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Ignacio y Álvaro por TadaHamada

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Notas del capitulo:

UwU <tres

Cuando llegaron a la hacienda de los Diener, Emiliano se apresuró a buscar a Jerónimo en el dispensario y los alrededores, temeroso de que el capataz le hubiera hecho daño en su ausencia.

Algunos sirvientes procedieron a llevar las maletas de los recién llegados a las habitaciones que les correspondían e Ignacio y Álvaro fueron hacia el estudio del señor Diener para anunciarle que habían llegado al fin.

—Padre, ya hemos vuelto — dijo Álvaro al entrar. Vio ahí al señor Diener leyendo algunos documentos, como solía hacer siempre. Siempre era así de dedicado al trabajo, incluso parecía que le apasionaba más de lo que le agradaba estar con su propia familia.

Ahí en el estudio estaba aquel peón que Emiliano había rescatado del capataz, se hallaba ayudando a limpiar algunas piezas del librero; parecía muy dedicado y cuidadoso con su tarea.

—Hijo — el señor Diener se puso en pie para recibirlos —. No me di cuenta de que habían llegado… ¿tienen hambre?

—Sí, claro — afirmó Álvaro luego de recibir un asentimiento de Ignacio.

—¿Y el Doctor Emiliano? — preguntó al no verle junto a ellos.

—Está afuera, buscando a Jerónimo. Le preocupaba que el capataz pudiera hacerle daño, pero veo que lo has mantenido a salvo aquí contigo — apuntó Álvaro, que ya había notado que el indígena estaba ahí, en silencio —. Será mejor que lo llame.

—No, hijo, descuida, pediré que lo busquen y le avisen. Ustedes vayan a descansar en lo que María prepara la comida — les instó, alegremente.

—Gracias, padre — respondió Álvaro, sonriente.

—Con permiso, señor Diener — se despidió Ignacio.

El señor Diener ordenó los papeles que tenía en el escritorio. Jerónimo siguió limpiando aquel librero sin meterse en aquella conversación. El capataz le había educado a base de golpes y una de las cosas que le había enseñado era a mantenerse callado y no oír las cosas que no eran de su incumbencia.

—Jerónimo, ¿tienes hambre? — inquirió el señor Diener.

—No, siñor — se giró y agachó la mirada.

El señor Diener sabía que mentía. Cuando los peones estaban en el campo, solían llevar una bola de masa agria en sus morrales para comer cuando sintieran hambre y no parar de trabajar porque serían castigados. Se las ingeniaban siempre, lo sabía. Pero ahora que Jerónimo estaba ahí dentro de la casona, no tenía oportunidad de hacer eso si llegaba a darle hambre, sin embargo, había tenido tres comidas abundantes, diarias y garantizadas, así que no sufría tanto esos días como cuando estaba allá afuera.

Verlo así de cerca le daba lástima por sus peones en general. Nunca se había detenido a pensar en ellos. Su único objetivo era hacer producir la hacienda, pero tener de cerca a Jerónimo le hacía notar lo delgado que estaba, casi en los huesos. La manera en que se comportaba era indicio de una vida llena de privaciones, sumisión, ignorancia y maltrato.

—Ven, acompáñame — se puso en pie nuevamente y fue hacia la salida. Cuando vio a una de sus sirvientas, le pidió que avisara a la cocinera que tenía qué adelantar la hora de la cena por la llegada de su hijo y sus amigos. También le pidió buscar a Emiliano.

Jerónimo siguió al señor Diener en silencio, a distancia prudente, con la mirada gacha todo el tiempo.

En cuanto Emiliano le había encargado el cuidarlo del capataz, el señor Diener había decidido que estaría mejor si lo mantenía cerca de él, así que le pidió a la ama de llaves encargarse de su aseo. La mujer se había encargado de llevarlo a tomar un buen baño, darle ropa limpia y dejarlo presentable. Por eso llevaba esa camisa blanca, ese pantalón negro y esos zapatos lustrados. Parecía un mozo más de la casona.

Emiliano entró, apurado, y les vio ahí en la sala, dirigiéndose hacia la escalinata principal.

—Jerónimo — pronunció el médico con una gran sonrisa de alivio. El galeno se veía agitado, como si hubiese llegado hasta allí luego de una larga carrera.

—Niño Emiliano — murmuró él, pero no fue capaz de sonreír aunque le daba gusto verlo. Hizo una leve reverencia para saludarlo, pero Emiliano rompió todo el protocolo y lo abrazó con emoción, cosa a la que Jerónimo no pudo responder.

“Si te vuelvo a ver riendo, sonriendo o abrazando a otras personas, te voy a volver a romper el hocico”

—¿Estás bien? — preguntó Emiliano, tomándole el rostro y mirándolo con detenimiento, buscando daños recientes. Podía ver muchas cicatrices viejas y pequeñas en él, pero la que más le llamó la atención era la de su labio inferior, que era casi de 3 cm, del labio hacia la barbilla.

Emiliano le sacaba al menos 15 cm de altura a Jerónimo. Quizá si hubiera tenido una buena alimentación, habría crecido más, pensó el médico.

—Tranquilícese Doctor, lo he cuidado bien — habló el señor Diener, conmovido de la reacción del médico al ver al indígena.

—Perdón, ni siquiera saludé — soltó a Jerónimo y estrechó la mano del señor Diener.

