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Una Distracción por Rising Sloth

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Capítulo 3.Perdido.

 

Caminaba por el bosque, descalza y con los los pies arrastrados, con sus botas sostenidas en una sola mano. La luz del alba había sido la encargada de que despertara aquella mañana; se había pasado toda la noche durmiendo en el suelo, entre aquellos árboles sombríos. Por el camino encontró un arroyo, se bañó en él a conciencia, sin importarle si se hacía daño en las zonas donde Shanks se le había restregado y dejado sus marcas; se hizo algunos arañazos, algunos moratones. No sé quitó los pendientes; aunque las ganas no le faltasen cada vez que cerraba los ojos y se imaginaba la lengua de ese pirata jugando con ellos, su aliento caliente y hediondo; no permitiría que el pelirrojo le dominara hasta tal punto.

Cuando salió del agua encontró su ropa donde la había dejado, sucia de su propio sudor, de tierra. Su camisa lucía una buena mancha de vino. Pensó en lavarla también, pero se le hacía tarde, y no quería que nadie en esa isla pensara que se escondía, que era un niño asustado.

Una vez vestido, se ajustó de nuevo sus espadas en el cinturón. Era la primera vez, desde la tarde anterior, que consciente de ellas. Las llevaba encima cuando Shanks le vino de frente, pero ni siquiera fue capaz pensar que su mano alcanzara una de las tres empuñaduras.

El sonido de roce de hojas le alertó. Se fijó en la foresta, entre los matorrales se ocultaba un humandril. Aquel animal no parecía con intención de un ataque, Zoro tampoco percibía el brillo de ningún arma blanca o cañón de pistola. Era como si sólo le observara. Se le revolvió el estómago. ¿Y si los simios habían visto lo ocurrido en el claro? ¿Y si se encontraba la misma escena imitada una y otra vez?

Se le dobló el estómago y calló de rodillas. No supo como no vómito. Recogió su botas y se alejó de ese lugar, el humandril no le siguió, ni apareció ningún otro de su especie.

–Llegas tarde.

Aquella voz le sobresaltó. Alzó su mirada con cautela hacia él. Sin darse cuenta había llegado al lugar donde siempre entrenaba con Mihawk. Éste se mantenía quieto, erguido, con los brazos cruzados delante del pecho y el dorado de su ojo izquierdo, el que no era tapado por el ala de su sombrero, clavado sobre el joven.

Zoro sentía que tragaba arena y esta pasaba por su esófago. Mihawk suspiró por la nariz, molesto, aunque la severidad de su voz no resultó tajante, ni tan soberbia como acostumbraba.

–¿Acaso no acordamos en que te presentarías aquí todas las mañanas antes que el sol?

Las pupilas del joven otearon su alrededor. Aquellos días atrás, ese sitio, había estado ocupado por los piratas de Shanks, por la fiesta que traían consigo, por ello Zoro se había retirado a otros sitios de la isla. No obstante, ese ese momento, sólo estaban Mihawk y él.

–Se marcharon anoche –le informó el mayor, cuando vio como miraba a un lado y a otro.

–¿Todos?

El halcón asintió, y al peliverde le costó entender el significado de ese asentimiento. Era como si Mihawk hubiese echado a Shanks. Era raro, todos esos días atrás reprimió aquel deseo de que le prestara atención a él, que largara al pelirrojo cuanto antes mejor; le era imposible sentir un mínimo de alivio, al contrario, sentía que le había hecho ceder ante una pataleta de niño pequeño.

–Pensaron que fui yo.

De nuevo, la voz del mayor le sorprendió. Mihawk siguió:

–Dieron por hecho que había sido yo el que le había dejado el ojo morado–su mirada de rapaz se dirigió hacia la costa–, por eso no pusieron muchas pegas al embarco. Él mismo no asimilaba que alguien tuviese un haki lo suficientemente perfeccionado como para liberarse de él a la mínima que se despistara.

Ahí, su cabeza, se quedó en punto muerto. Arrancó a tientas.

–Yo no necesito que me halagues por pena.

Mihawk alzó una ceja.

–¿Quién te está halagando? Que controles el haki así es gracias a mi. Y basta ya de cháchara. Seguro que no has avanzado nada entrenando por tu cuenta. Ven aquí y toma posición.

–Aún no he desayunado.

–¿Enserio? Una lástima. Seguro que mañana recuerdas levantarte antes.

La cara del peliverde se le quedó en un rictus. Gruñó, soltó sus botas y avanzó con grandes zancadas hasta donde el señor de los Siete Guerreros del Mar le parecía bien que estuviera.

–Empecemos con un calentamiento –dijo ya en tono de maestro–. Haz el corte triple.

Zoro le dio la espalda, miró directo al frente, al mar que se extendía hacia el horizonte. Inspiró, llenó sus pulmones con los ojos cerrados, se rodeó del sonido de las olas. Espiró con lentitud ,tomó posición y...

–Tú postura vuelve a estar mal.

