por los suelos y experimentando frío ahora que se hacía tarde y las sombras se alargaban, Katsuki se debatió acerca de volver sus pasos y regresar a casa de sus padres a enfrentar a Izuku una vez más o... Tomar el camino de los cobardes.

Hacer una elección resultó no ser tan complicado cuando descubrió una máquina expendedora que también bebía café caliente y en las cercanías un parque en donde pasar unas cuantas horas.

Con la bebida entre las manos para calentárselas, Katsuki eligió una banca y tomó consciencia de estar en el mismo parque donde de pequeños él e Izuku jugaban a vivir toda clase de aventuras.

Justo en aquella caja de arena habían construido sus primeros castillos para acechar, y en aquellos columpios habían jugado competencias para ver bien podía elevarse más alto y después lanzarse para caer de pie. De aquel árbol habían colgado de cabeza meciéndose en las perezosas tardes de verano, y también bajo su sombra había llorado Katsuki una tarde en que se hizo una dolorosa herida en la rodilla y rompió sus pantalones nuevos. Incluso si todavía tenía como recordatorio permanente una fea cicatriz en la base de la rótula, era el recuerdo del beso que Izuku le había plantado en la pierna para consolarlo el que más perduraba.

Aquel parque había sido escenario de muchas de sus travesuras de infancia, pero también del florecimiento de su amor, cuando en secundaría intercambiaron sus primeros besos bajo el pretexto de experimentar entre sí antes de hacerlo en serio con una chica. Huelga a decir que para ambos no existía ninguna chica que atrajera su atención como lo hacía el otro, y sólo después de varias semanas de práctica fue Izuku quien reunió valor para sugerir que tal vez pudieran continuar con ese arreglo por un poco de tiempo más.

En realidad habían sido 6 años, de dar paso a una amistad inquebrantable de la infancia y convertirse en novios, primero a escondidas y después con el mentón en alto cuando la noticia corrió entre su grupo de amigos. No había sido fácil, aunque tampoco particularmente difícil. Simplemente eran ellos dos, justo como siempre lo habían sido, y el que tuviera un problema con ello podría enfrentarse con Katsuki y sus puños siempre que le apeteciera.

Lo más complicado había sido lidiar con sus padres, quienes en un inicio se habían mostrado preocupados de aquel desarrollo. Sobre todo Inko Midoriya, que durante una temporada se comportó cautelosa de recibir como antes a Katsuki en su departamento, pero se ablandó una vez que Izuku habló con ella y le recordó que “Kacchan siempre era Kacchan”, que nada había cambiado en realidad, y que él era feliz a su lado.

Ante todo, Inko siempre había buscado la felicidad de Izuku, y si éste era feliz en compañía de Katsuki, ni hablar. Que así fuera.

Y así lo fue hasta que no lo fue más.

—Un patético final a la más grandiosa historia de amor jamás contada —gruñó Katsuki, repantigado en la banca del parque y con su café tibio a medio consumir.

Dispuesto a sumirse en su pesadumbre particular al menos mientras las horas de sol se agotaban y él se veía imposibilitado de volver a casa, Katsuki no tuvo oportunidad de ceder a ese impulso cuando el móvil comenzó a vibrarle sin parar en el bolsillo.

Katsuki ignoró por espacio de cinco minutos aquella serie de llamadas que después de unos segundos de espera iban a dar al buzón, pero cruzando esa marca comprendió que era inútil. Sin lugar a dudas se trataba de Shouto, que a esas horas ya se habría hartado de esperar por su retorno y lo llamaría sin parar así le tomara el resto de horas del día en conseguir comunicarse con él.

Sacando el móvil del bolsillo, Katsuki corroboró que se trataba de su manager, e indeciso con el pulgar sobre el botón verde de contestar, hizo una profunda exhalación antes de aceptar su llamada.

—¿Dónde estás? —Siempre al grano, Shouto Todoroki sonaba cansado al otro lado de la línea, y Katsuki corroboró así que Tokoyami había cumplido su promesa de no informarle de su paradero.

—Volví a casa.

—Eso no puede ser. Estuve ahí hace apenas unas horas —dijo Shouto, su voz ligeramente crispada a través de la línea.

