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EL LAZO por Camila mku

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No había tenido tiempo de bañar a Ariana, como había deseado antes de acostarse. Era demasiado temprano y cuando la vio durmiendo tan plácidamente desde la ranura de la puerta, decidió que sería mejor idea hacerlo cuando llegara de la granja. Si es que no estaba muerto del sueño para entonces.

Cuando Albus entró a la residencia del señor Doltry, lo primero que hizo no fue ir a ordeñar las vacas, como solía hacer cada mañana, sino ir directamente al porche de la pequeña casa hecha a leña que estaba en el medio del campo.

Debía hablar con su patrón acerca de su ausencia el jueves siguiente.

Toc, toc, toc.

Le temblaron un poco las manos cuando tocó la puerta, después de todo el señor Doltry era un hombre cascarrabias que lo hacía trabajar interminables horas por una paga mínima. Muy raras veces Albus le pedía un favor; tener días libres era difícil incluso cuando estaba enfermo.

—¿Qué? —Se escuchó que gritaron desde adentro de la casa. Albus se distanció un poco de la puerta cuando esta se abrió de un golpazo—. ¿Por qué no estás en el corral ordeñando? —preguntó Doltry mientras lo miraba con expresión fría y la boca torcida.

—Señor, yo… —dijo Albus balbuceando. Estaba algo incómodo y ya creía que se le avecinaba un monólogo lleno de quejas y gritos de "¿por qué era necesario que faltara al trabajo un día completo?"—. Me ausentaré el próximo jueves.

Y tal como había creído Albus, los ojos café del señor Doltry se abrieron como dos esferas acusadoras.

—Sabes muy bien la pérdida de dinero que eso nos ocasiona a ambos, ¿no es cierto? —mencionó muy lentamente, como si quisiera que Albus no se perdiera de ninguna palabra. Lo miró con desdén.

Albus rió para sus adentros.

"Mucha más a usted que a mí. Eso seguro", pensó.

—Sí, señor —acabó diciendo con la cabeza gacha.

—Adelante, pasa. —Doltry entró a la casa e invitó a Albus a tomar asiento en una mecedora en la sala de estar mientras iba a la cocina a hervir un poco de agua para el té.

Albus debía reconocer que, a pesar de todo, el señor Doltry era un hombre sin pulgas. Había adquirido esa propiedad luego de que su padre se la diera en el testamento al morir. Todo lo que conocía era la granja y Albus nunca lo había visto hacer otra cosa que no fuera dedicarse a los animales.

El único problema era que se trataba de un hombro avaro.

Intentaba imaginar cómo hubiese sido su vida de haber nacido muggle; y de inmediato borraba ese pensamiento de su mente, porque si bien sentía mucha empatía por los muggles, jamás querría ni por un instante llevar la vida del señor Doltry. La consideraba una vida eterna con los ojos vendados.

—¿Cuál es el justificativo de tu ausencia el jueves? —preguntó el anciano cuando estuvo de regreso en la sala de estar. Tomó asiento en su sillón favorito y bebió un sorbo de té.

Albus había tenido el suficiente ingenio para inventar una excusa que a Doltry le resultara creíble. Después de todo, era muggle y no tenía ni idea de lo que era un ministerio de magia, ni tampoco sabía de magos o brujas.

—Mi hermana está cada vez peor, señor… —Levantó la taza de té que el anciano había dejado sobre la mesa para él—. Ahora debe ser custodiada todos los días por mí o por mi hermano, y Aberforth tiene planes. Viajará temprano a la ciudad el jueves para atender un asunto importante.

Doltry asintió. Parecía estar creyéndose cada una de sus palabras. Albus inmediatamente se sintió culpable de estar usando la delicada situación de Ariana como excusa.

—Pues, la malaria es un mal que afecta a muchos. —Tosió, y con ello su garganta carraspeó. Se incorporó y fue hacia la cocina. Volvió al cabo de un rato con coles en las manos—. Ten, llévale estas coles y hiérvelas. Le harán bien si las come en sopas o salteadas.

Albus aceptó las coles con amabilidad. El señor Doltry sacó de la cocina una bolsa de tamaño mediano para que Albus cargara las coles cómodamente cuando regresara a su casa.

