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TRiADA por Kitana

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Notas del capitulo:

AL FIN!!! por fin pude actualizar je je una enorme disculpa para todas las personas que siguen este y el resto de mis fics, por cuestiones de salud no he tenido tiempo de asomarme a la pagina y de responder los amables comentarios que me han dejado, creanme que me pondré al corriente a la brevedad posible y disculpen una vez más el abandono, gracias por leer y recuerden que sus comentarios son lo que me anima a seguir. bye

 

Misty observaba con extraño afán el movimiento ondulante de la vela frente a la que estaba sentado en el templo de Cáncer.

 

Ha tardado demasiado.

 

Sí, Death nunca tardaba tanto, eso le hizo pensar que tal vez lo habían herido, que le pudo ocurrir algo... ni siquiera el pensamiento de que él era uno de los doce dorados alcanzó a servirle de consuelo. Misty ya no estaba seguro de nada. Necesitaba despedirse, saldría muy temprano a Japón para enfrentar a los santos de bronce que apoyaban a esa mujer que se auto proclamaba como la verdadera Atenea. No quería irse sin verlo, pero como tardara más, eso sería precisamente lo que sucedería.

 

Se quedó dormido, apoyando sobre  la mesa esa cabeza cuajada de rizos dorados. Así fue como lo encontró Death Mask.

 

Lo miró desde el umbral de su templo. Se veía francamente hermoso... y aún así no era suficiente para que se ganara su corazón, no bastaba para hacerlo olvidar a Afrodita.

 

Se acercó despacio, no quería perturbar su sueño. Misty se había ganado un sitio no solo en su templo, también en su vida. El francés había sabido como devolverle un poco de la paz perdida en medio de todo el caos en que se había tornado su existencia desde  que adquiriera el título de santo dorado.

 

Servir a la diosa no era para él ninguna bendición como le había hecho creer su maestro, como todos los que lo rodeaban afirmaban. Sospechaba que aún el indiferente griego creí eso, no en vano se esforzaba por seguir las malditas reglas del santuario.  Contrario a las enseñanzas de su maestro, a lo que el mundo entero le decía, él no consideraba una bendición, más bien veía aquello como una maldición de la que solo lograría deshacerse el día de su muerte.

- Misty. - susurró para despertar al santo de plata.

- ... Ángelo... - susurró en respuesta el otro. - Te estaba esperando... hay algo que quiero decirte.... - la sonrisa amable y esa mirada cargada de sueño conmovieron a Death Mask.

- Mañana... ahora vamos a dormir.

- No... tiene que ser ahora... mañana debo partir a Japón... su Santidad me ha enviado allá a terminar con un grupo de traidores.

- Entiendo. - sin proponérselo, Death Mask frunció el ceño... no terminaba de gustarle que enviaran a Misty a hacer algo semejante, a pesar de que él era parte del grupo de asesinos de plata como les llamaba Arles. - ¿cuándo vuelves? - Misty sonrió ante la pregunta.

- Volveré en cuanto haya finiquitado el asunto. - Death Mask no sonrió, Misty era incapaz de mencionar que mataría a alguien aunque esta no era la primera vez que salía para hacer algo semejante.

- Se cuidadoso. - dijo Death Mask a modo de consejo, se sentía obligado a protegerlo, tal como hacía cuando eran más jóvenes. - Ven, mi cocina no es un buen sitio para dormir... o lo que  sea que hagamos esta noche. - dijo atrayendo hacía sí al menudo santo de Lacerta.

 

Lo condujo hasta el lecho, lo cubrió de besos y le despojó de las ropas, Misty correspondía a cada caricia recibida, sonriendo. No quería reparar en los pensamientos que le acometían desde que recibiera las órdenes del patriarca.

 

Esa noche Misty se le entregó como nunca, Death Mask recibió aquel regalo entre sorprendido y honrado, Misty era uno de los seres más hermosos que conocía.

 

Al amanecer se despidieron, Misty prometió volver pronto, aun que algo en su corazón le decía que jamás regresaría a ese templo.

 

Dos semanas más tarde llegó a oídos de Death Mask la noticia; Misty de Lacerta había sido abatido por un santo de bronce en una playa de Japón. Su cuerpo sería sepultado en el cementerio del santuario ese mismo día.

 

Lo lloró, lo lloró en silencio y desde el fondo de su corazón, ocultando al mundo su dolor. No había amado a Misty de la misma manera en que el rubio lo había amado a él, pero sin duda albergaba en su interior cierto afecto por ese joven.