—No, idiota. Volví a casa. —Una pausa—. Me quedaré en casa de mis padres.

El silencio que siguió a sus palabras hizo dudar a Katsuki si la comunicación no se había cortado, pero Shouto se encargó de eliminar esa duda con su siguiente oración.

—Tengo casi 7 años de conocerte y jamás te he oído mencionar siquiera el mínimo interés de volver a Musutafu. Así que otra vez, ¿dónde estás, Katsuki? Esto no es divertido.

«Y que lo digas», pensó Katsuki. Esa mañana había concluido que volver a su ciudad de origen no iba a ser un paseo idílico por la vereda de los recuerdos, y esa idea se había tornado todavía más contradictoria en el transcurso de las horas siguientes.

En su lugar dijo: —Da igual si no me crees. Estoy sentado en una banca del parque que está cerca de mi casa y no pienso moverme de aquí.

—¿Entonces no vas a volver a Tokyo?

Katsuki puso los ojos en blanco. Maldito sea Shouto y lo denso de su cerebro para descifrar mensajes que no eran 100% libres de dobles interpretaciones.

—No.

—La agenda de esta semana estaba llena.

—Pues no cuenten conmigo para aparecer.

—No lo hicimos. ¿Es que no me has escuchado? Estaba llena. La he vaciado.

Katsuki gruñó. —Gracias, supongo...

—¿Alguna idea de cuándo piensas volver?

—No.

Fue el turno de Shouto en hacer vibrar la línea con un suspiro. —En ese caso, creo que la banda puede tomarse una semana de vacaciones. No es la época ideal, y no llamaría a Musutafu el sitio idóneo para hacerlo, pero si eso has elegido...

—Guárdatelo —refunfuñó Katsuki, extendiendo las piernas frente a él y cruzándolas a la altura de los tobillos—. Puedes penalizarme como prefieras. Tengo asuntos más importantes por resolver aquí.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Katsuki echó la cabeza hacia atrás y contempló el cielo nuboso típico de esa temporada de invierno. Pronto anochecería, y el frío se volvería su peor enemigo, pero de momento podía tolerarlo.

Maldito fuera Shouto y su tendencia a ser el mejor manager que uno pudiera pedir. Katsuki no siempre lo había apreciado por la persona que era. Shouto era mayor que Katsuki por varios años, aunque lo justo era decir que todos en Class A lo eran, porque Katsuki había asistido a la Escuela de Música Plus Ultra en el verano de sus 18 años, y sus compañeros de banda no estaban siguiendo un curso intensivo de tres meses, sino que recién se habían graduado cada uno en el área de su instrumento.

En la actualidad, Katsuki contaba con 24 y a punto de cumplir los 25, mientras que sus compañeros de banda ya rondaban los 28 ó 29. Shouto era el mayor del grupo con 31, y aunque no se comportaba como el hermano mayor de nadie en la banda porque la diferencia de edad no era tanta, sí solía preocuparse por Katsuki más que por el resto.

—No imagino cómo —murmuró Katsuki contra el auricular, y con su mano libre se presionó el tabique nasal entre dos dedos—. No te preocupes. Es un asunto familiar.

—¿Hay alguna posibilidad de escándalo? ¿Algo de prensa con la que como tu manager deba tomar cartas en el asunto?

«Como si una hija ilegítima de la que apenas tengo conocimiento no lo fuera», pensó Katsuki, pero en palabras de Izuku Eri no era su hija, y de por medio tendría que haber al menos una charla más para aclarar ese punto con él y sus padres.

Mintiendo a medias, Katsuki descartó esa opción. —Nada.

—No suenas muy convencido, Katsuki.

—Métete en tus asuntos —le espetó Katsuki, siempre corto de mecha cuando se trataba de Shouto.

Los dos no tenían lo que pudiera clasificarse como una relación basada en el mutuo respeto. Katsuki había sido demasiado cabroncete en sus primeros años en la banda, y Shouto había tolerado todos y cada uno de sus desplantes por el simple hecho de que pertenecía a Class A y era el mejor baterista del que podían echar mano. Los años y la convivencia forzada habían reducido los puntos de fricción entre ambos, y aunque hoy en día Katsuki acudiría ciegamente a Shouto para solucionar algunos de sus problemas más serios porque estaba al tanto de la capacidad que tenía éste como su manager para resolverlos, de momento eso no incluía ayuda para sobrellevar las novedades de su paternidad y vérselas con los asuntos inconclusos que él e Izuku tenían pendiendo de un hilo desde tanto tiempo atrás.