Al cabo de un rato Albus salió hacia la granja. Le esperaba un largo día ordeñando vacas, pero por lo menos estaba aliviado de saber que ya le había hecho la petición al señor Doltry, y de que tendría el jueves libre para ir al ministerio. Aunque eso le causaba peor estado de ansiedad que su trabajo.

Se preguntaba cómo encararía esa situación.


Los días habían pasado tan rápido entre el trabajo, los quehaceres del hogar y el cuidado de su madre y su hermana, que para Albus el doce de febrero llegó en un parpadeo.

No había pegado un ojo de la ansiedad que le causaba quedarse dormido y faltar al juicio, ¡su juicio! Así que se mantuvo en vela toda la noche, pensando qué ocurriría cuando finalmente estuviera allá, en el ministerio de magia, teniendo que argumentar su comportamiento frente al ministro y el resto de funcionarios.

Esperaba salir bien parado de todo aquelloAun así intentaba no ponerse tan nervioso y se había decidido a no repensar tanto las cosas o creía que la cabeza iba a estallarle.

Un motivo extra para ponerse aún peor era saber que las clases estaban a pocos días de empezar. Resultaba obvio para él estar seguro esta vez de que no podría ir ese año a Hogwarts. Era como si la vida, de repente, estuviera en su contra y le cerrara todas las posibilidades.

Cuando se incorporó de la cama y se puso los zapatos volvió a quedar ensimismado por un sonido particular que provenía de la ventana.

—¡Fawkes! —gimió con felicidad al ver a su ave fénix de regreso, ¡y con una carta en la pata izquierda!

Abrió la ventana a toda prisa y lo hizo entrar. Le desató la carta de la pata mientras el ave aleteaba desesperado por comida y agua.

Albus fue hacia la cocina en completo silencio para buscar un poco del alimento balanceado que había comprado exclusivamente para Fawkes en el mercado. Creía que estaba hecho a base de lombrices, y tenía un muy mal olor.

Después de que su amigo quedara saciado, Albus lo regresó a su jaula.

—Muchas gracias —le susurró, y le acarició el lomo, aunque solo un poco porque Fawkes era de esas aves algo cascarrabias cuando se trataba de hacer contacto con humanos.

Tomó asiento en el escritorio de su habitación y, bajo la luz de la luna que le proveía la madrugada, leyó la carta. Y ya por el perfume que despedía sabía de quién provenía.

Albus, amigo:

Debo reconocer que me has dejado sin palabras.

Nunca creí que justamente tú fueras a tomar una decisión así de drástica. ¡Tú que amas Hogwarts con tu alma entera y que en los seis años que hemos compartido en la escuela no te has salteado ni una sola clase!

Me duele mucho saber que ya es una decisión tomada. No me hago a la idea de no verte en el castillo, entrando y saliendo de la biblioteca, devorándote libros todos los fines de semana…

Te he extrañado todo el verano y estaba ansiosa por encontrarnos finalmente cuando empezaran las clases. Y hoy siento un vacío profundo porque sé que no estarás ahí, que te perderás de la graduación y de todo un año en el sitio que más amas en la Tierra.

Albus dejó de leer por un instante. Tenía la seguridad férrea de que Rosé era la persona que más lo conocía, y de que era capaz de entender su situación y de compartir su dolor a un grado que era casi como hablar consigo mismo.

Una lágrima rodó por su mejilla. Ella sabía exactamente lo mucho que significaba para él no ir.

Hizo tripas corazón y continuó leyendo.

Tengo en cuenta lo que ha pasado con tu padre y tu hermana; y lamento muchísimo que esté en boca de todos hoy en día. Sabes… a veces odio a la gente, ¡es tan chusma! Y juzga sin saber. De verdad lamento todas las cosas horribles que se están diciendo de tu familia.

Aun así, y a pesar de lo mucho que sé cuánto significa el bienestar de tu madre y tu hermana para ti en este momento, creo que debes reconsiderar lo de no ir a Hogwarts. ¡Es el último año! No puedes perdértelo así como así. Piensa en todo lo que has trabajado y en el esfuerzo que has puesto en cada materia desde que tenías once.

Tú más que nadie merece ir a ese colegio. Más que yo y más que cualquiera de los demás Gryffindor.

Además… estoy segura de que no será lo mismo si no vas. Te extrañaré demasiado. ¿Quién va a obligarme a estudiar cuando me gane la flojera?

Ojalá recapacites.

Te quiero con todo mi corazón.

Tu mejor amiga,

Rosé.

