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Siete días lejos del mar por mei yuuki

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Notas del capitulo:

Prompt: Las lágrimas son saladas.

     ―En el espacio bajo la tercera roca, hay una la maleta que guardé para emergencias ―le había dicho a Sherlock antes de marcharse, señalando con la mano el montoncillo de enormes pedruscos en una esquina―. Imagino que la ropa será de tu talla; toma lo que necesites y regresa. Estamos a medio kilómetro del sitio en que te encontré, pero bastará con que continúes por la playa en dirección al sur.

     Sentía las piernas desnudas, que acababa de recuperar para desplazarse por la arena, débiles como si fuera la primera vez que las usara. Sherlock estaba observándole con una fijeza perceptible, pero no se volvió hacia él.

     ―¿No vas a confesarme nada más? Aún hay cosas que quiero que me aclares. No puedes simplemente irte ahora.

     ―Te he dicho todo lo que necesitas saber. En caso de que dudes de la veracidad de mis palabras, eres libre de divulgar lo que has visto hoy. Estás en tu derecho después de lo que te hice.

     ―No me habrías salvado si creyeras que iba a exponerte ―lo oyó decir después de un silencio breve, la voz anegada de disgusto.

     ―¿Quién podría saber? No tuve tiempo de considerarlo ―replicó con cinismo. Esperaba hacerlo enojar, pero desafiando sus expectativas, Sherlock se inclinó y le detuvo tomándole por el brazo que no tenía herido.

     Ante la calidez que su mano emanaba de nuevo, sus ojos temblaron; afortunadamente él no pudo advertirlo desde su posición.

     ―Dime, ¿qué me garantiza que no te esfumarás otra vez?

     ―Ya sabes dónde siempre estaré, Sherlock; hasta el día en que me encierren en un estanque del acuario.  ―Distendió los labios en una sonrisa aciaga, al tiempo que se quitaba de encima sus dedos.

     Cuando estaba en el océano, los sentidos de William eran los de un depredador. Una vez que la sangre se derramaba, era capaz de percibir su efluvio y rastrear el origen desde varias millas a la redonda. Las características de la misma le dejaban saber si brotaba de un animal o de un ser humano; esta última solía ser inconfundible debido a la densidad de su aroma, y fue precisamente gracias a ello que dio con su cuerpo inerte con tanta celeridad, a pesar de que la corriente no dejaba de arrastrarlo.

     Aunque no había asistido a su encuentro en el muelle, pasó la tarde nadando en sus alrededores, sintiéndose intranquilo. La tentación de pasar el día juntos por última vez le trepidaba el corazón; pero al no poder brindarle honestidad, se convenció de que no le supondría a Sherlock ningún bien que se relacionaran por más tiempo. Una decepción inmediata era preferible a que descubriera que ni siquiera pertenecían a la misma especie. Se antepuso a las consecuencias para ambos, si bien, al tratarse de una persona tan única y sagaz, fracasó en predecir con certeza absoluta la forma en que reaccionaría.

     Sin embargo, la desgracia cayó sobre él, y no pudo intervenir para evitarlo. Se preciaba de poder dominar sus emociones bajo cualquier circunstancia; pero el horror que experimentó al hallarlo inconsciente, desangrándose como carnada para tiburones, no lo olvidaría ni tras cumplir su primer siglo.

     Por muy veloz que fuera para recorrer largas distancias en minutos, sabía que era tarde para salvarlo; le llevó a un lugar seguro, pero no tenía manera de detener la hemorragia usando métodos convencionales. Se le escapaba la vida debajo de sus manos impotentes. Al verlas empapadas de su sangre concibió una idea atroz y se puso en marcha, sin tener tiempo para vacilar. El filo de la daga, que era casi indistinguible en la oscuridad cuando la extrajo de la valija oculta, penetró su piel limpiamente. La hendió en su brazo una y otra vez, haciendo caso omiso del dolor, y puso después dentro de su boca los pegajosos pedazos. «Mastica y traga», repitió esta orden en su oído con la voz especial a la que pocos seres podían resistirse, a sabiendas de que lo alcanzaría a través del sopor.