—Tus asuntos son mis asuntos, ya deberías de saberlo —fue la respuesta de Shouto, que como era usual en él, no se tomó a pecho la irritabilidad innata de Katsuki—. Sobra recomendarte que mantengas un perfil bajo, ¿correcto?

Katsuki gruñó, pero aceptó aquella orden a rajatabla. —Correcto.

Bien sabía él que Class A había amasado su buena cantidad de fans a lo largo de Japón, y aunque en Musutafu se sentía a sus anchas porque era la ciudad que lo había visto nacer y crecer, no por ello debía bajar la guardia ahora que estaba de visita.

—Bien. Procura descansar y mantener la cabeza fría. Nos veremos pronto.

—Ya.

—Cuídate. Adiós.

—Adiós —finalizó Katsuki la llamada, y volvió a guardarse el móvil.

Su lata de café a medias y ya fría no le tentaba en lo absoluto, así que Katsuki vació su contenido y se levantó a depositarla en la basura de reciclaje.

El clima se había tornado más frío de lo que Katsuki recordaba, y con un estremecimiento porque sólo traía consigo su abrigo, consideró si su mejor estrategia era llamar a casa para cerciorarse de que Izuku y Eri ya se hubieran marchado. De momento, Katsuki no se sentía con ánimos para una segunda confrontación, no cuando antes tenía que procesar por sí mismo todo lo ocurrido en ese día que le estaba resultando interminable y que no podía esperar a que se terminara.

Porque su madre ya había demostrado estar de parte de Izuku, Katsuki optó por escribirle un mensaje a su padre, más imparcial al respecto incluso si se notaba que la predilección por su nieta era indiscutible para cualquiera que tuviera dos ojos en el rostro.

 

KB: ¿Ya se marcharon?

 

Masaru se tardó un par de minutos en contestar.

 

MB: Sí.

MB: Y no te tenía por cobarde, hijo.

KB: Y una mierda.

KB: No es cobardía.

KB: Nos vemos en casa.

 

Disgustado porque al parecer no tenía el apoyo incondicional de su familia como siempre había sido, Katsuki metió las manos a sus bolsillos, y con gesto hosco y la mirada clavada en el pavimento, emprendió el camino de regreso a casa.

Al parecer, ese era el destino repetitivo que estaba obligado a llevar a cabo ese día.

 

Katsuki entró en la casa Bakugou utilizando su llave y pensó en escabullirse escaleras arriba a su dormitorio, pero el ruido de la cocina lo hizo reconsiderar.

—Ven a comer, maldito mocoso. —A sabiendas de su retorno, lo llamó Mitsuki igual que hacía desde siempre cuando el comportamiento de Katsuki no era estelar.

Ella no lo llamaba así desde la última vez que había estado en casa, y aunque a cualquiera de oídos ese apelativo podía haber sido ofensivo, no lo era para Katsuki. Su madre lo quería, pero al igual que él, tenía problemas para demostrarlo libremente.

En la cocina, Mitsuki se afanaba con un paño mojado limpiando una cocina que ya estaba limpia en su totalidad. Con un gesto directo, Mitsuki señaló la mesa, donde una porción guardada especialmente para Katsuki esperaba por él.

—Come.

—No tengo mucha hambre.

—Da igual. Tienes un aspecto espantoso y cara de que te hacen falta un par de comidas en el cuerpo. Come de una buena vez.

Irritado por ser tratado de vuelta como un chiquillo travieso, Katsuki estuvo a punto de negarse en redondo, pero eso no supondría un avance en sus argumentos. Arrastrando los pies se sentó frente a la comida, y tras musitar ‘itadakimasu’ tal como le había sido inculcado desde la más tierna infancia, cogió los palillos y se puso a comer.

El estofado ya estaba un poco frío y el arroz con el que lo acompañó era lo último de la olla, pero Katsuki se sintió al borde del llanto cuando el conocido sabor de la comida que sólo tras esas cuatro paredes de su hogar había conocido con esa sazón le inundó las papilas gustativas.