—No se preocupe, entiendo. Ha estado conmigo todo el tiempo, me ha ayudado en muchas cosas. Es un muchacho muy comedido, hasta ha limpiado mis estanterías con tanta paciencia… Parece que no puede estar sin hacer algo — le palmeó la espalda suavemente a Jerónimo —. Ahora entiendo por qué mi capataz se enojó tanto cuando le dije que se lo llevarían.

Jerónimo dio un respingo y tembló ligeramente. Emiliano lo notó, así que solamente le puso la mano sobre el hombro, dándole a entender que todo estaría bien.

—Debería subir para que descanse un momento mientras está la comida — sugirió el señor Diener alegremente —. Jerónimo, puedes ir con el doctor.

—Gracias, señor Diener, con su permiso — respondió Emiliano y tomó a Jerónimo de la muñeca para guiarlo escaleras arriba.

El señor Diener asintió y sonrió mientras les veía irse.

Emiliano llegó hasta la habitación y abrió la puerta. Instó a Jerónimo a pasar y entró tras él. Cerró la puerta y se dirigió hacia la cama para sentarse en el borde. Se sacó los zapatos con cansancio y le sonrió a Jerónimo.

—Siéntate — palmeó la cama, invitándole. Se desabrochó los botones más altos de la camisa para sentirse más cómodo.

Notó cómo Jerónimo se acercó lentamente hasta quedar a menos de un metro de él, pero había comenzado a desabrocharse los botones de aquella camisa nueva, con las manos temblorosas y una expresión de miedo.

—¿Qué pasa? — preguntó Emiliano, poniéndose en pie. Jerónimo se terminó de desabrochar la camisa y esperó, cabizbajo — Pero… Oh, Dios… — le cerró la camisa, asustado. Inmediatamente lo abrazó protectoramente.

No podía creer lo que estaba pasando, ¿Jerónimo había pensado que quería…?

No pudo evitar sentir una inmensa ira hacia aquel capataz. Estaba prácticamente seguro de que él había sido.

Se separó de él un poco y le tomó la cara para poder verlo a los ojos. Aquellas lágrimas habían caído silenciosamente… Ni un sollozo, ni un hipido, ni una ligera convulsión. Sólo habían rodado por aquellas mejillas de piel tostada por el sol.

—Él te hizo eso…— no fue una pregunta y Jerónimo lo supo, así que, animado por la sensación de protección que le daba Emiliano, asintió suavemente — ¿Desde cuándo? — interrogó, con un denso nudo en la garganta.

Jerónimo no respondió, sólo desvió la mirada.

Emiliano lo volvió a abrazar y lloró junto a él, murmurándole que todo estaría bien en adelante, que nadie volvería a tocarlo sin su consentimiento nunca más, que lo llevaría consigo a la ciudad y lo protegería.

*—*

A principios de enero, Álvaro e Ignacio habían decidido comenzar a trabajar en la firma de abogados. Querían comenzar a tener experiencia, además de que era una oportunidad de pasar más tiempo juntos antes del fatídico día en que Ignacio se casaría con Esther.

Aquel día que comenzaron, sus padres les asignaron una oficina a los dos, con dos escritorios separados. Ahí estaban ambos, metidos en aquel lugar cuya ventana daba una buena vista hacia una avenida muy importante de la ciudad. Los escritorios estaban emplazados uno frente al otro, separados por un espacio de alrededor de 3 metros, que hacía las veces de pasillo de entrada a la oficina.

Ignacio miró largamente a Álvaro, que transcribía algunas cosas con aquella pluma fuente, sumamente concentrado en su tarea. Tras él estaba un librero repleto de gruesos libros con pastas de varios colores. Muchos de ellos tenían títulos en alemán, otros en inglés, algunos en español. Aunque había estudiado en otro país, había tenido la oportunidad de ponerse al corriente respecto a las leyes en México, pero le faltaba aún para poder ejercer debidamente. Por eso había querido estar en el despacho, para comenzar a tomar experiencia y tener la guía de su padre.

—Me aburro — dijo Ignacio. Había leído el documento de un caso que su padre había considerado algo sencillo de resolver. Él también quería aprender, pues había estudiado en Estados Unidos y la ley era muy diferente, pero tenía grandes ventajas por conocer la de ese país.

—Lo que pasa es que eres demasiado listo, haces las cosas rápido y te aburres rápido — respondió Álvaro sin dejar de escribir.

—Habló el que puede hablar y escribir al mismo tiempo — bufó y entornó los ojos —. Vamos por un café o algo, ¿quieres? — se levantó y fue hacia el escritorio de su mejor amigo — Estás demasiado lejos… Deberíamos usar sólo un escritorio, llevaremos el mismo caso de todos modos — fue hacia la ventana, siendo seguido por Álvaro —. Aquí… Lo ponemos con la parte estrecha hacia la ventana, así podemos recibir luz natural ambos, por igual… Y ponemos el otro cerca, para poner los documentos que ya hayamos desocupado, ¿qué te parece? — le describió y sonrió.

—Me suena bien…— se quitó el saco y se dobló las mangas —. Movámoslo ahora — instó.

—Bien — le imitó y dejó el saco en un perchero. Movió aquellas carpetas que había puesto sobre el escritorio y tomó un extremo de éste. Álvaro tomó el otro extremo y llevaron aquel mueble hacia la ventana. Lo colocaron como habían convenido y estuvieron de acuerdo en que era buena idea. El escritorio era amplio, habría suficiente espacio para poner las carpetas, podrían conversar más fácilmente, estar más cerca… Ignacio sonrió, complacido de su idea.

