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TRiADA por Kitana

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Notas del capitulo:

Despues de dos mil años sin actualizar, jejeje, aqui estoy, ummm bueno, fieles a la costumbre, aqui van las

 

ADVERTENCIAS: todos los personajes están en un absoluto y desalmado OOC, si son fans del canon (aunque si llegaron hasta aqui seguro que no lo son), no se ofendan ni me ofendan, en este capitulo habrá además:

 * Lemmon, muuucho lemmon.

 * No con, léase, violación.

 * Conductas inapropiadas cortesía de uno de nuestros protagonistas.

 

Si es que siguen aqui, gracias por leer y epero lo disfruten, besos, bye!!!

El sol se había escondido hacia ya un largo rato, sin embargo, el insoportable calor no parecía disiparse, al igual que su mal humor.  Se sentía a un paso de la más perfecta de las locuras, de la más salvaje de las furias y no sabía como frenar el inminente estallido de furia que sabía se avecinaba. Se conocía muy bien. Sabía que era incapaz de seguir conteniéndose por más tiempo.

 

Estaba sintiéndose al borde de la más absoluta de las desesperaciones. Era consciente de que nada podía volver a ser lo de antes, que él mismo no era el de antes y que ese maldito sufrimiento que le robaba el sueño por las noches, probablemente, no terminaría jamás.

 

Había salido a la calle esperando que el echarse a caminar sirviera para menguar esa ansia desesperada por arrasarlo todo a su alrededor. Estaba tan cansado de todo... aún de su mismo. Lo sabía era cuestión de tiempo para que su verdadera naturaleza terminara por aflorar. Lo sabía, y no pretendía hacer nada para detener aquello; no había salida esta vez, o al menos no la salida que solía emplear. No tenía caso engañarse... extrañaba el aroma de la sangre.

 

¿Quién mejor que él para saberlo? Pronto la oscuridad de su ser le arrollaría por completo, pronto terminaría por dominarlo por completo.

 

Esa voz sonaba fuerte en su cabeza. Él sólo sabía matar, él sólo podía ser un asesino. Y estaba ansioso por volver a hacerlo. Un nuevo capítulo de su locura, de su podredumbre estaba a punto de abrirse, quizá más violento que antaño, que seguramente traería aparejado un nuevo brote de abyecta crueldad. Lo sabía. No tenía miedo a ello, al contrario, lo esperaba con impaciencia, porque ese era el punto a partir del cual todo emergería de entre las cenizas, ese era el momento en el que él volvería a emerger de entre la basura.

 

Entró en aquel bar sólo porque sí, porque estaba cansado de vagar, porque le apetecía un trago. No quería volver a casa todavía. Cruzó aquella puerta que hedía a orines y observó a la decadente clientela con ojo clínico, con ojos de asesino.  Daba igual todo, daba igual  quienes fueran, nada de lo que ahí pasara debía afectarle. Aún no era el momento de permitir el estallido.

 

Se sentó en un extremo del local, en un rincón oscuro que estaba cerca de  la barra. Un hombre sucio y desaliñado le miró desde la mesa de enfrente, con un par de ojillos huidizos. Pronto la mesera vino a su encuentro.

- Un whisky - dijo con voz ronca. La esquelética mujer asintió pesadamente sin apartar su macilento rostro de él, al poco, puso frente a él un vaso bajo y saturado de hielo en el que sirvió un poco del licor solicitado. Bebió un sorbo, percatándose de que había más agua que alcohol en el brebaje aquel. No le importó y pidió un segundo trago.

 

No miraba a nadie, porque nadie le interesaba, todo lo que quería eran unos segundos para recomponerse lo suficiente como para volver a casa.

 

Al poco, una mujer que vestía una horrenda minifalda de estampado de leopardo, se le acercó pretendiendo ser seductora. Sin decir nada, ella se sentó a su lado, le miró de pies a cabeza y le sonrió con grotesca coquetería. Afrodita frunció el ceño al sentirse observado por la mujer, gesto que se acentuó al notar que ella seguía sin moverse. Por un momento se dejó envolver por la fantasía de la sangre de aquella mujer escurriendo entre sus dedos.

- Oye, guapo, ¿bailas? - dijo con una voz rasposa, Afrodita siguió en silencio, ella le sonrió de nuevo -. Si no bailas, al menos invítame un trago, ¿sí?

- No - respondió el sueco toscamente.

- Vamos, sólo una copa, después...

- Dije que no, lárgate - le interrumpió. La mujer volvió a mirarlo, contemplando los perfectos rasgos del hombre que ni siquiera se dignaba a mirarla.

- Ya veo... - dijo retorciendo los labios en una mueca de disgusto -. Eres de esos, ¿no?

- Dije que te largaras - siseó Afrodita, comenzaba a perder la paciencia.

- Sí... con esa cara... seguro que eres de esos.

- Te dije que te largues.

- Eres de esos que prefieren besuquearse con otro hombre que a una buena mujer, ¿no? Lo más seguro es que no sepas siquiera que hacer con una mujer - Afrodita enfureció y sin decir más, le empujó lejos de sí, la mujer comenzó a maldecir entre las risotadas de los ebrios que se congregaban en el bar.

 

La mujer se incorporó como pudo, terriblemente molesta por lo que había hecho Afrodita.

- ¡Hey, todos! - dijo cuando consiguió ponerse en pie -. ¿Ven a esta preciosidad? ¡Pues no es más que un maldito marica! Seguro que lo pasaría mejor con cualquiera de ustedes que  conmigo, por eso me despreció - dijo ella con aire teatral, las carcajadas no se hicieron esperar.

