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Arrebatos de mocedad por sherry29

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Notas del capitulo:

 

Hola a todos.

Sobre este cap solo haré la aclaración, que los nombres de los santos que menciono son tomados al azar, no son patronos de las cosas que les atribuyo.

Estocolmo es como todos saben una ciudad Sueca, pero en mi fic será un reino enemigo de Sucre, que como ya saben es el reino al que pertenece la colonia donde se esta desarrollando todo.

Eso es todo.

Un besote.

 

Capitulo 2

Duelo.

 

A pesar de las amenazas y las promesas de castigo a las que fueron sometidos los esclavos de la casa del marqués de Chatearson, la noticia de la deshonra de Gregorio se filtró. Corrió como una mecha prendida que no puede ser detenida, pues a los tres días del incidente con el conde de los Laures, no había en toda Barú un alma que no supiese que el hijo menor y soltero de Arturo de Montespan y Acevedo Valiente esperaba un hijo bastardo.

Agustino fue el primero en ser azotado, luego le siguió su hermano Clodoveo, y así cada uno de los esclavos de la casa. El mismísimo marqués en persona los amarró furioso en la barraca y amenazó con coserles la boca a todos por chismosos y traidores. El único que se salvó de la golpiza fue el esclavo Silvio, ya que encadenado detrás de aquella pared era muy improbable que se hubiese puesto a cotorrear sobre aquello.

También por esos días Federico había mantenido a Gregorio encerrado bajo siete llaves. Ni siquiera para el ritual religioso matutino lo dejaba salir, prefería ir él solo a la catedral y tragarse las miradas lastimeras de sus vecinos, aunque no todas tuviesen buena intensión. Había quienes gozaban con su desgracia e hipócritamente se le acercaban a meterle plática sin escatimar en comentarios venenosos disfrazados de diplomacia.

Justamente esa misma mañana iba a toparse con el más cizañoso de aquella ciudad…

Se trataba de Sergio de Gonzales e Hinojosa, un elegante hidalgo desposado de Don Pedro Gonzales e Hinojosa, sargento mayor del regimiento militar de Barú. Venía acompañado de sus hijos: Paulo y Manuel, dos señoritos distinguidos y donceles en edad casadera como Gregorio.

Federico agrió el rostro no más verlos. Desde lo ocurrido con Gregorio había decidido asistir a la ceremonia religiosa de aurora para no tener que tropezárselos pues estos tenían por costumbre asistir a la de siete. Sin embargo, aquel día parecía que habían ido más temprano a la catedral posiblemente para confesarse. Lo peor de todo era que no venían solos; un poco antes de alcanzar la plaza, Federico pudo notar que venían en compañía de otros dos hombres; que luego pudo comprobar, se trataban del Barón Francisco José Olguín y su hijo menor.

Sin necesidad de acercarse ya podía imaginar de qué venían conversando, y no se equivocaba.

- Decidme hijo mío ¿Acaso ese que viene allí es quien creo que es? – Preguntó Sergio a su hijo Paulo, el mayor, al ver a Federico atravesando la plaza en compañía de su mucamo.

- Así es papá – Convino el muchacho soltando una risilla que fue coreada por su hermano – Es un osado al atreverse a salir en público a pesar de los recientes hechos. Es una completa falta de decoro.

- ¿De quién se trata? – Preguntó el Barón curioso. No vivía en Barú, solo estaba de paseo para visitar a su hermano, por lo que no conocía a todos los habitantes; aunque si había llegado a sus oídos la novedad en casa de los Montespan.

- Es el esposo del marqués de Chaterson, señor Barón… - Empezó a contar atrevidamente Manuel, ganándose por su descaro un golpe de abanico de parte de Sergio.

- ¡No seáis desvergonzado Manuel! Vuestra merced es un señorito soltero que no puede hablar de temas tan deshonestos. Ni siquiera en boca de un hombre casado como yo se vería bien, mucho menos en la de vuestra merced.

- Perdón papá – Se disculpó el muchacho avergonzado hasta las orejas.

- Entonces… ¿Se trata de Federico de Montespan? – Inquirió de nuevo el Barón sin temor a errar.

Sus acompañantes asintieron con la cabeza.

- La deshonra ha caído por completo sobre su casa, pobrecillo – Comentó Sergio sacando su rosario a fin de verse mucho más piadoso cuando estuviera frente a Federico – Pero toda esta desgracia ha sido su culpa.

- ¿Su culpa? … Explíquese – Pidió el Barón intrigado.

Sergio comenzó a abanicarse a toda prisa como quien esta apunto de hablar de temas muy indecorosos.

- Así es, señor Barón. Federico es un hombre de Dios pero no supo tener mano firme con su hijo doncel. Muy por el contrario, es posible que hay sido él quien le haya llevado al camino del pecado. Tengo entendido que sabe leer y escribir como si fuera un varón y que desde los once años aleccionó a su hijo Gregorio… Dicen que hasta aritmética le enseñó.

- ¡Por Dios bendito! – Exclamó el noble extranjero escandalizado, llevando su mano enguantada a su boca - ¡Cuanta inconsciencia! No cabe duda que ha sido el responsable del extravío de su propio hijo.

- Así es – Señaló Sergio – Mire a mis hijos, ni ellos ni yo aprendimos a leer ni a escribir, es por eso que jamás hemos perdido el recato.

- La costura y la oración son las únicas actividades que a un doncel honesto deben agradar – Intervino de nuevo Manuel, siendo esta vez aprobado por su papá con un asentimiento de cabeza.

- Vuestras mercedes me perdonaran mis respetados señores  pero debo cambiar de acera. – Dijo el Barón al darse cuenta que la distancia con Federico era de unos cuantos pasos – Puedo notar que las costumbres de esta colonia son un poco más relajadas pero en Sucre está muy mal visto andar por las calles hablando con hombres caídos en desgracia. Si mi esposo llega a enterarse que estuve por estos lares haciendo amistad con gente deshonesta me vería en graves problemas. Así que… con vuestro permiso. Señor Sergio, jovencitos – Se despidió con una reverencia, llevándose de la mano a su pequeño hijo impúber.