Oyó la voz de Mihawk, pero no sus pasos. El mayor no se acercaba como las otras veces. La distancia entre ambos se mantuvo como una verdad inamovible.

–Alza y echa más para atrás los hombros. Mantén la cadera.

Zoro, aturdido, corrigió su postura.

–Sí, así te saldrá. No te olvides de mantener la mirada al frente.

Se concentró por un instante en el vacío que sentía en ese momento, en apartar todo lo que había sucedido en esas últimas veinticuatro horas. Inspiró con los ojos cerrados una vez más. Era lo que él había deseado, una grieta que marcara una distancia entre ambos.

Alos pocos días, cuando aquella idea quedó impresa dentro de él, y sin opción a réplica, su haki de armadura oscureció sus tres espadas.

 

Dos años después...

 

La madrugada estaba lo suficiente avanzada como para que en el barco no se oyera un alma, salvo por las pisadas de Law. La suela de sus zapatos hacían un golpe seco a cada paso sobre la madera de la torre vigía. Caminaba de un lado a otro, como una bestia enjaulada, mientras su cabreo se desbordaba de su cuerpo dejando una ponzoñada estela. Cada cierto rato, su mirada iba para la entrada; despejada, absolutamente despejada; su cabreo revivía y vuelta a empezar.

–Aah...–exhalaba como si el propio aire de sus pulmones le irritase.

¿Es que no iba a venir? ¿De verdad es peliverde había tenido los huevos de soltarle aquello e irse a dormir tan campante? No pudo más.

Cuando se dio cuenta, estaba delante de la puerta del camarote masculino. ¿Y ahora qué? Oyó ronquidos y eso de alguna forma le cabreó nuevamente. Alzó su mano a la altura del pecho, dispuesto a efectuar un room y sacarlo a la fuerza de su catre. Dudó, ¿Qué haría si el espadachín le hablara igual? Su mano tembló un poco. No se lo quitaba de la cabeza, esa mirada endemoniada y esa sonrisa fría de Roronoa. Esas palabras tan crudas que le habían dejado paralizado como a un crío.

Se enfureció, no por el peliverde sino por sí mismo, ¿cómo a esa salturas permitía que alguien hiciese eso con él? Su mano aún temblaba, pero de rabia. Se concentró y su poder emanó en el extremo de sus dedos tatuados. Uno, dos, tres...

Le derribaron de golpe seco. Su frente recibió el impacto de la puerta al abrirse de sopetón, y su culo amoldó la caída.

–¿Torao?–le dijo el capitán del Sunny–. Si que te gusta dormir en sitios raros –se rio.

Luffy nunca fue consciente de que su aliado, tirado en el suelo por su culpa, no lo asesinó en ese instante por el bien mayor de su plan. Law respiró hondo y se ajustó la gorra.

–¿Buscabas a Zoro? –preguntó de repente con un inconveniente achispamiento, se acuclilló frente al cirujano–. Si quieres le despierto, pero no creo que responda de buen humor, hoy estaba raro.

Law le miró sorprendido.

–Te has dado cuenta.

Luffy sonrió, aunque su sonrisa fue extraña. Luego rugieron sus tripas.

–Qué hambre tengo –se incorporó–. Voy a ver si Sanji se ha despistado y dejado algo. ¿Te vienes, Torao?

El de las ojeras alternó su mirada entre su aliado que ya se iba y la puerta del camarote. Resopló y se fue con Sombrero de Paja.

No parecía que el cocinero se hubiese despistado, sino más bien que había dejado una carnaza para que su capitán se apaciguara lo suficiente hasta el desayuno y no se liara a puñetazo limpio contra el candado de la nevera o la despensa. Los dos aliados se sentaron así a la mesa, uno comía y el otro esperó, hasta que no pudo más.

–Sombrero-ya, antes me ha parecido que sabías lo que le pasaba a tu segundo de a bordo.

–¿Hum? Pues sí que piensas –dijo sin parar su aperitivo de madrugada–,pero en realidad no sé nada.

–Has dicho que está raro.

–Sí, hoy volvía a estar raro, pero no sé por qué.

–¿Volvía?¿Ha estado más veces así?

Luffy asintió y tragó.

–Antes no, pero desde que nos reencontramos en Shabondy le pasa.

–Como si no tuviera la cabeza aquí.

–Eso a parte. Ya es verdad que no tanto, pero los primeros días notaba que me miraba mucho, y cuando le pillaba hacía cómo que no. Raro, como te he dicho, raro para ser él.

–¿Y no le has preguntado a cuento de qué?

–¿Para que voy hacer eso? –se rio–. Zoro es mayorcito, si me quiere contar algo lo hará por su cuenta.

El cirujano desvió la mirada hacia otro punto mientras el capitán del Sunny devoraba y devoraba.

–¿Y si no fuese capaz de contártelo?

–Zoro es capaz, decida lo que decida es capaz de lo que sea.

