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TRiADA por Kitana

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Notas del capitulo: Hola a todas!!! pues al fin de regreso con esta historia, umm quizá no la más popular, pero si la que mas me gusta escribir muajajaja, en fin, luego de unos cuantos problemillas técnicos, aqui esta la conti, espero les agrade, mi agradecimiento especial a CAteyed, que me esta ayudando a psicoanalizar a mis persos, muchas gracias jojo, y a Cybe por sus porras en este proyecto, y en todos los demás, dedicado a ellas, jejejeje

El cielo gris amenazaba con desatar una violenta tormenta como las que habían golpeado al santuario de la misericordiosa Atenea en las últimas semanas. Parecía como si aún los elementos hubieran vuelto la espalda a los moradores del recinto ancestral de la sagrada orden de la Areia.

 

Shion de Aries, patriarca de la orden, se hallaba recluido en sus habitaciones, había dado órdenes expresas de que no se le molestara. En la semipenumbra de aquella tarde, fría y hostil, se avocó a releer la misiva que él mismo había redactado. Observó cuidadosamente aquel folio, intentando hallar el mejor modo de evitar que su contenido fuese descubierto por ojos indiscretos. Debía ser muy cuidadoso en cuanto a esas materias se refería. No podía arriesgarse a que su secreto fuera develado. No podía darse el lujo de ser descubierto. Era el momento de actuar, usando el único recurso que se le presentaba. No estaba orgulloso de lo que hacía, no podía estarlo, pero dada la situación, tenía que recurrir a remedios tan desesperados como los que estaba empleando. Debía ser cuidadoso, debía ser preciso y no cometer errores, ni siquiera de los insignificantes. De su pericia dependían demasiadas cosas, más de las que se hubiera podido imaginar en algún momento de su vida.

 

Siendo muy niño había creído ciegamente en todo lo que la orden representaba, sin embargo, desde la muerte de Dohko, las cosas habían cambiado, su vida se veía dominada por un panorama negro, terriblemente incierto y plagado de dudas. En suma, su escala de prioridades había cambiado diametralmente. Estaba haciendo cosas que se había creído incapaz de hacer. Estaba haciendo cosas que seguramente ningún patriarca había hecho jamás antes de él.

 

La cordura le estaba abandonando, sabía que cuanto todo terminara, iba a colapsar, que todo iba a terminar en cuanto viera finiquitada la obra que estaba ayudando a armar desde las sombras, ¿era correcto lo que hacía? Tal vez no, sin embargo, era la única alternativa que le había quedado luego de que todo su sistema de creencias se viniera abajo.

 

Las horas de aquel día se le escurrieron como agua entre las manos, la ansiedad hacia que su cuerpo temblara, él que se había mostrado sereno aún en las oscuras horas de la guerra sagrada, él que había devorado su corazón para no mostrar su dolor ante la mujer que había matado a la luz de su vida, temblaba como una hoja ante la perspectiva de encarar al siervo de aquel a quien servía ahora. Un sudor frío recorrió sus miembros cuando escuchó que se producía el cambio de guardias. Reconoció el característico sonido de las botas de esos hombres mientras se alejaban del corredor...

 

Cuando lo sintió acercarse, sus dedos aferraron el suave tejido de la túnica que vestía. Escuchó el rechinar de la puerta por un fugaz segundo y enseguida, salido de los dioses sabrían donde, apareció frente a él.

- Llegas tarde - dijo Shion en un murmullo.

- Llego a tiempo, los guardias se han retirado pronto esta noche.

- Sabes que es peligroso que vengas hasta aquí - dijo Shion mientras tomaba de su escritorio el documento que había estado redactando.

- Es verdad, pero mi señor así lo ha querido, la próxima vez nos reuniremos en tu observatorio - le dijo mientras se hacía con el folio que el rubio le ofrecía -. Mi señor esta complacido con tus informes, me ha pedido que te de las gracias en su nombre.

- Jamás imaginé a tu señor siendo amable.

- Hay mucho de él que no conoces, que tal vez nunca llegues a conocer - susurró mientras se guardaba la misiva entre las ropas. Shion lo miró fijamente, intentando hallar en la embozada figura un rasgo que le diera la clave de su identidad -. Te aseguro que él aprecia en su justa medida tu cooperación - añadió inclinándose ligeramente hacía la puerta como para escuchar lo que ocurría en el exterior. La capucha que cubría su rostro se deslizó un poco, dejando entrever algunos gruesos mechones de cabello rubio. Shion nunca había visto su rostro, probablemente nunca  llegaría a verlo, ese hombre cuidaba de una manera casi obsesiva el secreto de su identidad.

- Dile a tu señor que...

- Mi señor sabe exactamente lo que piensas, lo que sientes, pues es un dios, no lo olvides. Él sabe perfectamente lo que debe hacerse ahora, y lo hará, en el momento oportuno.

- Pero...

- Él esta al tanto de todo.

- ¿Lo sabe? ¿Y aún así no ha hecho nada?