 

Se presentó en el cementerio llevando su armadura y la mejor de sus capas, un manto púrpura que el propio Misty había escogido para él. Presenció la ceremonia desde lejos, no sentía que tuviera derecho de estar ahí, no creía que ninguno de los presentes tuviera el derecho de encontrarse ahí. Mientras Misty vivió no dejaban de hablar a sus espaldas, no cesaban de despreciarle, de jurar por la cabeza de la diosa que era indigno de liderar a los santos de plata por ser débil. Contempló con gesto torvo a Asterión y a Dio, no podía creer que su hipocresía fuera tan grande. Esos dos eran un par de auténticas ratas, haciendo el juramento antiguo ante la tumba del recién fallecido. Sintió deseos de abandonar su sitio y hacerles tragar ese juramento junto con sus dientes.

- Son asquerosos, ¿no es cierto? - dijo alguien a su lado, era Argol de Perseo, el mejor amigo de Misty. - Cualquiera diría que él de verdad les agradaba.

- Pero tú no te has tragado el cuento, ¿no es verdad?

- Por supuesto que no... ¿cómo hacerlo sí los conozco tan bien como a mí mismo?

- Él merecía algo mejor que esta hipocresía.

- Todos lo merecemos... pero esta ha sido nuestra suerte...

- No sabía que fueras tan conformista Perseo.

- Dicen que si de todas formas ha de llevarte la carreta es mejor montarla que permitir que te arrastre.

- Te invito un trago en el pueblo.

- Zeus... creí que los dorados no socializaban con los inferiores.

- Créeme, los dorados hacemos más que socializar con los inferiores. - dijo Death, Argol sonrió y se llevó un cigarro a los labios. La sonrisa del santo de plata le recordó mucho la propia, desdibujada y un tanto cínica, ¿es que no existía un solo ser en el santuario que fuera medianamente feliz?

- Debo rechazar tu invitación, tengo trabajo pendiente... ni siquiera debería estar aquí ahora, otro día será.

- Hasta otro día entonces Perseo. - dijo Death Mask, Argol le dirigió una inclinación de cabeza y desapareció del lugar. Death lo notó en sus palabras, en la forma en que había hablado de él, no había lugar a dudas, ese hombre estaba enamorado de Misty.  No se lo reprochaba, cualquiera pudo haberse enamorado de ese hombre, cualquiera excepto él...

 

Milo se hallaba en su templo preparándose para partir a la Isla Andrómeda. Las órdenes de Arles eran simples y fáciles de cumplir. Debía presentarse en la isla y pedirle a Albiore que jurara lealtad  al patriarca y al santuario abjurando de la falsa Atenea, y si se negaba, matarle a él y a todos los habitantes de la isla.  No tenía problema alguno en matar a ese hombre, nunca tenía problemas con matar a alguien. Las órdenes eran matarlo, y lo haría., a pesar de no tener muy claro en que había faltado a la diosa.

 

Afrodita penetró en el templo de Escorpión, no pudo evitar detenerse un  minuto para contemplar a su amante.

- ¿A quién vas a matar esta vez? - dijo Afrodita.

- A Albiore de Cefeo. - dijo Milo mientras se ajustaba la capa.

- No te ves muy complacido.

- No  lo estoy. - Milo sonrió a penas.

- ¿Qué es lo gracioso?

- Nada, es solo que eres el único ser humano capaz de descifrar mi estado de ánimo... ni siquiera él podía... - esto último lo dijo en un murmullo, aunque en el volumen suficiente como para ser escuchado por Afrodita.

- ¿De quién hablas?- le interrogó Afrodita, el sueco sintió que el monstruo de los celos comenzaba a corroer sus entrañas.

- De nadie... alguien que estuvo en mi vida hace mucho tiempo...

- Pero hablas de él como sí aún fuera importante. ¿Quién es? - dijo el sueco furioso - ¿Con quién has estado revolcándote? - le cuestionó sujetándole por las muñecas con fuerza.

- ¡Tú y tus malditos celos! - gritó Milo, Afrodita lo miró aún molesto.

- No me has respondido.

- ¿Qué clase de hombre crees que soy? ¡Con el único con el que comparto mi lecho es contigo! ¡No hay ni habrá ningún otro! - dijo el griego, se liberó de Afrodita y se encaminó a la salida. Afrodita solo lo miró alejarse, estaba loco de celos en esos momentos.

 

Afrodita se retiró a su templo, estaba furioso, se paseo por las estancias de su templo mascullando su furia y buscando una justificación a su conducta. Simplemente no había ninguna, sus actos eran irracionales, impulsivos, ajenos a todo atisbo de cordura. Sabía bien que el griego no le engañaba, que se mantenía fiel a él, pero aún así, cuando los celos le acometían, era incapaz de atender a cualquier razonamiento y le atacaba. Se estremeció al reconocer que su conducta se debía únicamente al constante temor que tenía de perderlo en brazos de otro que a los ojos del griego resultase mejor que él.

 

Se decidió, iría en su busca, a prisa se colocó su armadura. Tenía que ser rápido si es que quería alcanzarlo. Conociéndolo como lo conocía, supo que Milo habría partido de inmediato.