En ese momento Federico los alcanzó del todo. Sin embargo, no se molesto en saludar a aquel que huía de su presencia. Detuvo su pasó frente a Sergio haciendo la acostumbrada reverencia mientras los respectivos mucamos se detenían también cubriendo con las sombrillas a sus amos.

- Qué mañana tan calurosa está haciendo. ¿No os parece así, señor Federico? – Apuntó casualmente Sergio a modo de saludo, pues era cierto que a pesar de la hora el sol estaba bastante fuerte, pero acto seguido con toda la mala intensión volvió a preguntar – Por cierto… ¿No lo acompaña vuestro hijo Gregorio?

Federico arrugó el entrecejo pero no se permitió mostrarse abatido, no le daría ese gusto.

- Gregorio se encuentra un poco indispuesto… ya sabéis, el calor de estos días puede ser un poco pesado para los jovencitos.

- ¡Oh, el calor! – Repitió el otro hombre mirando de soslayo a su hijo mayor quien escondió a medias una risa burlona – No me cabe duda que el pobre Gregorio ha sido una víctima del calor.

- ¿A qué os referís? – Preguntó Federico aun cuando había entendido perfectamente el doble sentido de las palabras de Sergio.

- Me refiero al calor, solo eso – Explicó este haciéndose el desentendido – Se sabe que hay hombres más… como decirlo… predispuestos a los sofocos y parece que el pobre Gregorio es uno de ellos.

- ¿En serio? – En ese momento Federico tomó su pañuelo para enjuagar las gotitas de sudor que desprendía la frente de Paulo. – Creo que entonces vuestro hijo Paulo tiene el mismo problema. Le recuerdo que son muy conocidos en Barú sus constantes desmayos a causa del sofoco – Volvió a guardarse el pañuelo viendo satisfecho el rostro acido de Sergio y sus hijos después de oír sus palabras.

- Me insolo fácilmente, mi piel es muy delicada – Se defendió el hijo mayor – El propio doctor me ha dicho que debo evitar exponerme mucho al sol, pero mi gran piedad me obliga a venir al templo aun en contra de mi salud.

- ¡Oh si, por supuesto! Todos en Barú somos conocedores de la piedad de vuestra merced, especialmente a San Basileo, el santo patrono de los matrimonios.- Atacó de nuevo Federico haciendo que el jovencito se pusiera tan rojo como el sombrero que llevaba puesto, pues era del conocimiento de todos las constantes ofrendas que el muchacho  hacía al santo para conseguir marido, ya que gracias a su cuerpo redondo y pasado de peso estaba a un año de convertirse en un solterón.

- No me agrada el tono con el que estáis hablándole a mi hijo señor Federico – Repuso Sergio mirándolo con desagrado.

- A mí tampoco me gustó el tono con el que hablasteis del mío hace un momento. – Replicó Federico abandonando toda pose zalamera – No es necesario que me habléis con tanta condescendencia. Estoy consciente que mi familia es el hazmerreir de todo Barú y que eso os hace gracia a muchas de vuestras mercedes. Os conozco señor Sergio, así que no tenéis que comportaros como si fuésemos amigos; solo espero de todo corazón que nunca os veáis en una situación parecida a la mía.

Aquellas palabras parecieron ofender muchísimo al doncel mayor a juzgar por la forma como apretó su rosario y elevó su mentón.

- ¿Pero de que habláis señor Federico? – Expuso colérico – Yo jamás me veré en una situación ni remotamente parecida a la de vuestra merced, porque yo si me he angustiado en enseñar a mis hijos cosas importantes en vez de instruirlos en necedades que solo sirven para llenar los corazones jóvenes de curiosidades malsanas. Y ahora con el permiso de vuestra merced, iré a la catedral y oraré por vuestro hijo para que veáis que a diferencia de lo que creéis si tengo sentido de la caridad.

Hizo de nuevo la reverencia, marchándose en compañía de sus hijos y mucamos. Federico a su vez se quedó parado exactamente junto al portalón de la vivienda del comendador con las lágrimas hirviéndole de la rabia.

Iba a seguir su camino cuando vio cruzando por el portal al dueño de casa… Don Rodrigo Fernández y Espinosa, el comendador de Barú, delegado del rey en Cartago y hombre más importante de la ciudad.

- Señor Federico – Saludo aquel al ver parado frente a su puerta al esposo de su gran amigo Arturo. Supuso que venía a visitarlo con motivo de los recientes acontecimientos sobre los cuales ya se encontraba al corriente, y aunque Federico no sabía que tan honroso sería entrar solo con su mucamo a la casa de un hombre viudo, en ese momento pensó que otra mancha más en el honor de su apellido no sería gran cosa. Sin embargó verificó  que nadie estuviese viéndolo antes de entrar.

La casa del comendador era muy grande, más que la suya. El recibidor era amplio, alumbrado con faroles de gas en cada esquina como solo las casas más importantes tenían. Federico pudo comprobar que la puerta por donde se ingresaba volvía a ser inmediatamente clausurada con trancas una vez las personas estaban dentro. Este detalle reducía mucho la iluminación a pesar de los faroles, y solo era después  de atravesare el arco donde el recibidor finalizaba, que la luz se hacía de nuevo mostrando un jardín inmenso lleno de pensamientos y alelíes que se mecían graciosos en compañía de un árbol de mango, cuyos frutos caían maduros sobre el suelo de piedra. Al fondo se observaba una paredilla que seguramente llevaba al patio de baño. Diagonal a esta Federico pudo ver también un corredor oscuro por el que parecía salir un humo ceniciento, que supuso provenía de la cocina.

Se preguntó entonces como era que antes no había reparado en estas cosas durante sus visitas anteriores, y supo que era porque siempre que había visitado al comendador había sido durante la noche en ocasión de alguna fiesta. Así que por lo tanto nunca había pasado más allá del salón principal que se hallaba contiguo a la entrada.