—Bien, pondré mis carpetas de este lado — le dijo y colocó aquella pila gruesa de folders.

—Me gusta… Ahora podemos ir por un café, vamos — instó el menor.

Ambos salieron de ahí. Caminaron por el largo pasillo donde había una decena de puertas. Cada una era de una oficina ocupada por alguno de los socios de la firma y empleados. Bajaron la escalinata, había más oficinas, una recepción y la puerta de salida. Todo el ambiente era muy sobrio, elegante, en colores neutros. Había algunas plantas ornamentales, divanes para la gente que esperaba, tapetes finos, una alfombra que cubría los pasillos.

—¿Saldrán? — preguntó el recepcionista.

—Sí, si preguntan por nosotros, dígales que volveremos pronto, sólo iremos por un café — pidió Ignacio.

—Claro — asintió aquel joven.

Caminaron tranquilamente hacia la cafetería más cercana. La conocían porque muchas veces habían acompañado a sus padres a la oficina y habían podido ir con ellos en los descansos.

Tomaron asiento en una de las mesas más alejadas. Ignacio pidió un pastelillo para acompañar su bebida y Álvaro pidió un croissant simplemente.

Ignacio no podía apartar la mirada de Álvaro, de preguntarse cómo era que le provocaba esos pensamientos y sentimientos tan extraños. Luchaba por apartar de su mente aquello, de hacer caso a lo que Álvaro le había dicho aquella vez en la hacienda de Raúl, de convencerse a sí mismo que aquello había sido solamente porque buscaba acostumbrarse a Esther.

Incluso había decidido, en pos de convencerse a sí mismo con todo su ahínco, salir con Esther a la ópera, a cenar, a bailar… Pero aunque ella había aceptado, su falta de reacción le hacía aburrirse muchísimo.

Inevitablemente pensaba en aquellas citas en que, si quien estuviera ahí fuese Álvaro, seguramente estarían riendo, divirtiéndose, pasándolo bien… Se había imaginado cómo habría sido si en vez de Esther, quien estuviera ahí bailando con él aquellas piezas hubiera sido Álvaro… Aquello de momento se le había antojado extraño, pero pudo visualizar todo… Y cuando se dio cuenta, soltó a Esther… Había imaginado que, por la cercanía, podía besar a Álvaro y éste recibía aquel beso sin chistar.

¿Lo habría hecho de ser real aquello?

Vio los labios de Álvaro, se movían mientras hablaba de algún detalle del caso al cual Ignacio no le estaba prestando mucha atención. Ignacio se llevó la mano al pecho, sintiendo los latidos desbocados de su corazón. Rogaba que sus mejillas no se hubieran puesto rojas, que Álvaro no notara su estado.

—¿Pasa algo? — preguntó de repente Álvaro.

—No… Todo bien, sólo recordé algo…— desvió la mirada.

—¿Recordaste que hoy irás con Esther al teatro? — preguntó. Aunque se le oía confiado, alegre, entusiasta con la idea, por dentro se esforzaba muchísimo por asimilarlo. Ignacio se estaba acercando a Esther más y más, buscando conocerla, tener una buena relación.

La noche anterior, Esther le había dicho que irían al teatro juntos después de la cena. La joven le había confesado que no esperaba que Ignacio hiciera esas cosas y tampoco que tuviese pequeños detalles como llevarle flores y joyas.

Después de todo, tengo qué acostumbrarme a eso...Así será para ellos el resto de sus vidas, al menos deben intentar amarse un poco…ser felices…

Suspiró al pensar en eso, cosa que Ignacio no pasó por alto.

—Cada vez falta menos… — murmuró Ignacio, desanimado.

—Pensé que estabas feliz.

—Estoy intentándolo… Necesito olvidarme de… otra persona… — agachó la mirada, culpable.

Otra persona… — sonrió con tristeza —. Después de todo sí había alguien que ocupaba tus pensamientos… ¿Ah, sí? — inquirió, mostrándose un poco más seguro.

—Sí… No tiene caso… — encogió los hombros.

—Deberías robártela — murmuró, pero se arrepintió de inmediato. ¿Ignacio con una mujer que él no conocía, lejos de él? Si Ignacio hiciera eso, no podría volver a verlo nunca.

—¿Robármela? — inquirió, interesado — No había pensado en eso… Tal vez sólo debería… — sonrió con tristeza, negando con la cabeza, ¿en serio estaba considerándolo siquiera?

—Es una estupidez, perdóname — pidió Álvaro, riéndose nerviosamente —. Además, eso haría muy infeliz a mi hermana, sería una humillación terrible para ella y mi familia. Olvida que lo mencioné siquiera.

—Claro… — respondió Ignacio, cabizbajo, sintiendo también que aquello era una tontería muy infantil.

*—*

Raúl llegó a la hacienda con su esposa. Después de haber pasado más de un mes fuera de luna de miel, recorriendo Sudamérica, volvían para poder establecerse en aquella enorme hacienda de la cual ya era dueño oficialmente.

Se sorprendió un poco de encontrarse a su padre ahí. El hombre les recibió con un caluroso abrazo a ambos y les instó a pasar. Parecía muy emocionado por alguna razón, pero aún no decía cuál era.

—Iré a cambiarme — dijo Raúl, cansinamente. Su esposa tomó asiento en la sala para conversar con su suegro un poco.