 

Afrodita permanecía en su sitio,  sereno, continuó bebiendo, no iba a permitirle a esa estúpida mujer reírse de él, sin embargo, iba a tomarse su tiempo. Esa mujerzuela no importaba demasiado.

- ¿Lo ven? ¡Tan digno como una dama! - dijo la mujer riéndose al tiempo que lo señalaba, los presentes seguían riéndose. Uno de aquellos hombres, envalentonado por el alcohol y las palabras de la mujer, se acercó hasta donde se hallaba el sueco.

-Tienes razón, es toda una preciosidad.  Aunque, habría que verle con cuidado - dijo sentándose frente a Afrodita -. Déjame ver esa cara... si es lo suficientemente hermoso, me olvidaré de que es un hombre - dijo arrancando una andanada de risas del resto de los ebrios presentes. Puso su mano en el brazo del rubio, con un movimiento ágil y veloz, el sueco se apartó.

- Si vuelves a tocarme, voy a arrancarte los dedos y haré que te los tragues - siseó con furia mientras le miraba fijo.

- Pero si todo lo que quiero es jugar un poco contigo, no voy a morderte, te gustará. No tienes que... - dijo mientras intentaba tocarle de nuevo.

 

Nadie supo exactamente que fue lo que sucedió ni como. Lo siguiente que esos hombres vieron fue a su compañero tumbado en el suelo, asfixiándose. Ninguno se atrevió a acercarse más de la cuenta, mucho menos a impedir que el imponente rubio le propinara una patada en los genitales.

- Maldito idiota... - susurró entre dientes antes de abandonar el lugar.

 

Nadie fue capaz de hacer algo por detenerlo.

 

Finalmente, cuando se había ido, alguien reunió el coraje suficiente como para moverse y acudir en auxilio del hombre tendido en el suelo, quien ya comenzaba a ponerse azul. Fue en el momento de auxiliarlo cuando se percataron de qué era con lo que el hombre se atragantaba. Era un dedo. Su dedo índice. Al examinarlo, notaron que le faltaban dos dedos más.

 

Afrodita, ajeno a todo, seguía caminando, en silencio, luchando por contenerse y no volver sobre sus pasos y terminar con lo que había comenzado en el bar. No sabía si sería capaz de evadir el deseo de matar a golpes a ese imbécil que se había atrevido a tocarlo. Sentía que podía explotar en cualquier momento y comenzar a arrasar lo que fuera que tuviera enfrente. Le tomó segundos confirmar que alguien lo estaba siguiendo. Eso le disgustó cantidad.

- Si no quieres terminar como tu amigo de allá, o aún peor, será mejor que te largues por donde viniste - dijo sin volverse.

- Espera, yo no tengo nada que ver con él.

- Entonces, ¿qué quieres conmigo? ¿Tienes ganas de que te mate? - dijo el sueco aún de espaldas.

- Sólo quiero proponerte un negocio que nos va a beneficiar a los dos; ambos nos haremos ricos en muy poco tiempo.

- Habla claro - dijo Afrodita, aquel hombre sintió un terrible escalofrío invadiéndolo cuando se percató de que ese hermosísimo hombre estaba a su derecha, sin que se hubiera dado cuenta de en que momento llegó hasta ahí.

- Ven, hablemos en otro sitio mucho más discreto que un callejón - dijo él, Afrodita se quedó callado, mientras ese hombre comenzaba a toser al aspirar el penetrante perfume de rosas que emanaba del sueco.

 

El asesino siguió al hombre aquel, sin preocupación, pensando que, de ser el caso, sería fácil deshacerse de él. No era reto para alguien como él. Se dejó llevar, guiándose por los hilos invisibles que le tendía un destino que aún parecía ser incierto.

 

Cuando se encontraron a solas, aquel hombre se lo puso en palabras llanas. Iba a pagarle muy bien por hacer lo único que sabía hacer. Le había impresionado la sangre fría y la facilidad con que Afrodita se había encargado de ese hombre. El sueco no lo pensó demasiado, no tenía nada que perder. Esa era, precisamente, la respuesta que había estado buscando desde hacia tiempo. Se sonrió levemente, acariciando la posibilidad que se abría para él.

 

Luego de acordar los pormenores del arreglo, regresó a casa.  No tenía pensado hablar respecto a su nuevo trato de negocios con su amante. Jamás lo haría, a menos que fuera estrictamente necesario. Estaba convencido de que lo que estaba a punto de iniciar resolvería si no todos, una buna  cantidad de sus problemas.

 

En cuanto llegó a su hogar, se sentó a la mesa, obviando la presencia de su compañero, se dispuso a terminar la cena que había dejado pendiente al salir. Se ignoraron mutuamente durante un largo rato, hasta que él decidió que era suficiente y se apartó. No dijo nada, ni una palabra cuando el otro abandonó la habitación, simplemente se quedó sentado, consumiendo los restos de la comida que había terminado por enfriarse.

 

Días más tarde, se presentó la oportunidad de volver a ejercer su oficio. Era su primer trabajo. No sería el último, eso lo daba por sentado. Lo hizo de manera limpia, sencilla, disfrutando cada instante, como en los viejos tiempos. De nuevo corría por sus manos la sangre de un semejante.

 

Al volver a su hogar, ya de madrugada, se encontró con su amante. Milo le encontró distinto, como si de repente hubiera vuelto a ser el de antes. Eso le dio que pensar, puesto que había algo más, algo distinto. Esta vez no podía leerlo. Esta vez no podía saber en que estaba pensando esa hermosa criatura que le miraba desde la oscuridad de la madrugada...