- Sed bienvenido, Señor Federico. Pasad por favor, estáis en vuestra casa – Habló el comendador señalando el saloncito de su despacho. Supuso que llevar al doncel a aquel lugar podía atentar contra la honra de este, pero quería un lugar airado y fresco donde poder hablar; además añadido a esta comodidad tendrían también el silencio que les permitía el hecho de estar en un sitio alejado de las cocinas donde los esclavos pilaban el arroz.

Sin poder evitar sentirse incomodo, finalmente Federico decidió sentarse; pero claro está, lo hizo junto al sofá ubicado frente a la silla donde luego se sentó el amigo de su esposo, a fin de guardar la debida distancia.

 

- ¿Deseáis tomar algo? – Preguntó el dueño de casa a su invitado una vez estuvieron acomodados. Federico trató de negarse pero fue en vano porque antes de que pudiese hablar, Rodrigo ya estaba impartiéndole órdenes a un niño que no superaba los nueve años.

- No teníais que molestaros Señor Rodrigo – Se disculpó Federico con un leve sonrojo. Era la primera vez que se encontraba a solas con un hombre que no fuese su marido. Un hombre que además, era apuesto y viudo.

- No ha sido ninguna molestia, Señor Federico. Me place en demasía teneros en mi casa. – Apuntó Rodrigo cruzando sus largas y robustas piernas. Su cuerpo musculoso y bien tallado quedó entonces reclinado sobre la silla muy cómodamente, pudiendo desde esa posición mirar agudamente a Federico con sus ojos azules.

El doncel se turbó un poco por aquella mirada, lo que le hizo apartar sus ojos del otro hombre para situarlos sobre los escudos de armas que este exhibía en las paredes de su despacho.  El de Sucre se encontraba en todo el centro, inconfundible con la figura del tigre y la espada.

Al momento se apareció de nuevo el niño sosteniendo una bandeja con dos vasos plateados. Traía en ellos un delicioso jugo de mango recién preparado para el desayuno, endulzado con panela. Cuando le ofreció el refresco a Federico, este pudo notar que el muchachito de piel acanelada tenía el mismo azul de la mirada del comendador. Este hecho casi le hace soltar el vaso, aunque por suerte logró sujetarlo a tiempo.

- Ernesto, retiraos – Ordenó Rodrigo al niño al darse cuenta de la razón de la turbación de su invitado. Este hizo una reverencia saliendo de inmediato – Veo que os habéis dado cuenta, Señor Federico.

- ¿Es vuestro hijo? – Fue todo lo que este preguntó.

- No lo os negaré. – Aceptó su anfitrión probando el refresco – Estoy haciendo los trámites para reconocerlo; su papá lo mantuvo alejado de mi todos estos años, imagino que por temor.

- ¿Cómo pudo esconderlo?

- Lo entregó a su abuelo al nacer. El hombre vivía en un palenque como un esclavo fugitivo pero murió de disentería hace algunos meses por lo que el niño volvió a esta casa con su papá.

El escandaloso tema hizo que Federico se sintiera acalorado y sacara su abanico.

- No quisiera pareceros entrometido Don Rodrigo, pero mucho me espanta la reacción que esto pueda tener en Barú.

Rodrigo se recostó más en su asiento explayando una gran sonrisa.

- Con todo respeto mi estimado señor, la única opinión que a mí me interesa es la de Su majestad Don Fernando I y él ya lo sabe. Por lo tanto Señor Federico, lo que piense o pueda pensar la gente de esta colonia no es algo que me desvele.

Federico asintió respetuosamente.

- Trae vuestra merced la razón Don Rodrigo, guardaré mis palabras, después de todo estos temas no deben estar en boca de un hombre honesto como yo; sin embargo, el tema que debo tratar con vuestra mereced tampoco es muy honroso.

- Si comprendo – Respondió este inclinándose hacia su invitado para volver más privado el dialogo. Aun así Federico le ordenó a su mucamo apartarse hasta la ventana para mantenerlo lejos de la charla.

- Imagino que vuestra merced ya se habrá enterado de lo ocurrido con Gregorio ¿No es verdad? – Dijo con voz quebrada y su interlocutor suspiró afectado.

- Así es… la deshonra de Gregorio es del dominio de toda Barú; aunque tal parece que la mayor parte de la gente de la ciudad solo conoce la mitad de la historia.

- ¿A qué os referís? –Federico enarcó una ceja, sin comprender.

- A que la noticia del embarazo de vuestro hijo es la comidilla de todas las casas pero pocos son los que saben que el conde de los Laures se ha imputado la paternidad de vuestro futuro nieto, y mucho menos, que mañana será el duelo entre él y vuestro esposo.

- ¿Pero cómo es posible? – Se levantó Federico inquieto y Rodrigo se levantó con él.

- El conde de los Laures es un hombre muy respetado… o más bien temido por estos lares. Son pocos los que se atreven a inventarle cuentos. La mayoría de las cosas que se dicen de él son chismes levantados por los esclavos que luego consiguen eco en labios de sus amos.

- Esos cuentos son necedades – Apuntó Federico suponiendo que Rodrigo se refería a las leyendas de inmortalidad y pactos demoniacos que se tejían en torno a ese misterioso noble. – Son historias inventadas por esclavos ociosos a los que sus amos ponen demasiado cuidado.

- Pues leyendas o no,  lo que sí es cierto es que ese hombre es un experto esgrimista.- Expuso el comendador haciendo palidecer al doncel – Como padrino del duelo que soy e investigado sobre Enrique del Bocio y he averiguado que fue alumno sobresaliente de uno de los mejores maestros de armas de Sucre; ya que como vuestra merced sabe el conde vivió toda su infancia y parte de su adolescencia en la corte sucreña.

Ante esas palabras, Federico volvió a tomar asiento. Eso sí que no se lo esperaba. Hasta ese momento había sentido mucha seguridad sobre el duelo del día siguiente, pues confiaba en que los años de su marido y su experiencia en el combate le dieran la victoria sobre un jovencito veinteañero como era Enrique del Bocio.

- ¿Cree vuestra merced, Don Rodrigo que mi esposo pueda perder mañana? – Titubeó entregando a su mucamo el vaso de jugo que no acabó de beber.