- Recuerda que aún él esta sujeto a poderes superiores. Te repito que hará lo necesario cuando llegue el momento.

- Me pides que confíe en la palabra de tu señor, pero, ¿por qué habría de hacerlo?

- Por la misma razón por la que nosotros debemos confiar en que de verdad estás con nosotros - Shion lo miró fijamente, las pupilas del ariano reflejaban frustración, intentaba nuevamente descubrir sus rasgos, sin éxito -. La próxima vez, seré yo quien te busque, debes estar preparado  dijo y le dio la espalda -. Mi señor va a enviarte algo, algo que será de gran utilidad cuando llegue el momento.

 

No dijo más, simplemente desapareció tan repentinamente como había aparecido.

 

Cuando se quedó sólo, Shion comenzó a pensar en lo que se cernía sobre los miembros de la orden, sobre lo que sucedía a su alrededor. ¡Cuanta falta le hacía Dohko!, con sus sabios consejos y su prudencia, pero por encima de todo, con ese amor incondicional que solía profesarle. Cuanto lo extrañaba... nunca se había imaginado que sería tan duro, supuso que así debió sentirse él cuando se enterara de su muerte. La sensación de abandono, el dolor y la frustración eran aún peores que las vividas después de la anterior guerra sagrada. Esta vez ni siquiera le quedaba el consuelo de las charlas telepáticas, ni de las escasas misivas que había podido intercambiar en el transcurso de los años. No volvería a verlo, y eso le dolía más que nada en toda su vida. Haría lo necesario, lo que tuviera que hacer para equilibrar la balanza.

 

A la noche le sucedió el día y Shion de Aries se sumió en el mundo del sueño, esperando que al despertar el dolor menguase al menos un poco.

 

Conforme avanzaba el día, los habitantes del santuario de Atenea comenzaban sus actividades, uno a uno, pausadamente, como si no importara gran cosa darle celeridad a la rutina diaria.

 

Como hacía ya un tiempo, Aioria de Leo se encontraba postrado en su lecho, débil y consumido por aquel nefasto veneno. El león estaba inquieto, ansioso por saber de Kanon, el menor de los gemelos estaba de regreso después de un nuevo viaje de búsqueda, con resultados igualmente estériles a los anteriores. Kanon había llegado la noche anterior, sin embargo, aún no había subido hasta Leo para saludarle y conversar como ya era costumbre. Ninguno de los dos perdía la esperanza de hallar al rubio escorpión.

 

Sintió a Aioros deambulando por su templo, su hermano no se separaba de él casi bajo ninguna circunstancia. Aioros estaba nervioso, incómodo por la presencia del hombre que se hallaba en el pórtico del templo de Leo, como si dudase en entrar.

- Géminis... - susurró con disgusto mal disimulado.

- Buen día, Sagitario - le respondió Kanon intentando no dejarse llevar por el disgusto que provocaba en Aioros.

- Vienes a buscar a Aioria, ¿no es cierto?

- Sí, así es.

- Esta en su habitación - dijo el castaño con reticencia.

- Gracias - dijo Kanon antes de internarse en el templo.

 

Aioros lo miró y sintió que la incomodidad se mezclaba con otra emoción que el majestuoso andar de Kanon le despertaba. No podía evitarlo, siendo gemelos, cada vez que miraba a Kanon era como ver a Saga, y el rencor se abría paso en su pecho infectándolo todo. Nunca iba a perdonar a Saga. Estaba firmemente convencido de que Aioria no estaría en tal situación de no haber muerto él, de haberse quedado en su vida, maldijo a Saga y a sí mismo.

 

Se recordaba a sí mismo en aquellos días, confiado, sereno, abierto a los demás como nunca volvería a estarlo. No conocía el sabor de la traición, pero los hombres a los que consideraba casi hermanos se habían encargado de hacer que lo degustase. Shura y Saga habían sido los responsables de su muerte, uno la había ordenado y el otro la había ejecutado. Recordaba con pasmosa claridad los últimos instantes de su vida, de la pasmosa confusión en que le sumiera el haber descubierto la identidad de Arles, el haber sido atacado por el hombre al que habría confiado su vida, y la de su hermano. Recordaba perfectamente la mirada fría y metálica que Shura le había regalado antes de asestarle el golpe final. Cerró los ojos y no quiso pensar más en ello, el pasado era imborrable, sin embargo, aún quedaba el futuro, y por encima de ello, el presente, en el que no se dejaría engañar con el arrepentimiento de esos dos.

 

Cuando Kanon llegó hasta la habitación de Aioria, el león le recibió con una sonrisa cansada adornando su pálido rostro.

- ¡Al fin has venido! - exclamó el león -. Noté tu cosmos anoche.

- Habría venido antes, pero había mucho papeleo por hacer, y con Saga cerca no es tan sencillo como quisiera el concentrarme - dijo Kanon sonriéndole.

- Comprendo.

- Aún no se sabe nada, el rastro a Etiopía era falso.

- Empiezo  a preocuparme.