La conversación terminó allí, Law lo supo. Dejó a Luffy con su contubernio y se volvió a la torre vigía. Se tiró sobre el sofá, todavía con su pensamientos en aquella conversación. No debería importarme tanto, pensó. Sin embargo, le daba vueltas a los secretos del espadachín. ¿Qué le había ocurrido en esos dos años como para que se alterara por una simple flor, para que se disociara en una tripulación tan familiar como aquella o incluso la relación con su capitán se hubiese visto afectada?

 

Dieciséis meses antes...

 

Pasaron los suficientes meses desde aquello. La relación con Mihawk se estabilizó y se convirtieron en nada más que maestro y alumno. Ya no se acercaban el uno al otro, no había tonteos ni tiras y aflojas. Eran dos personas consciente de que el tiempo de convivencia era limitado y que se debían ajustar a lo pactado. La relación no era fría del todo, simplemente distante. Gracias a eso, la habilidad de esgrima y haki de Zoro había evolucionado a un nivel que incluso sobrepasaron las expectativas del halcón. Gracias a eso, estabilizaron una paz práctica y utilitaria.

Entonces, tras que casi cumpliera un año en Kuranaiga, aquel barco volvió.

–Vaya, sigues aquí –le dijo Shanks cuando le vio.

El peliverde no le contestó más que con una mirada de profundo y arrogante desprecio.

–Y con las mismas malas pulgas. Aunque sí te veo algo cambiado –se señaló sus propio párpado marcado por tres cicatrices–. Espero que el que te falte un ojo no te dificulte demasiado tu habilidad con la esgrima.

–Incluso si me faltara un brazo eso no me dificultaría nada.

El comentario se ganó la atención de varios hombres de ese pirata, la mayoría se extrañaron, algunos le tantearon, analizaron si necesitaba ponerse en guardia. Shanks, después de una mirada de sorpresa, se rio, y eso calmó los ánimos.

–Shanks–apareció Mihawk, a las puertas del castillo–. ¿Qué haces aquí?

–Mihawk, la Marina nos perseguía desde hace varias semanas, necesitaríamos unos días para escondernos. Saben que tú guardas esta isla y no se acercarán.

Era evidente el cansancio de aquella tripulación, incluida la de su capitán, aún así, Zoro, esperó la respuesta de Mihawk. Sin quererlo, se hizo expectativas.

–Tres días, a la mañana del cuarto quiero vuestro barco en el horizonte.

–Por supuesto.

El halcón le dio la espalda y volvió a su castillo, Shanks miró al joven peliverde por encima del hombro, con una media sonrisa. Se señaló una vez más el ojo.

–Te queda bien.

Y siguió los pasos del señor de la isla.

 

Más de un año después...

 

Esa mañana, algo inesperado, el desayuno se desarrollaba con más calma. Aún no se habían despertado todos y poco a poco llegaban a la cocina y se sentaban a la mesa. Law aguardaba con más interés de lo que se reconocería nunca la aparición del espadachín; solo por saber cómo le trataría, como estaría.

Llegó en ultimo lugar Franky, que bostezó y al segundo hizo su pose de super porque había dormido SUPER bien.

–¿Y Zoro? –preguntó la navegante–. Después se la pasa de siesta en siesta todo el día pero no suele ser el último en levantarse.

–¿Eh?–la miró el cyborg–. En el camarote ya no había nadie.

–Es verdad –comentó el esqueleto–. De aquí fui el primero que se levantó pero ahora que recuerdo no lo vi en su catre. ¡Oh! ¡Quizás estaba con el señor Law!

–Conmigo no estaba nadie.

Lo dijo tan tajante, con tanta ira contenida, tanto en su mirada como en sus palabras que hasta Luffy se atragantó.

–Eh...Yo le vi al alba –comentó Kin'emon–. Llevaba sus espadas y una mochila, dijo que aprovecharía antes de que mañana nos fuésemos a Dressrosa para entrenar por la isla.

El silencio cayó sin que el cirujano, el samurai y su hijo supieran muy bien el porqué. Al unisono, la banda de Sombrero de paja colocó sus ojos en Kin'emon.

–¡SEHA PERDIDO!

La calma se fue a paseo. Hubo un intercambio de gritos y críticas hacia el peliverde, sobre todo por parte del cocinero, con las que Law comprendió que Roronoa era tan tonto, pero tan sumamente tonto, como para perderse en un camino recto y señalizado.

–Law, tienes que ir en su busca –puso Nami la mano en su hombro.

–¿Que yo qué?

–Vilo que hiciste en Punk Harzard, con tu fruta diabólica encontraste los den-den mushi de todos los marines, seguro que puedes hacer lo mismo con ese idiota.

–Para eso tendría que cubrir toda la isla con room, gastaría mis fuerzas de golpe y no es cien por cien seguro que venga un subordinado de Doflamingo a Dryhole.

–¡Entonces no seas tan lento y sal en su busca! ¡Sanji, prepárale un mochila!