Sintió entonces sobre sus manos enguantadas el agarre fuerte y seguro de las de Don Rodrigo. Este le miraba sereno como quien trata de infundir fuerzas a un desvalido.

- Lo creo Señor Federico – Aceptó sin disimulo ni engaños – Pero nada estará dicho hasta el día de mañana.

- ¡Por Dios santísimo! – Exclamó este fuera de sí, sin notar siquiera que también aferraba las manos del comendador.- Es preciso detener entonces este duelo.- Agregó recordando el horror de Gregorio el día que el conde se presentó en su casa. Ahora comprendía porqués su hijo había reaccionado con tanto malestar. Seguramente estaba al tanto de la importante experiencia de Enrique del Bocio en cuanto a combates y temía por la vida de su padre. ¡Oh ¿Por qué no había escuchado a su hijo?!

- Lo que sugerís es imposible – Suspiró Rodrigo alejándose hasta la ventana – Conocéis bien a vuestro esposo y sabéis que no hay marcha atrás.

Era verdad y ambos lo sabían. Así que con infinita desdicha, Federico no tuvo más remedio que aceptar la veracidad de las palabras de su anfitrión, sintiendo que el corazón le palpitaba en los oídos. Sin poder evitarlo rompió en llanto muy angustiado. En aquel momento solo agradecía que sus dos hijos varones estuviesen del otro lado del océano para evitar que aquella tragedia fuese mayor. Rodrigo se acercó ya sin demasiados escrúpulos permitiéndole llorar sobre su hombro. Ese detalle conmovió a Federico quien se sentía muy agradecido de que el influyente hombre le diera más valor a la amistad que al escándalo; ya que era de los pocos amigos de su esposo, que no le habían retirado el saludo.

 

 

Apenas escucho el ruidito en su ventana Gregorio saltó de la cama. Corrió a toda prisa para abrirle a Agustino quien había trepado por la viga con la agilidad de un gato hasta llegar al alfeizar. Por tres días consecutivos, su papá siguiendo las órdenes de su padre lo mantenía encerrado bajo siete llaves, sin poder salir ni para bañarse. El aseo se lo realizaban en sus propios aposentos y puntualmente le llevaban las comidas del día.

Se estaba enloqueciendo sin saber que sucedía allí afuera. Estaba muy nervioso después de haber escuchado de labios de su propio papá, la confirmación de que al día siguiente sería el duelo. Eso le daba muy poco tiempo para actuar; tenía que hablar con aquel hombre, con el tal Enrique del Bocio. Necesitaba que este en persona le explicara porque se estaba arriesgando de aquella forma, asumiendo una responsabilidad y un compromiso que no le correspondían.

- Entrad Agustino, a prisa – Apuró al esclavo – Decidme… ¿Habéis llevado el recado que os di?

- Si señorito – Respondió este sacudiéndose las manos – Le llevé a ese señor la esquela que vues arced me dio; él mismo en persona la recibió. Aquí esta su respuesta.

Gregorio tomó con ansiedad el papel que Agustino le ofrecía, dando gracias al cielo por saber leer y escribir. Abrió el sobre con cuidado reparando absorto en la magnífica caligrafía. Ese hombre debía ser muy culto a juzgar por los rasgos tan cuidados de su letra sumados a la impecable ortografía. Lo segundo que le asombró fue el contenido de la misiva…El conde aceptaba verlo a solas antes del duelo.

- ¡Oh, Gracias a Dios! – Suspiró aliviado releyendo el mensaje para confirmar hora y lugar de la cita – Ha aceptado verme antes del duelo.

Agustino se acercó despavorido, limpiándose el oído con su dedo esperando haber oído mal.

- ¿Qué es lo que ha dicho vues arced? – Inquirió con el corazón en la boca - ¿Piensa el señorito verse con ese hombre a escondida de vuestros padres?

- No tengo más opción Agustino – Señaló Gregorio volviendo a su cama. – Tengo que hablar con ese hombre… saber qué motivos lo han llevado a actuar con tan poca cordura. – Miro nuevamente al esclavo como viendo en él a un confesor –Os voy a contar esto solo porque vuestra merced me ayudará a entrevistarme con ese conde… Enrique del Bocio no es el padre del hijo que espero, y desconozco las razones por las que se presentó a esta casa y el porqué ha asumido la paternidad de este niño.

El gemido que salió de la boca de Agustino dio cuenta de lo asombrado que estaba.

- ¿Ese señor le mintió a vuestro padre? Entonces… ¿Quién es el padre del hijo de vues arced? – Preguntó ganándose una mirada de advertencia de parte de su amo.

- No seáis atrevido Agustino; ese asunto no os concierne –Respondió este poniéndose de pie para revisar las cerraduras de sus aposentos, confirmando que se encontraba celosamente resguardado.- Vuestros asuntos son otros – Le dijo volviendo a él – Debéis buscar el juego de llaves que mi papá esconde y debéis encontrarlas pronto antes de que vuelva de la catedral.

- Señorito, lo que vues arced me pide es muy peligroso. Si él señor me descubre seré azotado de nuevo – Se quejó el esclavo despegándose la tela gruesa que se pegaba a su piel escocida por los azotes.- No quiero.

Ante la negativa, Gregorio le dio una palmada sobre la espalda escaldada haciéndolo chillar.

- ¡Seré yo quien os azote de nuevo si no hacéis lo que os digo! Nunca había tenido un esclavo mas insolente que vuestra merced. Ya os perdone vuestra desobediencia el otro día en el baño, pero no sigáis abusando de mi paciencia estúpido infeliz porque os juro que lo lamentaréis.

- Pero señorito.

- ¡Señorito, nada! – Suspiró el marquesito sentándose en la butaca de su tocador mirando su reflejo – ¿No os dais cuenta que hay vidas en riesgo en este asunto? ¿No os asusta que la vida de tu señor, mi padre pueda estar en riesgo?

Agustino asintió cabizbajo tomando un cepillo con el que empezó a peinar la larga cabellera dorada de Gregorio. La verdad es que estaba muy agradecido con el marqués por haberlo comprado junto a Clodoveo. Después de haber perdido a sus padres, quienes murieron en el barco durante el viaje de Chipre a Barú, no hubiera soportado ser alejado de la única familia que le quedaba… su hermano mayor.