 

Se percató entonces de lo que para ese momento era evidente. Hacía tiempo que había dejado de entenderle, en algún punto del camino se había perdido esa especie de conexión que ambos tenían, ese entendimiento profundo y silencioso que siempre les había vinculado. Percibía a Afrodita tan indescifrable como nunca antes lo había sido a sus ojos, como lo era ese nuevo mundo al que habían sido arrojados sin misericordia por las circunstancias.

 

Todo se volvía más y más difícil a cada instante. ..

 

Un mes más tarde, dejaron el diminuto departamento que había sido su hogar desde que Milo abandonara el hospital.  Se mudaron a una pequeña casa en las afueras, esa casa recordaba muchísimo a esa otra que el sueco mantenía como uno de sus más grandes secretos.

 

Los días pasaban en medio de una aparente calma, en medio de una serenidad artificial que ambas partes se empeñaban en sostener, así fuera con alfileres. Ambos se aferraban al status quo para no caer en la desesperanza.

 

Para Milo, cada una de sus sospechas parecía confirmarse con cada gesto, con cada palabra de su amante. Sin embargo, se negaba a asimilarlo, se negaba a creer que todo era verdad, que todo cuanto pensaba era dolorosamente cierto. Lo sabía, lo sentía. Cada una de esas madrugadas en las que él se tendía a su lado en el lecho con la piel infestada del inconfundible aroma de esa excitación que él conocía tan bien por haberla sentido en carne propia. Cada una de esas madrugadas en las que creía adivinar en sus manos rastros de sangre, se lo confirmaban. Cada madrugada, algo le susurraba sin palabras eso que se negaba a aceptar.

 

Cada mañana le miraba y se sentía más y más lejano de  él, le sentía más y más ajeno, inmerso en un mundo del que no era parte. Él mismo estaba a punto de estallar, al borde de una locura mil veces peor que la que le había devorado luego de la muerte de Afrodita.

 

Aquella noche, mientras fingía dormir, notó que Afrodita abandonaba la casa, dejándole a solas con sus propios demonios. Cuando se supo sólo, se sentó en la cama, contempló, a través de la ventana, el enorme y amarillento disco lunar que parecía reírse de su infortunio. Ignorando el frío que se colaba por la ventana entre abierta, se levantó y anduvo descalzo, sintiendo la fría textura del piso bajo sus pies, pensando en cual era la mejor ruta de acción a seguir, obviando el lacerante dolor que invadía su mano derecha en esos momentos. No quería pensar en ese dolor, único indicio de que ese miembro, amoratado e inútil, seguía con vida y unido a su cuerpo.

 

Maldijo entre dientes a Capricornio, gracias a él, su cuerpo mostraba groseras marcas de aquel enfrentamiento, marcas que no soportaba por no haberlas hecho su amante. Lo maldecía, una y otra vez, porque, para bien o para mal, había dejado una huella en su cuerpo, cuerpo que sólo pertenecía a Afrodita. Ese pensamiento taladraba su mente cada vez que estaba a solas, su cuerpo sólo podía exhibir marcas dejadas por el único ser digno de ello, Afrodita, su amante.

 

Una vez más, repasó la cicatriz que circundaba su muñeca y se sintió rabioso. Se sentía más y más inútil, dependiendo para todo de Afrodita, incapaz de valerse por si mismo, herido profundamente en aquello que ni siquiera su maldito maestro había podido domeñar, su orgullo. Conforme pasaba el tiempo y no notaba mejoría se deprimía aún más. La vieja sensación de seguridad que antaño dominara sus días, parecía esfumarse vertiginosamente, dando paso a la más absoluta de las desesperaciones. Estaba sumergido en una ansiedad extrema con la que no sabía como lidiar, una ansiedad sólo comparable con aquella que sentía mientras estuvo a merced de Erebo de Escorpión.  Cada vez que pensaba en ese hombre sentía náuseas... a pesar de que estaba muerto, seguía odiándolo con la misma virulencia de siempre.

 

Se tendió nuevamente en la cama, de espaldas ala puerta, pronto comenzó a dormitar, inquieto, aterrado por todo eso que estaba sintiendo y que se negaba a externar, porque no podía volver a sentirse el de antes, porque no podía recobrar la seguridad en si mismo... no era agradable. No lo era. No era bueno sentirse como un niño de nuevo. Estaba asustado, y eso le enfurecía.

 

Finalmente, ya entrada la madrugada, Afrodita volvió a casa. Entró en la habitación que compartían y lo encontró dormitando, contempló a su amante tendido en la cama, completamente inmóvil. Admiró la fría y serena belleza del hombre al que amaba y sintió que el deseo se abría paso en él, incendiando su ser como si de hojas secas se tratase, invadiéndolo todo, cada rincón. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que se amaran de esa manera. Avanzó despacio hacia él, sintiéndose más y más subyugado por todos los sentimientos que el griego le despertaba.

 

Se recostó a su lado en la cama y enredó sus dedos en los largos cabellos de su amante. Pronto las pálidas manos del sueco recorrían la tibia mejilla del heleno en una caricia llena de amor y deseo.

- Volvía... - dijo el sueco en voz muy baja, le obligó a mirarlo y depositó un beso en los secos labios de Milo. Los labios de Afrodita buscaron mayor intimidad, lentamente descendieron por el cuello del griego, quien dio un respingo al sentir la atrevida caricia de su amante.

- No... hoy no - susurró Milo con la mirada perdida.

- ¿No? ¿Qué?

- No quiero hacerlo - dijo, Afrodita perdió los estribos al escucharlo hablar de esa manera.

- ¿Por qué? No has tenido deseo desde que dejamos el santuario.

- No me siento bien - respondió el griego apartando el rostro, aquella respuesta fue la gota que derramó el vaso, lo que le hizo perder por completo el control.