 

Milo arribó a la isla Andrómeda sintiéndose aún molesto por la discusión con Afrodita. No sentía que Kanon fuera un tema que tuviera que tratar con el sueco, Kanon era solo un recuerdo, un recuerdo que le pertenecía solamente a él. Afrodita no podría entenderlo... antes de terminar de contarle al respecto estaría muerto de celos. No, no era algo que quisiera compartir con él por el momento.

 

Por más que lo intentaba, no podía sacar de su mente a Afrodita. El sueco ocupaba cada uno de sus pensamientos, lo amaba demasiado y no podía entender los exacerbados celos de su amante.  Sonrió amargamente al pensar que tanto con Kanon como con Afrodita se había equivocado al pensar que el amor era suficiente.

 

No le tomó mucho tiempo dar con Albiore, el santo de plata se encontraba en la playa con algunos aprendices. Pensó que aquello iba a ser fastidiosamente simple.  Después de todo, solo tenía que matarlo. Luego de acabar con su vida, lo olvidaría, como siempre lo hacía, aunque en los últimos tiempos le resultaba más y más difícil.

 

Después de cruzar unas cuantas palabras con Albiore se convenció de que no cedería. No había lugar a más charla, y ambos lo sabían,

- Albiore de Cefeo... por orden del patriarca debo preguntarte si estás dispuesto a jurar lealtad al santuario y acatar sus mandatos. - dijo Milo seguro de que tendría que matar al hombre que se hallaba frente a él.

- Jamás le juraré lealtad a Arles, gracias a él es que el santuario esta ahora plagado de corrupción.

- En ese caso... no tengo más opción que aniquilarte. - dijo Milo con pasmosa tranquilidad.

- Antes de que peleemos, deja que te diga unas palabras Milo de Escorpión. - el griego solo lo miró. - Cometes un error, al igual que todos los que han jurado lealtad a Arles, todos los asesinatos que has cometido hasta ahora no han sido un mandato de la diosa, sino del patriarca. - Milo solo lo miró a través de sus opacos ojos azules. Albiore no lo notó, pero sus palabras habían dado en el punto exacto para hacer dudar al escorpión.

- ¡Cállate y prepárate a morir! - gritó el griego. Albiore se dispuso a pelear con ese hombre que a sus ojos era capaz de cualquier cosa, notó el inquieto cosmos del dorado y pensó que  tal vez podría convencerlo de abjurar a Arles. Pero Milo tenía otras intenciones.

 

Ninguno de los dos se percató de que alguien más se encontraba atento a su combate. Los irises casi transparentes del santo de Piscis no perdían detalle de la pelea. El sueco notó que  Milo no estaba concentrado en la pelea.  Un descuido del griego fue aprovechado por Albiore, el santo de plata empleó hábilmente sus cadenas para sujetar la muñeca del escorpión.  El griego no podía dejar de pensar en Afrodita, la persona del sueco era el único pensamiento que aparecía en su mente.

 

Afrodita contempló a su amante resistir a pie firme el tirón de la cadena de Albiore. Notó la sonrisa confiada. Milo estaba jugando. Harto de esperar, Afrodita lanzó una de sus rosas blancas, misma que hizo blanco en el pecho de Albiore.

 

El juego había terminado. Milo no quiso prolongarlo más, lanzó cinco de sus agujas escarlatas contra Albiore y le dio muerte.

 

- Casi haces que te maten. - comentó Afrodita saliendo de su escondite.

- Él  no estaba ni siquiera cerca de conseguir tocarme. No debiste intervenir,

- Sé que te gusta terminar todo lo que empieza, pero esta vez  tenía que terminar pronto. Quiero que hablemos. - dijo Afrodita.

- Bien. - dijo el griego cruzándose de brazos.

- Fui estúpido al acusarte como lo hice. - dijo el sueco obligándose a mantener su orgullo a raya mientras el otro le miraba con indiferencia. - ¿Qué más tengo que hacer o decir para que te dignes a mirarme siquiera?- dijo Afrodita exasperado con la pasividad de su amante.

- Nada. - acotó el griego.  Supero la distancia que los separaba y rodeó con sus brazos al sueco.

- Fui un estúpido... no tenía porque montarte una escena semejante, tu pasado te pertenece y lo compartirás cuando llegue el momento.

- Olvídalo... solo quiero ir a casa... necesito tenerte en mis brazos y olvidar el resto de este día.

- Aún no quiero volver al santuario...

- ¿A dónde quieres ir entonces?

- Solo ven conmigo y no hagas preguntas. - dijo el sueco, Milo aceptó seguirlo, en silencio se dejó llevar por él.

 

Pronto arribaron a El Pireo, Milo no quería admitirlo, pero pese a su indiferencia exterior, sentía una enorme curiosidad por saber a donde le conduciría su amante al término de ese viaje.

