Las aves del nido sobre el abeto que daba a la ventana empezaron a piar puntualmente con los primeros rayos del alba. Esa era mi alarma en aquellos años. Desperté con la cabeza pesada y los ojos secos por toda la juerga del día anterior. Aun en los restos de la oscuridad pude ver tu silueta, desafiando la perfección pude notar como mi erección matutina me invitaba a quitar la sábana que te cubría, pero no, no había tiempo.
Cada segundo que pasaba notaba el suave cantar de más aves y sabía que eso significaba que pronto despertarías. No, debía irme rápido. Si despertaras antes de irme, no podría dejarte. Es más sencillo así, es más sencillo para mí y lo es también para ti. ¿Dónde dejé mis calzoncillos? Vaya jaqueca que tengo encima. Desde que vivimos juntos no puedo evitar desvelarme todas las noches recorriendo tu piel.
Listo el uniforme, solo queda encontrar el guante derecho, pero queda poco tiempo. Me debato por un segundo si vale la pena encontrarlo o es mejor irme antes de que despiertes. Desde la pequeña sala del cuarto, donde lo busco, oigo cómo te revuelves perezosamente entre las sábanas, y escucho el acero de tu brazo golpear suavemente la cabecera, la respiración se me corta por un poco más que un instante. Volteo a verte, con miedo, con esperanza de ver esos enormes ojos amarillos. Por respuesta solo alcanzo a ver el beso que el sol deja sobre tus pestañas. Con el corazón latiendo fuerte y haciendo competencia con nuestros relojes, decido que ya es hora. No puedo esperar más, tus ojos me dan miedo porque con una sola mirada sé que no seré capaz de seguir con mi deber, con el plan, y son tantas las personas que confían en mí que no puedo darme ese lujo…
Ay Acero, si tan solo supieras la confusión que siento cuando te veo. Daría mis sueños, daría todo lo que he hecho por ver tus sueños cumplidos. Por desgracia son los tuyos los que parecen imposibles de realizar. Mi guante, ahora lo recuerdo, se ha quedado en el cajón junto al sofá. Ya no falta nada. No falta nada más y, sin embargo, vuelvo a dirigirte la mirada.
Mi cuerpo entonces se mueve solo, camina hacia ti. Mis manos ya no me responden, ya no hay sentido, ya no hay fuerza de voluntad. Desde el instante que me oíste revolver el cajón despertaste y tu mirada felina logró atraparme. En dos segundos ya estaba sobre ti, en tres ya no cubría más tu cuerpo la sábana, ahora eran mis manos, recorriendo con hambre cada centímetro de ti.
Tus ojos, sin dejar de mirar mis labios me invitan a besarte. Un beso suave, dulce, de esos que solo quienes se aman pueden darse. Tu boca termina formando una sonrisa “Llegando tarde no conseguirá convertirse en el siguiente führer, Coronel” Solo eso puede lograr que regrese a la tierra. Solo esas palabras me liberan. Veo a mi alrededor, la luz que entra por la ventana anuncia la franca mañana. Solo una mirada me ha enseñado que amor es… olvidarse del tiempo cuando estamos juntos. “será mejor que aproveches reírte ahora, Acero, ya veremos si en la noche sigues riendo igual” y dicho esto solo queda dar un beso en tu frente, antes de salir corriendo al cuartel.