 

Los dedos de Afrodita se crisparon en torno al hombro de su amante. Las afiladas uñas del sueco se clavaron con dureza en la piel de su amante. La sangre se agolpó en sus sienes y le nubló el juicio, haciéndole creer que no había nada más importante en esos momentos que sus deseos. Diminutas perlas carmesí se deslizaban entre sus dedos mientras Milo evadía mirarle.

 

Todo ocurrió tan rápido que Milo no tuvo tiempo de reaccionar. Afrodita le obligaba a tenderse de espaldas a la cama, con extrema violencia, el sueco se hizo espacio entre las piernas de su amante.

- Dije que no... - susurró Milo, un tanto asfixiado al sentir sobre sí todo el peso de su amante.

- ¡Me importa un demonio si lo quieres o no! - dijo mientras luchaba por arrancarle la ropa.

- ¡No lo quiero, no así! - repitió el griego con la voz crispada.

- ¡Vas a darme lo que quiero! - siseó el sueco, Milo no respondió, se quedó quieto como un muerto, tan mudo como una tumba. Dejó de luchar, su respiración agitada era la única señal de actividad en su cuerpo. Todos sus miembros adquirieron una laxitud extrema, quedando a merced de Afrodita. Mientras, en su mente, se mezclaban el pasado y el presente, sus ojos se llenaban de desesperación.

- Mi mano... - dijo en un murmullo casi inaudible. Afrodita no le escuchó, mordisqueó su cuello con sadismo mientras se afanaba en penetrarlo.

 

El griego se concentró en la sensación de la viscosa sangre que ahora manaba también de su cuello. No... no era como otras veces. No quería pensar en aquello a lo que se parecía ese encuentro con su amante. Apretó con fuerza la mandíbula, negándose a hacer sonido alguno. Se obligó a callar, como si se tratara de una película, su mente y su cuerpo revivieron aquello que se había esforzado por olvidar, aquello en lo que no hubiera querido pensar nunca más...

 

Con grandes esfuerzos, se obligó a mantener los ojos abiertos, sabedor de que si se atrevía a cerrarlos, lo que vería y escucharía sería a Erebo de Escorpión ultrajándolo. Tuvo que esforzarse mucho en mantener la mente en blanco, en no pensar en lo que le estaba sucediendo para no recordar, para no volver a sentir aquello. Por un momento creyó que se echaría a llorar, que las lágrimas cobrarían vida en sus ojos para ir a morir en sus mejillas. No lo deseaba, se había jurado no volver a llorar ante sus recuerdos, su cuerpo y su mente serían la tumba de sus recuerdos, pero, empezaban a volver con fuerza inaudita, con doloroso realismo.

 

Milo clavó los ojos en el techo, concentrándose en las incontables irregularidades que lo poblaban. Afrodita le embestía con fuerza, haciendo crujir el lecho, sus propias caderas. El cuerpo de Milo se había tornado suave, maleable, como el de un muñeco al servicio de los deseos de su amante.

 

Afrodita no quiso reparar en ello, se mente estaba a kilómetros de ahí, no podía pensar, sólo le guiaba su instinto. No podía ni quería pensar. Esa parte animal, feroz y salvaje de su ser había terminado por imponerse. Sentía hervir su sangre, recordando que el silencioso hombre que se hallaba debajo de él, se había entregado a otro hombre, que no había respetado el pacto entre ellos, que le había traicionado. Necesitaba desahogarse, necesitaba, por lo menos, de un momento de revancha. No podía olvidar, no podía alejar de su mente que otras manos habían tocado ese cuerpo, que otro hombre lo había poseído, mancillándolo de una manera imborrable frente a sus ojos. Todavía podía recordar esas malditas escenas que se había visto obligado a mirar estando en el infierno...

 

El hermosísimo sueco dirigió el rostro al cielo mientras se veía sorprendido por el clímax, luego, con escaso cuidado, abandonó el interior de su amante. Todo había terminado. Abandonó el lecho sin querer mirarse en esos ojos opacos que parecían haber perdido todo rastro de vida. Esos ojos le dieron la impresión de mirar hacía el pasado en vez de hacía el presente. Al poco, su amante se incorporó velozmente, se vistió a prisa y entró en el cuarto de baño.

 

Afrodita, un tanto preocupado, le espió desde el pasillo, lo observó mientras permanecía quieto, apoyado en la blanca superficie del lavabo. Lo escuchó echar el seguro. Lo escuchó asearse escrupulosamente, cosa que en todos sus años juntos, jamás había hecho después de hacer el amor. Afrodita consideró que Milo tardó demasiado, cuando Milo salió del baño, no le miró a los ojos. El griego pasó de largo a su lado, sin mirarlo en ningún punto de su trayecto de vuelta a la cama.

 

Afrodita lo siguió y lo miró fijamente mientras el griego se encargaba de cambiar las sábanas. Todo aquello le pareció al más hermoso de los asesinos un ritual bien aprendido, algo que a fuerza de repetirse, se lleva en la mente y se hace en automático. No dijo nada, sin embargo, la culpa comenzaba a invadirle.

 

Milo tampoco iba a hablar al respecto. En cuanto terminó con su tarea, volvió a meterse en la cama, esperando que no volviera a suceder algo semejante. No esperaba que Afrodita intentara siquiera disculparse. Conocía bien a su amante. Sabía que Afrodita no era esa clase de hombre, ninguno de los dos lo era. Él tampoco iba a pedir explicaciones. Todo estaba perfectamente claro, las palabras, como de costumbre, salían sobrando.

 

Afrodita no se recostó inmediatamente, esperó un poco, hasta que le creyó dormido. No iba a decir ni a hacer nada más.