—He estado visitando las haciendas, viendo que todo ande bien. Me preocupaba esta porque ustedes estarían fuera mucho tiempo, pero todo ha ido perfecto. Me alegra que hayan vuelto con bien, hija — le dijo a la bella joven.

—Fue un buen viaje, me encantó conocer tantos lugares tan maravillosos — aseveró ella, sonriente. Miró la escalinata y ya estando segura de que Raúl no estaba cerca, preguntó —. ¿Raúl siempre es así de serio? Es que… Bueno…

—Tranquila, así pasa siempre al principio. Cuando se acostumbre, seguro que se volverá más dulce contigo — le quiso tranquilizar el hombre. Ella asintió, aunque poco convencida. Se había dado cuenta de que Raúl ni siquiera la deseaba lo suficiente como para tomarla en su noche de bodas. No había sucedido sino hasta que estuvo suficientemente ebrio varias noches después. Nunca la veía con deseo siquiera, parecía que pretendía que ella era sólo un accesorio más de su equipaje.

Raúl, mientras tanto, entró a la habitación donde dormiría con su ahora esposa. La cama era enorme, con un dosel de cortinas de tela color guinda. La enorme ventana con balcón daba hacia el jardín principal y recibía un poco de sombra de un frondoso árbol.

Se comenzó a quitar la ropa parsimoniosamente. Se sentía frustrado, más que nunca en su vida. Estaba viviendo una vida que no quería vivir, junto a una mujer que no amaba. ¿Acaso debía ser así el resto de su vida? Esas semanas le habían bastado para entender que jamás podría ser feliz.

Suspiró… No quedaba más remedio, así eran las cosas.

Bajó en cuanto terminó de cambiarse y, cuando iba a media escalinata, escuchó el dulce sonido del piano. Pensó que su esposa estaría tocando, aunque se extrañó de ello, pues de lo poco a lo que había puesto atención, ella no le había dicho que tocara el piano.

Oyó unos lejanos aplausos y se dirigió a la sala del piano para reunirse con su padre y su esposa. Ambos estaban de pie junto al hermoso piano de cola, mientras alguna persona ahí tocaba majestuosamente el inicio de una complicada pieza.

Se acercó y se colocó entre ambos. Aquella persona de apariencia desaliñada, cabello descuidado, barba algo crecida y una delgadez bastante preocupante tocaba el piano con aquellos dedos que a simple vista se veían maltratados, llenos de pequeñas cicatrices y callos.

Raúl se quedó viendo aquello y ese hombre no parecía darse cuenta del escrutinio al que era sometido. Seguía tocando con tanta pasión a pesar de que sus manos parecían bastante rígidas en ese momento.

Los otros dos aplaudieron de nuevo cuando la pieza terminó, sacándolo de sus pensamientos. Raúl no daba con quién era, pero algo en él se le hacía sumamente familiar.

—Toca precioso… No puedo creer que lo encontrara en un lugar tan inapropiado — pronunció la joven, emocionada, enjugándose una lágrima delicadamente.

—Ni yo puedo creerlo aún… — sonrió el hombre mayor y le palmeó la espalda a Raúl —. ¿Qué te parece mi nueva adquisición? — preguntó, orgulloso — Lo encontré aquí. Lo hubieras visto, resaltaba entre todos esos indios. Me dijeron que llegó a esta hacienda apenas en diciembre… Está algo quemado por el sol, pero con el tiempo se blanqueará de nuevo. Cuando le pregunté quién era, sólo me dijo que era un pianista. No le creí, así que lo traje a la sala del piano y comenzó a tocar las melodías más hermosas que he oído… Y pensar que sólo me costó unos cuantos pesos — relató el hombre, sonriente.

Raúl vio a aquel hombre, que se encogía en el asiento frente al piano, temeroso, sin voltear siquiera a verlos. Parecía un cachorro asustado.

—Pues qué suerte, ¿no? — replicó Raúl, indiferente.

—De hecho sí… Pensaba quedármelo para tenerlo en casa y deleitar a mis invitados en las noches de póker, pero… Pensé también en regalártelo.

—¿Qué se supone que haga yo con él? — preguntó, con fastidio.

—Ponlo a tocar todo el día si así lo quieres… Qué sé yo — encogió los hombros —. Apuesto que a Catalina le encanta la idea — miró a la joven y ésta asintió, sonriente.

—Anda, quedémonos con él… — pidió ella, aferrándose al brazo de Raúl.

—Como sea… Mientras no me dé problemas — entornó los ojos. Tenía qué mantener a su esposa ocupada en algo para que ella tampoco lo fastidiara, pensó. Sería lo mejor, quizá hasta ese tipo podría convertirse en el amante de ella, lo cual le iría bastante bien. Ella estaría complacida, no lo jodería con tonterías y él se dedicaría a los negocios.

—¡Gracias! — abrazó a Raúl y le dio un beso en la mejilla, emocionada. Fue a llamar a una de sus doncellas y le pidió ayuda para llevar a ese hombre a darse una ducha y ponerse presentable.

Mientras las mujeres se dedicaron a eso, Raúl fue en compañía de su padre a beber algo y ponerse al día.

—El negocio se ha mantenido creciendo, de hecho llegó un nuevo cargamento de peones en diciembre y ahí venía ese. El capataz dijo que debió ser algún pobre diablo que desafió al presidente Díaz o a alguien poderoso del clero. Dijo que llegó muy maltrecho, que quizá había estado preso o algo y lo vendieron — le comentó el mayor, como si hablara de una mula.

