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Destino compartido por mei yuuki

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Regalo

 

      Hace algunas semanas, Sherlock había conseguido un violín usado y desde entonces practicaba durante las tardes cuando no tenía nada mejor que hacer. Según dijo, no se comparaba al que había dejado en el 221B de Londres, pero todavía podía hacerlo funcionar. A William le gustaba escucharle desde su cuarto mientras leía; absorbido por el penetrante flujo de letras y notas musicales que se entrelazaban hasta ser indistinguibles unas de otras, a veces terminaba cayendo profundamente dormido antes de darse cuenta.

     ―Es curioso ―le había dicho él cuando consiguió despertarse, una de esas noches en que se desplomó sobre el escritorio y el texto de álgebra avanzada que tenía entre las manos―. John siempre se quejaba de que el sonido no lo dejaba dormir, pero en ti, Liam, es al revés. ¿Debería tocar cuando tengas insomnio?

     Tuvo que frotarse los ojos para conseguir enfocar correctamente su media sonrisa. Movió la silla hacia atrás, y la frazada color crema que Sherlock debía de haberle puesto encima de los hombros se deslizó por su espalda.

     ―Quizá sea porque te has oxidado ―respondió devolviéndole la sonrisa con un dejo de maldad en tanto se estiraba―. Creí escuchar cómo te equivocaste un par de veces.  

     ―Acompáñame la próxima vez en lugar de aquedarte aquí y ya veremos si sigues pensando lo mismo.

     Cuando transcurrió el tiempo suficiente para tener la certeza de que nadie les creería vivos, emigraron de vuelta a la ciudad. Hasta entonces, William recurrió a la misma solución que le sirviera cuando solía vivir como huérfano en las calles de Whitechapel: utilizó su intelecto para dar soluciones a los problemas de quien fuese que se lo solicitara a cambio de una módica compensación. Era una irónica vuelta a sus orígenes, pero de esa forma fueron capaces de reunir los fondos para subsistir después de que se les acabó el dinero.  

     En Ámsterdam, capital de los Países Bajos, pudieron alquilar un piso junto al canal Oudezijds Kolk. Aunque el espacio fuese reducido y tuviese múltiples goteras, resultaba muchísimo mejor que hospedarse en posadas u hoteles de baja categoría como estuvieron haciendo durante un año. De esa forma, podría considerarse que casi tenían una vida normal. Identidades falsas, historias hiladas hasta el más ínfimo detalle; si para creérselas William emplease el mismo esfuerzo que otrora usó para mantenerse enfocado en ser el Señor del Crimen, es posible que lo lograra. Sin embargo, no tenía intención de desprenderse de ese pasado por completo. No sería justo, tampoco para el que era ahora su amante.

 

     La música fluía líquida de las cuerdas del violín. Rebotaba a raudales contra los muros de la pequeña sala del apartamento y escurría entre las grietas. William pensó que en cualquier instante uno de sus vecinos les gritaría para que detuvieran el escándalo, aunque el reloj no marcase más de las nueve de la noche. Dándole la espalda a la ventana abierta de par en par, Sherlock tocaba para él sin preocuparle algo tan trivial como las quejas de los otros inquilinos. Sus movimientos, rápidos pero al mismo tiempo ejecutados con extrema delicadeza, le cautivaron y lamentó haberse abstenido de presenciar ese pasatiempo suyo.

     Había temido enfrentarse a su nostalgia por todas esas cosas a las que renuncio para estar allí con él; a la sombra del arrepentimiento cuya aparición William todavía esperaba. Era imposible que no extrañase en absoluto su antigua vida, del mismo modo en que él pensaba a menudo en sus hermanos ―sobre todo en Louis―, y en el destino de su patria.

     Cayó en cuenta de que la pieza que tocaba era La Campanella de Paganini; un violinista sobre el que corría el rumor de que pactó con el diablo para conseguir su excelsa habilidad con el instrumento. William no daba crédito a tales charlatanerías, pero un día el mismo llamó demonio a Sherlock por quererlo salvar; por tentarle al grado de infundirle dudas y atreverse a regalarle una vida tras la muerte sin pedirle nada a cambio.

     De repente se levantó del sillón viejo. Sherlock, que no se perdía ninguna de sus reacciones, continuó deslizando el arco contra las cuerdas hasta que William estuvo delante de él; una expresión en blanco esculpida sobre su bello semblante. Debió reconocer el velo que cayó detrás de sus ojos, porque lentamente los acordes cesaron y con ellos el sonido.

     Cuando bajó el violín, William apoyó las manos sobre sus hombros y lo besó. Movió sus labios encima de los suyos con una lentitud que contradecía la urgencia del acto. El silencio se sintió denso contra sus oídos; parecía empujarlos varios metros bajo tierra mientras los incisivos de Sherlock le presionaban hasta hacerle abrir la boca.

     ―Si te entusiasmas tan pronto, no puedo terminar ―suspiró cuando se distanciaron. Esbozó una mueca maliciosa al tiempo que pasaba el brazo derecho en torno a la cintura de William.

     Pero no respondió; dio un paso atrás y con ligereza se deshizo de su agarre. Dejándole con la interrogante sobre la lengua, fue hasta la ventana y se recargó contra el marco de madera.

