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TRiADA por Kitana

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Notas del capitulo: ADVERTENCIA: los personajes siguen siendo completamente OOC, así que si les gusta en la forma en que normalmente son, abstenganse de leer, Mu es especialmente OOC así que por favor, no me ataquen, recuerden, sobre advertencia no hay engaño.
 

Por la mañana los tres asesinos se despertaron con la primera luz del día. Era el momento. Se vistieron en silencio, sin siquiera mirarse. Los tres usarían ropas muy sencillas, lo justo para pasar desapercibidos. Milo vestía una sencilla camiseta, unos jeans de aspecto gastado y un suéter un tanto maltrecho. Ángelo usaba un pantalón con estampado de camuflaje y una camiseta negra que se adhería a su poderoso tórax dejando muy poco a la imaginación. Afrodita vestía de gris, odiaba ese color, pero era el color perfecto para no llamar la atención.

 

Haciendo uso de sus habilidades, recorrieron el tramo que los separaba de Gales. Arribaron al sitio exacto  donde se encontraban los rebeldes. Los tres hombres se quedaron de pie en las cercanías del campamento rebelde.

- ¿Y ahora qué? - dijo Ángelo.

- Pues entramos y los matamos a todos, esas son las órdenes. - dijo Milo como si fuera lo más normal del mundo.

- ¿Y entramos así nada más? - dijo Ángelo.

- Claro que no idiota, tenemos que desarrollar una estrategia. - dijo Afrodita.

- Correcto. - dijo Milo en señal de aprobación a lo dicho por su compañero. - Bien, hay dos salidas según se ve, además de la del frente. Propongo que tú, sueco, lances tus rosas por la puerta principal, el italiano y yo permanecemos en las puertas laterales cazando a todos  los que intenten escapar. Un simple pero efectivo movimiento de tenazas. - dijo Milo.

- Suena bien, ¿qué hacemos con los que se queden adentro?

- Fácil sueco, el perfume de tus rosas los acabará, y a los que queden vivos simplemente los rematamos.

- En ese caso, hagámoslo ya, quiero volver a Grecia cuanto antes. - dijo Ángelo.

- Entonces cada uno a su lugar. - dijo Afrodita y se echó a andar en dirección a la puerta principal. Tanto él como Milo fingieron no notar que el italiano se drogaba frente a ellos.

 

Cada uno tomó su lugar, cuando Ángelo y Milo le indicaron que estaban en posición, Afrodita expandió su cosmos y pronto un torrente de sus rosas rojas invadió el campamento rebelde. Cuando los infortunados ocupantes del mismo quisieron abandonarlo, se toparon con  los tres santos. El plan de Milo era simple, pero estaba siendo un éxito. Cuando la mayoría estuvieron muertos, los tres dorados ingresaron en el campamento dispuestos a terminar con todo lo que se moviera.

 

Arles había dicho que no quería que quedara uno vivo y no tenían tiempo que perder. Ángelo estaba en el punto máximo de la excitación producida por el consumo de drogas. Como un torbellino penetró en la habitación que estaba frente a él. Una sonrisa torva se posó en sus labios, sus ojos vidriosos y rojizos, se pasearon inquietos por la habitación.  No notó ninguna presencia que representara un peligro, se sintió más tranquilo. Vio que algo se movía en el fondo de la habitación y se apresuró a interceptarlo. Se trataba de una mujer. Era muy joven, ella le miró con el terror pintado en el rostro.

- ¿Eres un servidor del santuario? - dijo ella, Ángelo la miró con gesto demente.

- Tienes un rostro maravilloso... - dijo acariciando con rudeza la mejilla de la muchacha.

- No me mates.

- Tu rostro es  maravilloso... sí... digno de ser conservado. - musitó el italiano, la chica creyó que le dejaría ir. - Tu rostro merece estar en mi pared... - murmuró Ángelo mientras con un movimiento rápido extrajo de su bolsillo una afilada navaja.

 

Un aterrador grito se dejó escuchar por toda la construcción. Afrodita estaba cerca y fue a ver. No era buen o hacer tanto ruido. Con una de sus rosas blancas en la mano se dirigió a la fuente de aquel ruido. Pronto alguien corría en dirección a él, se trataba de un chico de no más de 16 años, unos cuantos menos que él. Para su mala fortuna, el muchacho fue a estrellarse contra la maciza anatomía del santo de Piscis. Afrodita lo miró, el chico tendido en el piso contempló aquella suerte de ángel que lo miraba con gesto desdeñoso. Afrodita notó la desquiciada mirada del jovencito, aquella chispa de locura flotando en aquellos ojos claros.

- Death Mask...- dijo señalando en dirección a una habitación a sus espaldas.