—Entonces ¿qué? ¿No tiene nombre? ¿Vamos a tener qué ponerle uno? — apresuró un trago.

—No tiene ningún documento, normalmente los peones tienen documentos con los cuales podemos acreditar la propiedad, pero éste no... No sabemos nada de él — mencionó y dio un gran trago a su bebida.

—Ya le buscaremos un nombre — se encogió de hombros —. Supongo que podemos instruirlo para que nos sirva como mayordomo o algo más útil que sólo pianista de eventos — sugirió Raúl.

—Se vería muy bien. Tiene unos ojos muy bonitos, seguro que ya arreglado lucirá bastante bien.

—Que se encargue Catalina, a mí no me interesa. Sólo acepté porque ella quiere un juguete, la verdad me da igual.

—Qué mal agradecido eres, hijo — se quejó su padre, divertido.

—Lo siento. Gracias por el regalo — entornó los ojos —. Ya le encontraré una utilidad.

Su padre le palmeó la espalda alegremente, sabía que así era su hijo desde pequeño, justo como su abuelo. Siguieron ahí, bebiendo por un rato más hasta que las damas llegaron con aquel hombre completamente arreglado.

—Miren — pidió la esposa de Raúl, emocionada. Lo habían hecho ducharse, le habían cortado el cabello, lo habían peinado, le habían rasurado la barba y el bigote, lo habían vestido con algo de ropa de Raúl pero le iba bastante holgada por su delgadez.

Ambos hombres miraron a aquel sujeto, notando que era más joven de lo que aparentaba. Era normal, por la facha de vagabundo que tenía. Estaba cabizbajo, con las manos unidas al frente, en una posición de sumisión.

—Pues no está tan mal, después de todo — pronunció el padre de Raúl caminando alrededor de aquel joven —. Podrá pasar como mayordomo un día.

—Supongo que está bien — enarcó una ceja, algo en él le parecía familiar. Se acercó y le obligó a alzar el rostro, pero por la forma brusca en que lo hizo, el joven cerró los ojos con fuerza y tensó su cuerpo, quizá temiendo ser golpeado —. ¿Cómo te llamas? — preguntó Raúl, algo azorado, luego de soltarle el rostro como si su solo contacto le hubiera quemado.

—Se llama Gerardo — pronunció la esposa de Raúl, sujetando al joven por el brazo, emocionada —. Vaya… pensé que había sido mi imaginación… — se separó de él, preocupada, y le puso la mano en la frente —. Está ardiendo en fiebre — murmuró, preocupada. Recién notó que el joven se tambaleaba un poco y parecía bastante somnoliento.

Raúl apenas alcanzó a sujetarlo para que no se golpeara al caer. Aún con esa camisa puesta, podía sentir aquel cuerpo muy caliente.

—Voy a llevarlo a una de las habitaciones, busquen un médico — pidió Raúl, alarmado, mientras cargaba aquel ligero cuerpo entre sus brazos. Lo llevó escaleras arriba sin demasiado problema, de prisa.

—Oh, Dios, espero que no sea tarde — la joven se cubrió la boca con la mano —. Por favor, vaya por un médico — le pidió a su doncella, que salió de ahí corriendo.

La esposa de Raúl se quedó ahí a esperar al médico y el padre de éste le hizo compañía mientras tanto.

Arriba, Raúl depositó sobre la cama a aquel joven inconsciente y fue al baño por un cuenco con agua y una toalla. El agua estaba fresca, pero no lo suficiente como para bajar la fiebre, así que se asomó al pasillo y gritó a su esposa para que le llevara hielo. Volvió a la habitación y se sentó al borde de la cama.

—No puede ser… No puede ser — murmuró mientras le abría la camisa de prisa. Pudo ver muchas cicatrices en el torso, algunas algo recientes. Le sacó la camisa y después se dirigió al pantalón. Lo dejó en ropa interior y notó aún más cicatrices en las piernas.

Le colocó la toalla húmeda sobre la frente y notó que de inmediato se ponía tibia, así que volvió a sumergirla en el agua y repetir el proceso de ponerla sobre la frente.

—De todos los lugares tenías qué venir a parar aquí… — murmuró, mientras seguía con aquello. Le veía respirar agitadamente, con algo de dificultad. Había sentido aquel rostro caliente, pero había pensado que era su imaginación también —. Maldita sea, Gerardo, no te mueras…— masculló, angustiado.

—Aquí está el hielo — le dijo su esposa al entrar con aquel cuenco lleno de hielo. Vació un poco en el cuenco del agua y Raúl mojó la toalla en ella.

—Trae una sábana y mójala — pidió Raúl a su esposa, que asintió y corrió al cajón de la ropa de cama. Su doncella le llevó un balde con agua y vertió hielo en él. Metieron la sábana hasta que quedó empapada y Raúl la sacó, pues era demasiado pesada para ellas. A éste no le importó quedar empapado ni mojar aquella cama y el piso de madera. La colocó sobre el cuerpo de Gerardo y literalmente pudieron ver el vapor que desprendía.

La fiebre debía ser sumamente alta, ¿cómo había aguantado estar tocando el piano así? Quizá se había agravado por la ducha de agua tibia, no lo sabían.

Media hora más tarde llegó el doctor, pues el consultorio más cercano quedaba bastante apartado. El galeno felicitó a Raúl por actuar de esa manera tan rápido, pues la fiebre había cedido un poco. La temperatura de Gerardo iba normalizándose ahora gracias a los medicamentos. La causa de ésta la determinó el médico al revisar el cuerpo de Gerardo, que tenía algunas heridas infectadas.