–¡Dicho y hecho, pelirroja de mi alma y mi corazón!

–Un momento –se impuso el cirujano–. ¿Quién os creéis que sois para mandarme a mi? Yo no sigo las ordenes de nadie y menos de vosotros.

Al rato estaba fuera del barco con la mochila puesta y la boca abierta del pasmo.

–¡Y no tardéis mucho en regresar! –le hablaba Nami desde el Sunny desde donde todos le despedían–. Recuerda que fuiste tú el que le apuntó la fecha a Doflamingo y no querrás que piense que te has echado para atrás.

No tenía claro a quien se cargaría después de que terminase con Doflamiento, si a ese capitán que entendía la alianza como le daba la gana, a esa navegante que le sacaba el dinero y mandaba de niñera, o a ese espadachín que se beneficiaba de su cuerpo tatuado y luego se largaba.

 

Un año antes...

 

Cerca de doces meses desde que vivía en ese castillo y los pasillos le seguían pareciendo todos iguales. Intentaba recordar qué camino había tomado antes, tan sólo quería regresar a su puñetera habitación, pero era como si no dejara de dar vueltas y vueltas.

Mierda, siempre lo mismo, siempre que ese pelirrojo volvía acababa tan alterado que su sentido de la orientación, ya malo de por sí, se volvía aún más en su contra. La cabeza le daba vueltas, él mismo daba vueltas, no respiraba bien.

–Como me imaginaba, perdido y con otro ataque de ansiedad.

Esa voz en su oído le sobresaltó, lo suficiente para que pegara un bote. Marcó varios pasos de distancia y se puso en guardia.

Se relajó, no del todo, cuando vio que se trataba de Perona, una proyección de ella puesto que levitaba por encima del suelo.

–Es como si tu sentido de la orientación fuese a preescolar.

Él afiló su mirada.

–No estoy para tus pullas.

–Me imagino, tiene que ser duro para alguien como tú salir por patas porque le de miedo ese pirata pelirrojo.

–¡Yo no he salido por patas! Ni tengo miedo... –le escondió el gesto ala chica–. Tan solo me revuelve el estomago verle.

Verle con Mihawk. Shanks había convertido en un pasatiempo las visitas a Kuranaiga, y el halcón nunca le rechazaba. Odiaba verlo, odiaba se respectador de esa complicidad, odiaba que sus emociones se desbordasen de esa manera.

–Pues dile a tu estómago que se calme –le regañó la princesa fantasma–. Cuando salgas de esta isla Mihawk no estará para protegerte.

Zoro la atacó con la mirada, pero cuando su ojo se puso donde ella había estado, hasta hacía menos de un segundo, la proyección de Perona había desaparecido. Resopló cansado, muy cansado. Apoyó su espalda en la pared de piedra del pasillo. ¿Qué significaba eso de que Mihawk le protegía? A esas alturas, ya no creía que aquella vez el Gran Espadachín hubiese sacado a ese pirata de la isla. No, seguramente, después del puñetazo en el ojo y el rodillazo en su descendencia, Shanks se fue por su cuenta porque se le había aguado la fiesta.

Qué largos se me están haciendo estos dos años, pensó.

Oyó un extraño ruido a su espalda, tras la pared, como el de un cerrojo que se abre.

–Perona, si sigues ahí te repito que no estoy de humor para tus jueguecitos.

No recibió respuesta, en su lugar, escuchó el mismo sonido repetido unas cuantas veces más, también lo que parecían engranajes, y el temblor de la pared que debería haber sido suficiente razón para haberse apartado, sin embargo, no hubo tiempo.

La piedra se hizo a un lado, el cuerpo del peliverde se desprendió y calló así por unas escaleras. Tras una prolongada y dolorosa caída, dio contra el suelo llano, quedando con las rodillas al lado de la cabeza. Agradeció que nadie más lo hubiese visto. Esperaba.

–Ah...–gimió en alto mientras se incorporaba–. Menuda costalada.

Un pasillo secreto, no es que le sorprendiera que un castillo como ese lo tuviera, más bien sí le sorprendía haber tardado tanto en encontrar uno. Fuera como fuese, tampoco es que le produjese un increíble interés; ese tipo de ilusiones era más de Luffy e Usopp, aunque a Usopp podía darle más miedo que otra cosa, o de Nami si creía que iba a encontrar algo de valor por el camino. Con desgana, puso un pie en el primer escalón.

Detuvo la subida en seco. Había vuelto a oír algo a su espalda.

Muy quieto, atendió a ese sonido que le llegaba como un murmullo. Eran voces, quizás dos, y una se parecía a la de Mihawk.

Más tarde, reflexionaría sobre aquello, llegaría a la conclusión de que no hubo un pensamiento concreto para que quisiera atravesar la oscuridad del pasillo, pero lo hizo. Con cautela, sin hacer ruido, sus pasos avanzaban. Pensaba que en breve encontraría una habitación iluminada y que miraría a Mihawk directamente a la cara, no obstante, las cosas se desarrollaron de otra manera.