- No entiendo. - dijo Afrodita. - Y no es que me importe mucho hacerlo.

- ¡Death Mask! - gritó cuando Ángelo apareció en el corredor cubierto de pies a cabeza de sangre. - ¡Death Mask! - siguió gritando  presa de una histeria incontenible. El guardián de Cáncer se presentó frente a ellos con gesto simplemente diabólico, una torva sonrisa y ese brillo en los ojos... ¡dioses! Era simplemente atemorizante verlo actuar de aquella manera, y el hecho de estar cubierto de sangre a todas luces ajena no hacía sino volverlo más aterrador. El chico no hacía sino repetir aquella frase una y otra vez mientras señalaba a Ángelo.

 

Harto de aquello, Afrodita decidió hacer algo. Invocó a sus rosas y simplemente las dejó caer sobre el infortunado muchacho.

- ¡Muérete de una vez!- gritó el sueco aplastándole el cráneo. El hueso se oyó crujir bajo su bota. Ángelo lo contemplaba con gesto contrariado.

- Le arruinaste el rostro. - dijo mientras contemplaba el cráneo convertido en una masa sanguinolenta. -¿Sabes? Creo que Death Mask es un buen nombre para alguien de nuestra profesión, sin duda mejor que Ángelo. - sentenció el italiano.

- Estás loco maldito italiano. Ni siquiera sabes lo que significa.

- ¿Y tú sí?- dijo el impertinente italiano.

- Déjate de idioteces y continua con tu trabajo, no tenemos la eternidad para que te decidas a hacerlo. No quiero pasar el resto de mi vida aquí escuchando tus tonterías. - dijo Afrodita lleno de furia. Pronto se les unió Milo, con gesto cansado se recargó en la pared.

-Está hecho, salgamos de aquí. - dijo con gesto asqueado. - Y por los dioses, ¡sean más higiénicos la próxima vez!  - añadió al notar la deplorable apariencia de sus compañeros.

 

Salieron de aquel lugar, cansados y de muy mal humor. Avanzaban lo más rápido que podían por el campo abierto. Afrodita iba al frente, se movía como un suspiro. Milo iba un poco atrás, no se esforzaba por seguirle el paso. Ángelo se había rezagado, estaba demasiado drogado.

- Griego, tú hablas inglés, ¿cierto?

- Un poco, sí. ¿Por qué la pregunta?

- ¿Qué significa Death Mask?

- Máscara de muerte. - dijo Milo. No se detuvo a analizar ese extraño brillo que emanó de los ojos del italiano.

- Máscara de muerte ¿eh? Te dije que era un buen nombre. - dijo refiriéndose a Afrodita.

- Deja de parlotear y muévete, está amaneciendo. - dijo el sueco mirándolo con franco desdén. Milo simplemente seguía con los ojos la escena. Una imperceptible sonrisa se posó en sus labios.

 

Luego de desechar todo vestigio de la masacre recién perpetrada, se dirigieron de vuelta a Londres. Tomarían un avión de vuelta a Grecia. Se tomaron media hora para borrar todo rastro de su presencia en ese cuarto de hotel en que habían pasado la noche. En cuanto no quedó una sola huella de ellos, abandonaron el hotel.

 

Ángelo contempló su rostro reflejado en el cristal del taxi que los conducía al aeropuerto. La aún infantil voz de aquel muchacho que había muerto literalmente a los pies del sueco seguía resonando en su mente. No podía olvidar la forma en que lo llamó, Death Mask. Máscara de muerte, había dicho el griego que eso significaba. Y el griego era el más instruido de los tres hasta donde él sabía. El griego, el maldito griego. Se sorprendió a sí mismo llamándolo de esa manera aún en sus pensamientos. Nunca se hablaban por sus nombres, ni dentro ni fuera del santuario. Era un acuerdo tácito en el que ninguno de los tres reparaba.

 

Llegaron al aeropuerto más callados que una tumba. Su vuelo despegó dos horas después. Milo no durmió, simplemente fingió hacerlo. Se preguntó a sí mismo que le sucedía. Nunca había tenido dudas acerca de lo que hacía. Nunca hasta ese día. Se dijo que tal vez era remordimiento. Aquella mujer le había suplicado una y otra vez clemencia, él había fingido no entenderla; la mujer finalmente le interpeló en griego. Le había pedido por su vida en el nombre de Atenea. Él había hecho caso omiso de sus ruegos. ¿Por qué? ¿Por qué tenía esa sensación? ¿De donde salía todo ese malestar? No se lo podía explicar.