Al terminar de leer la carta, Albus dobló el papel y lo guardó en un cajón del escritorio. Observó el cielo estrellado de la madrugada y deseó, aunque fuera por un instante, volver a tener su vida de antes; estar con su padre, su madre y sus hermanos bien, tener dinero y la casa limpia y ordenada.

Estar… normal.


Tocó la puerta de la habitación de Aberforth y, al ver que no se despertaba, insistió en hacer ruido varias veces.

—¿Qué…? —preguntó Aberforth todo dormido y exaltado.

—Lo siento. Hubiese querido no despertarte... —dijo Albus acercándose a su hermano y sentándose a los pies de la cama de aquél.

—¡Estás súper arreglado! —dijo el pequeño al ver la camisa de chal que llevaba su hermano, el cabello castaño bien peinado y un pantalón negro que combinaba con los zapatos lustrados—. ¿Adónde vas? —Bostezó y se rascó los ojos con los puños.

—Al ministerio.

—¿En serio? —preguntó emocionado y se enderezó de repente—. ¿Conseguiste trabajo ahí? ¿Van a darte un premio o algo así?

Albus rio para sus adentros. Llegó a causarle ternura la inocencia de Aberforth.

—No, ¡qué va! Me llamaron la atención por "uso indebido de la magia" —dijo, rodando los ojos.

—¡¿Qué…?! —exclamó el menor, espantado—. ¡No inventes!

—Quisiera estar inventándolo, pero es verdad —dijo, negando con la cabeza.

—Oh, maldición… —murmuró Aberforth cabizbajo—. Habrá sido por haberme sanado la herida. Yo tengo la culpa.

—No, no es así —alegó Albus de inmediato—. Esto jamás puede ser culpa tuya, yo fui quien decidió hacer magia para facilitar las cosas y también para hacer los quehaceres más rápido. —El silencio los invadió—. Debo irme ahora. Dejé unas coles arriba de la mesada en la cocina, me las dio el señor Doltry. Por favor hiérvelas para mamá y Ariana. Espero volver antes del atardecer.

Aberforth asintió.

Albus salió de la casa y fue caminando con prisa hacia la estación de tren. Esperó pocos minutos cuando este pasó, y eso le hizo creer que había empezado el día con el pie derecho, por lo menos. Cuando finalmente llegó al Wizengamot, se quedó unos instantes observando el edificio.

Conocía el Ministerio de magia porque había ido para presenciar el juicio de su padre. Sintió como si se tratase de un deja vu, y ahora la situación se repetía con él. Padre e hijo, ambos enjuiciados, ¡eso sí sería noticia de primera plana en los periódicos!

Suspiró y empezó a subir las imponentes escaleras hacia la entrada principal.

—Buen día —saludó al duende que atendía en la entrada—. Tengo cita a las once.

El duende miró a Albus y enarcó las cejas. Su rostro arrugado hizo que su expresión se viera chistosa en vez de temeraria.

—¿Cita…? —repreguntó con desdén—. Juicio, diría yo —mencionó.

Albus inhaló hondo y suspiró.

—Sí, juicio… —murmuró con tono cansado.

—¿Albus Dumbledore?

—Sí.

—Su juicio empieza a las once en la sala de tribunales, en la décima planta. No uses el ascensor. Esas salas son demasiado viejas para ese medio. Tendrás que subir las escaleras. Por cierto… —mencionó, enarcando una ceja—, tengo entendido que tienes dieciséis años, ¿dónde está el adulto que debe acompañarte?

—No está. No tenía a nadie, así que vine solo.

El duende elevó las cejas, gesto que causó incomodidad en Albus.

—Bien —dijo el hombrecillo al cabo de un rato—, supongo que todos ya conocen tu situación. Espero que los funcionarios y el ministro hagan una excepción contigo. —Escribió algunas anotaciones en un inmenso libro y luego acompañó a Albus hacia las escaleras—. Tendrás que subir por aquí. —Albus cerró los ojos. Fue invadido por una sensación de malestar inmediata; las escaleras tenían forma circular y parecían no acabar nunca—. Como te dije: décima planta. Sala de tribunales.

Albus asintió.

—Gracias —dijo, y empezó a subir.

Mientras ascendía, Albus se daba cuenta de que las cámaras del ministerio eran lo más parecido a un laberinto; estrechas, oscuras, húmedas… Había olor corroído; olor a encierro y vejez.

