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Fuego y miel por 1827kratSN

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Cuánto había dudado durante esos años, demasiados para que un humano normal aguantara tanta desdicha junta, pero él no podía quejarse siquiera, siempre pendiente del qué dirán y cómo actuarán.

Pero triunfó en una cosa.

Y estaba orgulloso de eso.

Muchos habían envidiado su autocontrol, su tan afirmada consciencia que no lo abandonaba ni cuando el calor poco usual en los de su clase se presentaba para nublarles el juicio. Y aun en esas épocas, eso seguía aferrado a su diario vivir.

Porque a pesar de que llevaba un matrimonio conocido por todos, y que pasó incesantes periodos de fuego en la piel de ambas partes, jamás había cedido ante la necesidad animal de formar un vínculo para atarse con el que era su esposo. El cuello de Francia seguía intacto, tal y como se mostró en la ceremonia donde pactaban su paz entre monarcas.

Y es que no quería desperdiciar algo tan preciado con un ser al que no amaba. Se lo juró a sí mismo, incluso rebelándose contra su madre y la sociedad que le exigía esa barbárica cicatriz para marcar un estatus. Fue por orgullo y su deseo de formar un vínculo solo con la persona a la que amaba, y también fue la repulsión secreta que le generaba la sola idea de vincular con alguien que no fuera Portugal.

La marca alfa-omega era innecesaria para él, porque aquel reino ya tenía estatus, impecable título que nadie logró arrebatarle ni en las fechas más caóticas. Él no requería de un lazo, su simple nombre ya marcaba a Francia como de su posesión y pocos eran los imbéciles que osaron y osaban tocar lo que legalmente le pertenecía, mismos que terminaban como una mancha roja en su línea de vida.

—¿Por qué sonríes tanto cuando estás con él?

—¿Eso importa? —no miraba a su acompañante, no era necesario.

—Mírame al menos, mon amour —palabras cariñosas que no correspondían con la expresión molesta del francés.

—Francia, no estoy de humor para otra discusión sin fundamentos —suspiró para mirarlo—. ¿Podemos tener una cena tranquila?

—¿Como cuando nos casamos?

—Sí.

—Me esforzaré.

No estaban en buenos términos, no lo habían estado desde hace mucho, y era muy triste. Al inicio y a sabiendas de que todo eso era arreglado, intentaron congeniar, incluso llegaron a quererse tanto como cualquier pareja normal, con las acciones amables que les correspondía como matrimonio.

Pero no duró.

Porque alguien sembró una semilla de discordia y una pelea se dio.

Así como se quisieron, también se odiaron.

Su carácter chocaba entre sí, ambos siempre intentando tomar el control de las cosas, ambos cargando con el peso de tantas personas y deseos por poder. La primera traición marcó años y años de peleas y reconciliaciones interminables que solo los lastimaba más y más. No era su culpa y a la vez parecía que sí.

Intentaron amarse de nuevo, pero alguno de los dos terminaba contrariando todo.

Era un ciclo sin fin que se llevó la sonrisa del británico y la pasión del francés.

Su matrimonio fracasó tantas veces que ya era un chiste el querer repararlo. Y aun así, tal vez en el fondo y por mera costumbre, intentaban recomponer todo e imaginar que podían ser felices mientras las alianzas en sus dedos siguieran tan brillantes y notorias. Obviamente era un sueño que poco a poco les iba comiendo el alma.

—¿Alguna vez pensaste en formar un vínculo conmigo?

—Sí —el británico suspiró profundamente al recordar aquello—. Tenía esa esperanza, Francia.

—¿Y por qué nunca lo hiciste?

—Porque no iba a lastimarte por una mentira —lo miró a los ojos—. Porque no pude amarte, Francia, no como querías y como yo quería.

—Solo necesitábamos un lazo para llegar a eso.

—¿Crees que forzar algo es adecuado? ¿Crees que el lazo iba a transformar esa mentira en algo real?

—¡Tenía la esperanza!

—Te mereces algo mejor que una falacia armada solo para que no nos matemos… Para que nuestra gente no se mate entre sí.

Era la verdad, dolorosa verdad que Francia nunca quiso aceptar, porque así como el gran reino tenía sus convicciones, él anhelaba formar parte de una familia feliz y perfecta. No importaba cómo. Ni siquiera tomaba en cuenta sus propios deseos y sueños.

Entonces Francia admiraba como las visitas de Portugal lograban devolverle la sonrisa al británico, y su alma fulguraba en rabia, envidia, y odio. Fueron varias veces en las que peleó y rechazó la llegada del explorador a su casa, furioso evitó que las visitas se dieran, e incluso llegó a llevarse a su esposo con mentiras lo más lejos posible para evitar esos encuentros.

Pero se estaba mintiendo.

Siempre lo supo.

—¿Por qué Portugal?

—No quiero hablar de eso contigo, Francia.

—¿Y si no existiera?

—Ni siquiera lo insinúes.

—Quiero que desaparezca —bramó furioso, entre lágrimas—. Quiero verlo desintegrarse en cenizas… ¡Lo quiero lejos!

—¡Silencio!

Eran pocas las veces en las que el carácter monótono, sereno, reservado, del británico se descarrillaba. En esa ocasión forcejearon, cada uno intentando que el otro se callara, expresando lo frustrados que estaban por haber sido forzados a una unión por conveniencia.

—¡Voy a ir contra él! ¡Lo quiero destruir!

—Si le haces algo a Portugal, por mínimo que fuera —le apretó la muñeca con tanta fuerza hasta que vio esa piel roja—, no solo iré contra ti… Te destruiré y te dejaré en ruinas hasta que no puedas siquiera levantarte, Francia. ¡Serás mi enemigo!

El autocontrol del que el gran reino presumía, se esfumó en esa discusión, de las última que tuvieron como pareja. Porque esa pelea marcó un final a una relación rota. Francia ya no lo soportó, entendió que ya no tenía ni siquiera esperanza.

Y así como sus monarcas empezaron todo aquel infierno, fue Francia también quien lo terminó.

Pero tomó tiempo, mucho tiempo.

—Me gusta tu sonrisa, señor tecito —le habló con cariño, como en antaño.

—¿Qué sonrisa? —lo miró extrañado.

—La que… esbozas cuando Portugal te visita.

—Francia no quiero pelear —suspiró—. Quiero que nuestra separación sea… armoniosa.

—Lo sé —se quitó la alianza y la dejó en manos ajenas—. También quiero eso.

—Esto no es fácil para mí —le tomó de las manos para acariciarlas.

—Estaremos bien —Francia soltó una risita temblorosa porque ocultaba su llanto—. Si estamos lejos el uno del otro, estaremos bien.

—Sé feliz, querido.

—Espero que algún día me perdones por haberte arrebatado tu bonita sonrisa.

—Y yo lamento el haberte robado tus sueños —le besó el dorso de la mano derecha.

Fue una despedida muy triste, pero ambos sabían que era para mejor.

Porque ahora ambos podrían aspirar a un sueño real, a una vida más tranquila.

Y aun así sería difícil mantener una paz que desde el inicio se tambaleó.


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