 

Afrodita se agitaba en el asiento más que fastidiado. Ansiaba regresar a su templo y ocultarse de las torpes miradas del resto del mundo. Deseaba aspirar el aroma de sus rosas.  Para él, todo eso había sido simplemente un día más, nada de lo ahí ocurrido afectaba su equilibrio y paz mental. Lo que le tenía supremamente fastidiado era la actitud de Arles... pero un día, un día le haría pagar.

 

Sí, solo había sido otra noche, una noche más de ejercer su oficio, el único que conocía. Lo único distinto era que habían visto su rostro. Después de once años de ocultarlo... se miró a sí mismo en el cristal de la ventanilla del avión. Al hacerlo no pudo evitar reconocer los rasgos que viera años atrás en la fotografía de la mujer que lo trajera al mundo. No pudo tampoco evitar recordar a aquel brutal hombre que le había arrancado todo vestigio de amor al prójimo y de consideración hacia el sufrimiento de otros, ese que solo había podido enseñarle a odiar.  Y se estremeció... justo como solía hacerlo cuando le escuchaba irrumpir en la casa, completamente ebrio y dispuesto a molerle a golpes. Se sintió asqueado de sí mismo, sintió que se volvía horrendamente frágil y vulnerable. Detestaba esa sensación, no la había tenido en años y precisamente por ello se volvía aún más desagradable.  Se sintió de nuevo como ese niño asustado que se ocultada detrás de la estufa cuando su alcoholizado padre volvía a casa.

 

La máscara que solía usar había sido la única barrera que había conseguido frenar todos esos recuerdos. Ahora que la barrera había sido derribada, no había nada que contuviera todo lo que se había desatado en su interior.

 

Maldito patriarca. Pensó. Sí, maldito patriarca y maldita Atenea, sí es que de verdad existía. Sí de verdad era una diosa, si de verdad era misericordiosa debió quitarle del camino a ese maldito hombre al que había tenido que borrar por cuenta propia. Sí de verdad era una diosa, que le hiciera olvidar esos siete años de tortura física y emocional.  Pero esa infame diosa no lo había hecho ni lo haría jamás. Los dioses eran tan miserables como los humanos, o tal vez más.

 

Horas más tarde arribaron a Grecia. Después de rendir un informe pormenorizado, los tres dorados retornaron a sus respectivos templos. Ángelo contempló un instante al guardián del undécimo templo, lo encontró simplemente hermoso, exótico, demasiado atrayente... sí, demasiado atractivo para ser un hombre...

 

La noticia de que Afrodita al fin se había despojado de la máscara por órdenes del patriarca, corrió como reguero de pólvora por todo el santuario de Atenea. El grupo de santos dorados  se  encontraba en el templo de Acuario en espera de que los santos de Cáncer y  Escorpión  cruzaran por ahí a su regreso después de ver al patriarca.  Sí algo no era el grupo, era discreto. Estaban ansiosos por enterarse de las nuevas noticias. Y es que, en realidad, no había mucho que hacer en los dominios de Atenea.

 

Los vieron venir. Mu se encontraba espiando por una de las ventanas. Sus largos cabellos castaños eran agitados por la suave brisa que templaba el ardiente otoño griego.

 

- Allá vienen. - dijo, Shaka y Camus se acercaron a la ventana. Vieron venir a los imponentes asesinos. Camus no pudo evitar que sus ojos se regodearan en la contemplación de la imponente figura del guardián de Escorpión. El rubio avanzaba con su habitual paso cansino un poco rezagado. Él y el santo de Cáncer bajaban las escaleras en dirección al templo de la urna. El italiano se veía malhumorado a causa del intenso sol de Grecia. - ¿Y a cuál de los dos le preguntamos? - dijo Mu sin dejar de espiar.

- Al italiano, es el menos loco de los dos. - sugirió Shaka mientras contemplaba a los dos hombres. Camus no dijo nada, simplemente volvió a sentarse ¿Cuándo sería el día en que esos indiferentes ojos azules se fijaran en él? Se sabía hermoso, y no entendía como era que ese griego no lo notaba. Todo parecía indicar que nunca sucedería aquello.  ¿Qué era lo que esperaba encontrar en ese hombre? Ni él mismo lo sabía.

- Tenemos que anunciarnos. - dijo Ángelo cuando llegaron a la puerta posterior de Acuario.

- Hazlo tú, a mi no me viene en gana.

- El sueco y tú me tienen harto, siempre tienen un pretexto para librarse de todo. - dijo con bastante mal humor. - ¡Ángelo de Cáncer y Milo de Escorpión te saludan Camus de Acuario! - gritó Ángelo de mala manera. Los ocupantes del templo de la urna salieron a recibirlos. El pelirrojo que custodiaba la casa se adelantó.

- Bienvenidos a mi templo, pueden cruzar. - les dijo, a Ángelo no le extrañó aquel matiz burlón y despectivo en las amables palabras del guardián de Acuario.