- No deberías, tiene más recursos de los que puedo recordar, y estoy seguro de que ha mejorado mucho desde la última vez que supimos de él.

- No quiero creer que está muerto... - dijo Aioria con la voz quebrada.

- Ni yo...

 

Aioria le palmeó el brazo, como una muestra de apoyo que el gemelo correspondió con una sonrisa.

- Tienes que seguir buscando, cuando yo me reponga, iré contigo y lo encontraremos, así será, no me queda ninguna duda - Kanon se contagió, una vez más, del entusiasmo de Aioria, no quiso decirle lo que había averiguado, había conseguido hacer que alguien de Galatsi le confesara que los había visto, que dos de ellos estaban terriblemente heridos, que el asesino rubio parecía más bien un cadáver en brazos de su desesperado y enfurecido amante.

 

Se pasaron el resto de la mañana hablando de minucias, de cosas que nada tenían que ver con aquello que les preocupaba, evadiendo tocar el tema del hombre que a ambos les había marcado la vida. Pese a todo, Kanon no quería resignarse a reconocer que Milo estaba muerto. Por un momento, Kanon pensó en Saga, en la decisiva influencia que su hermano había ejercido sobre quien fuera su amante. No le quedaba duda de que, de alguna manera, Milo era fruto de la locura que había cegado a Saga en su momento.

 

Ajeno a los pensamientos de su hermano, Saga de Géminis se encontraba apostado en las cercanías del templo de la Virgen, esperando que finalmente Shaka le brindara la oportunidad de hablar con él finalmente. El hindú había estado evitando todo contacto con el resto de la orden desde la huída de los asesinos. No atendía ni siquiera a los llamados de la diosa. Se decía que estaba sumergido en una profunda meditación.

 

Se apostó cerca de la entrada, sintiendo el potente cosmos de Shaka inundándolo todo a su alrededor, sintiendo como de algún modo ese cosmos sereno y pacífico lo repelía con insistencia, sin que él pudiera hacer algo para evitarlo. Sin embargo, aquello no bastaría para disuadirlo de sus intenciones. Estaba determinado a hacerse escuchar por el hombre más cercano a los dioses.

 

Shaka notó su presencia y se preguntó si acaso la presencia del custodio de Jano tendría algún motivo de peso como para que insistiera en hacerse escuchar de aquella manera. Aún así, decidió no permitirle la entrada a su templo. Tal vez los motivos de Saga eran importantes, pero su meditación tampoco era un acto caprichoso, tenía un objetivo que aún no estaba listo para revelar a nadie.

 

Saga alzó el rostro en dirección al jardín de los sales, el cosmos de Shaka parecía gritarle, apártate, avanzó un par de pasos en dirección a la entrada del templo de la virgen. Sin embargo, el cosmos del hindú comenzó a tornarse más agresivo. Era como si pudiera escucharle diciendo que se apartara. Finalmente se dio por vencido en aquella silenciosa batalla, ciertamente estaba desesperado, pero no iba a irrumpir en los dominios del rubio.

 

Volvió a su templo, frustrado y de mal humor, cosa que sólo se agravó al notar que Kanon no se encontraba ahí de nueva cuenta.

 

La vida, pese a todo y como debía ser, seguía su curso, sin esperar a nadie, sin detenerse por nada ni por nadie. Las noticias que llegaban por esos días al santuario de Atenea eran cada vez peores. La encarnación de la diosa de la sabiduría comenzaba a sentir la desesperación corroyendo sus entrañas. No sabía que hacer o como manejar lo que sabía. A pesar de todo, no alcanzaba a comprender la magnitud de lo que sucedía en sus dominios. Quería convencerse de que todo era causa de su sanguinario hermano que no quitaba el dedo del renglón acerca de esa venganza que había jurado conseguir. Estaba convencida de que era por causa de él que todo ocurría de esa manera. Se negaba a reconocer que detrás de todos esos sucesos se podía adivinar una mano ajena a la del temible dios de la guerra.

 

Por otra parte, seguía obsesionada con dar caza a los asesinos. Seguía obsesionada con aquel extraño sueño... No iba a escatimar esfuerzos para hallarlos, quería sus cabezas, quería estar segura de que su secreto seguía estando a salvo y que esos hombres jamás hablarían de lo que sabían.

 

Aquellos a los que había enviado a buscarles habían fracasado rotundamente al intentar dar con ellos, aún los santos de oro. Nadie, ni siquiera sus iguales parecían ser capaces de hallar a los asesinos. Se le acababan las opciones. Sabía que su secreto jamás estaría a salvo mientras ellos vivieran. No se sentiría segura mientras los ejecutores caminaran libremente por el mundo.

 

Aquella tarde se encontraban comiendo en compañía de Seiya, el santo de bronce se le apetecía más insoportable que de costumbre, pero se forzó a mantener la serenidad.