- Agustino hará lo que el señorito le pide – Afirmó en el mismo momento en el que desenredaba un nudo en la sedosa cabellera – Agustino buscara las llaves que guarda vuestro papá.

Gustoso por la obediencia del sirviente, Gregorio se dio media vuelta tomándole las manos.

- Id pronto entonces – Le dijo sonriéndole con verdadera dulzura – Encontrad el escondite de esas llaves pero no las mováis de su sitio.

- P… pero, entonces… ¿Para que las buscáis? – Pregunto Agustino confundido.

- Para saber dónde buscarlas en la noche – Le explicó Gregorio comenzando a trenzar su pelo – Durante el día mi padre notara su falta porque las necesita para abrir cuando me traen la comida. Pero en la noche…

Agustino dejó salir un sonido que dejaba ver que había entendido muy bien el plan de su señor.

- Ahora Id… vamos. Os espero en la noche cuando todos duerman – Le dijo antes de despedirlo. Cuando el esclavo estaba a punto de trepar la ventana Gregorio lo tomó del brazo mirándolo con fervor – Confió en vuestra merced Agustino. Por lo que más queráis no me falléis – Se despidió viendo a contra luz, la sonrisa afirmativa del otro muchacho.

 

 

 

 

El fuerte de Blas de Lezo era el más importante de Barú. Se usaba como resguardo de armas y municiones debido a sus amplios patios internos de más de setecientos pies de largo cada uno. También era el principal lugar de concentración del regimiento a la hora de planear estratagemas de defensa contra los piratas; el principal dolor de cabeza de aquella ciudad colonial. Los últimos meses el capitán mayor había redoblado la guardia pues los mercaderes habían regado el rumor de nuevos ataques. Decían que los arcabuceros estaban haciendo de las suyas de modo desenfrenado por todo lo largo y ancho de la ruta de las Indias, y que estaban indetenibles ahora que muchos tenían patente de corso.

Aquella noche por lo tanto, la guardia estaba redoblada con motivo de la visita del archiduque de Estocolmo, reino vecino de Sucre; que estaba fechada para el primero de octubre, día de San Martin, patrono de los navegantes. La visita política del noble venía a tratar de romper tenciones con la corte Sucreña y con él mismísimo rey Don Fernando I, quienes aseguraban que la corona de Estocolmo patrocinaba piratas a los que había convertido en corsarios, dándoles armas y patentes.

Justamente en eso pensó Gregorio viendo la bandera del escudo real ondeando en la entrada del fuerte. Vestía su capa oscura para camuflarse mejor, teniendo mucho cuidado de no ser visto por los soldados apostados en las garitas. Desde allí aquellos uniformados podían ver tanto la tierra como el mar, lo que hacía de los ataques sorpresa una utopía. Agustino y Clodoveo lo seguían de cerca como dos zorrillos, acompañándole en su trayecto por los perímetros del baluarte. Era ya casi la hora pactada… las nueve de la noche.

Cuando a lo lejos se escucharon las campanadas que confirmaron la hora, Gregorio dio un rodeo bordeando la muralla y con un saltito bajó hasta el camino que lo conduciría hasta el lado derecho de la bahía, seguido de cerca por sus esclavos. Suspiró, ahora estaba de espaldas a los cañones y desde ese lugar ya no sería visto por los guardias. El corazón volvía a calmársele poco a poco. Aquella hazaña era bastante arriesgada pues de ser pillado por algún guardia su falta de recato quedaría en total evidencia… su fuero interno se burlo de sí mismo. ¿Acaso no estaba ya su falta de recato completamente evidenciada en aquel vientre que crecía día a día? Gregorio admitió internamente que sí. Sin embargo ahorrarle otro disgusto a su padre era algo por lo que no escatimaría esfuerzos.

La campana volvió a sonar con un repique, eso significaba que eran las nueve y cuarto, tenía quince minutos de atraso pero ya estaba llegando. Gracias a Dios la luna era menguante y no alumbraba más allá que algunos metros después del agua. El muelle estaba casi en tinieblas, y si reconocía la cercanía de este, era por su típico olor a cebiche y camarones.

- Estamos llegando – Susurró Agustino escuchando el sonido calmo de las aguas. De vez en cuando se escuchaba el ladrido de algún perro o las risas de algunos navegantes desvelados en juegos de apuestas.

- Creo que es mejor que subamos por aquí – Dijo Gregorio señalando un desnivel que conducía a otro inicio de la muralla porque a partir de allí el camino sería recto.

Los esclavos asintieron ayudándole a subir y luego estos hicieron lo propio. Se pusieron de nuevo en marcha, caminando a toda prisa,  hasta que bruscamente el camino se cortaba dejando ver la inmensidad de la bahía de Barú… y alumbrado por la plateada luna… la figura de Enrique del Bocio.

Al verlo, Gregorio sintió que le faltaba el aliento. Allí debajo de esa luna, elegante, vestido de turquesa, aquel hombre le volvía a confirmar que era lo más deslumbrante que hubiese visto en su vida.

- Gregorio – Escuchó que le decía aquel caballero apenas hubo notado su presencia. Su nombre era lo primero que oía salir de aquellos labios, su nombre pronunciado con una voz profunda y serena.

- Buenas noches Excelencia – Se obligó a saludar también, rogando porque su voz saliera firme – Gracias por aceptar mi llamado. Como podréis imaginar me urgía hablar con vuestra merced.

Enrique sonrió despegando su cuerpo del parapeto balaustrado. En ese momento fue cuando Gregorio se dio cuenta que el conde había acudido sin nadie a la cita y eso le causo cierta vergüenza.  

- Vuestra merced me mandó  llamar – Le dijo Enrique sacando de su bolsillo un reloj de oro – Aunque me habéis hecho esperar.

- Lo siento, sabéis que mi casa está un poco lejos y mi papá me tenía encerrado.- Se disculpó Gregorio agachando la cabeza, sintiendo las mejillas muy calientes.

Enrique se echó a reír.