 

Se sorprendió bastante cuando Afrodita se detuvo ante una típica casita de arquitectura mediterránea. La pequeña construcción de paredes blancas y techo rojo le resultó francamente acogedora y al tiempo contraria a la personalidad de Afrodita.

 

Alrededor de la casa, circundado por una cerca de madera, se extendía un bien cuidado jardín en el que Milo pudo notar la mano de Afrodita.

- Vengo aquí cuando estoy harto de todo. - dijo el sueco.

- No sabía que tuvieras algo como esto.

- El techo de Piscis no es tan cómodo como el de tu templo, además, está insanamente cerca del patriarca. - comentó Afrodita - Entremos. - dijo y jaló a Milo al interior del inmueble.

 

La palabra para describir el interior solo podía ser hogar. Milo tuvo que reconocer que nunca había tenido esa sensación en ningún otro sitio. No podía negarlo. Aquel lugar reflejaba los más íntimos secretos y el carácter de su amante.

 

Y no se debía al mobiliario, puesto que era prácticamente inexistente, tampoco a la decoración, por demás sencilla. Era una sensación de paz y bienestar que lo invadía muy a pesar suyo. El sitio contaba con apenas lo indispensable, pero estaba repleto de flores.

 

Se dejó conducir por Afrodita hasta el lecho. A Milo le dio la impresión de que el sueco había preparado todo aquello anticipándose al momento presente.

- Quiero que me tomes aquí. - dijo el sueco señalándole el lecho cubierto de rosas que se hallaba frente a ellos. Milo solo podía mirarlo mientras se despojaba de sus ropas. El sueco se tendió desnudo sobre aquellas rosas. El griego se dejó embriagar por el dulce perfume de las rosas mezclado con el de la piel de su amado Afrodita. - Acércate, son simples rosas, son inofensivas. - dijo el sueco con voz grave y profunda. Le tendió una mano que Milo se apresuró a sujetar. Como de costumbre se maravilló ante el contraste de las tonalidades de sus pieles. Afrodita poseía una piel pálida, en tanto que la suya se hallaba tostada por el sol-

 

Afrodita le ayudó a deshacerse de su armadura y ropas, el sueco apenas podía contenerse. Sus dientes rozaban cada centímetro de la piel de su amante que iba quedando al descubierto. Se obligó a reprimirse, quería que Milo llevara las riendas en aquella ocasión.

 

- Te amo. - susurró Milo al oído de Afrodita, el sueco había cerrado los ojos, solo se atrevió a abrirlos cuando notó la humanidad de su amante sobre sí.

- Yo también. - dijo permitiéndose sonreír con suavidad.

 

Las caricias de Milo le hacían olvidar, le hacían pensar que podía ser como el resto de las personas, que el santuario era una fábula y que su amante permanecería a su lado por siempre y para siempre, más allá de todo, más allá de  la sangre que manchaba las manos de ambos.

 

El guardián de Piscis reprimió un grito de placer cuando el griego se abrió camino en su cuerpo. El griego fue suave, delicado, lleno de amor al poseerlo. Afrodita sintió que de su mano podía  cruzar los Elíseos sin necesidad de morir. Milo se dejó llevar por la sensación de perderse en las profundidades del hermosísimo cuerpo que yacía debajo de él.  Afrodita besó salvajemente los labios de su griego al sentirlo derramarse en su interior. Se abrazaron mientras sentían el intenso placer del orgasmo invadir cada célula de su ser.  Milo le estrechó con mayor fuerza entre sus brazos. No le importó que las rosas esparcidas sobre el lecho le hirieran.

 

Afrodita contempló los diminutos rasguños que las rosas habían dejado en la piel de su amante. Sin mediar palabra estrujó contra su piel las aguzadas espinas de las flores haciéndose sangrar para luego abrazarse al atlético cuerpo de su amante.

- Te has hecho daño,... - susurró Milo repasando con sus dedos una cadena de sanguinolentos  rasguños.

- No tiene importancia.

- ¿Sabes lo que significa que nuestra sangre se haya fundido?

- Que seremos uno por siempre y para siempre.

- Te amo.

- Y yo a ti...

- Es hora de volver al santuario. - dijo el griego mientras sus azules pupilas se clavaban en el firmamento cuajado de estrellas.

- No... aún no.

- Como tú quieras.

 

Durmieron hasta el amanecer, el sol les sorprendió tendidos en el lecho, fundidos en un abrazo que ninguno hubiera querido romper.

 

Mientras volvían a vestirse, Milo contemplaba a Afrodita. Sin lugar a dudas cuando le decía que no sabría que hacer si un día le faltaba, era la pura verdad. No podía pensar en alguien más hermoso y perfecto que ese rubio que se ajustaba las botas frente a él.

 

Tenían que volver, aunque por primera vez en toda su vida, Milo se sintió capaz de intentar escapar de las garras de Arles.

