Schiller subió al coche y se sentó al lado de Wyles que, como siempre, le observaba con un brillo calculador en sus ojos viperinos.
La parte de atrás del vehículo se encontraba separada del asiento del conductor por un ventanilla oscura que impedía ver a través de ella y que, además, aislaba el sonido, lo que les daba la privacidad necesaria para hablar de lo que les había traído hasta la apartada prefectura de Shizuoka, al sur de Tokio.
— No me puedo creer que por fin hayamos encontrado el meteorito tras todos estos años.
— Usted debería saber mejor que nadie que la paciencia es la madre de la ciencia, Schiller. Le garanticé desde el principio que mi equipo de espeleología acabaría dando con él.
El anciano le miró con asco.
Si no fuese porque tenía una cuerda atada al cuello que ligaba el futuro de sus planes con ese hombre le hubiese mandado a matar desde hacía mucho tiempo. Y Wyles lo sabía, y se encargaba de restregárselo por la cara con indirectas siempre que podía.
— Sí, lo sé. Pero siempre cabía la más que probable posibilidad de que se hubiera roto en pedazos al impactar. Si ese hubiese sido el caso, tendríamos que haber esperado aún más para encontrar los fragmentos necesarios para continuar.
Wyles sonrió.
— Ahora es su turno, señor Schiller, ya sabe lo que tiene que hacer.
— No pienso ponerme en contacto con nadie hasta que no vea el meteorito y compruebe que realmente tiene el efecto deseado —rechistó, provocando que su interlocutor frunciera el ceño, claramente disconforme—. No pienso quedar en ridículo ante el primer ministro. Esta puede ser mi última oportunidad… Y no pienso echarla a perder porque usted tenga prisa. Como bien ha dicho: la paciencia es la madre de la ciencia —remató al ver que Wyles iba a empezar a rechistar.
— Por eso mismo se encuentra aquí, conmigo, en vez de en su orfanato con sus queridos niños…
— Hablando del orfanato —interrumpió sin dar importancia a la pulla—: antes de que me marchase unos hombres que decían ser representantes de una multinacional vinieron a verme para negociar por el meteorito. Su existencia era un secreto que tenía que quedar entre nosotros y las grandes esferas, señor Wyles, ¿quiere que nuestro pacto se rompa?
— Yo no he hablado de esto con nadie que no fuese miembro de mi empresa. Todos ellos son hombres de fiar… créame que no les interesa rebelarse contra mí.
— Al parecer ni son tan de fiar ni los tiene tan bien amenazados como cree. Si ni usted ni yo hemos hablado del meteorito con nadie eso quiere decir que hay un topo en la operación.
— ¡Imposible! Seguro que algún político se ha ido de la lengua…
— En cualquier caso debemos actuar con más prudencia. Lo que pase de ahora en adelante quedará entre nosotros y el personal que será recluido en la instalaciones secretas investigando.— Y no se olvide de que si de verdad hay alguien espiándonos desde dentro debemos buscarlo para… deshacernos de su molesta presencia.
Schiller dio fin a la conversación con un gesto y empezó a mirar por la ventanilla el hermoso paraje natural del monte Fuji.
Aquello último se daba por hecho por descontado. Nada ni nadie se entrometería entre la verdad y él… nunca más.