     ―Pienso que debes volver a trabajar como detective. ―Las aguas del canal de aquella urbe en crecimiento lucían insondables cuando inclinó la cabeza para mirarlas. La ausencia de ruido se extendía también en la calle, y dio a sus palabras mayor énfasis del que pretendía.

     Sherlock se tomó un momento para colocar el violín sobre la mesa antes de emitir comentarios.

     ―¿Comienzas a aburrirte de verme todo el tiempo? ―William no detectó ni un atisbo de reproche en su voz. Lo sintió apoyar una mano sobre su espalda para después agacharse a su lado.

     ―Es parte de quien eres ―dijo volviéndose hacia él con una de esas sonrisas pacíficas que solía mostrarle desde que se conocieron en medio del mar―. Una vida carente de emoción no es suficiente para ti, además es una pena que desperdicies tu talento.

     Las cejas se Sherlock se juntaron y su boca se torció. No era capaz de negarlo. Desvió la vista hacia el cielo nocturno.

     ―Y de esa manera no tendría que pagar yo solo el alquiler de nuevo ―añadió después de más silencio del que estimó prudente, con un lento encogimiento de hombros―. A menos que quieras ayudarme resolviendo los problemas menores de nuestros vecinos.

     ―Si esas eran tus verdaderas intenciones, debiste empezar por ahí ―se quejó como si le traicionara.

     ―Sé que podrías hacerlo, Sherly.

     Se rio entre dientes ante su gesto ofuscado, pero se dijo que estaba bien. A falta de la posibilidad de pagarle con su alma, resolvió que al menos le daría eso.  

     A pesar de que le pidió no malgastar los ahorros que habían conseguido reunir, Sherlock continuaba trayendo baratijas que más temprano que tarde se acumularían en los rincones y empezarían a estorbar. No obstante, llamó la atención de William que en una ocasión regresara con un ejemplar del último de los libros que John Watson había escrito respecto a sus hazañas. Como no era asiduo a su literatura, supuso que solamente la curiosidad lo había impulsado a comprarlo.

     ―¿Lo terminaste? ―Levantó el tomo después de que Sherlock lo arrojara sobre el sofá con más ímpetu del necesario. «El problema final», rezaban unas grandes letras doradas sobre la cubierta azul oscuro.

     ―Ya no me interesa, sabía que estaba lleno de tonterías ―refunfuñó mientras encendía un cigarro―. Puedes tenerlo si lo quieres.

     William pasó los dedos despacio por encima de la caligrafía ondulada del título. Incluso tras sus muertes, la leyenda del detective Sherlock Holmes persistiría gracias a esas historias. Lo consideraba un acierto, incluso aunque su propia figura fuera plasmada para siempre como la peor encarnación del mal que haya pisado Inglaterra.

     A diferencia de su pareja, le pareció una lectura interesante, y así se lo hizo saber al día siguiente.

     ―El doctor Watson tiene un gusto excelente ―Comentó con admiración durante el desayuno―. Las cataratas de Reichenbach… esa pudo ser una gran idea.

     Sherlock le clavó los ojos encima como si le hubiese sugerido sacárselos con la cuchara que usaba para revolver el té.

     ―Cambié de opinión, regrésame esa basura. ―Le vio levantarse de la mesa e ir en dirección al dormitorio, donde William lo había dejado―. Voy a quemarlo y lanzar las cenizas al canal.

     ―Es mío ahora. No es correcto pedir la devolución de un regalo.

     ―Te compraré otro mejor, ¿de acuerdo? ―le gritó desde el cuarto.

     ―No quiero otro, quiero ese.

     ―Maldita sea, Liam. ―Regresó con el dichoso libro y se revolvió el cabello rizado que llevaba sin atar―. Esta cosa solo nos trae malos recuerdos.

     ―No todos son malos ―dijo mientras bebía un sorbo de su taza―. Y es mejor que esa sea la versión oficial, le agradezco que lo escribiera.

     Sherlock ocupó de nuevo su lugar enfrente de William y soltó el volumen sobre el mantel de punto.

     ―No estoy de acuerdo en eso ―repuso mirando la tapa con malestar―. Si tanto insistes no lo quemaré, pero más vale que no pienses cosas extrañas, ¿entendido?

     ―¿A qué cosas te refieres?

     ―Sabes bien de qué estoy hablando.

Aunque continuaba escrutando el libro con desdén, apretó su mano cuando la de William buscó la suya por encima de la mesa. Los labios del matemático se curvaron y su rostro resplandeció como otro sol en la mañana. 

Notas finales:

Divagué mucho para decidir dónde vivirían nuestros protagonistas porque ya he leído bastantes fics en que los mandan a Suiza (por obvias razones) o Francia, y quería ser original. Así que perdí el tiempo mirando mapas e imágenes de la época de ciudades de Europa, hasta que encontré las de Ámsterdam y del canal Oudezijds Kolk y me pareció una locación preciosa, véanlas si pueden. Además, como se menciona, Ámsterdam era una ciudad en pleno apogeo en ese momento y según leí el idioma tiene similitudes con el inglés, así que dos británicos no la tendrían tan difícil (?).


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