- Pero antes de que se vayan... - dijo Mu de Aries - ¿Qué hay de cierto en que Afrodita de Piscis ha tenido que abandonar su máscara?

- Por Zeus Olímpico... aún para ustedes tres esto es demasiado, son como buitres. - dijo Milo y se encaminó a la salida. Visiblemente molesto se le vio salir de Acuario.

- ¿Tampoco dirás nada? - dijo Shaka aproximándose a Ángelo. Era ese tono entre meloso y seductor que el santo de Virgo gustaba de emplear cuando quería convencer a alguien de hacer algo por él. Ángelo lo conocía bien, sabía que gustaba de jugar, aunque siempre se encargaba de dejar claro que se trataba de un juego, que si no era aceptado, simplemente quedaba en el olvido. Shaka era, con mucho, el mejor de esos tres, carecía de la perversión de Mu y del aire despótico y de superioridad que siempre tenía Camus. Aún así, podía ser el perfecto manipulador. No era un secreto para nadie que le gustaban los juegos, aunque claro, con el consentimiento del otro participante.

- No voy a decirles nada, no hablaré de eso. No hablaré de eso con ninguno de ustedes. Y si tanto interés tienen, vayan a Piscis y véanlo por sí mismos, o mejor, pregúntenle al propio Afrodita. - dijo bastante molesto. Pero no estaba molesto con esos tres, sino consigo mismo. Esa molestia no era normal. ¿O era que solo deseaba ser el único en admirar la belleza del sueco? Por que Milo no contaba, ese tipo era la indiferencia en persona. Sí... solo él podía contemplar ese hermoso rostro, pálido y tan hermoso que parecía porcelana fina.

 

Se refugió en su templo, no se sentía bien. Se metió en la cama, le dolía la cabeza y no podía sacarse de la mente a ese sueco maldito. El sueco no abandonaba sus pensamientos. Y en cierta forma, él se negaba a  dejar de pensar en ese delicado rostro, en ese bello  y espigado muchacho. Al fin había descubierto lo que había detrás de esa máscara, al fin había contemplado ese bellísimo rostro, y deseaba más.

 

En el templo de Escorpión, Milo meditaba acerca de los recientes sucesos. Pensaba en aquella rebelión en la que se habían visto inmersos por causa de su profesión. Todo aquello se le antojaba irreal. La gente a la que habían matado eran simples aspirantes a santos de bronce, algunos todavía niños. Muchos de los muertos no eran sino chiquillos. Acaso los mayores apenas si rebasaban los veinte. No quiso pensar más. Era lo mejor.  Se dijo que de seguir así no tendría un buen fin, no podría tenerlo. Quiso convencerse de que en realidad no era culpa suya, simplemente cumplía órdenes, y si era voluntad de la diosa... no había nada que discutir a pesar de sentirse, por primera vez en mucho tiempo, como un verdadero asesino.

 

Desechó esos pensamientos. Tenía que estar preparado, pronto Arles les enviaría a Rusia a sofocar esa revuelta de la que había escuchado. La situación era particularmente grave según sus informes. La gente de Rusia aseguraba que el santuario se hallaba plagado de corrupción, aseguraban que el patriarca no era digno de servir a Atenea. Sostenían como nuevo patriarca a un joven ruso, muy poderoso. Consideraba que ese joven, con toda seguridad no era sino un títere al servicio de alguien con interés en derrocar a Arles. De cualquier forma, la política no era asunto suyo, las órdenes debían cumplirse y eso era todo. Ya habría tiempo de cuestionarlas, cuando hallara a Kanon. Kanon... la eterna sombra de Saga. Su pernicioso amante. El único que le había hecho olvidar, el único que  se había hecho un lugar, no solo en su mente, sino en su corazón. Se quedó dormido, era mejor dormir que pensar.

 

Dos días más tarde fueron enviados a Rusia. Los tres. No les hizo gracia viajar juntos de nuevo, pero eran las órdenes y había que cumplirlas.

 

Habían llegado a las estepas rusas. En aquella ocasión habían tenido que llevar sus armaduras por mandato de Arles. Quería que los rusos supieran exactamente de donde venía el golpe.

 

Los tres asesinos se apostaron en las cercanías del campo de entrenamiento de los rebeldes. Habían llegado sin ser vistos ni oídos, cual si fueran fantasmas, repentinamente habían aparecido en aquel paraje.

 

Las órdenes estaban dadas y había que cumplirlas. Luego de acabar con los rebeldes debían desaparecer la ciudad vecina. Esa gente no merecía vivir pues se habían vuelto en contra de Atenea. Esas habían sido las instrucciones de Arles. Y para hacerlo, les había autorizado a emplear aún la técnica prohibida, si llegaba a ser necesario. Arles había hecho una última petición... quería la cabeza del espurio patriarca ruso. Y la había pedido literalmente.