 

La mañana llegó demasiado pronto para ambos. Luego de una corta ducha, se sentaron juntos a la mesa. El sueco no podía evitarlo, el imperturbable silencio de Milo, la indiferencia que el griego exhibía esa mañana, le producían una indecible molestia. Había pensado que luego de lo ocurrido esa madrugada, él al menos iba a mirarle con reproche, que, tal vez, se arriesgaría a decir algo. Pero lo que tenía frente a sí era una pared de hielo infranqueable. El griego sólo le ofrecía esa maldita indiferencia con la que trataba a todo el mundo. Esa maldita indiferencia que nunca había estado dirigida a él. En esos momentos, su amante parecía absorto en sus pensamientos, hundido en un rincón de su mente al que no estaba dispuesto a dejar entre a nadie, ni siquiera a él.

 

Era claro que no hablarían al respecto, ninguno de los dos lo haría, pese a todo lo que estaban sintiendo.

 

Afrodita, por vez primera desde que eran amantes, se sentía rechazado, ignorado por el hombre que amaba hasta la locura. Milo, por su parte,  también por vez primera, se sentía agredido por la única persona en la que se había atrevido a confiar plenamente.

 

El sueco no toleró por mucho tiempo la tensión y la ansiedad que le acometían, salió a caminar, como había tomado por costumbre en los últimos tiempos. Sentía cada célula de su cuerpo hervir de furia y frustración que no sabía como canalizar, no entendía a Milo...  El griego ni se inmutó ante le beso que Afrodita depositó en sus labios antes de abandonar el lugar.  Cada uno estaba sumergido en si mismo, sin alcanzar a vislumbrar lo que tenían enfrente. Afrodita no se dio cuenta de que Milo llevaba, de nueva cuenta, la mano vendada.

 

Para cuando regresó, ya entrada la noche, tenía los nervios destrozados. No quiso fijarse en Milo, lo encontró sentado al lado de la ventana, mirando como la luna empezaba a dibujarse en el cielo nocturno. Creyó que le esperaba, sin embargo, el griego se replegó sobre sí mismo cuando él se le acercó. Tenso y hostil, el escorpión le dirigió una mirada que no supo interpretar.

 

Afrodita lo observó con detenimiento, los ojos azules del griego le parecieron verdaderamente vacíos.

 

Aquella noche, Afrodita no pudo dormir, había demasiadas cosas en su mente. Estaba confundido, terriblemente irritado y ni tenía la menor idea de que hacer, era de madrugada cuando dejó la cama. No se ocupó en despertar a su amante. Lo dejó dormir mientras se disponía a salir, necesitaba despejarse o iba a estallar.

 

Por fin había conseguido que un médico de verdad revisara a Milo. Aún recordaba al primer médico que vieran, el sólo pensar en ese hombre le hacía sentir deseos de ir tras él y asesinarlo. Con gusto le rebanaría el cuello con una de sus rosas si se lo volvía a encontrar. Tenía la esperanza de que el nuevo médico hiciera algo por su amante, que al menos le diera la esperanza de que volvería a ser el de antes.

 

Toda esa situación que vivía le tenía fuera de si, seguía sin comprender a Milo. De pronto el griego se encerraba en si mismo, y a los pocos minutos estallaba colérico, mostrando una  furia que nadie habría creído era capaz de mostrar. Lo hacía miserable ver como Milo se consumía de a poco bajo el peso de sus circunstancias, encerrado en sus problemas, sin atenderle a él, tan dolido como él.

 

Todo parecía conjugarse para hacer brotar lo peor de él. Todo, aún Milo. Todo le hacía sentirse furioso, impotente, terriblemente inadecuado. Por mucho que lo intentara, suponiendo que de verdad lo hiciera, sabía que jamás llegaría a ser como el resto de la gente. Llevaba tatuado en el alma, en cada célula de su cuerpo eso que lo había elevado frente al resto como el asesino por antonomasia en la orden de Atenea.

 

Era lo que era, un asesino, el mejor que podía ser, y sabía, en el fondo, que no podía aspirar a nada más que eso. Él no podía ser otra cosa, él no podía aspirar a reformar, porque no lo deseaba, porque no lo necesitaba. Él sólo era Afrodita, uno de los tres, un asesino despiadado que no pedía ni quería la aprobación de nadie  para seguir adelante. Él era un asesino que había sido arrancado de su medio natural, alguien que no iba a florecer bajo la luz... alguien que ansiaba volver a sentir que dominaba la situación.

 

Con el paso de los días, Afrodita se percató de las extrañas fluctuaciones en el ánimo de su amante, lo notaba ausente, distante. El sueco se sentía al borde del colapso, su muy precario equilibrio mental estaba a punto de volverse añicos. La extraña actitud de su amante lo estaba acabando, no lo comprendía,  y él no decía nada, simplemente fluctuaba entre el absoluto mutismo y los estallidos de furia. En todo el tiempo que llevaban juntos, por primera vez ninguno de los dos era capaz de entender las señales del otro, mucho menos los pensamientos que anidaban en la cabeza ajena.

 

Cada uno de los actos de Milo era visto por Afrodita como una gota más que contribuía a colmar la diminuta copa de su  cordura. Todo aquello no era más que un modo de castigarle, un mudo intento del griego por desquiciarlo al punto exacto para conseguir que lo matara con sus manos, ¿o era que de nuevo quería verlo caer de bruces en el infierno?

 

Conocía a Milo, lo conocía mejor que ningún otro ser humano y le creía capaz de hacer algo semejante a lo que su mente había vislumbrado. El escorpión podía llegar a ser cruel, verdaderamente cruel si se lo proponía, sí lo deseaba, era capaz de atacar en el punto preciso en el que dolería.