 

A penas cruzar las puertas del santuario, ambos volvieron a su actitud defensiva. Aunque no era agradable, debía ser así, las circunstancias lo exigían de esa manera.

 

Afrodita se quedó en su templo mientras Milo acudía ante el patriarca a rendir su informe. Cuando se detuvo en Piscis al regreso, Milo fue bien recibido por el decimosegundo custodio.

 

No hablaron, se acomodaron uno al lado del otro en el jardín de Piscis. Milo contemplaba a Afrodita con ese par de ojos tan hermosos como apáticos. El sueco siempre se preguntaba que era exactamente lo que el otro miraba, qué era exactamente lo que le hacía permanecer a su lado a pesar de todo.

 

Se mantuvieron muy juntos y callados, sin hacer nada más que mirarse con detenimiento.

- Siempre he creído que eres extraño. - dijo Afrodita rompiendo el silencio.

- No menos que tú. - dijo el griego clavando los ojos con desinterés en una de las rosas que pululaban en el jardín.

- ¿Crees que esto va a durar?

- ¿Por qué no?

- Siempre me sorprendes... haces cosas que nadie más haría.

- ¿Cómo qué?

- Como enamorarte de mí.... Nadie se atrevería a hacerlo, nadie se atrevería a tocarme como tú lo haces. No conozco a nadie como tú, no te pareces a nadie que conozca. - dijo el sueco. Milo se aproximó un poco más y sostuvo la barbilla perfecta del sueco entre sus dedos índice y pulgar.

- Podría decir lo mismo sobre ti. - Milo dibujó un esbozo de sonrisa.

- No... yo... yo simplemente estoy loco, odio casi todo en esta vida... esa es la verdad. Pero tú, tú eres alguien diferente, no te pareces nada a mí o a Death Mask.

- ¿Qué tratas de decirme?

-  A que nuestros motivos son distintos... confieso que disfruto matar, confieso que mataría a cualquiera que estorbe en mis planes, pero tú, tú no harías nada de eso, matas por obligación, por necesidad, por el mandato de Arles....

- No creas que no he matado por mi deseo... lo he hecho y estoy seguro de que lo volveré a hacer, por mi vida, por la de aquellos a quienes amo... por órdenes, en el fondo, todos matamos por las mismas razones.

- No... yo mato porque no se hacer otra cosa, porque no se me ocurre nada mejor. Pero tú no Milo, tú aún sufres cuando arrebatas una vida, pude verlo con Albiore. En realidad, tú no querías matarlo.

- ¿Y qué si fue así? mis deseos no trascienden más allá de mi mente salvo cuando se trata de ti.

- Desde la primera vez que te vi me di cuenta de que no tienes estomago para ser asesino, al igual que Death, ustedes dos no están hechos para estas cosas. No entiendo como es que Arles los escogió.

- Pero lo hizo, nos condenó a los tres a esta vida de porquería que  ninguno de los tres soporta, no pienses ni por un momento que me trago eso de que te gusta matar. Sí te gustara matar retrasarías el momento, pero haces todo lo contrario, matas lo más rápido que puedes. - dijo el griego sosteniendo el rostro de Afrodita entre sus manos.

- Tú no mereces esto.

- Mi vida es lo que es y por más que lo intente no cambiará en nada jamás. No tengo opciones, al igual que tú. Somos lo que han querido que seamos. Nos arrebataron de nuestros hogares y familias para hacer de nosotros estos despojos que somos ahora. No tiene sentido cambiarlo. Así es como he vivido, y así será como moriré, y apuesto lo que sea a que moriré joven. Nunca he aspirado a llegar a viejo.

- Si tú mueres, moriré contigo. - dijo el sueco con voz ronca.

-  Lo mismo va por ti. - se besaron.

 

Milo sintió que de cierta forma, él necesitaba más al sueco de lo que Afrodita lo necesitaba a él. Lo necesitaba aún más de lo que en su tiempo necesitara a Kanon. Hacia tiempo que Kanon había fallecido, lo había extrañado a morir, había llegado a pensar que moriría de dolor cuando lo perdió. Se burló de sí mismo al recordar que en algún momento creyó que Aries sería quien le arrancara a Kanon del corazón, quien le haría olvidar el dolor de ese amor fallido.

 

Nunca imaginó que Afrodita sería quien lo consiguiera. El sueco nunca sería perfecto ni romántico, pero él tampoco lo era. Solo podían ser ellos mismos y aspirar a una escasa dosis de felicidad uno en brazos del otro en medio del desastre que eran sus vidas. Ambos tenían bien clara su mortalidad, aunque jamás hablaban mucho al respecto.