-... no puedo creerlo... ¡es increíble que sean tan incompetentes! - dijo Seiya por enésima vez, acerca de las poco fructíferas incursiones de los dorados para dar con los asesinos. Saori se limitaba a escucharlo con desdén, cansada de tener que escucharle hablar durante tanto tiempo, y una vez más, las razonas por las que Seiya creía que él y sus antiguos compañeros eran mejores que los mismísimos dorados -. No deberías confiar en ellos, ¡no son más que un grupo de idiotas! ¡Nosotros los vencimos, a todos ellos! ¡Vencimos a dos dioses! ¿Y ellos, qué hicieron? ¡Nada! Refugiándose siempre en su estatus, en sus rangos, ¡malditos! - masculló Pegaso mientras ella se limitaba a ignorarlo -. Nosotros, simples santos de bronce, vencimos a los dorados, ¡inclusive a esos asesinos traidores!

 

Los ojos de Saori se abrieron al máximo. ¿Cómo no lo había pensado antes? No conocía con exactitud los detalles de los caracteres de esos hombres, sin embargo, recordaba a la perfección la magnitud del oscuro sentimiento que Milo albergaba hacía los santos de bronce desde de la muerte de Afrodita y Death Mask. Contaba con que el orgullo de los asesinos jugaría un importante papel en su favor. Esos hombres morderían fácilmente el anzuelo, los rencores y resentimientos que aún guardaban, servirían para conseguir dar con ellos. Seres como ellos, seres tan violentamente orgullosos, jamás dejarían pasar la oportunidad de saldar las cuentas pendientes.

 

La encarnación de Atenea se puso en pie sin atender más a la pueril perorata de Seiya. Tenía mucho que hacer, muchas cosas más importantes que las interminables quejas del hombre al que despreciaba desde lo más profundo de su maltrecho corazón, a pesar de que le ataban a él lazos indestructibles.

 

Se retiró a sus habitaciones esperando ser capaz de llevar a cabo los pasos necesarios para conseguir sus propósitos. Debía actuar con extrema delicadeza, con la mayor inteligencia, había que ser astuta, sutil, para que esos hombres habituados a la mentida y el doblez no leyeran entre líneas y cayeran en la trampa que había ideado. Si era necesario, ella misma se encargaría de matarlos. Ya sabían demasiado y no podía seguir esperando ni dependiendo de otros para callarles.

 

Tomó pluma y papel, y se dispuso a escribir. Redactó cuatro misivas que despachó inmediatamente. Esperaba que esa fuera una manera efectiva de encargarse de una vez por todas de ese asunto en el que no pensaba invertir más tiempo del necesario. Una vez finiquitado tan engorroso asunto, se enfocaría en aplastar a Ares. El asesino de hombres no iba a intimidarla más. Sí había podido liquidar a Hades, estaba segura de poder repetirlo con su visceral hermano, Ares, en realidad, no le representaba mayor reto. Empezaba a creer que lo dicho por su hermano acerca de Zeus no había sido más que un alarde, el padre de los dioses no había dado ninguna señal en todo ese tiempo.

 

Pocos días después, tres de las cartas arribaron a su destino. Sólo una de ellas fue atendida debidamente, la segunda fue desechada sin abrir. La tercera permanecía escondida en el cajón de una mesa de noche, donde su destinatario la paseaba entre sus dedos sin decidirse a disponer de ella.

 

Al día siguiente de haber recibido aquella carta de la diosa en persona, Hyoga del Cisne abandonó la gélida Siberia para acudir, de nueva cuenta, al llamado de su diosa.  Muy en el fondo albergaba la esperanza de que ella, finalmente, hubiera accedido a otorgarle la armadura de Acuario. Fuera de esa explicación, su mente no encontraba otra respuesta a el por qué había sido convocado de nueva cuenta al santuario.

 

Nunca había renunciado a la armadura de su maestro, ni siquiera cuando fuera confiada a alguien más, a esa joven que había terminado muerta a manos de los asesinos. Aún recordaba la amarga furia que le había acometido al saber que no sería a él a quien entregaran el ropaje sagrado de Ganímedes. No entendía como era posible, ¡él había derrotado al arrogante Camus! ¡Había estado a un paso de derrotar al orgulloso escorpión! Había hecho tanto... ¡se lo debían! Pero la diosa parecía no compartir sus ideas. De los santos de bronce que habían asistido a Atenea en su periplo, sólo él se mantenía en activo.

 

Nada había vuelto a saberse de Ikky, el Fénix había desaparecido un buen día sin dejar rastro alguno. Aparentemente ni siquiera su hermano conocía su paradero, sin embargo, él tenía sus razones para dudar de la honestidad de Shun al respecto. Ikky jamás abandonaría a su única familia. Sospechaba que Shun sabía exactamente donde encontrarlo, y que esa era precisamente la razón tras de su constante vagabundeo. Hyoga pensó que en caso de ser necesario, el santo de Andrómeda tampoco  iba a ser de gran ayuda. Luego de la última batalla, había decidido entregarse a todos esos placeres y vivencias que les habían sido negados dada la naturaleza de sus deberes como santos de Atenea, con la creencia de que ya no quedaban más batallas por luchar. Sorprendentemente, Atenea se lo permitía.