- ¡Vaya! – Dijo en medio de sus risas - ¿Entonces habéis huido para encontraros conmigo?

Gregorio lo miró ceñudo. No le parecía que se estuviese burlando de él después de todos los riesgos que había corrido para verle. Decidió hacérselo ver.

- Comportaros mi señor – Exigió – No os burléis de mis angustias, que muy amargas las he pasado. Si lo que pretendíais con todo este teatro absurdo era humillarme más a mí y a mi familia debido a mi deshonra, lo habéis conseguido. Pero os advierto que si encontráis gozo en las penas ajenas amparándoos en vuestra posición, os aseguro que de la justicia de Dios no os librareis. Y que a…

- ¡Callad! – Le interrumpió Enrique bruscamente, llegando hasta su altura. Suavemente le agarró por la barbilla obligándole a mirarle – No me habléis de justicia divina, ni me habléis de vuestras penas… Yo ya conozco todas vuestras penas y todos vuestros pecados.  

- ¿C… Cómo? – Se estremeció Gregorio. No sabía que le hacía temblar más; si la palabra pecado y ese hombre diciéndole que conocía todos los suyos, o el lunar que aquel conde exhibía muy cerca de su boca.

- Conozco todos vuestros pecados Gregorio – Volvió a afirmar Enrique inundando la nariz del muchacho con su aliento a menta – Vuestra merced misma me los confesó.

- Pe… pero… ¿Qué necedades decís? – Exclamó Gregorio zafándose y yendo hasta el parapeto donde aspiró fuertemente el aroma salino del mar – Yo no conocía a vuestra merced. Esta es la primera vez que conversamos… ¿Cómo es que vuestra merced dice que yo mismo os confesé mis pecados? – Volteó nuevamente mirándole a la cara – Además vuestra merced habla como un hereje. No sois sacerdote para que yo os confiese mis culpas – Afirmó con seguridad.

- Entonces… - Enrique dio un rodeo hasta posarse tras las espaldas de Gregorio – ¿El nombre de Ignacio no os dice nada? – Soltó como un flechazo.

Gregorio casi se desmaya.

- ¡Señorito! Por amor de Dios – Le socorrió agustino ayudado por Clodoveo. Entre los dos sostuvieron al jovencito que había perdido por completo los colores.

- ¿Os encontráis bien? – Se acercó también Enrique con una media sonrisa, mientras Gregorio era abanicado por sus esclavos – Veo que entonces ese nombre si os dice mucho.

- Usted no es un hombre de Dios – Afirmó el doncel apoyado en los brazos de sus sirvientes tratando de halar aire a bocanadas – Para saber lo que sabe tiene que ser cierto lo que las malas lenguas dicen de vuestra merced – Le increpó con rostro despavorido.

- ¿En serio? – Siseó el conde - ¿Y qué es lo que las malas lenguas dicen de mí?

Gregorio lo miró a los ojos sintiendo hasta miedo de decir aquello.

- Dicen… que vuestra merced tiene un pacto con el demonio.

Enrique enarcó una ceja y acentuó su sonrisa.

- Interesante – Manifestó con algo muy parecido a la complacencia – Muy interesante.

- ¿Le parece interesante lo que le digo? – Preguntó Gregorio pálido de miedo – ¿Significa entonces que es cierto lo que os digo?

- Eso depende – Replico Enrique.

- ¿Depende de qué?

- De quien piense la gente que es el demonio.

Gregorio hizo una señal religiosa y profirió un mantra que fue coreado por sus acompañantes.

- ¿Qué es lo que vuestra merced quiere de mi?- Preguntó tratando de retomar su inquietud inicial para poder despedirse de ese hombre de una buena vez - ¿Por qué estáis haciendo todo esto? ¿Por qué…?

Enrique le pidió silencio con un sonido de su boca y con el dedo que puso sobre sus labios. Lentamente tomó a Gregorio entre sus brazos en un abrazo que hubiese sido demasiado indecoroso aun entre esposos.

- Os amo Gregorio – Soltó a seca, asombrando aun más al otro noble – Quiero que os caséis conmigo; no soporto que estéis lejos de mí. Esa es la respuesta a todas las preguntas que me habéis hecho y que me haréis en el futuro.

Gregorio quiso decirle ¿Cómo podéis amarme si no me conocéis? Pero eso era algo de lo que ya no estaba seguro. Solo se dejó estrechar por esos brazos fuertes. En ese momento el recuerdo de esos otros brazos que le habían estrechado antes, no llegó a su mente. La situación actual era demasiado diferente a sus experiencias pasadas, eran cosas tan distintas que Gregorio ni siquiera osó compararlas.

Dejó de crear resistencia con sus manos permitiendo que Enrique avanzara del todo, y poco a poco fue cerrando sus ojos, quedándose en su mente el recuerdo del lunar posado encima de esos labios que se acercaban cada vez más a los suyos. Enrique del Bocio sabía a melocotones y olía a flores de azahar, pensó mientras este lo besaba. La noche parecía haberse vuelto más cálida desde que estaba en brazos del conde; los ruidos parecían desvanecerse. Definitivamente aquel no era un hombre de Dios, concluyó… los hombres de Dios no hacen sentir a nadie así solo con un beso.

 

 

 

Un poco antes de despuntar el alba Federico revisó la habitación de su hijo. Uno por uno abrió los candados e ingresó a los oscuros aposentos. Afinando la vista vio el bultico envuelto entre las mantas y sonrió. Se acercó con la vela sentándose sobre el lecho.

- Gregorio, hijo, levantaos – Zarandeó el cuerpo agazapado entre las sábanas – Gregorio.

El jovencito ronroneó como un gatico perezoso y lentamente se fue despertando. Apartó el cabello que le caía sobre la cara viendo el rostro apesadumbrado de su papá.

- ¡El duelo! ¡Ya es la hora! – Gritó azarado incorporándose en el lecho.

- Tranquilo… - Le calmó Federico dándole un poco de agua – Tenéis razón, es la hora del duelo.

- ¿Y mi padre…?

- Ya se marchó… exactamente hace quince minutos.