 

Amanecieron juntos recostados en el césped. Afrodita contempló a Milo dormir. Se había pasado la noche en vela solamente  para verlo dormir. Sabía que las cosas comenzaban a complicarse, sabía que las cosas seguramente irían peor. Y su griego dormía plácidamente mientras a su alrededor todo se derrumbaba poco a poco. Se mantenía ignorante de la cruda realidad que estaban a punto de enfrentar.

 

Afrodita sabía que los secretos saldrían a la luz y estaba consciente de que las consecuencias no serían agradables, por eso le mantenía en su ignorancia haciendo todo lo posible por borrar todo indicio que guiara a Milo a la verdad. Pero sabía que la farsa estaba a punto de terminar y que Milo difícilmente perdonaría aquello que a los ojos del griego solo podía ser calificado de traición.

 

Los ojos de Afrodita se detuvieron en el horizonte, el cielo se hallaba plagado de nubes, claro indicio de que pronto caería otro aguacero como el de la tarde anterior.

 

No quería pensar en lo que pasaría si todo llegaba a saberse... lo perdería y eso era simplemente inadmisible. Debía existir alguna manera de no perderlo, pasara lo que pasara, Milo tenia que permanecer con él.

 

Tenía la impresión de que las cosas entre ellos comenzaban a cambiar, no, más bien, se corrigió, Milo estaba cambiando. Había hecho su trabajo en Andrómeda, sin pestañear siquiera, pero había notado en él la duda, lo había visto dudar sobre si era correcto o no matar a Albiore de Cefeo por negarle su lealtad a Arles.

 

Milo siempre sería Milo, y ni siquiera él había logrado superar del todo esa barrera de indiferencia que el griego había construido a modo de defensa a su alrededor.  Afrodita se dijo que nunca sabría del todo que se ocultaba detrás de esa fachada de apatía. Milo solía decirle que había comenzado a vivir la noche en que lo había besado en el templo de Escorpión.

 

Seguía pensando que la mejor cualidad de su griego era esa apatía que desesperaba al resto, incluso a Death Mask. Milo jamás hablaba de su pasado, lo mismo que él, para ambos era como si todos esos años fuera del santuario jamás hubieran existido.

 

Comenzaba a pensar que Milo estaba al borde de una crisis existencial. Todo lo que conocía, todo lo que había dado por hecho, estaba siendo cuestionado y no habría manera de detener esa espiral de autodestrucción una vez que comenzara. Conocía a Milo, conocía bien el código por el que se regía el griego y sabía que una vez que supiera la verdad no sería sencillo mantenerle a su lado. Si algo detestaba el griego era precisamente la mentira y el ocultamiento.

 

Tenía que reconocerlo, Milo  jamás habría terminado como asesino si no hubiera ido a parar al santuario. En cambio él... él era un asesino en toda la extensión de la palabra

 

Parricida....

 

La palabra acudió a su mente sin siquiera proponérselo. La primera vez que la había escuchado no conocía siquiera su significado pero la supo ofensiva, hiriente... merecida.

 

En toda su vida, así durase cien años, no iba a olvidarse de aquellos sucesos.

 

Sólo tenía nueve años. Era un niño todavía. Había estado solo durante días, albergando secretamente  la esperanza de que él se hubiera ido para siempre, alimentando con cada día de ausencia esa ilusión de ser finalmente libre.

 

Pero volvió... volvió esa noche en que parecía que el cielo se caería a pedazos, esa noche en que la oscuridad era total y solo se veía quebrantado su oscuro manto por los relámpagos de la tormenta. Se ocultó como solía hacerlo a pesar de saber de la inutilidad de tal acto.

- ¿Dónde estás maldito muchacho? - le escuchó decir con voz pastosa, estaba ebrio como cada noche, ebrio como de costumbre. Con pasos lentos y tambaleantes se apostó frente a la estufa detrás de la que su hijo solía ocultarse. - ¿Dónde te escondes? - dijo el adulto. - Voy a encontrarte maldito mocoso, y cuando lo haga... cuando  lo  haga ¡te vas a arrepentir de haber nacido! ¡voy a molerte a golpes desgraciado! - con ojos aterrados, el pequeño niño rubio contempló como ese hombre enorme y violento apartaba de una patada la caja detrás de que estaba oculto. - Ven acá infeliz... -  los dedos de su padre aferraron la espesa cabellera rubia del niño, tiró de él con saña y lo obligó a abandonar su escondite.

 

La sonrisa enajenadamente cruel de aquel hombre presagiaba lo peor.  Afrodita lo miró y sintió que su cuerpo temblaba por completo.

- ¿Dónde está el dinero? - dijo mientras lo zarandeaba, el chico solo atinó a señalar el desvencijado mueble en el que había ocultado el dinero. El hombre lo dejó caer al piso sin cuidado alguno y se giró con torpeza para alcanzar el estante que Afrodita le había señalado.