 

En cuanto a Shiryu, lo último que había sabido acerca de él, era que había vuelto a Rozan, el único lugar en el mundo al que ese hombre se atrevía a llamar hogar y había contraído matrimonio con Sun rei.

 

Seiya, como era de todos conocido, vivía inmerso en el pasado, incapaz de reponerse a lo sucedido, ni de aceptar que no era ni volvería a ser el mismo de antes.

 

A ojos de Hyoga, todos y cada uno de sus compañeros se habían convertido en criaturas patéticas, seres que habían dejado de lado la gloria para sumergirse en la más absoluta cotidianeidad.

 

Al llegar a Atenas, Hyoga se sintió extraño al pisar ese suelo del que él mismo se había exiliado. No había estado en el santuario desde la repentina resurrección de los santos de oro. La sola idea de encontrarse de frente con quien fuera su maestro le repugnaba y había preferido volver a  los helados páramos de Siberia antes que enfrentarle de nueva cuenta. Había comenzado a detestar a ese hombre al que antaño admirara, a ese hombre al que había deseado por encima de lo razonable. Lo odiaba. Odiaba que hubiera jugado con él de la manera en que lo hizo cuando no era más que un jovenzuelo estúpido, que lo hubiera llevado al límite de la locura por mero aburrimiento. Se repetía una y otra vez que Camus de Acuario no merecía vivir. Camus de Acuario merecía estar muerto, merecía ser olvidado, borrado de la historia por ser lo que era.

 

No quiso penetrar de inmediato en el recinto de los doce templos, no quería encontrarse con ninguno de esos hombres a los que despreciaba y envidiaba a partes iguales. Contaba con un salvoconducto para cruzar indemne los doce templos, sin embargo, esperaba no tener que utilizarlo. Calculó que en esos momentos los dorados se encontrarían en mitad de la práctica matutina.

 

Conocía a la perfección las rutinas de esos hombres, pues habían marcado el ritmo de las propias durante su estancia en el santuario como discípulo de Camus. Sabía bien que esas cosas eran de las pocas que no cambiarían en el santuario así pasaran mil años. Seres como esos hombres, se aferraban con furia a las viejas rutinas para no rendirse ante la locura.

 

Atravesó los primeros tres templos sin problemas, y cruzó Cáncer sorprendiéndose de que el penetrante aroma de la muerte aún le cobijara. Al llegar a Leo notó que el cosmos de Aioria estaba sumamente debilitado.

 

Así que los rumores son ciertos, pensó mientras se dirigía al sillón en que Aioria permanecía sentado hojeando un viejo volumen. Lo que halló al acercarse no le movió a compasión, muy por el contrario, lo llenó de una venenosa alegría.

- Buen día, Aioria de Leo - dijo con fingido respeto. Aioria alzó el rostro y le miró sin entender, pestañeó repetidas veces antes de reconocer a ese  hombre algo entrado en años.

- ¿Cisne? - musitó dubitativo al reconocerlo.

- Sí, el mismo - respondió el rubio con autosuficiencia.

- Hace tiempo que no nos veíamos... la última vez fue...

- El día de tu muerte -  le interrumpió el ruso. Aioria sonrió cansado.

- Es verdad - dijo apartando de su mente los recuerdos de los días en el infierno, de la tortura a la que habían sido sometidos todos ellos -. Supongo que no has venido hasta aquí sólo para charlar conmigo, adelante, puedes cruzar mi templo - dijo con profunda indiferencia el león mientras se enfrascaba una vez más en la lectura. Había intentado ser amable, olvidar la vieja rencilla, sin embargo, la actitud exhibida por el ruso sólo dificultaba las cosas.

 

Hyoga contempló con detenimiento al hombre que yacía en ese viejo sillón, Aioria era tan joven como el día que habían descendido al Hades, a pesar de su debilidad, el quinto guardián mantenía ese aplomo extraordinario que le hacía brillar pese a las circunstancias. Pese a su delicada salud, Aioria seguía siendo impresionante, como lo eran todos esos hombres a su manera, a su muy retorcida manera algunos. Era joven, pronto se repondría y recobraría en toda su extensión el antiguo aplomo, seguiría siendo fuerte, seguiría siendo hermoso. Aquel pensamiento espoleaba la peor de las inquinas en Hyoga. No toleraba saber que a ellos se les había concedido una segunda oportunidad a pesar de todo.

 

El santo del Cisne siguió su camino, sabiéndose incapaz de tolerar un nuevo encuentro con alguno de ellos. En su alma había germinado un profundo odio hacha todos y cada uno de ellos, pero, en especial, hacía el que había sido su maestro.

 

Tuvo que rodear Virgo al sentir el potente cosmos de su guardián rechazarlo sin miramientos. Continuó su camino sin dejar de pensar en que caminaba sobre terreno mirado, era consciente de que, en el fondo, esos hombres no estarían felices de verlo. Al cruzar el desierto templo del Escorpión Celeste, pareció como si la furia que sentía hacía ese gris personaje que había sido el causante indirecto de que Camus jugara con él como lo había hecho, estallara con violencia en su pecho y la furia a su maestro se expandió por todo su cuerpo como si se tratara de un virus que carcomía su razón sin que quisiera o pudiera hacer algo al respecto. El recuento de sus memorias y de los días de entrenamiento, lo hicieron sentirse más y más hostil hacía Camus, hacía todo lo que él representaba.