Para cuando llegó al origen de esas voces había corroborado que eran dos, que una era del amo y señor de ese castillo, y que la otra era del pelirrojo. Pero al final de esa ruta no se topó con otra habitación, el pasillo de hecho ni siquiera había terminado. Las voces de los dos piratas llegaban desde un pequeño orificio, como una mirilla.

Zoro tragó saliva, se atrevió y acercó su ojo bueno. Reconoció la parte de la enorme biblioteca donde Mihawk acostumbraba a habitar. Le vio a él, y vio a Shanks, con esa mirada de complicidad que le dedicaba al halcón más de una vez por día, y que el Gran Espadachín le devolvía con indiferencia mal fingida.

El peliverde se apartó, no quería ver más, quería salir de allí.

–La paternidad no te está sentando bien –habló Shanks–. ¿Cuánto queda para que ese crío salga de la isla?

–Un año –respondió con paciencia–. Sabes perfectamente que si no te gusta su presencia aquí no tienes por qué venir.

–Oh, ya vuelves a hablar como si me quisieras bien lejos de ti –dijo con pena edulcorada.

Sea cercó por la espalda al halcón y rodeó su cintura con su brazo; de esa manera, Shanks besó la mejilla de Mihawk, le susurró al oído.

–Eres tú el que sabe perfectamente como que calienta que te hagas el estrecho.

Zoro llevó su mano a la empuñadura al instante, le rebanaría a ese pirata si se le ocurría...

Mihawk giró su cabeza hacia atrás, hacia la cara del pelirrojo. Se besaron en los labios, de manera lenta, con la lengua en la boca del otro. La mano de Shanks desabrochó los pocos botones de la camisa de Mihawk, pero fue él mismo el que se desabrochó el cinturón para que el otro se adentrara en su ropa interior.

–¡Hum!–Mihawk gimió en su boca cuando el pelirrojo le agarró la entrepierna.

–¿Soy demasiado bruto? –le sonrió lascivo.

–Sabes que sí –le regañó con los ojos entrecerrados, gesto que contrastaba con su cara enrojecida.

El joven no entendía que estaba pasando, si sólo lo hubiese entendido hubiese podido dejar de mirar, pero aquello era como una pesadilla. La ropa de los dos hombres cayó ante su vista. Shanks tocaba, lamía y marcaba a Mihawk; Mihawk no sólo se dejaba, lo disfrutaba.

–Baja–le pidió el pelirrojo meloso. Besaba su cara, su cuello, sus labios–. No te hagas de rogar, sabes que es tu boca la que más adoro –se agarró su propia virilidad, ya bastante erecta–. Baja, y después te penetraré tan suave como a ti gusta.

Más besos, más caricias. Mihawk quizás dudó, y quizás esas duda sfueron los que desesperaron a Shanks. El pelirrojo agarró la nuca del halcón y le obligó a bajar. No, Mihawk bajó complaciente.

Zoro apartó la mirada, cerró su ojo y se llevó la mano a la boca. Ya oía los gemidos de ese pirata. Se sentía paralizado por la repulsión. A tientas, en la oscuridad, preocupado de que no le oyeran, salió de aquel pasillo.

 

Un año después...

 

Las zancadas de Law se pronunciaban de forma proporcional a su cabreo. Hacía más de media hora que había salido en busca de ese espadachín de tres al cuarto y todavía no tenía ni una mísera pista. ¿Cómo alguien con tanta facilidad para perderse había podido recorrer tantos kilómetros? Lo mataba, en cuanto lo encontrarlo mataba.

–Capullo–pateó un roca.

Paró el ritmo un momento. No, no podía estar así, ya no, sólo faltaba un día para que salieran de aquella isla y fuesen a por Doflamingo. Mantén la calma, si piensas fríamente...

Si pensaba fríamente lo más lógico sería convencer a Sombrero de paja que dejaran a su segundo de a bordo en Dryhole. Sí, tenía sentido, un tripulante que se comportaba así, que ponía en riesgo el plan, no tenía ningún derecho a formar parte de ninguna tripulación.

Resopló, era absurdo, ese capitán chiflado nunca dejaría al peliverde atrás, se veía a la legua. Además, era posible que Zoro no hubiese abandonado el barco si no fuese por su discusión, tal vez.

Se desenganchó la mochila de la espalda y se sentó sobre un tocón cortado. Se llevó las manos a la cara. ¿Por qué todo aquello le importaba tanto?

Conesa pregunta, su mente viajó hacia un recuerdo lejano, de cuando navegaba de isla en isla con Cora. Recordó como se había puesto de histérico.

–¡Corazón, suéltame! ¡no soy un gato!

–¡Un gato se portaría mejor que tú!

–¡Un gato huiría de ti antes de que lo incineraras de lo torpe que eres!

–¡Una respuesta más así y te silencio una semana!

