Instinto
Pero algo curioso pasó, ese olor a sudor nunca regresó.
Pensé que pudo ser porque la sudadera le pertenecía a alguien de otro grado o que como hablamos de aromas me quedé con esa fijación, que era justo lo que mi mamá no quería que me pasara.
Con el paso de las semanas y los temas de las tutorías nos dimos cuenta que casi nadie encajaba en las descripciones de los libros sino más como esa pequeña oración que dice “la sangre se fue mezclando hasta perderse la pureza, dando paso a la sociedad igualitaria que evolucionó a cómo lo es en la actualidad”.
Pero cierto día cerca de vacaciones pasó: reaccioné a la voz de mando de uno de mis compañeros y ese fue el principio del fin.
Estábamos haciendo carteles en el suelo cuando uno de ellos, al querer pasar por nuestro espacio, dice:
-Quítate.
¿Han escuchado ese sonido previo a detonaciones de armas en los videojuegos? Porque así fue como mi cerebro me advirtió que algo estaba pasando y no era bueno para mí, ya que de inmediato bajé la cabeza, como clavándola en el suelo para arrastrarme a un costado.
Cuando él dijo “gracias” sentí una explosión de flores en mi estómago, pero no pude levantar la mirada porque no había recibido esa orden.
Ese desafortunado incidente lo notó el profesor que se lo comunicó a la Tutora así que pasé a ser un foco rojo.
Y él también.
Tan pronto como regresamos a clases él cambió de asiento, dos a un costado mío.
Descubrí que tenía un lado sádico; disfrutaba darme órdenes ligeras como “dame tu lápiz, cómprame pizza, haz mi tarea” e hizo que naciera un masoquista en mí porque realmente disfrutaba cumplirle. O de menos esos momentos en los que él lo recibía porque de inmediato volvía a la realidad cuestionándome por qué lo estaba haciendo.
No quise decirle a mi mamá, pero fui interrogado por la tutora que también me dejó de tarea un árbol genealógico hasta cinco generaciones ascendentes para asegurarse si yo era o no, un pura sangre, además, dio la indicación de que debían de cambiarnos de lugar, así terminé a un costado de la puerta y él al fondo de la última fila.
Eso funcionaba durante clases porque en la salida al receso pasaba por mi mesa a ordenarme que le comprara el desayuno, así como buscarlo para entregárselo.
En esos días, lo encontraba en la cancha de futbol jugando sin camisa, luego venía hacía mí con su cabello y torso sudados. No tenía indicación para verlo pero él siempre creyó que no le miraba al rostro por pena.
-Bien, ahora piérdete –dijo apenas le entregué el desayuno- O sea, no seas pendejo, no es literal. Sólo no te quiero ver.
Mordí fuertemente mis labios para contenerme, pero también lo notó.
-Tampoco es literal eso, sólo vete a hacer tus cosas y no me interrumpas.
No sabía si asentir o hablar.
-Me gusta que te quedes callado, porque quién calla: otorga.
Presioné mis ojos completamente ansioso pero asustado.
-Escucha bien, piccoletto-asentí efusivamente provocando que se riera-, me perteneces, por ende voy a divertirme mucho estos tres años, ¿de acuerdo?
-De acuerdo -susurré sintiendo que salía vaho de mi boca al tiempo que mi mejillas ardían.
-Ahora vete, tu apestoso trasero impide que disfrute el aroma de mi comida.
Una descarga eléctrica se extendió por todo mi cuerpo para finalmente hacerme a un costado y dejarle pasar.
-Oh y una ultima cosa -escuché su voz antes de volver a percibir su sudor, mareándome- te prohíbo hablar sobre esto con alguien que no sea yo, ¿entiendes? Espero que sí.
-Sí -susurré-, entiendo.
-Genial -contestó- me largo.
Mis piernas temblaron porque su olor se hacía más fuerte pesé a que se alejaba, haciendo que cayera sobre mis rodillas antes de que un balón golpeara mi rostro, así que quiénes estaban ahí fueron testigos de mi reflejos y no de una intimidación que se extendió por un par de años.