 

Apresuró el paso, lentamente el morbo comenzaba a guiar sus actos, a adueñarse de todo. ¿Qué tanto habría de cierto en los rumores que circulaban entre los miembros de la orden acerca de su maestro?  Una torva y maliciosa sonrisa se posó en sus labios, y sintió la muy humana necesidad de hacer leña del árbol caído, si acaso una parte, al menos, de todo lo que se decía era verdad.

 

Si, quería verlo con sus propios ojos, ¡debía verlo! Sería una pequeña compensación por todo lo que Camus le había hecho pasar. A punto estuvo de torcer el rumbo y encaminarse al Coliseo con cualquier pretexto. Sin embargo, pronto se percató de que no iba a ser necesario. Apresuró todavía más el paso.

 

Minutos más tarde, se encontraba a las afueras del templo de la Urna. La maraña de recuerdos de su extraña infancia y parte de su adolescencia, vinieron hasta él en caótico tropel, amargándole aún más. Percibió ese airecillo frío que precedía a Camus. Lo sintió muy cerca, pero no tanto como se había imaginado al principio.

- Hyoga... - susurró el francés con ese tono burlón, y su conocido y marcado acento resonó en los oídos de su alumno.

- Camus...

- Solías llamarme maestro, ¿recuerdas, mi querido niño? - le dijo, enfatizando el tono de burla.

- Hace tiempo que no hay nada que puedas enseñarme, Camus.

- ¿Eso piensas? Deberías ser más cuidadoso al hablar, ¿sabes? -susurró mientras la temperatura descendía violentamente. Sólo la nubecilla de su aliento, deliberadamente omitida, delató la posición de Acuario.

- No queda prácticamente nada que tú puedas enseñarme.

- Creo que cometes un error, yo diría que, más bien, no queda nada en mi saber que tú seas capaz de aprender - el ruso se tensó al instante, apretó con fuerza la mandíbula y le lanzó una terrorífica mirada a Camus, le tomó por sorpresa el sentir que una delgada película de hielo le cubría por completo el cuerpo.

- Estás alardeando.

- Hyoga, Hyoga, Hyoga, ¿cuándo comprenderás la realidad? - dijo el francés con ese tono que le hizo recordar al ruso ese lejano día en que había estado a punto de perder la vida en las gélidas aguas de Siberia -. ¿Debo aclararte que lo que hice, no lo hice por ti? Supongo que mis previsiones acerca de tu torpeza fueron conservadoras... - susurró el pelirrojo arrastrando las palabras con desprecio.

 

Hyoga se volvió furioso para encarar a su maestro y al hacerlo, pudo ver, a través de los gruesos mechones de cabellos rojos, las cicatrices, profundas e irregulares que marcaban el rostro de Camus. Entonces la sonrisa volvió a su rostro.

- No te ufanes con lo que otros hicieron, pequeño - dijo el francés con desprecio -. No deberías envanecerte por lo que alguien más hizo.

- ¿No? Como quiera que sea, es verdad, has perdido la causa de tu orgullo. Esa belleza de la que tanto te enorgullecías.

- Tal vez... pero, aún conservo eso que te quita el sueño, lo que ambicionas y no tendrás jamás... - sentenció el francés como si disfrutara de aquello, cómo si gozara hiriéndole en lo más hondo -. Tengo lo que nunca vas a tener, eso que está lejos de tus pequeñas garras de niño mimado, rusito de mierda - siseó, no iba a negarlo, la mirada que su discípulo le dirigía bastaba para enfurecerle, pero él también conocía los puntos débiles del ruso y no iba a desperdiciar la oportunidad...

 

Hyoga retrocedió, aquel gesto bastó para hacer que el aguador cobrara fuerzas.

- Te lo dije... Acuario no es ni será para ti, ni siquiera estando yo muerto. No tienes las agallas, careces de lo necesario para ser uno de nosotros.

- Uno de nosotros... lo dices como si fuera motivo de orgullo, ¿orgullo? ¿De qué? ¿De ser parte de un grupo de imbéciles desquiciados que se traicionan entre sí a la menor provocación, que están dispuestos a destazarse los unos a los otros?

- Si de verdad fuera tan malo como dices, no estarías tan orgulloso de pertenecer, mi querido niño. Si fuera tan malo, si fuéramos tan despreciables, ¿me envidiarías como lo haces, como nos envidias a todos? No, no lo creo, mi querido alumno, es tu soberbia lo que te hace creer ser mejor que el más insignificante de nosotros.

- Yo te derroté - Camus rió abiertamente.