 

Era mediodía y hacía ya demasiado calor, optó por permanecer en casa, de alguna manera hubiera querido entender a Milo, saber que todo estaba bien entre ellos, pero... parecía como sí hubiera surgido una barrera entre ellos. Ambos sufrían, a su modo y en sus términos, los dos padecían ese distanciamiento.

 

Milo seguía sin dirigirle la palabra, se limitaba a mirarle de vez en cuando, con esa mirada opaca y muerta. Afrodita lo observaba a detalle, como sólo un asesino podría hacerlo. Milo había bajado notablemente de peso, y esas profundas ojeras que circundaban sus ojos le hacían verse más decaído. Sin embargo, eso no era obstáculo para que siguiera encontrándolo condenadamente hermoso. Pero no podía entenderlo, por más que lo intentaba, no podía leer que pasaba detrás de la máscara de indiferencia del griego. Milo era impredecible ahora, alguien a quien no podía interpretar.

 

De pronto, una idea comenzó a formarse en su mente, ¿y si lo que pasaba era que él había dejado de amarlo? No, no, eso era imposible, sencillamente improbable. Él no podía dejar de amarlo. Milo era suyo, eternamente suyo.

 

Lo miró fijo y se acercó a él, Milo no rechazó el contacto esta vez.  Le permitió acariciarle y dejó que una sonrisa desdibujada saliera de sus labios. Dejó que los afilados dientes del sueco marcaran su piel, que sus labios probaran su piel y su sangre, dejó que esas uñas se clavaran poderosas en sus muslos y en su pecho. Lo amaba, y no sabía que más hacer por él. Haría lo que fuera necesario para mantenerlo a su lado.  Sólo que no sabía si acaso iba por el camino correcto o debía volver sobre sus pasos.

 

Tendidos en el lecho, con Afrodita aferrado a su cintura, Milo pensó que  no quería perderlo, en que quería permanecer a su lado, sin embargo, entendía que  las cosas estaban cambiando, y no precisamente para bien.

 

Al día siguiente, abandonaron su hogar para acudir a la cita con el médico. Ambos tensos, nerviosos, se presentaron ante el facultativo. Las noticias no eran precisamente alentadoras. Milo requería de dos o tres operaciones más para recobrar medianamente la movilidad y sensibilidad en su mano.  No volvieron directamente a casa después de la consulta, caminaron juntos hasta la playa.

- No podremos pagar eso... - susurró Milo con amargura -. Yo... yo debería resignarme - dijo posando la vista en su mano, prisionera nuevamente de esa especie de guante que el médico le había colocado. Afrodita lo miró con disgusto.

- Deja de pensar en ello. No tienes que preocuparte por nada más, yo voy a arreglarlo.

- Pero...

- Dije que no tienes que preocuparte - sentenció Afrodita mirándolo fijamente.

 

Siguieron caminando, milo no supo si alegrarse o aterrarse ante lo dicho por el sueco. Tenía sus sospechas de cómo era que conseguía el dinero, de cómo era que conseguía las cosas. Pero no iba a mencionarlo, ni haría nada por confirmar o derribar sus sospechas.

 

Se sentaron sobre la áspera arena de la playa, el invierno ya se acercaba ay el mar se veía encrespado. El mar rugía violento frente a ellos, las olas casi tocaban sus pies desnudos. La brisa helada traía hasta ellos el salobre gusto del mar. Aquello sólo contribuyó a que la inquietud del sueco se incrementara. Afrodita sabía que lo que estaba por venir significaría un reto para ambos. La situación que se avecinaba amenazaba con hacer brotar todas las sensaciones y emociones que había decidido ignorar años atrás, cuando era todavía un niño.

 

Las cosas estaban en un punto muerto, al menos por lo que respectaba a sus perseguidores, sin embargo, no podían confiar demasiado en que les creyeran muertos o perdidos, ellos seguirían buscando hasta dar con ellos. Estaban cerca, lo sabía.  Cuando dieran con ellos estaría preparado, pero no sabía si Milo estaría listo para pelear por su vida. la orden de Atenea no iba a perdonarles el haber huido, sin importar lo que el griego había hecho, iban a matarles, por lo que entendía, los únicos que tal vez sabían en que consistía el rito que su amante había ejecutado, no harían nada. Estaban solos, ellos dos, porque entendía que no podía confiar nuevamente con Death Mask, no podían contar con nadie más que con ellos mismos.

 

Contempló el perfecto perfil de su amante, semi oculto entre los largos mechones rubios que  descendían lujuriosos por los hombros de éste. Milo no lo miraba, permanecía inmóvil, con los ojos clavados en sus propias manos. En ese momento, Afrodita fue consciente de toda la frustración con la que tenía que lidiar aquello, con todo eso que estaba corroyéndole las entrañas. Se quedó mirándolo, recordando aquella noche sobre el techo de Escorpión, cuando le permitió tocarlo por primera vez.... Él no era el de entonces, ninguno de los dos lo era, habían dejado de ser muchachos y eran hombres, dos hombres con el alma plagada de cicatrices, hombres que debían hallar el sentido de su vida o morir en el intento.

 

Rozó suavemente la mano de Milo con la suya, el griego permaneció inmóvil, lo sintió relajarse, y en ese momento dejó de sentirse un intruso, dejo de sentir que irrumpía en un lugar donde no había cabida para él. No iba a retroceder, nunca lo haría, Milo era suyo, sólo suyo.

 

El escorpión contemplaba con aire ausente la arena bajo sus pies descalzos, arrastrando suavemente el dorso de la mano derecha sobre ella. Cada vez que lo hacía, sentía que su desesperación se expandía. No podía sentirlo... su memoria registraba el tacto de la arena, sin embargo, su tacto parecía muerto. Era como si algo lo entorpeciera, como si algo le impidiera a su mano sentir, era como si estuviera anestesiada. Le era imposible palpar los finos granos de arena.