Había llegado a la décima planta más rápido de lo que había esperado, aunque estaba con la lengua afuera y jadeando de lo largo que se le había hecho el tramo. Atravesó un pasillo de lo más lujoso, repleto de cuadros con paisajes hermosos y adornos de oro y plata. Un reloj mecánico postrado en la pared anunciaba que faltaban diez minutos para las once en punto.

Albus miró cada una de las puertas en ese pasillo y se dio cuenta de que la mayoría eran oficinas. La última tenía marcada la palabra Wizengamot en lo alto. Ahí debía entrar. Sin embargo, la puerta estaba cerrada con llave. Intentó abrirla varias veces, pero nada.

Entonces, se alejó un poco. Fue a sentarse a uno de los bancos de espera mientras se tomaba un tiempo para apreciar la hermosura de la acuarela de los cuadros. Al rato se puso de pie y husmeó a través de la ventana.

Londres se veía magnífica desde esa posición. El agua que corría debajo del Tower Bridge hacia los canales lo llenaban de paz. Albus consideraba a Londres como una de las ciudades más hermosas del mundo. Le dolía visitarla apenas una vez en el año, solo cuando iba de compras al callejón Diagon por útiles para Hogwarts.

Hogwarts

La sensación de malestar volvió a apoderarse de él cuando pensó en el colegio y en que no iría ese año. Se le vino a la mente la carta de Rosé. Sus palabras le habían calado tan profundo que no dejaba de pensar en que, posiblemente, tuviera razón. Era el último año, y él se había sacrificado demasiado en los estudios años anteriores como para perdérselo.

Él más que nadie merecía ir.

De repente, un sonido fuerte lo sacó de sus pensamientos. Albus se giró asustado al observar a un montón de gente saliendo de la sala de tribunales. Cinco, diez, quince personas iban detrás de un muchacho alto y rubio a quien no llegó a verle el rostro, pero sí había visto que llevaba las manos detrás de la espalda y entrelazadas con un lazo mágico.

"Un acusado", pensó Albus e inmediatamente se preguntó si a él también lo atarían de esa manera cuando empezara el juicio.

—¡Albus! —Escuchó que alguien había gritado. Buscó con la mirada en todas direcciones. Phineas Black, el director de Hogwarts, fue caminando hacia él—. ¿Qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó sorprendido, casi como si no pudiera creerlo.

Albus, por su parte, estaba igual de sorprendido de ver al director de Hogwarts justamente en ese lugar y en vacaciones.

También se preguntó qué hacía Phineas Black ahí.

—Hola, profesor —dijo Albus. Sus ojos azules estaban abiertos como dos esferas—. No esperé encontrarlo aquí. Hoy es… el día de mi juicio —dijo muy bajito y con vergüenza.

—¿Tu juicio? ¿De qué estás hablando? —preguntó, confundido.

—Am… —balbuceó. Empezó a rascarse la nuca. Estaba incómodo—. "Uso indebido de la magia fuera de la escuela" —dijo, y fue todo para que Phineas comprendiera de lo que estaba hablando. El director cerró los ojos con pesar y suspiró. Albus notó cierto cansancio en él. Tenía ojeras y parecía no haber dormido bien.

—¿No ha venido ningún adulto contigo? —preguntó. Albus negó—. Sí… era de esperarse —dijo al rato. Albus creyó que sabría exactamente cuál era la situación que estaba atravesando; era más que obvio que Phineas Black estaba al tanto de que Percival Dumbledore estaba en la cárcel, y Kendra estaba atravesando una fuerte depresión. Todo el mundo mágico lo sabía. Cuando volvió a mirar a Albus, este sintió cierto deje de pena en sus ojos marrones—. Eres uno de los mejores alumnos de Hogwarts, no te preocupes. Vas a salir ileso de este juicio, yo estaré ahí cuando empiece, lo prometo. Pero primero debo resolver un asunto importante. —Le palmeó el hombro. Albus fue invadido por una sensación de felicidad inesperada al escuchar esas palabras. Por lo menos no estaría solo—. Debo irme ahora. Nos vemos en un rato —dijo Phineas. Se dio media vuelta y bajó con prisa las escaleras.

El reloj marcó las once. Su turno había llegado.

Nervioso y asustado, Albus metió un pie adentro del tribunal.


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