Nunca le había visto tan de enfadado con él. Aunque con el tiempo pensó que enfadado no era la palabra exacta. Si Law no hubiese sido tancrío lo hubiese entendido, por el contrario, cuando Cora sufrió otro traspiés, aprovechó y salió corriendo; lo intentó. El rubiole agarró del brazo.

–¡Es que no lo entiendes! –tiró de él, le traqueteó de lo hombros, le gritó a la cara–. ¡Ese hombre podía tener el doble de años que tú! ¡Por no hablar de que te supera en altura y fuerza! ¿¡Qué creías que iba a pasar si le seguías!?

El rostro de Cora, tan cerca; sus palabras alzadas que le reverberaban en la cabeza, lo que entendió más tarde que era una preocupación que se fundía con miedo; le dejaron en pausa. Law se mordió los labios y agachó la cabeza.

–Meda igual la edad, yo puedo ser más adulto que él. Yo quería que pasara.

Esperó que Cora no percibiera el temblor en su voz. Notó con las manos de aquel grandullón aflojaban el agarre en sus hombros, su voz recuperó su tono amable.

–Apenas tienes trece años, Law. El sufrimiento no te hace más adulto, y creerlo es lo que demuestra que sigues siendo un niño.

En esos años recordaba esa escena, se recordaba así mismo enfrentando a Cora con la mirada por aquella frase. En realidad no levantó la cabeza, no fue capaz, se sintió tan avergonzado a sus ojos...

Resopló, se apartó las manos y observó su alrededor. Fue entonces cuando creyó ver algo, hizo un pequeño room y escaneó: eran huellas de botas.

 

Tres meses antes...

 

Zoro salió a la gran terraza balconada del castillo, donde Perona permanecía echada en una tumbona con su bañador gótico nuevo y sus enromes gafas oscuras; algunas veces la chica acompañaba a Mihawk fuera de la isla, ya que ella, por mucho que hubiese sido parte de la tripulación de uno de los Siete, no la buscaban por todo el alto y ancho mundo, así que aprovechaba y salía para sus compras. Lo que no entendía el peliverde era eso de tomar el sol en una isla donde apenas ser percibía el sol.

Se fijó en el horizonte, el barco de Shanks se alejaba, por fin. En esa ocasión se habían quedado más tiempo. Esperaba que, para lo que le quedaba en Kuranaiga, ese pirata no volviese a mostrar su petulante careto cargado de falsa amabilidad.

–Ojalá no vuelva en algún tiempo –verbalizó ella mientras se atusaba uno de los dos cocos en los que llevara recogido el pelo–. No hay nada menos lindo que un borracho rijoso. Así que imagina una tripulación entera de borrachos rijosos.

El joven se sentó, con una rodilla plegada, en la balaustrada de piedra. Bajó la mirada, Mihawk regresaba.

–No pasarían tanto tiempo aquí si él no lo permitiera.

Sus palabras salieron con un regusto más amargo del que pretendió. Perona, con su expresión escondida tras sus gafas, quedó quieta, callada, un instante un poco largo.

–Le idealizas demasiado. Mihawk también es un ser humano con necesidades.

–Yo no lo idealizo, te aseguro que no –apartó la mirada–. Ya no podría idealizarle aunque quisiera.

Perona levantó sus gafas y los entrecerró con escepticismo.

–Ya, y por eso sólo te falta vomitarle tus reproches a la cara cada vez que se acuesta con Shanks.

Zoro la miró perplejo.

–¿Lo sabías?

–Claro que lo sabía, a mis fantasmas no se les escapa nada –se recolocó las gafas–; a parte de que ellos dos tampoco son lo que se dice discretos. Lo único que no sé es cuando te enteraste tú, aunque por tus cambios de cara diría que fue al cumplir el año de estar nosotros aquí.

El peliverde intentó apartar el recuerdo de su mente, se fijó una vez más en el barco que se alejaba y, también, se fijó en cómo Mihawk se había detenido, a las puertas del castillo, con la mirada perdida en ese cascarón de nuez que ojalá se hundiera con ese pelirrojo abordo.

–No se lo reprocho, él puede hacer con su vida lo que le de la gana. No tengo nada que ver en eso.

Oyó a la chica respirar por la nariz. Perona se sentó, se quitó las gafas del todo y se abrazó a sus rodillas.

–El amo Moira también era uno de los Siete.

–¿Qué tiene eso que ver?

Ella frunció el ceño.

–Piensas que porque la banda de piratuchos a la que perteneces lo derrotara él era menos fuerte que su rango, pero no es así, el amo Moira llegó mucho más lejos que vosotros en Gran Line. Si tenía el mismo título que Mihawk no era por nada.

Zoro no rebatió. Había recapacitado mucho sobre todo lo sucedido antes de llegar a Kuranaiga; sabía que la victoria en Thirller Bark era una de las causas de lo que pasó después en Shabondy. Se lo tuvieron demasiado creído después de la isla de los zombis, nunca hubo palabras al respecto pero era cierto que ningunearon el poder de Moira, sólo por creerse ellos mismos demasiado fuertes; peor, creer a los demás demasiado débiles; se relajaron y les costó caro.