 

Afrodita rozó su mano una vez más, en un acto plenamente consciente, el griego asió la mano de su amante. Ante esto, Afrodita le atrajo hacía sí con brusco afán. El sueco lo aplastó contra su pecho, Milo se dejó hacer, sentía que sus ojos se humedecían mientras los tersos labios de su amante cubrían los suyos con besos ansiosos. Se prendió de aquellos labios olvidándose del pasado, olvidándose de todo, aún de esa desafortunada noche. No quería perderlo, no a él, pero no se daba cuenta de que empezaba a perderse a sí mismo.

- Te amo - dijo el griego en un murmullo, Afrodita lo abrazó con más fuerza, enterrando el rostro en la espesa cabellera de su amante.

- También te amo... - susurró Afrodita con toda la sinceridad de que era capaz. Sostuvo el demacrado rostro del griego entre sus manos, contemplando ese fugaz brillo en las apáticas pupilas del heleno. Esa mirada le hizo sentir que no todo estaba perdido, que ese amor desquiciado seguía vivo, tan vivo como lo estaban ellos...

 

Se besaron una vez más, Milo aferró los hombros de su compañero con desesperación. Se sentía asquerosamente frágil, asquerosamente dependiente como si de un momento a otro todo fuera a derrumbarse estrepitosamente.

 

Afrodita recibió una de esas sonrisas desdibujadas de su amante mientras se ocupaba de acariciar suavemente su mentón.

- Volvamos, estoy cansado - dijo Milo con voz ronca, Afrodita asintió, sin perder de vista a esa mujer que no dejaba de mirarlos desde hacía un largo rato.

 

Milo se puso de pie e intentó torpemente atarse los cordones de los zapatos, Afrodita se arrodilló a su lado para ayudarle, sin perder de vista en ningún momento a la mujer Finalmente había recordado en donde le había visto antes. Él vivía en la misma calle que ellos. Recordaba haberlo visto husmeando en las cercanías cuando recién se mudaran.

 

Estaba furioso, sobre todo porque después de que dejaran la playa, notó que ella los seguía. Milo seguía concentrado en si mismo y no se daba cuenta de nada.  Afrodita sabía que  todavía los seguía, sabía por la forma en que los miraba, que estaba interesada en su amante. Y eso era algo que no iba a pasar por alto. Era algo que no podía permitir, algo que, sin duda, hacía que  las cosas se tornaran peores para él. Algo de lo que jamás iba a librarse eran sus celos, que siempre estaban presentes, dispuestos a saltar a la menor provocación.

 

Mientras Milo dormía, él no dejaba de pensar en esa mujer. Estaba oscureciendo y aún  no lograba deshacerse  de esa sensación de hastío e inquietud que le provocaba el saber que alguien se atrevía a mirar a su amante.  Nadie, sólo él, tenía derechos sobre el griego, nadie más. su mente de asesino no paraba, ¡tenía que quitarla del camino! Estaba verdaderamente furioso, ¿cómo se atrevía esa insignificante a intentar algo con su amante? Mil y una ideas homicidas comenzaron a germinar en su cabeza.  ¡Era suyo, de nadie más!

 

Pasaron dos días en los que no perdió detalle de cuanto ocurría en los alrededores de su domicilio. Finalmente se había convencido de que, en efecto, Milo no tenía idea de lo que esa mujer hacía. Confiando en ello, se dirigió a buscar dinero, lo necesitaba para poder reunir lo suficiente para que los médicos efectuaran la operación que su amante requería. Más adelante tendría oportunidad de neutralizar a esa mujer.

 

Sin embargo, las cosas no salieron como él las había dispuesto. Volvió a su hogar hecho un energúmeno, y su furia sólo aumentó al ver que esa mujer se encontraba espiando en las cercanías de su domicilio. Se decidió a mostrarle de una vez por todas que el griego era sólo suyo y de nadie más.

 

Se acercó sin hacer ruido, echando mano de sus buenos oficios de asesino.

- ¿Qué demonios espías? - siseó cerca del oído de la mujer, ella estaba aterrada, exhaló un grito de terror que fue a morir contra una de las palmas del sueco -. Shhh... perra... como te atrevas a acercártele de nuevo... - siseó amenazante -. No vuelvas a acercártele, o pintaré mi puerta con tu sangre, ¿me has entendido? - la mujer asintió violentamente. Afrodita la arrojó lejos de sí, la mujer cayó pesadamente al suelo, sollozando mientras el sueco la miraba furioso.

- Tú no entiendes... - dijo ella hipando.

- ¿Qué hay que entender? ¿Qué estás buscando la oportunidad para acostarte con él?

- Él no me interesa, me interesas tú  - Afrodita la miró con  una mezcla de odio y repulsión.

-Eres patética... - susurró mientras se dirigía a su domicilio. Estaba furioso, un penetrante aroma a rosas se dejaba sentir a su alrededor.

 

- ¿Estás despierto? - preguntó Afrodita en voz baja cuando se encontró con su amante.

- Sí- murmuró el griego incorporándose -. Volviste más pronto de lo habitual - Afrodita no respondió, simplemente atrapó los labios de su amante y le besó con premura. Milo se dejó llevar por la apabullante pasión que destilaba el sueco. Obvio de nueva cuenta los malos recuerdos, deseando sentirlo, deseando ser suyo una vez más. Afrodita nunca era gentil al tomarlo, sin embargo, en esa ocasión se esforzó por serlo.