—He usado algunos remedios antisépticos, esperemos que funcionen. Mientras, sólo podemos esperar a que se recupere y controlar la fiebre si se vuelve a presentar — les dijo el galeno en aquel pasillo, frente a la habitación donde se hallaba Gerardo —. Habrá qué hacer las curaciones cada que sea necesario, de preferencia que se encargue un hombre de eso. No sería decente que una mujer tuviera qué observar...

—Yo me encargo — se adelantó Raúl a decirle. Su esposa lo miró, extrañada, había pensado que pondría a alguno de sus sirvientes a hacer eso —. Sólo dígame lo que tengo qué hacer.

—Bueno…Sígame por favor — pidió y entró de vuelta a la habitación. Raúl cerró la puerta, dejando en el pasillo a su esposa. El médico había volteado a Gerardo boca abajo al auscultarlo y así lo habían mantenido —. Necesitará mucha vigilancia. Parece que le hicieron mucho daño y no tuvo los cuidados adecuados… — respiró hondo —. Fue sodomizado, no sé si con algún objeto o… — no se atrevía a mencionarlo.

—Quiere decir que otro hombre le hizo…

—Sí… Por eso considero que sería mejor que usted se ocupe, pues sería algo muy duro de ver para su esposa o cualquier doncella...

—Entiendo… — asintió. Miró aquella espalda desnuda, llena de marcas. Alguna vez había visto la espalda de Gerardo y para nada lucía como en esos momentos. ¿Por cuánto habría tenido qué pasar? Sólo hacía 2 meses del baile donde había sido expuesto, de que su padre lo repudió, de que desconocieran por completo cual había sido su destino.

Las palabras que había dicho la mañana en que se había enterado de lo sucedido aún daban vueltas por su cabeza.

“Esa clase de abominaciones deberían de ser ilegales”

Sabía perfecto que sus palabras crueles sólo encubrían su secreto. Y ahora que sabía que de verdad sentía por Álvaro algo más que demasiado afecto, se sentía tremendamente culpable. Ver ahí a Gerardo de esa manera había sido un shock…

—Bien, le he dejado todo lo necesario en la mesita de noche. Cualquier cosa, puede enviar por mí de nuevo, señor Iturbide — dijo el galeno al momento de despedirse.

—Muchas gracias, doctor — estrechó la mano del médico y ambos salieron de ahí. Afuera, Catalina los miró con la preocupación impresa en el rostro y el médico le sonrió y asintió. El pronóstico parecía bueno, pero tendrían qué cuidarlo mucho, le explicó.

Bajaron para despedirse de él y pagar sus honorarios correspondientes.

—Voy a subir — le dijo Catalina.

—No, yo me voy a encargar de él — vio que ella iba a replicar, pero él se adelantó —. Ya oíste al médico. Yo me encargo.

—¿Por qué de repente te importa tanto? Ni siquiera lo querías — indagó ella.

—No es asunto tuyo — respondió fríamente y se giró para subir la escalinata de vuelta. Ella se quedó callada, no podía ir contra su esposo, aún no se sentía con la suficiente confianza como para desafiarlo y, por la educación que le habían dado, no debía. Tenía qué ser una esposa perfecta.

Raúl entró de vuelta a aquella habitación y se sentó en el borde, cansado. Su ropa aún seguía algo húmeda, la cama estaba mojada y el piso estaba lleno de agua, pero Gerardo ahora respiraba acompasadamente y eso le hacía olvidarse de todos aquellos pequeños inconvenientes que le habrían sacado de quicio en otras circunstancias.

Alargó su mano hacia la espalda de Gerardo y tocó con suavidad sobre aquellas cicatrices. Eran latigazos, estaba seguro. Si hubiera sabido que el castigo que recibiría su amigo por su pecado iba a ser tan cruel, ¿habría hecho algo por él? Definitivamente sí. No se había imaginado en aquel entonces siquiera los horrores que sufriría.

*—*

En aquella tarde habían llegado a casa ambos. Una doncella les había abierto la puerta y Emiliano guió a Jerónimo hasta su habitación. Había pensado en ponerlo en la habitación contigua, para estar al pendiente de él, pero eso lo haría luego de cenar, pensó.

Jerónimo le provocaba querer protegerlo, darle todo lo que pudiera, ayudarle a salir adelante. El muchacho había sufrido bastante ya, así que le tocaba tener algo bueno en la vida. Aún no sabía cómo, pero le ayudaría, se dijo.

Cuando bajaron para comer algo, la madre de Emiliano apenas iba llegando. Había salido a hacer compras y sus sirvientas le ayudaron a meter numerosas bolsas con logotipos de tiendas muy costosas.

—Hijo, pensé que llegarías más tarde — dijo ella al verle y fue a abrazarlo y darle un beso en cada mejilla.

—Es que surgió algo… Pero no te preocupes, todo está bien — correspondió a aquel cariñoso gesto —. Te presento a Jerónimo — le dijo y se apartó para que ella pudiera verlo. Jerónimo había estado todo el tiempo escondido tras Emiliano, temeroso, con la cabeza gacha. Llevaba puesta ropa que Emiliano le había comprado y unos relucientes zapatos negros también nuevos.

La madre de Emiliano no pudo evitar un gesto de desprecio que éste no pasó por alto.

—Hijo… ¿podemos hablar? — pidió la mujer.