     Tras un par de horas tortuosas en que William creyó que tal vez no serviría de nada, las heridas de su espalda cerraron. Al contemplarlo dormir tomó consciencia del pecado que cometió, y que Sherlock no se lo recriminara al enterarse de la verdad no ayudó a disminuir el renovado sentimiento de culpa. Aquello era un tabú, y solía interpretarse como el castigo para quien diera caza y devorara la carne de una sirena. Ahora él habría de cargarlo, a pesar de ser inocente, debido a su egoísmo.

     Mientras estuvo a punto de perderlo, la mente y el corazón se le habían nublado de angustia y se aferró a él con desesperación. Hubiese hecho cualquier cosa para mantenerle vivo, y saberlo le turbaba.

     Durante toda su vida se sintió interesado por el mundo de los terrestres y aprendió a simular ser uno de ellos desde muy joven; se embebió de su cultura, la que aprendió de las páginas de los libros, y quiso retribuirles prestándoles sus vastos conocimientos. Fue testigo de la bondad de muchas personas, y asimismo de la miseria y la maldad de otras tantas. Los poderosos utilizaban sus privilegios para oprimir a quienes tenían bajo su yugo y la sociedad se corrompía sin remisión, incluso en un pueblo como aquel. Temía que el océano también acabaría por ser contaminado al final.

     Entonces apareció alguien como Sherlock Holmes, con su actitud despreocupada y confianza para desvelar verdades, y le recordó porque fue que se aventuró fuera de los mares en primer lugar. Era otro forastero, y en apenas unos días le hizo olvidar que se suponía que no debería estar allí, entre los seres humanos. Le ofreció su amistad sin pedirle ninguna cosa, y causó, sin sospecharlo, que su hogar le pareciera solitario y silencioso. Más aún, infundió en William la esperanza de que el país no se hundiría completamente en tanto existieran individuos como él. Ese pensamiento aliviaba en parte la amargura de la despedida, y a su vez se convirtió en otro motivo por el que dejarlo morir se le antojó inaceptable.

     ―… Podemos irnos de aquí, no me importa ―le propuso su hermano Louis, superando su perplejidad e intentando quitarle un peso de encima, cuando le reveló lo sucedido sin guardarse los detalles―. Así no tendrás que preocuparte más por él; ya hiciste mucho por ese hombre, hermano. Lo menos que debe hacer es agradecerte guardando nuestro secreto.

     Sus palabras parecieron condensarse en la frialdad del silencio que reinaba dentro de la cueva. Aquel era uno de los varios sitios subterráneos en que se reunían tras sus incursiones en tierra firme; su existencia pasaba desapercibida incluso para buena parte de los pescadores y por ende no tenían que preocuparse de ser descubiertos.

     ―Te debo una disculpa también a ti ―le sonrió y desvió la mirada hacia el charco cristalino que tenían al frente, en cuya superficie se materializaban sus reflejos casi idénticos―. El riesgo de mostrarme ante alguien en esta forma no solo me involucra a mí. No tenía derecho a tomar tal decisión sin consultarte.

     A diferencia suya, Louis prefería evitar el trato con desconocidos y solo dejaba las aguas para hacerle compañía. No era de extrañar que fuera cauteloso: solo eran ellos dos en aquel rincón del océano y había oído de William el rumor que circulaba en la región de los supuestos avistamientos de sirenas.

     ―No conozco a ese Holmes y honestamente nunca esperé algo como esto ―dijo y se inclinó, mirándole a través de su imagen reflejada. Lucía más pálido que la luna ausente y tenía los labios trémulos―, pero sé que siempre actúas de la mejor manera. Si es tan inteligente como me has dicho, debería ser capaz de apreciarlo también.

     Evitó aclararle que era él quien no era capaz de verlo así. Esa noche se hundió hasta el fondo oceánico, incapaz de entregarse al sueño, deseando deshacer lo que ya estaba consumado. Se observaba el brazo con desprecio. Si pudiese ofrecer su propia vida a cambio de retirar la inmortalidad del detective lo haría sin sentir temor, pero no había tal intercambio milagroso. Las leyendas humanas contaban medias verdades; lo cierto es que ninguna sirena podría modificar su condición. Aunque derramara lágrimas de arrepentimiento por el resto de su interminable existencia, nadie se apiadaría de su infortunio. A fin de cuentas, no eran diferentes al agua de mar.


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