 

Se trenzaron en amoroso consorcio, como en el pasado, como en esas primeras veces, nerviosos y apasionados. Milo se dejó poseer, entregándose por completo al hombre al que amaba, ese que, de cierto, era todo su mundo. El griego se tendió boca abajo en el lecho, mirando de reojo a su amante, Afrodita le encontró irresistible. El griego sintió a su amante internándose en sus entrañas, llenándolo de esa perfecta mezcla de pasión y locura que sólo él sabía imbuirle. Aferró las sábanas cuando el sueco comenzó con aquel enloquecedor vaivén, al sentir la entrecortada respiración de Afrodita abrasando su cuello.

 

Un largo gemido brotó de su garganta cuando Afrodita asió entre sus largos dedos su endurecido miembro.  Se cimbro de placer, se sintió pleno y amado, como si nada hubiera ocurrido entre ellos, como si fueran los mismos de esa primera vez.

 

Los labios de Afrodita repartieron húmedos besos a lo largo de sus hombros y su cuello, delineando cada uno de sus músculos mientras se aferraba a su cadera, entrando y saliendo de él con un ritmo potente y profundo.  El sueco derramó su simiente dentro de su amante, gozando de la entrega de este. De la garganta griega brotó un varonil gemido mientras el blanco néctar abandonaba su cuerpo.  Ambos cayeron rendidos sobre la cama, húmedos y con la respiración errática. Afrodita apoyó el rostro en la ancha espalda de su amante, sintiéndola húmeda a causa del sudor.  Besó repetidamente sus omoplatos y aferró con firmeza las  muñecas del griego sin abandonar el cálido abrigo que le brindaba la intimidad de su amante. Hacía tiempo que no se sentía así, larga había sido la espera para yacer de esa manera con su griego. Sonrió mientras besaba la nuca de Milo, regocijándose con el particular aroma que exhalaba del hombre que le había arrebatado el corazón.

 

Milo permaneció quieto, sintiendo que la piel de su amante contra la suya era la mejor de las caricias.  Su respiración comenzaba a relajarse. Ambos se sentían plenos, llenos de esa paz que sólo hallaban el uno en el otro, capaces de superarlo todo si seguían juntos.

 

Milo se giró para buscar los labios de Afrodita, el sueco contempló aquella cicatriz en el brazo de su amante, mientras el griego lo  acunaba en sus brazos no podía dejar de mirarla. Odiaría a Shura cada día que le quedara de vida. Jamás iba a renunciar a la posibilidad de acabarlo, en cuanto se presentara la oportunidad, lo haría. Jamás iba a perdonárselo. De alguna manera, parte de Milo había muerto aquel día.

- Afrodita... - susurró el griego mientras el sueco se aferraba a su cintura.

- Dime que nunca tendrás a otro que no sea yo, dímelo aunque no sea cierto, ¡júrame que eres sólo mío! - exigió  mientras le miraba a los ojos con ferocidad.

- Tú eres y serás el único al que amo, el único que de verdad significa algo para mí. - dijo Milo, Afrodita plantó un beso  en su abdomen sintiéndose satisfecho.

- Aún nos buscan... al menos a mí y a ese imbécil traidor. - dijo el sueco luego de un largo silencio.

- Es lo más lógico, ella no va a permitir que se conozca su secreto.

- Estamos demasiado cerca, tal vez sea tiempo de irnos, es tiempo de dejar este lugar.

- Aún no tenemos dinero suficiente, además esta la operación...

- Sabes que me ocuparé de conseguirlo.

- Tú sabes lo que pienso al respecto.

- ¿Y qué más quieres que haga? ¿Qué más podemos hacer? Es lo único que nos queda, ¡lo único que sabemos hacer!

- Ellos sabrán que hemos sido nosotros, nos buscaran.

- No, nosotros no - dijo Afrodita -. Nosotros no, sólo yo.

- No puedes...

- Sí puedo. No estás en condiciones de hacerlo, es lo único que se hacer, y no me apetece matarme por unos centavos haciendo un trabajo honesto. No soy como tú, griego.

- Lo sé, pero...

- ¿Insistirás en eso? A veces eres verdaderamente estúpido, griego. Ellos te creen muerto, tienes tiempo para reponerte, estás a salvo. Seré yo quien se encargue de todo. Te repito que no estás en condiciones de hacerlo - dijo el sueco mientras enterraba sus dedos en la tupida melena del griego.

- Aún así, no sé si quiero seguir con esto...

- Te estás ablandando, Escorpión.

- Tal vez....

- Pues no es el momento de hacerlo. De otra manera, hubiéramos seguido muriéndonos de hambre y en vez de tener una cómoda casa, la pasaríamos en la calle - Milo se quedó callado. No tenía argumentos para rebatir aquello. Había momentos en los que detestaba su situación, esa sensación de ser incapaz de cuidar de sí mismo que le embargaba desde que despertara en el hospital -- tienes que reconocer que no tenemos muchas opciones.

- Lo sé, pero... no es el momento de llamar la atención.

- Te estás ablandando, griego, ¿qué quedó del hombre que hacía lo que tenía que hacer sin pensárselo demasiado? - dijo el sueco mientras aprisionaba a su amante en un ceñido abrazo -. Dime, ¿aún quieres ir a casa?

- Es el primer lugar en donde buscarían...

- Ya deben haber ido hasta allá...

- Tendremos que pensarlo...

- No te tomes demasiado tiempo, recuerda que debemos movernos pronto - dijo Afrodita.

 

Se quedaron así un rato más, hasta que oscureció. Se amaban, igual que siempre. Eran libres del santuario y nunca volverían allá. El reto ahora era aprender a vivir con el hecho de que no volverían jamás a su antigua vida, aún si no lograban adaptarse a ese mundo al que habían dejado de pertenecer hacía ya mucho tiempo.


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