Su mamá no había olvidado su predilección por el picante, y Katsuki echó mano del vaso de agua que ésta depositó frente a él para aplacar la llamarada en su lengua.

—A Eri-chan también le gusta el picante —dijo Mitsuki como un comentario cualquiera, igual que si hubiera mencionado que el clima estaba pronosticado a ser bueno. Su ligereza sorprendió a Katsuki, que no encontró otra manera de reaccionar.

—¿Ah sí? —Inquirió con cautela, y Mitsuki miró en su dirección.

—Te sorprendería cuánto de ti tiene.

—Seguro es un fastidio para Izuku... —Murmuró Katsuki, llenándose la boca con un enorme trozo de pescado para no seguir cavando su propia tumba.

—Yo no diría eso.

Y retirándose de la cocina, dejó a Katsuki rumiar esas palabras junto con su comida.

 

La Escuela de Música Plus Ultra es y no es a la vez lo que Katsuki esperaba. Las clases empiezan desde temprano en la mañana, y si él creía ser el alumno más entregado a su instrumento, ya se desencantó al comprobar que es el tercero en entrar al edificio casi dos horas antes de que empiecen las clases.

Sin embargo, Katsuki no vino hasta Tokyo a perder el tiempo, y día tras día sigue la misma rutina: Batería, clases, ensayos, más batería, ejercicios de manos y brazos, batería, partituras y batería. Su vida gira en torno a su instrumento, y los avances son notorios desde la primera semana.

Con él hay otras tres personas que comparten su horario, pero ellos asisten en calidad de alumnos enrolados en un curso, y no tienen sobre sus hombros la misma responsabilidad de demostrar que la invitación a pasar un verano en Tokyo y la beca que recibió a cambio y que cubre todos sus gastos no es el fallo de alguien en el área de administración.

Katsuki se entrega a su instrumento hasta conseguir nuevas formaciones callosas en las palmas de las manos. Incluso sus nudillos se endurecen, y más noches de las que puede contar, Katsuki se va a la cama con una sensación de quemadura en los músculos de los brazos, hombros y espalda.

Pero... Los halagos lo compensan. Los avances también. Una redescubierta pasión por hacer música... Y de pronto Katsuki reconsidera si volver a la universidad en otoño es justo lo más conveniente para él en ese punto de su vida.

A falta de otros planes, es lo siguiente en su lista, pero Katsuki espera, y presta atención un grupo de idiotas que han pegado carteles en las pizarras de anuncios buscando un nuevo baterista. Son los mismos que de vez en cuando se pasan por su sala de clases y se quedan escuchando en silencio. Katsuki todavía no tiene claro si su sonido es apreciado o sólo disecado, pero siente curiosidad.

—Creo que piensan hacerte una oferta —dice Izuku cuando Katsuki llama para ponerlo al tanto de las últimas novedades.

Sus llamadas a diario justo antes de dormir se han vuelto una costumbre de días alternados porque ahora Izuku consiguió empleo en una tienda de conveniencia y por las noches es cuando recibe los pedidos y surte los anaqueles.

Es una nueva rutina, donde Katsuki yace en su cama contándole a Izuku las novedades de su día mientras éste lo arrulla con el ruido de fondo de latas y empaques volviendo a su sitio con sus hábiles manos.

—Puede ser... ¡Pero bah! Ni siquiera sé qué tipo de música tocan. Si es alguna mierda tipo pop, paso.

—¿Y si no?

—Y si no da igual. Volveré a casa.

—Cuento con eso, Kacchan —le chancea Izuku, cada vez más porque llamada tras llamada Katsuki suena más y más satisfecho de la vida que hace en Tokyo ahora que puede dedicarse de lleno y sin interrupciones a la batería.

—Apuesta a que sí, nerd —responde Katsuki antes de sofocar un bostezo y anunciar que se va a dormir.

Izuku le desea buenas noches, y Katsuki responde con una despedida similar.

Es su rutina, que estén ellos dos en sus dormitorios de Musutafu o Katsuki en los dormitorios de Plus Ultra e Izuku en la tienda de conveniencia a dos calles de su casa, no piensan romper.

 

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