—Sí — murmuró Emiliano con decepción —. Jerónimo, ve a sentarte, en seguida vuelvo — le pidió con amabilidad y le vio asentir cabizbajo.

La madre de Emiliano se dirigió hacia el estudio y cerró la puerta cuando éste hubo entrado. Lo miró un instante y suspiró.

—Hijo, yo sé que te gusta ayudar a la gente desvalida, pero… ¿tenías qué traerlo a la casa? — inquirió con aquel mismo desprecio con el que había mirado a Jerónimo sólo un par de minutos atrás.

—Madre…

—No, hijo, no está bien. Vas a convertir este lugar en un hospicio — exhaló con frustración —. Cuando eras niño estaba bien, sólo eran animales, pero… —negó con la cabeza —. Además míralo… ¿crees que va a encajar aquí? Yo no voy a permitir que entre aquí alguien así, no sabes qué malas costumbres tenga, ¿y si nos roba? ¿Y si nos mata? Por Dios, es un salvaje, ese tipo de gente se merece lo que tiene en la vida, no es como nosotros. No lo quiero aquí — expresó la mujer, sumamente contrariada.

—¿Terminaste? — preguntó Emiliano, sumamente decepcionado.

—Hijo, va a hacer que tengas mala imagen con nuestras amistades… Tal vez si fuera blanco… Otra cosa sería... Pero es un indio, no somos iguales — agregó la mujer, sin entender la reacción de su hijo y queriendo hacerlo entrar en razón.

—Bien… No te preocupes, no te daré el disgusto de que alguien como él pase aquí la noche, madre — pronunció con seriedad.

—Es lo mejor, hijo… — asintió, pensando que él había comprendido su postura.

Emiliano salió de ahí. La decepción le hacía sentir aquel nudo en su pecho que le tenía muy incómodo. Nunca había pensado que su madre pensara así, pues siempre la había visto siendo caritativa, apoyando obras benéficas, yendo a bailes de caridad, siendo amable con todo el mundo. Subió y entró a su habitación. Tomó aquella maleta con la que habían llegado y bajó. La colocó en el vestíbulo, luego fue a la sala y vio ahí a Jerónimo de pie junto al sofá, inmóvil. Supo que no había sido capaz de tomar asiento, quizá porque sentía que su presencia no era bien recibida en esa casa.

—Vamos, Jerónimo… — le tomó la muñeca y lo llevó hacia la salida, donde le puso el saco y el sombrero con el que había llegado. Emiliano se puso también su saco y su sombrero para poder salir. Tomó aquella maleta con una mano y con la otra la muñeca de Jerónimo y salieron de ahí.

Emiliano se dirigió hacia su auto, metió la maleta en el asiento trasero y le pidió a Jerónimo que subiera al del copiloto. Un sirviente le abrió la reja para poder salir.

Emiliano condujo durante largo rato, primero sin rumbo fijo. Intentaba calmarse, intentaba razonar. No podía pensar en nada más que en su madre y sus palabras hirientes. Miraba de reojo a Jerónimo, sintiendo mucha tristeza por él. Cuánto rechazo debía experimentar sólo por su origen...

Cuando por fin se calmó, decidió qué haría. Condujo hacia el hotel más cercano para alquilar una habitación al menos para esa noche y resolver la situación al día siguiente.

Pidió aquella habitación doble y un botones llevó la maleta escaleras arriba mientras Emiliano caminaba a la par de Jerónimo, pensando en qué hacer. No iba a abandonarlo, eso lo tenía claro. Tampoco quería volver a casa, pues se sentía muy herido por la actitud de su madre. Ya tenía edad para vivir por su cuenta, pensó mientras seguía subiendo. Quizá ese había sido el empujón que necesitaba para salir de casa, para que los chantajes de su madre no surtieran efecto, para independizarse definitivamente. Aunque había pasado años en Francia, al regresar a México, su madre le había dicho lo sola que se sentía, lo triste que había pasado esos años sin él, lo mucho que le urgía que se consiguiera una esposa y tuviera muchos hijos, para que llenaran la enorme casa.

Pero Emiliano ansiaba su libertad, se arrepentía en parte de haber vuelto a causa de eso.

Si su madre ya no quería estar sola, podría casarse de vuelta, ese no era asunto suyo. El enojo le hacía pensarlo de esa manera.

Entraron a la habitación y le dio la propina al botones antes de que se fuera. Cerró la puerta y le indicó a Jerónimo tomar la cama que mejor le pareciera.

—Niño Emiliano… Yo no quería qui se peliara usté con su mamacita, déjeme y vaya con ella, al cabo qui yo puedo trabajar en lo qui sea. Voy a hallar el modo, no si priocupe.

—No, Jerónimo, no te dejaré solo — puso sus manos sobre los hombros del más bajo y le sonrió —. Te dije que te iba a cuidar y proteger, ¿de acuerdo?

—Pero niño…

—No pienses más en eso, yo he tomado la decisión, no es culpa tuya. Ya veremos qué hacer mañana, por ahora vamos a pedir la cena.

Esa noche, Emiliano notó que Jerónimo parecía tener pesadillas de nuevo. Los primeros días que estuvo con él en la hacienda de los Diener, había notado que solía tenerlas, pero al paso de los días parecía dormir mejor. Quizá debido a que Emiliano le había hecho dormir en su cama y se sentía protegido por él.