–El caso es que... por mucho poder que tuviese –continuó ella–; por mucho que fuese temido en esta parte de Grand Line: rara era la noche que no lloraba en pesadillas. Gritaba y gritaba como si lo estuviesen torturando, nombraba uno por uno a los compañeros que perdió a manos de Kaido –tomó aire y suspiró, con una mirada cargada de recuerdos poco amables–. Nos tenía a Absalom, al doctor y a mi, pero nosotros no erradicábamos ni su pérdida ni su soledad, la cual crecía y arraigaba en su pecho. Era como un jarrón frágil a punto de estallar.

Se miraron a los ojos.

–Para alguien que no la ha sentido en sus propias carnes, la pérdida y la soledad, son tan sólo palabras. Los que la conocen prefieren la locura o la muerte. Acaban haciendo lo que sea con tal de escapar de ellas.

Ella recogió su libreta de poemas de la mesa baja que tenía al lado. Zoro aún no sabía cómo afrontar aquellas ideas.

–Pero Moira y Mihawk no tienen nada que ver.

Perona detuvo la pluma y dejó un suspiro cansado.

–Consideras a Mihawk tan perfecto que crees que no tiene o padece sentimientos universales para el resto de la humanidad.

–Claro que no, pero él no es...

Iba a decir que Mihawk no era de la misma clase, pero supo que la pelirrosa afirmaría, una vez más, que lo idealizaba. Tampoco hizo falta que terminara la frase porque por el gesto de Perona fue evidente que se lo estaba diciendo.

–No te mentiré, es lindo que pienses en él de esa forma. Pero, de lo que he visto, Mihawk es el primero que odia que Shanks se pasee por esta isla como si fuese el dueño, de Kuranaiga y de todo lo que hay dentro de Kuranaiga.

Zoro notó como le subía la bilis.

–Si quisiera echarle lo habría hecho, por mucho que Shanks sea uno delos Cuatro Emperadores, él es el Mejor Espadachín. No tendría ningún problema...

–¿¡ESQUE TODAVÍA NO LO ENTIENDES, CABEZA DE GLOBO VERDE!?

Perona acostumbraba a que su voz soliera alzarse, sin embargo, Zoro no esperaba ese grito, esa intensidad, como si estuviese desesperada. Ella se dio cuenta, había perdido los papeles, se recompuso mientras se reajustaba las gafas delante de los ojos.

–Dime sólo una cosa, pedazo de idiota: Cuando tú y yo nos vayamos de aquí ¿Qué o quién le quedará a Mihawk?

 

Tres meses después...

 

Conforme avanzaba el día, Law descubría un nuevo nivel en la falta de orientación de Zoro. No era sólo que la isla estuviese bien señalizada pero aún así el peliverde hubiese ignorado deliberadamente cualquier cartel que se le pusiese por delante; era que las huellas y rastros que había dejado a su paso carecían del sentido de la lógica. Habían hecho que el cirujano tuviera que pasar varias veces, muchas veces, por el mismo sitio; meterse encuevas tamaño agujero sin razón alguna sólo para aparecer en un punto aleatorio y lejano de la isla; así como encaramarse a picos delas montañas horadadas por encima de los nidos de las pelicallenas; por no hablar de cuando el rastro se extraviaba en algún cuerpo de agua tenía que hacer extensos rodeos.

En esas circunstancias, el cielo cobró poco a poco un matiz más rojizo, las sombras se alargaron. Law resopló, se frotó los ojos.

–Todo un día perdido por su culpa.

Alzó la mirada, encontró las primera pareja de estrellas. La luna aún se mostraba tímida y agachada ante la luz del diurna que se resistía a irse. Vio una columna de humo.

Era pequeña, difusa y grisácea. Según lo que sabía, de donde venía aquella columna no había ningún tipo de asentamiento, era una zona salvaje. Se la jugó, ya estaba cansado de seguir huellas.

Llegó hasta unos acantilados rocosos y escarpados, en primera línea de combate contra el mar. La columna de humo le seguía guiando, ésta salía de un orificio excavado a los pies del cirujano; cuando sea cercó a su borde, descubrió la profundidad y extensión de aquella abertura. Se trataba de una caverna en forma de cúpula con una pequeña playa en su interior, el agua del mar entraba pausada y tranquila por una pared dirección este, horadada también, que permitía ver el horizonte y su luna.

Allí encontró al espadachín.

 

Tres meses antes...

 

Caminaba por los pasillos con la mirada en sus propias botas, con la cabeza en las palabras de Perona. Después de todo ese tiempo nadie debería pillarle desprevenido, no obstante, estaba tan ensimismado que no atendió el eco de otros pasos que le venían de frente.

–Roronoa.

Alzó la mirada. Había algo en el porte de Mihawk que a esas alturas dudaba de que dejara de impresionarle algún día.