- Este maldito lugar es horrendo. - musitó Ángelo.

- Cállate de una vez. - le dijo Afrodita bastante molesto. - ¿Qué sigue ahora?

- No mucho. - dijo Milo. - Encontramos al falso patriarca, lo matamos, desaparecemos la ciudad y volvemos a casa.

- Solo tú podrías llamar casa a ese infame lugar. - susurró Ángelo. -¿Y quien hará los honores?

- El que lo encuentre primero. - dijo Milo restándole importancia a sus palabras.

- Bien. En ese caso... - murmuró Afrodita. Hizo arder su cosmos y el lugar pronto  comenzó a ser rodeado por cientos y cientos de rosas tan rojas como la sangre fresca. Pronto las hermosas flores comenzaron a esparcir su mortal perfume.

- Señores, hay trabajo por hacer. - el griego se colocó el casco de su armadura apenas terminó la frase.

 

Ellos tres eran inmunes al veneno de las rosas, no así los desafortunados ocupantes del sitio que estaban a punto de atacar, quienes muy pronto sufrieron las consecuencias de ese aroma tan dulce como mortífero.

 

Afrodita fue el primero en adentrarse en aquel asentamiento. Se le vio pasar como una ráfaga dorada, sembrando la muerte y la destrucción. Detrás de él, entró Ángelo, y muy rezagado llegó Milo. El griego se entretenía clavando sus agujas escarlata en todo aquel que intentaba huir.

 

Fue cosa de minutos terminar con la primera línea de defensa. La segunda tampoco representó mayor dificultad. Pronto la élite rusa se hizo presente. Ocho guerreros, ocho hombres y mujeres que dominaban a la perfección el cosmos helado. Los tres dorados fueron recibidos por sendas ráfagas de aire congelado. Una dulce carcajada brotó de la sensual garganta de Afrodita de Piscis.

- ¿De qué te ríes? - dijo la mujer que había lanzado la primera ráfaga. Era muy alta y muy rubia, de aspecto corpulento. Era una amazona, sin embargo. Llevaba el rostro descubierto.

-¡Silencio mujer!- gritó Ángelo. Sus ojos enrojecidos daban testimonio de su estado.

- ¡Silencio tú, traidor!- dijo una segunda mujer, esta tenía el cabello rojizo y mostraba una larga cicatriz en la porción izquierda del rostro.

- ¿Traidor? ¿Me llamas traidor a mí? ¡Más traidores son ustedes que  se niegan a obedecer al verdadero patriarca!- exclamó el italiano - Traidora tú que violas de esa forma las leyes de la diosa al mostrar de forma descarada tu rostro a los hombres junto a los que peleas.

- Su santidad ha decretado que las amazonas podemos llevar el rostro descubierto.

- Habla cuanto quieras, solo escoge bien tus palabras porque serán las últimas. - dijo Ángelo antes de lanzarse sobre aquella mujer.  Sus huesos se escucharon crujir; aquel sonido produjo escalofríos en el resto de los santos rusos.

- Ya ha sido suficiente charla. - dijo Milo, emprendió la carrera hacia donde los estupefactos rusos miraban morir a su compañera y disparó sus agujas escarlata en contra de aquellas personas. Pronto cayeron. Se dijo que no eran reto para un santo dorado. Afrodita se hizo cargo de los últimos tres. Ni siquiera tuvo que recurrir a sus rosas. Les golpeó con fuerza en el pecho reventándoles el corazón en el proceso.

 

Ninguno de sus compañeros notó su ausencia, estaban demasiado ocupados haciéndose cargo de los sobrevivientes. El italiano recorrió los pasillos sembrando cadáveres a su paso. Al fin dio con la habitación en que se refugiaba el autoproclamado patriarca. Dos hombres custodiaban la puerta. Hombres de aspecto rudo y con un cosmos bastante respetable. Una torva sonrisa se perfiló en su moreno rostro. No les dio ninguna clase de aviso, simplemente lanzó sobre ellos sus ondas infernales haciéndoles descender a lo más profundo del averno. Una idea germinaba en su febril cerebro, y la sonrisa en sus labios se debía a que estaba pensando en ponerla en práctica de inmediato. Sería él quien tomara la cabeza del falso patriarca.

 

Los dos hombres murieron, Ángelo siguió en silencio su camino. Nada quedaba ahí para él.  Se dijo que esos dos debían estar custodiando algo importante o de lo contrario no se justificaba su presencia. Derribó la puerta de un solo golpe. En la habitación se encontraba un joven de larga melena, era tan rubio como Afrodita y no menos hermoso.