 

Sus dedos torpes hurgaron en la caja extrayendo hasta el último centavo. Afrodita contempló como el hombre contaba una y otra vez el dinero con un gesto desesperado en ese rostro perpetuamente hinchado. Le había tomado días reunir esa cantidad, había trabajado en el mercado del muelle,.se había deshecho las manos  limpiando pescado en el muelle. No se atrevía a mover un solo músculo por temor a que ese hombre volviera su atención a él con el único propósito de molerle a golpes.

- Es muy poco, no creo que en todos estos días solo hayas conseguido esto. - dijo agitando el puño frente al aterrado rostro de Afrodita. La torva mirada en los ojos de su padre le hizo estremecerse. Afrodita palideció, era verdad, había tomado parte del dinero para comprar un suéter y un poco de comida. - ¿Dónde está el resto? ¡Responde maldito bastardo! - le gritó sujetándolo fuertemente por los hombros. De los labios del niño se escapó un ininteligible balbuceo, una súplica que como única respuesta obtuvo un golpe seco que lo dejó al borde de la inconsciencia.

 

Sintió que su cráneo se encogía y tuvo la sensación de que moriría cuando su p adre le azotó de nuevo contra la pared. El dolor le encegueció. De sus labios no brotaba sonido alguno. Cayó al suelo, con sadismo, el mayor siguió asestando golpe tras golpe  al indefenso niño hasta que perdió el interés en ello.

 

Un instante antes de perder la consciencia, todo se aclaró en la mente de Afrodita. Dios no le escucharía, nadie le escucharía, solo él tenía el poder de librarse de ese hombre. Resultó meridianamente claro que la única persona que podía liberarlo de ese monstruoso ser era él mismo, con sus propias manos.

 

Se despertó de madrugada en medio de un charco formado por su propia sangre. Él mismo se sorprendió al hallarse vivo. Había creído al caer inconsciente, que esa sería la última vez que respirara, creyó firmemente que moriría.

 

Su padre dormía tendido en el sucio camastro en el que pasaba las noches.

 

Sus rodillas vacilaron cuando se puso en pie. La cabeza le dolía como nunca le había dolido. La sangre  había formado coágulos haciendo que su dorada melena pareciera un sucio despojo. En ese momento no era hermoso, en ese momento se sentía justo como su padre solía describirlo, como un niño sucio y despreciable, como un pobre infeliz que no merece siquiera el aire que respira...

 

Abandonó la casa y fue a refugiarse en las calles de Sundswall, como de costumbre, el muelle bullía de actividad. Se ocultó en un callejón oscuro y maloliente. No quería ver a nadie ni que nadie lo viera.

 

Por la mañana lo despertó el alboroto de unos perros que se disputaban un trozo de carne semi podrida. Como pudo se puso en pie. No podía seguir ahí, por la noche una rata le había mordido en la pierna.

 

Deambuló por las calles sin saber a donde ir, sin saber que hacer. Estaba decidido a no volver, se le ocurrió la loca idea de escapar... pero supo que no podría conseguir su propósito. Él lo buscaría y a golpes le haría regresar como tantas otras veces lo había hecho.

 

Regresó sobre sus pasos y volvió a la sucia casucha en que  vivía con su violento padre. La casa estaba vacía. Contempló impávido su propia sangre seca ya en el piso, marcando el sitio exacto en el que había muerto parte de él.

 

Salió al patio y se lavó con el agua helada de una pileta sucia. Lloró por  última vez en su vida. Estaba decidido. No habría una próxima vez. Terminaría con ese  episodio de su vida de una vez por todas.

 

Dos noches después se le presentó la oportunidad de llevar a cabo sus planes. Nuevamente su padre llegó ebrio y buscándole para descargar en el toda ese furia y desesperación que llevaba dentro. Pero esta vez Afrodita tenía otros planes. Espero afuera a que su padre se durmiera después de beber un rato. Lo miró desde la ventana carente de vidrios, repitió el mismo ritual de siempre. Abrió un viejo baúl y sacó esa fotografía, el hombre se sentó a la mesa y colocó frente  a sí la fotografía. Esa mujer era hermosa, muy hermosa, era tan rubia como el propio Afrodita, tan hermosa como un ángel, con ese par de ojos de un azul tan claro como el cielo de invierno. No conocía su nombre. Alguna vez había escuchado que era su madre. Pero no podía saberlo, nada era claro para él en esos momentos. Nada lo era, salvo la certeza de que de un modo u otro esa noche terminaría todo el sufrimiento.

 

- Sí no fuera por ese maldito muchacho... sí no fuera porque te empeñaste en que naciera estarías viva, sí no fuera por él... - lo escuchó decir mientras guardaba la fotografía en el baúl antes de irse a la cama.