Gregorio sintió que se le formaba un nudo en el estomago. Llevándose las manos a la cara comenzó a sollozar. No había logrado convencer a Enrique del Bocio de no presentarse; el conde estaba dispuesto a luchar por él y eso le hacía sentirse terriblemente mal pues ahora no sabía de qué bando ponerse puesto que ambos hombres estaban luchando por defender su honor.

- Esto es horrible papá – Se lamentó echándose entre los brazos de Federico. Este se mantenía increíblemente calmado a pesar de las circunstancias.

- Debemos ir allá hijo mío – Dijo de repente y Gregorio alzando el rostro lo miró estupefacto. Sin embargo le dio felicidad saber que fuese su mismo papá el que lo propusiese.

Se vistieron a toda prisa mientras abajo el cochero lo alistaba todo. Federico daba gracias al cielo de que Rodrigo le hubiese señalado el lugar donde habría de celebrase el combate. Seguramente por la cabeza del comendador jamás pasó por la cabeza pensar que aquellos dos donceles irían a meter sus narices en asuntos de varones.

- ¿Cree mi querido papá que podamos detener el duelo? – Inquirió Gregorio mientras se ajustaba las medias.

Federico negó con la cabeza.

- Nosotros no intervendremos Gregorio – Le advirtió acomodándole el sombrero – Solo miraremos la batalla. Si llegamos a meternos en este asunto vuestro padre nos repudiará a ambos sin compasión.

- Pero…

- Pero nada.- Federico Suspiró sacando por entre la chaquetilla de Gregorio la medallita de su santo patrono.- Yo estoy seguro que hoy sucederá un milagro hijo mío, y vuestra merced y yo iremos a ver ese milagro – Sonrió depositando un beso sobre la frente de su hijo.

 

 

 

 

 

 

Las orillas de la ciénaga de San Lázaro estaban solas la mayor parte del tiempo, la gente le huía porque temían encontrarse con algún ánima en pena que los espantara, o peor aún, se los llevara con ellas al otro mundo. Aquél día tampoco había sido la excepción, pudieron confirmar los varones que muy temprano llegaron a cumplir con la cita pactada varios días atrás. Todos se habían cuidado muy bien de no comentar con nadie el lugar ni la hora del duelo para de esta forma evitar chismoso rondando por allí o peor aun pudiendo intervenir de alguna forma a favor o en contra de alguno de los contendores.

Arturo de Montespan se sorprendió al ver que había llegado segundo a la cita. Había salido con más de media hora de anticipación y aun así Enrique del Bocio parecía llevar ya un rato esperándolo. Su padrino charlaba con él de forma despreocupada y no pareció ponerse muy nervioso al verle llegar.

Sus botas hicieron crujir las hojas secas una vez que fue avanzando, detrás suyo le seguía de cerca su amigo el comendador quien sería su padrino.

Al verse frente a frente, los cuatro hombres se saludaron cortésmente, disponiéndose a acordar las reglas del combate. Sería un duelo a muerte o hasta que alguno de los dos se viese incapacitado físicamente para seguir luchando. En cualquiera de los dos casos el adversario tendría de inmediato que darse por satisfecho.

Luego de esto pasaron a escoger y revisar las armas, y tanto Arturo como Enrique quedaron convencidos con los floretes escogidos por sus padrinos.

- Excelencia, Enrique del Bocio – Dijo Arturo mientras miraba la punta desnuda de su arma – Siempre considere a vuestra mereced un hombre honorable y varias veces intercedí en vuestro nombre cuando las lenguas viperinas lo atacaban… lamento mucho  haberme equivocado sobre vuestra persona.

- Os agradezco mucho sus pasadas consideraciones señor marques. Yo en cambio me siento orgulloso de saber que no me equivoque en mis apreciaciones y que vuestra merced es el hombre de honor que siempre he considerado que es – Le respondió Enrique con rostro serio mostrando un increíble respeto por su oponente.

Fue todo lo que se dijeron, no cruzaron más palabras. Empezaban casi a despuntar los primeros rayos de sol cuando ambos frente a frente, cruzando sus miradas, se pusieron en guardia.

Don Arturo inició el duelo, lo hizo con un ataque en línea que Enrique supo detener con su florete antes de dar un salto atrás. El impecable movimiento lo sorprendió haciéndole ver que no estaba ante un principiante y que tenía que tener cuidado. Tal vez no resultara tan sencillo.

Así que volvió a atacar de inmediato, esta vez  tirando a fondo con magistral pulcritud, pero Enrique atento, le interpuso su propia arma obligándole ahora a él a retroceder.

Rodrigo miraba todo muy atento, reparando también en el padrino de Enrique. Era demasiado joven pensó, aunque ya tenía claro que en ese duelo la mocedad no parecía estar siendo una desventaja. Con solo dos movimientos el comendador ya tenía claro, que tal como había supuesto, Enrique del Bocio era un magnifico esgrimista. Esperaba que Arturo también lo hubiese notado y que también pusiera en práctica los concejos que le había dado antes del duelo, de lo contrario terminaría agujerado por su contrincante.

A los quince minutos de iniciado el duelo aun no se producía el primer toque. Ambos habían estado muy cerca especialmente en zonas peligrosas como la yugular o el corazón pero sin rozarse siquiera.

Habían empezado a sudar por el esfuerzo, especialmente Arturo, quien pese a su buen estado físico no podía competir contra los veinticinco años de juventud que Enrique le sacaba. La experiencia tampoco parecía jugar a su favor ya que aquel conde daba muestras de estar tan experto como él. No le quedaba duda ya, que lo dicho por Rodrigo era verdad; el muchacho no podía ser menos que un estudiante notable en el campo de las armas. A esas alturas ante otro oponente el duelo ya estaría decidido.

Veinte minutos, y las espadas volvieron a chocar luego del ataque a fondo de Enrique, que su oponente detuvo con una fenomenal parada en cuarta. Arturo intentó entonces una flanconada pero su adversario lo detuvo intentando la propia en segunda. Para su fortuna Arturo lo previó, bloqueándolo antes con una cuarta baja.