–¿Qué haces aquí?

Con esa pregunta, el peliverde se dio cuenta de que había llegado al ala del castillo reservada por el halcón. El mayor resopló.

–Si te has perdido otra vez regresa sobre tus pasos, llegaras hasta la sala común.

Ante esos comentarios sobre su orientación, por mucho que fuese él, Zoro solía responder, pero en ese momento el habla se le había esfumado. Hasta le mantenía la mirada con dificultad.

–¿Ocurre algo?

El joven se mordió los labios, finalmente negó con la cabeza. Mihawk le miró de arriba a abajo.

–Entonces podrías apartarte.

E lpeliverde entendió que no sólo había llegado a ese ala del castillo, sino que le estaba cortando el paso al otro hacia su alcoba, ya que se había quedado como un pivote delante de su puerta. Se apresuró, quizás demasiado cohibido, y se apartó. Mihawk se le quedó mirando, cada vez más extrañado, puede que preocupado. Zoro creyó ver como sus labios se separaba en pos de decir algo.

Sin embargo, Mihawk decidió que lo mejor era que guardara silencio, se dirigió hacia su habitación. Mientras lo observaba, una parte del joven pensó que el que se mantuviera callado era lo más correcto, ya quedaba poco para que abandonara esa isla sombría, si cambiaba el curso sólo sería un problema añadido. La otra parte no permitió que el halcón desapareciera tras la puerta.

–Mihawk, espera.

Le detuvo con la mano en su antebrazo, notó como el cuerpo del mayor se tensaban de arriba a abajo. Mihawk, con lentitud, viró su cabeza hacia él, le mostró una mirada triste que el peliverde jamás hubiese imaginado. Sus ojos dorados bajaron donde la mano del joven aún le sostenía, poco a poco, se atrevió a que sus dedos acariciaran los del peliverde.

El corazón de Zoro bombeaba con tanta fuerza que hasta dolía. Se había acostumbrado tanto a la distancia que los separaba que no había sido consciente de cuanto necesitaba sentir su contacto una vez más.

–Creía que no querías que te tocara. Que te daba asco.

Se hizo irreal la pena con la que dijo esas palabras, su resignación. Zoro le miró, esperó que su voz no le traicionara, le sonrió.

–Y yo creía que pensabas que sólo era un mojigato al que era divertido corregir.

Mihawk abrió más los ojos. ¿Qué fue esa expresión? Parecía algo más que sorpresa, parecía un verdadero terror. 

Dejó que el mayor le abrazara con fuerza, correspondió, se agarró a la espalda de su camisa; hundió la cara en su clavícula. Hacía sólo unas horas que el ese pirata pelirrojo se había marchado, tuvo miedo de encontrarlo en el olor del halcón. No fue así, ahí sólo estaba Mihawk y la calidez con la que lo aferraba.

–Perdóname. No debí permitir que te hiciera lo que te hizo. No quiero pensar en lo que te hubiese hecho si Perona no llega a avisarme.

Un nudo en la garganta. Las manos temblaron de rabia, por aquel recuerdo, por aquella declaración, por el silencio de la chica todo ese tiempo. Si tan sólo no hubiese sido tan débil...

Se apartó sin escapar de su abrazo, atendió al dorado de su mirada.¿Por qué alguien tan fuerte como él se había resignado a que un ser como Shanks fuese el único que le evadiera de su soledad?

Le embargó un instinto irrefrenable de llevárselo de esa isla, lejos de ese pirata. Y una tristeza profunda. Después de dos años se daba cuenta que, por culpa de su inservible debilidad, se había negado a saber nada más de Mihawk.

¿Qué harás cuando yo me vaya con mi capitán? ¿Te quedarás aquí esperando por él? ¿Por sus migajas? No quería, no quería que pensara que la única muestra de afecto que merecía era la del pelirrojo.

Acercó su cara a la de él. El beso fue un poco más que un roce, un poco menos que una presión.

En algún momento, la puerta de la alcoba se cerró, con ellos dos dentro.

 

Tres meses más tarde...

 

Bajó por la abertura de la cúpula, hasta la arena de la playa cubierta por ese techo natural. Caminó a la vera de la orilla, hasta aquella hoguera que le hacía de faro. Su luz anaranjada rozaba al peliverde, del que el cirujano sólo veía el lado de la cicatriz en su ojo. Zoro permanecía sentado, con la piernas dobladas por sus tobillos y la espalda recta; parecía un monje en pleno proceso de meditación; quieto, en calma, con su respiración acorde a las pequeñas olas. Al menos hasta que decidió que no ignoraría más los pasos del otro.

Law se detuvo cuando vio que la barbilla del peliverde se alzaba un poco. Desde su posición no sabía si el espadachín tenía la mirada abierta o cerrada, pero parecía distante, perdido en otro sitio que no era aquel.

Sin brusquedad, Zoro, le miró. 

 

 

Continuará...


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