Se quitó las mantas y fue hacia la cama de Jerónimo. Lentamente se metió bajo las mantas, no queriendo despertarlo. Se acurrucó junto a él y le acarició el cabello. Sonrió al notar que la respiración agitada de Jerónimo iba volviéndose acompasada.

Sólo así pudieron dormir ambos con tranquilidad…

*—*

Catalina recibió aquel teléfono de manos de su doncella, que le había avisado que tenía una llamada.

—Julio, hermano, ¿cómo estás? — respondió ella, alegremente.

Bien, hermana, nuestra madre me comentó que habían vuelto de su viaje, ¿cómo les ha ido?

—¡Fue un viaje maravilloso! — le respondió ella, con el mejor entusiasmo del que fue capaz, y esperando que él se lo creyera.

Me alegra oír eso, ¿será que puedo visitarte?

—¡Claro! Siempre serás bienvenido aquí, hermanito — aseveró ella. La compañía de su hermano le haría bien, pensó.

Llegaré por la tarde entonces, ¿está bien?

—De acuerdo, le avisaré a Raúl, aunque él ha estado algo ocupado últimamente, pero seguro que le agradará verte. Saluda a nuestros padres de mi parte, por favor — pidió ella.

Claro, hermanita. Te dejo, iré a preparar mi equipaje.

—Nos vemos aquí más tarde — soltó, sonriente.

Al dejar el auricular en su sitio, suspiró. Hacía varios días que Raúl se lo pasaba solamente en aquella habitación con el pianista. Parecía muy dedicado a él, tanto que las últimas dos noches no dormía con ella.

Se sentía sola, como en aquellas noches de su luna de miel. Raúl solía quedarse a beber en el bar del hotel donde se hospedaran y cuando subía para dormir, se tiraba en el diván más cercano. Sólo aquella vez que parecía estar más ebrio de lo usual se había metido a la cama y había tomado su virginidad. No le había agradado del todo que fuese así, que estuviese tan ebrio que ni recordaba bien qué había hecho. ¿A quién le gustaba tener un hombre ebrio encima? Era desagradable aquel penetrante olor a alcohol, pero había sido la única manera. En el día, paseaban por los alrededores, conociendo la cultura de aquellos países que habían visitado, pero no parecían una pareja de recién casados, parecían más dos desconocidos.

Había sido un viaje bonito, pero había esperado que Raúl fuese menos parco que antes de casarse y, sin embargo, parecía que la situación sólo se había vuelto peor, ahora no lo veía en todo el día.

Pero debía ser una esposa modelo. Decidió ponerse a cocinar, leer, pasear por la hacienda, aprender cosas nuevas. Parecía más una viuda que una recién casada.

La compañía de Julio le caería bien, se repitió. Su hermano y ella eran muy unidos, desde niños. Él la conocía muy bien, la quería mucho, la protegía siempre. La entendería…

Cuando él llegó por la tarde, ella lo recibió y se disculpó por la ausencia de Raúl.

—Está atendiendo algunos asuntos — le dijo escuetamente. Sabía que Raúl se molestaría si le decía algo sobre Gerardo.

—Entiendo, qué lástima que no pueda acompañarnos, me habría dado gusto verlo — encogió los hombros y entró a la casona del brazo con su hermana.

—Mientras podemos merendar, ¿qué dices? — le sugirió, alegre.

—Claro — asintió y se dirigieron hacia el enorme comedor. Pidieron a una doncella llevarles la merienda y tomaron asiento.

—¿Piensas volver a París? — indagó Catalina.

—Por el momento, no. Estoy buscando a un querido amigo con quien estudié, pero no he conseguido su dirección. Nunca supe dónde residía. El día de la boda no tuve oportunidad de conversar con él — le comentó a propósito.

—¿Quién es?

—Emiliano Landa, es amigo de tu marido, ¿crees que él sepa la dirección? — preguntó con una expresión inocente.

—Raúl tiene una agenda en el despacho, iré por ella — se levantó de su sitio y fue rápidamente hacia el lugar. Volvió un par de minutos después con aquel libro de pasta negra entre sus delicadas manos. Se sentó junto a su hermano y comenzaron a hojear —. Debe estar por apellido…

—Landa… Landa… — murmuró Julio mientras buscaba entre los apellidos con la letra L. Raúl tenía aquella agenda repleta, literalmente.

—Aquí… Landa G. Emiliano — señaló ella —. Vive en la capital, muy cerca de donde vivía Raúl con sus padres — mencionó Catalina.

—¿Tú sabes llegar ahí? — preguntó — Jamás he ido para allá.

—Sí, he ido varias veces. ¿Quieres que te acompañe? — preguntó, entusiasmada. Un cambio de actividades le ayudaría a pasar sus días mientras era ignorada por su marido, se dijo.

—¿Crees que Raúl se moleste si me acompañas? — preguntó.

—No creo. Te dije, él está muy ocupado. Me serviría mucho para distraerme mientras tanto — encogió los hombros y sonrió.

—¿Cuándo puedes hacerlo? — preguntó, ansioso.

—Cuando tú me digas.

—Quisiera ir lo más pronto posible. Tengo muchas cosas qué hablar con Emiliano y me encantaría verlo — aseveró, contento.

—Podemos ir mañana, ¿no? — sugirió, emocionada.

Julio asintió. Catalina fue al estudio de Raúl por una pluma y papel para poder anotar la dirección.

Por fin vería de vuelta a Emiliano y podría tenerlo a su lado. No le importaba si para eso tenía qué obligarlo...



Notas finales:

gracias por leer UwU <3333333333


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