- ¿Quién eres?  - le dijo aquel joven con tranquilidad. Ángelo solo lo miró con los  ojos llenos de sed de sangre, lo meditó un instante, recordó lo que el resto de los santos murmuraba a sus espaldas. Ángelo no era un buen nombre para un asesino.

- Yo soy Death Mask, guardián del templo de Cáncer, santo dorado de la sagrada orden de Atenea.

- Así que enviaron a un dorado... Arles debe creer que soy peligroso.

- Su santidad simplemente quería deshacerse de la basura cuanto antes. Prepárate a morir.

- Siempre lo he estado, prepárate a enfrentar a Vladimir de la Osa Mayor.

- Un simple santo de plata ¿de verdad crees tener oportunidad conmigo?

 

La batalla no fue difícil. El guardián de Cáncer simplemente se limitó a darle un poco de cuerda para que Vladimir creyera que podría ganarle. Al fin se cansó de aquel juego. Había que darse prisa. Sintió los cosmos de Milo y Afrodita  aproximándose. El cosmos del sueco estaba particularmente  agitado. Finalmente acabó al ruso... estaba aburrido. Se tomó su tiempo para cercenar cuidadosamente el rostro del cadáver. La cabeza era demasiado estorbosa, en cambio, el rostro era fácil de transportar y no llamaba la atención tanto como una cabeza.

 

Afrodita apareció en la puerta de la habitación con gesto molesto.

- ¿Podemos largarnos de este maldito lugar o prefieres seguir jugando al carnicero? - dijo lleno de ira. Ángelo ni se inmutó.  El sueco, iracundo, se dio media vuelta y abandonó el lugar. Casi choca con Milo, pero el escorpión tuvo tiempo de apartarse para evitar la colisión. Milo contempló al ofuscado pisciano casi divertido.

- ¿Qué le pasa? - dijo Ángelo.

- Nada, uno de esos tipos se atrevió a llamarlo afeminado. - una suave risa brotó de los labios del griego.- Lo hizo polvo con sus rosas, no quedó nada. - aún sumergido en la bruma de la droga, el italiano fue capaz de detectar ese matiz de satisfacción en el rostro de su compañero. A veces Milo daba miedo... parecía sentir tan poco respeto hacia la vida humana como Afrodita.

 

Afrodita había abandonado la construcción furioso, no se había detenido sino hasta llegar a la colina cercana. Ahí esperó a sus compañeros. Aún tenían trabajo. Debían borrar la ciudad vecina. En ese momento no le interesaba nada que no fuera regresar a casa junto a sus rosas. Sus compañeros pronto se le unieron. Como de costumbre, Milo fue el último en llegar.

 

Se miraron unos a otros, los ojos de Afrodita brillaron al notar la grisácea estructura de una planta nuclear.

- ¿Crees que tu telepatía baste para destruir el reactor? - dijo refiriéndose a Ángelo.

- Claro que sí... pero... - dijo el italiano dubitativo. - Bien, lo haré. - Milo lo miró complacido. Era extraño, pero le satisfacía aquello.

- Brillante sueco, muy brillante debo decir. - acotó el griego.

- En ese caso señores, manos a la obra, quiero regresar ya a Grecia. - dijo Ángelo resignado a que tendría que ser él quien lo hiciera. Casi amanecía, debían apresurarse. Un resplandor dorado rodeó a la ensangrentada figura del guardián de Cáncer. Muy pronto se desató la reacción en cadena que trajo como consecuencia el estallido del reactor.  Estaba hecho. Y sin dudas, había rebasado lo previsto.

- Y a todo esto, ¿cómo se llamaba este lugar? - dijo Ángelo.

- ¡Y yo que sé! - exclamó Milo encogiéndose de hombros. Era hora de volver al santuario.

 

Arribaron a Grecia varias horas después, hechos polvo y aún impresionados por lo sucedido en Rusia. Como de costumbre, se presentaron ante el patriarca. Aquella vez Arles estaba furioso. La idea de destruir el reactor había tenido consecuencias funestas.

- ¡Pero que demonios estaban pensando! ¡Su estupidez trajo consecuencias terribles! ¡Aquello fue una catástrofe! - fue lo primero que les dijo. Los tres dorados permanecían arrodillados  frente a él sin decir ni una palabra. - De ti y de ti lo creo. - Les dijo señalando a Ángelo y Afrodita - Pero de ti... ¡es sencillamente inaceptable! Se supone que tú eres el más cuerdo de los tres y me vienes con una idiotez como esa. ¡Provocaron un desastre nuclear! - dijo Arles completamente fuera de sí. -¡Largo! ¡Lárguense de una vez! ¡Fuera de mi vista! - exclamó furioso. Los tres salieron. Al encontrarse lejos de Arles se miraron. Milo no pudo resistirlo más y se echó a reír.