- ¿De verdad crees eso? Bien, no me importa lo que creas, me tiene sin cuidado, como de costumbre, sólo deja que te aclare que no deberías sentirte superior por ello. No me derrotaste, sólo digamos que fuiste un eficaz instrumento para acallar a mi consciencia y que fui víctima de un descuido imperdonable - dijo el pelirrojo en tono absolutamente burlón.

- Una vez más, estás alardeando.

- ¿Te sientes lo suficientemente poderoso, hábil y listo como para acabar con el hombre que te enseñó todo lo que sabes?

- Como dije antes, no tienes nada más que enseñarme.

- ¿De verdad me crees tan estúpido como para enseñártelo todo? ¡Por los dioses! - exclamó el francés con aires de superioridad -. No, no lo soy - dijo en una especie de ronroneo -. No, no soy tan estúpido como te empeñas en creer.  Alguien con dos dedos de frente se guardaría algunos secretos para cuando llegara el momento, dos o tres ases en la manga que podría usar en caso de ser necesario - le dijo con una sonrisa cínica -. Me ofende que me creas tan torpe, Hyoga.

- Nunca fuiste bueno diciendo mentiras.

- Ni tú, por eso es que pienso que no eres capaz de creer en algo semejante - dijo con esa sonrisa que tan bien le conocía, los ojos de Hyoga brillaron furiosos, ¡no podía creer lo que sucedía! ¡Camus estaba haciendo que perdiera por completo el control!

- Sabes que soy mejor que tú.

- ¿En qué? ¿En quejarte de lo mala que ha sido tu infancia, en decir lo mucho que extrañas a tu mami? ¿O tal vez en alabar a una diosa de pacotilla? Afróntalo Hyoga, no puedes compararte conmigo, con ninguno de nosotros.

- Siempre he odiado la forma en que te conduces, ¡no mereces la armadura que llevas!

- ¿En serio? Sólo te diré que muchos piensan lo mismo de ti. Muchos piensan que perdí el tiempo contigo, que no valió la pena esforzarme en entrenar a mi asesino, un asesino débil, infantil, indigno... si ellos supieran lo que yo sé... sí lo supieran, seguramente ni siquiera esa miserable armadura que te tiene tan orgulloso sería tuya,

- ¡Fue tu culpa! ¡Todo lo que pasó en Siberia fue tu culpa!

- ¡Fue culpa de tu estupidez y nada más! -exclamó el pelirrojo lleno de furia. Hyoga se adelantó y lo sujeto del brazo -. No te atrevas, muchas cosas han cambiado desde la última vez que te atreviste a alzar la mano contra mí.

- Tienes razón, soy más fuerte que entonces - Camus rió suavemente.

- ¿De verdad piensas eso?- susurró con franca burla -. Me encantaría poder mostrarte que tan lejanos seguimos estando en cuanto a habilidades, sin embargo, tengo cosas mucho más productivas que hacer que intentar seguir con tu educación.

- Eres nauseabundo...

- ¿Piensas que eso me hará sentir mal? ¿Crees que debería decirte lo que yo pienso de ti? No importa, te lo diré de todas formas... creo que has ansiado mi armadura desde el momento en que caí ese día, no quizá desde antes, ¿no es cierto? - el ruso palideció mientras Camus lo acorralaba contra una columna. No podía creer que después de tanto tiempo él siguiera teniendo ese efecto en su persona. Camus siempre sabía en donde golpear... -. No te enorgullezcas tanto de haberme derrotado. Eres débil, más de lo que me había imaginado. No mereces ni siquiera mirar una armadura de oro.  No estás hecho para ser un dorado.

- Cállate... - siseó el rubio mientras evitaba mirarlo, había perdido el control de su cosmos, el aire se tornaba frío, y la sonrisa de Camus crecía.

- ¿Duele? Supongo que sí, algunas verdades duelen casi a un nivel físico, ¿no es cierto? - los verdes ojos del francés chisporrotearon de satisfacción.

- Debes tener razón... y supongo que a ti también te duele saber que ya no eres lo que solías ser, ¿verdad? ¿Te dolió cuando él te hizo eso? - dijo Hyoga mirándolo a los ojos - ¿Te dolió perder de nuevo ante el mismo hombre, ese que te quitó lo único que deseas y no puedes tener?

- Estás aprendiendo... - dijo Camus con una sonrisa extraña - Sin embargo, no es suficiente, una provocación tan fútil como esta, no puede llevarte a nada, no esperarás que esta niñería te reditúe algo, ¿o sí? - le dijo sin dejar de sonreír, las cicatrices le daban un aspecto temible que dotaba a su ser de una profunda oscuridad -. Soy tu maestro, Hyoga, ¿crees que eso basta para enfadarme? Recuerda con quien estás tratando. El único hombre capaz de hacerme retroceder con sólo palabras no esta presente.  Milo no es algo que deba preocuparme, tampoco Piscis, hay otras prioridades por ahora.

- No te creo... has estado obsesionado con él desde que te conozco.  Has hecho todo con tal de tenerlo, sin éxito.

- No pierdo la esperanza, y no eres tú quien debería hablar acerca de no conseguir lo que uno tiene, ¿o sí?