Enrique sonrió pero no con desdén, una parte de si estaba excitada de encontrar un oponente a la altura, y Arturo también tenía que reconocer que en el fondo volvía a sentir una emoción que ataño no sentía.

Veinticinco minutos. El florete de Enrique atacó a fondo en tercia siendo detenido nuevamente. Sin embargo; enseguida, con inesperada rapidez, tiró una estocada en segundo que si alcanzó su objetivo. La manga del marqués se impregno de sangre; su deltoides tenía un corte de más de cinco centímetros.

Gregorio y Federico ahogaron un grito desde su escondite ubicado a casi siete metros de la laguna. Entre unos matorrales lograron darse resguardo para ver el combate del que no habían separado la vista ni un instante.

- Va a matarlo papá – Lloraba Gregorio mientras Federico lo acunaba sobándole el cabello – Ese hombre no es de Dios… está protegido por el demonio – Decía entre sollozos.

Federico lo miraba confundido sin saber porque su hijo decía esas cosas del hombre que amaba. Sin embargo, quiso suponer que solo se trataba de sus nervios alterados.

Volvió la vista al frente viendo ahora como su esposo volvía a emparejar el duelo…

Con una estocada en tercia que Enrique sorprendido, esperando un falso ataque, no pudo bloquear; Arturo realizo una flanconada que si bien no dio por completo en el blanco, si produjo un largo corte superficial en el costado del conde.

Ambos resoplaban adoloridos, la sangre brotaba a partes iguales.

Treinta minutos. Enrique tiró entonces una cuarta sobre la cara  de Arturo rozándolo cerca del pómulo, el rostro adusto quedó de inmediato marcado con una herida más parecida al arañazo de un gato. Arturo no se detuvo a limpiar su sangre sino que emulo el movimiento del muchacho intentando hacer lo propio, sin saber que este tenía demasiada habilidad en los ataques que intentaban dañar su rostro, pues gran parte de sus antiguos oponentes habían sentido gran envidia de la belleza de sus facciones.

Enrique por tanto le paró el ataque atrasando un paso. El florete del marqués quedó a un centímetro de su ojo derecho, punto en el que a este se le acabo la distancia. Una gota de sudor resbaló por la frente del conde, por un segundo y tendría un florete atravesándole el cráneo.

Treinta y cinco minutos. Reaccionando rápidamente Enrique aprovechó la baja guardia que aquel ataque había producido en la defensa del marqués. Con estudiada y milimétrica agilidad desplazó su florete en segunda con una agilidad que no podía ser bloqueada. Impresionado Arturo solo acertó a reaccionar, cuando sintió la punta del arma atravesarle el flanco derecho.

Con un gemido de dolor retrocedió en el acto. Gregorio y Federico también gritaron a la distancia y esta vez ambos eras los que lloraban a lagrima viva.

Cuarenta minutos. No recuperado del todo pero con las energías y el orgullo vivo aun, Arturo se tiró de nuevo afondo; esta vez con un ataque en tercera. Enrique reaccionó intuyendo el falso ataque respondiéndole con una cuarta a brazo. Erro en su movimiento debido a una piedra en el terreno y esta vez fue Arturo que con el mismo movimiento le produjo una herida cerca al codo.

Cuarenta y cinco minutos. Enrique había frenado la estocada de Arturo con la cazoleta de su florete y aprovechando esto le había propiciado un ataque falso con el que logró engañarlo hasta dejarle a la distancia que deseaba…

En el ultimo cruce de espadas Enrique recordó el movimiento que su maestro tanto le afianzó. Después de detener un avance en cuarta, trazó con la punta de su florete una circunferencia en torno a la mano del marques. Lo hizo rápido y sin dudar, con la suficiente fuerza que le permitiera enterrarla a fondo. Arturo vio la punta del arma avanzando hasta llegar a su diafragma, pero no pudo hacer nada. Desde la distancia los donceles cubrieron sus ojos y Enrique preciso y afilado remató su estocada.

… Fue en ese momento que lo sintió…

Algo metálico en la chaquetilla del marqués desvió el filo de su arma. La estocada evidentemente se produjo, pero tomó un rumbo inadecuado. Enrique estaba seguro que no había llegado al corazón. Sin embargo la herida fue profunda y grave. Arturo cayó pesadamente sobre las hojas marchitas con el pecho cubierto de sangre mientras su esposo e hijo con rostro horrorizado se hacían presentes en el campo de honor sin importarles ya estar siendo vistos.

Gregorio se desplomó al lado de su padre sin hacer nada, dejando que su papá fuese quien lo revisase. Federico constató entonces que su pequeño truco hubiese resultado, comprobando que la laminilla delgada de metal con la que había protegido el corazón de su esposo estaba en su sitio. Alzó la vista mirando a Enrique del Bocio. Este desde arriba le hizo ver que se había dado cuenta de la trampa. Sin embargo, no hizo ningún reclamo, solo le sonrió mientras entregaba su florete a su padrino.

Federico sintió entonces la voz de Rodrigo quien rápidamente cargó a Arturo echándoselo al hombro.

- Démonos prisa, aun estamos a tiempo – Les apuró a todos. Los donceles obedientes se apuraron en entrar al coche para ir rápidamente en busca del médico. Sin embargó, al intentar subir, Gregorio se dio cuenta que el espacio era precario.

- Venid conmigo – Escuchó entonces a sus espaldas. Aunque no necesitó voltear para saber de quién se trataba.

Enrique estaba junto a él, despeinado, sudoroso y con la camisa salpicada de sangre.

- Gregorio id con él, mejor dicho venid todos – Casi que ordeno Federico – Vuestra merced también necesita un medico excelencia, y aunque estoy seguro que no han de faltarle en vuestro castillo, el de nuestra familia también es bueno.

Enrique aceptó el ofrecimiento con un asentimiento de cabeza, y antes de que Gregorio pudiera reaccionar ya lo tenía montado con él en su caballo.

¡Por las animas benditas! Pensó Gregorio cuando Enrique lo asió fuerte por el talle. No había más que decir… ese no era un hombre de Dios.

 

Continuará…

 

 

 


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