 

Finalmente se quedó dormido. El chico entró en la casa sin hacer ruido. No sufriría más. Silenciosamente se deslizó hasta la cama de su padre.  Frunció la nariz al notar el asqueroso aroma del licor y sudor rancio entremezclados con el  del vómito. Contempló en silencio a es hombre sucio y desaliñado que yacía cual si fuera un cadáver viviente en un lecho tan deplorable como su propietario. Se fijó en las manos toscas y rudas de su padre, luego miró las propias, de largos dedos y armoniosas proporciones.

 

Saltó sobre la cama, apoyó sus rodillas en el pecho del hombre que dificultosamente intentaba abrir los ojos. Con un movimiento increíblemente rápido se hizo con la almohada y la posicionó sobre el rostro manchado de vómito de su padre. Con la mirada perdida en la almohada sucia lo sintió debatirse, intentaba luchar sin éxito alguno. Estaba asfixiándose, lejos de asustarse, Afrodita aplicó mayor presión sobre ese rostro que  había llegado a odiar. Sus movimientos se hicieron desesperados, poco a poco perdían fuerza y se hacían más espaciados, hasta que dejó de moverse del todo.

 

Afrodita no se separó de él ni siquiera cuando se quedó inmóvil. Mantenía la presión sobre  el rostro de su padre, con la mente en blanco, con la certeza de que esa era la única solución a todo ese caos en el que estaba inmerso.

 

Le encontraron hecho un ovillo en un rincón, abrazado a la almohada con la que había dado muerte a su padre.

 

Días después le llevaron a Grecia. Apenas llegar un hombre le preguntó en su lengua natal su nombre.

 

Él se quedó  callado.

 

- ¿Cómo te llamaba tu padre? - dijo el hombre arrodillándose frente a él para mirarle a los ojos.

- Maldito bastardo. - susurró el niño.

- Debes tener un nombre.- el chico solo se encogió de hombros. El mayor sintió que no podía lidiar con eso. Se puso de pie y le dio la espalda. - Desde hoy te llamas Afrodita y tienes mi permiso para romperle el cuello a quien se atreva a volver a llamarte maldito bastardo. Ven conmigo. - lo siguió. No tenía idea de lo que le esperaba, pero con toda seguridad sería mejor que lo que había vivido antes.

 

El hombre que lo recibió resultó ser Meandro de Piscis, Al principio lo rechazó como discípulo. Creía que era tarde para comenzar a entrenarlo, todos los aspirantes a dorados comenzaban su entrenamiento a los siete años, su discípulo tendría tres años de desventaja ante esos chicos. Y no estaba dispuesto a ser humillado por el resto de los dorados si el chico no podía con el entrenamiento, bastaba verlo para darse cuenta de que el muchacho era débil.

 

Menandro era un hombre sumamente pragmático, el hombre más hermoso y sanguinario que el santuario hubiera conocido. Y el nuevo reto solo le aguzó el ingenio. Menandro de Piscis lo entrenó para ser su sucesor como custodio del templo de los peces y en el cargo de ejecutor de la diosa. Afrodita nunca mostró renuencia a ninguno de esas cosas, se dijo que su vida había mejorado indudablemente.

 

Meandro se esforzó por usar en beneficio del santuario todo el odio que halló en Afrodita. Investigó lo más que pudo y descubrió el secreto del muchacho.

 

Fue su maestro quien le impuso la máscara, en parte por respetar el deseo del chico de que nadie viera su rostro y en parte porque su vanidad se veía amenazada con la creciente belleza del sueco. Afrodita se dio cuenta rápidamente de que el único interés de Meandro era forjar al mejor asesino que el santuario hubiera visto. No se resistió a su suerte, después de todo, ya había cometido su primer homicidio.

 

Milo se agitó entre sus brazos saliendo del mundo del sueño. Los ojos del griego fijos en los suyos terminaron por ahuyentar los malos recuerdos.

- ¿Llevas mucho despierto? -  inquirió el griego aún somnoliento. Afrodita solo negó con la cabeza. No quería admitir ante el griego que se había pasado la noche velándole el sueño.

- Debemos bajar al coliseo a entrenar. - dijo Afrodita con aire taciturno. Milo le dedicó una de esas escasas miradas de interés, no estaba seguro de que podía ser, pero en esos momentos le pareció que el sueco ya no podía más con esa vida de porquería que llevaban y se sintió aún más cerca de él.

- Tengo hambre. - dijo Milo,

- Tú siempre tienes hambre.  - dijo el sueco.

 

Milo solo lo miró, se sentía extraño, cada vez las pesadillas le acechaban con mayor frecuencia. Besó los labios de su amante como queriendo que ese acto tan simple y carnal exorcizara la amarga sensación que se apoderaba de él lentamente. era como sí tuviera el presentimiento de que la felicidad que tenía al lado de Afrodita estuviera a punto de esfumarse de un momento a otro. Era como si una inoportuna vocecilla se regodeara susurrándole al oído que aquello no duraría demasiado, que era tan efímero como la vida de una mariposa.

 


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