- La esperanza es lo único que tendrás de ese tipo. Lo mejor que podrías hacer es olvidar el asunto.

- Tal vez deberías seguir tu propio consejo, ¿no lo crees? Mírame bien, estoy vivo y dispuesto a todo por mantener mi posición,

- No eres más que un pobre idiota obsesionado con algo que no tendrá.

- Entonces mírate en mi espejo y aprende a vivir con lo que eres - dijo, Hyoga se alejó sin más, no soportó aquello.

 

-Maldito muchacho...- susurró el santo de la urna mientras se internaba en sus aposentos -. Al menos te ha quedado tu lugar en todo esto...

 

Hyoga arribó a Piscis hecho una furia. Se sintió mareado con sólo aspirar por unos segundos el penetrante aroma a rosas que permanecía impregnado en el templo de los Peces a pesar de la larga ausencia de su custodio.  Frunció el ceño, comenzó a toser y decidió  salir de ahí lo antes posible. Su encuentro con Camus había sido peor de lo que se imaginaba.

 

Se presentó, aún furioso, en el salón del trono, donde ya lo esperaba la encarnación de Atenea.  En su mirada seguían brillando el odio y la avaricia en partes iguales.

- Me llamaste...- dijo con altanería al encontrarse con la cansada mujer a la que debía servir.

- Necesito de tus servicios - el ruso esbozó una sonrisa triunfal.

- ¿Qué es lo que tengo que hacer?

- Quiero que vayas tras los asesinos... - dijo ella con voz apagada. El santo del Cisne la miró con suspicacia.

- Ya veo... - susurró poco después con jactancia.

- Hay algo más... debes ir a Rozan y buscar a Shiryu, convéncelo de volver contigo a Grecia. - añadió ella.

- ¿Para que necesitas a Shiryu?

- Debo hablarle acerca de la armadura de Libra, además de que necesitarás su ayuda, esta misión no puedes realizarla sólo.

- ¿Crees que aceptará venir? -  replicó el ruso bastante molesto.

- Debe hacerlo, es una orden directa y aunque no le hayamos visto en mucho tiempo, sigue siendo parte de la orden.

- ¿Cuándo debo partir? - Hyoga le lanzó una mirada cargada de satisfacción, a pesar de todo, conservaba su sitio y la confianza de la diosa.

- Mañana mismo a primera hora - los ojos de la diosa se concentraron en los del santo de bronce, estaba segura de que él esperaba algo más de aquella entrevista -. Cuando vuelvas, hablaremos de eso que tanto te preocupa.

- Camus...

- ÉL no tiene nada que ver en esto.

 

Hyoga salió de ahí seguro de que había conseguido algo más que una buena charla con la diosa. Era su oportunidad de conseguir lo que siempre había deseado, o más bien, eso que le obsesionaba.

 

Al día siguiente, partió acompañado por un grupo de guardias y gente de la fundación. Un día después, arribaba a China con la intención de entrevistarse con el santo del Dragón. Seguía pensando que Shiryu no aceptaría volver, si no lo había hecho en tanto tiempo, ¿por qué ahora? Su viejo compañero de batallas se había aislado de todo aquello hacía tiempo.

 

Cuando el grupo de Hyoga descendió del tren fueron de inmediato blancos de las miradas. Aquellas personas los miraban con reproche, algunos con franco odio. La orden de Atenea no era lo que antes fuera, le habían perdido el respeto y les veían como a verdaderos mercenarios que se vendían al mejor postor, y la actitud del Cisne no ayudaba en mucho.

 

Sin dar importancia a las murmuraciones, siguieron su camino adentrándose en los arrozales que rodeaban la estación. A lo lejos, podía verse un grupo de hombres trabajando afanosamente bajo el sol, mismos que cesaron en su labor al verles venir, todos excepto uno que siguió su labor inclinado bajo los intensos rayos del sol de medio día.

 

El hombre ni siquiera se inmutó al escuchar el rumor de sus pasos, siguió ahí, con los pies hundidos en el terreno fangoso, concentrado en su trabajo sin prestar atención a nada más mientras,  el Cisne y sus compañeros se acercaban.

- ¡Hey, tú! - le gritó Hyoga en tono altanero cuando estuvo a unos pasos de él. Aquel hombre no lo miró, ni alzó el rostro, persistió en su labor, con aquel sombrero de paja escondiendo su rostro -. Hey, dime, ¿dónde puedo encontrar al santo del Dragón? - dijo Hyoga con tono cansado y molesto.

 

El aludido se incorporó, con una sonrisa en los labios, clavó en el rostro del Cisne un par de penetrantes ojos grises que e ruso reconoció al punto.

- ¿Así es como saludas a tus amigos, Hyoga? - le dijo mientras enjugaba el sudor de su frente. El santo del Cisne se quedó sin palabras, ¡ni siquiera había sido capaz de detectar su cosmos! Pero no había duda, el hombre que tenía frente a sí, era Shiryu del Dragón.


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