- ¿Quién lo entiende? Quería desaparecerlos y nos autorizó a usar incluso la exclamación de Atenea, quería dar un ejemplo y ahora se arrepiente. - dijo el griego.

- Bajaré al pueblo a beber algo, ¿vienen? - dijo Ángelo.  Milo se apartó el flequillo del rostro y lo miró fijamente.

- De acuerdo, pero cada uno pagará lo suyo. - dijo Milo.

- ¿Por qué no? Francamente no hay mucho que hacer por aquí. - dijo Afrodita.

 

Luego de asearse y dejar las armaduras en Cáncer. Los tres se dirigieron al pueblo. Era la primera vez que se reunían voluntariamente y para algo que no fuera cuestión del santuario. Tanto Milo como Ángelo se sorprendieron con la aceptación de Afrodita, el sueco no era nada sociable.

 

Llegaron a la taberna del pueblo y  se instalaron en una mesa algo apartada. Una malencarada mesera se acercó a tomarles la orden.

- Vino especiado. - dijo Milo.

- Bourbon. - pidió Ángelo.

- Whisky. - añadió Afrodita con gesto de fastidio. Aquel sitio estaba lleno de gente y no pocos santos de Atenea se podían contar entre la concurrencia. La mesera los miró con gesto burlón. Esos tres eran santos de Atenea, pero era obvio que no eran parte de la clientela habitual como muchos otros. Estaba segura de no haberlos visto antes.

- Aquí no servimos más que cerveza y ron, es lo que hay. ¿Qué les traigo? - dijo burlona. Ángelo la miró de mala manera. Los tres asesinos se miraron entre ellos.

- Ron. - dijo Milo con desdén.

- Lo mismo que él. - murmuró Ángelo.

- Ron para todos. - la mirada de Afrodita le heló la sangre, en realidad esos tres helaban la sangre con solo mirarlos.  El par de rubios era tan hermoso como aterrador. Y Ángelo simplemente lucía como un asesino debía lucir.

 

La mesera volvió poco después con una botella de ron que los tres dorados se apresuraron a vaciar. Ya un poco ebrios, comenzaron a hablar de toda clase de temas, entre ellos el santuario y su diosa.

- A veces pienso que todo eso de que la diosa se encuentra en el templo principal es solo un cuento, una enorme tontería... una gran mentira. - dijo Milo ya bastante alcoholizado.

- ¿Sabes? Yo también he pensado eso... nadie la ha visto, nunca he sentido su cosmos. Pero, ¿en verdad importa?  Es decir, aunque lo deseemos, no podemos salir de esto, estamos metidos hasta las orejas y no hay forma de escapar. - dijo Ángelo. Los otros dos lo miraron como indicándole que estaban de acuerdo con él. - Arles es impresionantemente fuerte.

- Sí y de cualquier forma, ha sido él quien ha traído la justicia a nuestra orden, el anterior patriarca era demasiado blando.

- La justicia no existe en este mundo,... tan solo es un ideal, algo que nunca alcanzaremos por nuestras limitaciones humanas.  Cada uno hace lo que cree es más parecido a la justicia y es todo... la justicia no existe.  Es y será siempre un ideal. - dijo Milo al tiempo que se servía un poco más de ron.

- Es cierto... la justicia es un ideal, pero solo si no hay un brazo fuerte que la respalde, sin la fuerza de su lado la justicia no puede prevalecer. Solo el fuerte es justo. - dijo Afrodita.

- Cierto... aquella gente a la que matamos... ¿quién sabe si ellos tenían o no la razón? Eran débiles... aún si ellos hubieran estado en lo correcto y no nosotros, fuimos más fuertes e impusimos nuestra verdad, más allá de lo bueno o lo malo. - dijo Ángelo.

- Por regla general no acostumbro a pensar en la gente que mato. - dijo Milo - Es inútil, una pérdida de tiempo, ya están muertos. - añadió el griego con su habitual indiferencia.

- Tienes razón... si pensara en todos los que he matado no dormiría jamás. - murmuró Ángelo apartando el rostro.

- Sí no lo hacemos nosotros alguien más lo hará. - añadió Afrodita.

- Sí, solo somos asesinos. Pero, ¿acaso importa? Aquí nos necesitan, alguien tiene que eliminar los obstáculos, hacer el trabajo sucio para Atenea. - dijo el griego, la amarga sonrisa en sus labios se intensificó. - Además, ¿qué otra cosa podríamos hacer?  Desde niños hemos sido entrenados para esto.

- Sí... aunque a veces me gustaría  hacer otras cosas... no sé, construir  y no destruir. - dijo Ángelo.

- Yo no me siento capaz de construir nada. - dijo Afrodita.

- Te equivocas... ese jardín en tu templo...- le dijo Ángelo.

- Tal vez deberíamos irnos... nos estamos poniendo sentimentales. - dijo Milo.  Con su sonrisa indiferente. Se puso dificultosamente de pie. No había nada cerca para sostenerse cuando estuvo a punto de caer luego de tropezar con sus propios pies. Una mano fuerte lo sostuvo evitando que cayera al piso. Levantó el rostro y sus vidriosos ojos azules se clavaron en el masculino rostro de Aioria de Leo. - Supongo que debería decir gracias. - murmuró el griego con voz pastosa.

- Estés ebrio.

- Sí, eso es correcto.

- Creí que no bebías.

- Solo lo hago de vez en cuando. - la sonrisa de Milo se le antojó auténtica por primera vez. - Bien, me voy, ya hemos hablado más de dos minutos y sigues vivo, seguro van a comenzar a hablar. No te sorprendas si empiezan a decir que quiero acostarme contigo, eso o que no me decido a matarte.  - de nuevo la sonrisa de Milo se tornó cínica. Aioria lo vio alejarse siguiendo a los santos de Cáncer y Piscis, los tres se movían con pasos erráticos y entre risas torpes.

- Jamás los había visto ebrios. - comentó Aldebarán - Creí que ninguno de ellos bebía.

- Tal vez solo beban cuando no están de servicio. - dijo el guardián de Leo sin apartar la mirada de las tres figuras que se alejaban.

- Como quiera que sea, es bueno ver que pueden estar en público sin avergonzar a la orden. Esos tres son un caso único. - dijo Shura. Aioria lo miró de mala manera. No lo soportaba cerca, no desde que asesinara a su hermano. Shura lo sabía y aún así insistía en estar cerca de él.

 

Bebieron de prisa, Aldebarán no tenía nada en contra de Shura, pero sabía que de permanecer ahí, Aioria terminaría por golpearlo. Volvieron al santuario. Shura se autonombró el encargado de darle al patriarca el informe de la misión. Aldebarán se quedó a beber una cerveza en Aries, Aioria declinó la invitación y siguió hasta su templo.

 

Cruzó Tauro, y luego el solitario templo de Géminis. No pudo evitar rememorar al guardián de ese templo. Recordaba a la perfección a Saga aunque hacía tiempo que no lo veía. Recordaba bien su impredecible carácter, aunque siempre había sido amable con él y con Aioros.

 

Al llegar a Cáncer se dispuso a solicitar permiso para cruzar. Escuchó risas y voces provenientes del salón principal del templo. No tuvo que esforzarse mucho para  reconocer las voces, eran Death Mask, Milo y Afrodita.

- ¡Debieron ver al esposo! ¡Estaba furioso! - dijo Death Mask entre las risas de los otros dos santos - No puedo creer que ninguno de ustedes haya estado con Marinthia. ¡Medio santuario ha pasado por su cama! Vamos griego, a ti si que no te creo que no hayas estado con ella.

- Pero es cierto... - se defendió Milo.

- Pero, ¿qué clase de hombre eres griego? - dijo Death.

- Un hombre al que no le gustan las mujeres.

- Ah ya veo... ¿y tú sueco?

- ¿Yo qué?

- ¿Te gustan las mujeres?

- No sé.

- Por Zeus Afrodita, esa es una respuesta absurda. - dijo Milo.

- Es la verdad... no sé si me gustan las mujeres, no es como si hubiera visto muchas en mi vida.

- ¿Alguna vez han estado con  una? - preguntó Death Mask.

- Yo sí, es por eso que te digo que no me gustan. - dijo Milo entre risas.

- Yo soy virgen. - declaró Afrodita con la mayor naturalidad del mundo. - ¿Qué? ¿Tiene algo de malo?

- No, es solo que apostaría mi cabeza a que eres el último virgen del santuario.- dijo Death, Milo sólo rió un poco.

- Creí que los santos de Acuario y Virgo tenían voto de castidad. - dijo el sueco sin comprender las risas de sus  compañeros. Las risas de Milo se habían transformado en francas carcajadas.

- ¡Por Zeus! Esos dos tienen de vírgenes lo que yo tengo de rinoceronte. - dijo el griego.

- No nos mires así sueco, es la verdad. Esos dos han tenido varios amantes, en especial Acuario. - dijo Death Mask. Al fin Aioria salió de su escondite y se presentó ante ellos. - Ah, Leo, puedes pasar. - dijo Death. Aioria agradeció con una inclinación de cabeza y se retiró. La confesión de Milo le había dado mucho en que pensar.

 


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