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Arrebatos de mocedad por sherry29

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Notas del capitulo:

Mira Neza... un seme Frances.

 

Capitulo 3

El corsario de Estocolmo.

 

 

El ancho mar del atlántico, hogar de los peregrinos y orgullosos navíos salidos de los más famosos puertos del nuevo y el viejo mundo se encontraba calmo aquel día que no había resultado ser ni muy lustroso ni muy soleado.

Ya entraba la tarde cuando “Candelaria”, la más ilustre embarcación que atesorara Arturo de Montespan flotaba por aquel piélago, placida y calma, como si fuese una pequeña gaviota tomando un chapuzón.

La tripulación de cerca de cien almas deambulaba de aquí para allá muy atareada en sus quehaceres: pisos que encerar,  velas por izar, provisiones que contar, porque esos esclavos desagradecidos eran unos glotones perdidos.

El capitán a mando pensaba esto y mucho más mientras acomodaba su sombrero apartando  la gruesa pluma de papagayo que le caía por momentos sobre el ojo sano desconcentrándole de su tarea de vigilar la alta mar. Su catalejo de momento no le mostraba más que el ancho mar nublado y calmo del cual  no se podía confiar; veinte años viviendo mas sobre las aguas que en tierra firme le permitían saber que aquellos espejismos de sosiego no eran muy confiables, ya que si había tanta calma por aquellos lares podía dar por hecho que un enemigo estaba cerca.

Miró su astrolabio bruñido sintiendo el peligró allí, donde aquella manecilla certera como un brazo desplegado al frente le señalaba. La niebla se acercaba, el humo maléfico del depredador, el borroso manto de misterio detrás del cual siempre podía estar esperando la muerte, fría en los ojos del pirata. Siempre era así en las aguas del atlántico, una ruleta, un desafío, un duelo con la providencia mientras esperaba que la espesura azul se topara con un visaje terracota que avisaba por el arribo. Pese a esto, siempre era mejor el trayecto, el viaje enigmático y sorpresivo, la posible tormenta, el posible ataque… y la niebla, el humo maléfico del depredador… el humo maléfico del pirata.

 

 

 

 

Doce docenas de hierba buena lograron luego de una semana hacer que Arturo recuperara el buen color de la salud. Su herida aun en proceso de cicatrización no se había infectado y ese líquido sanguinolento que empapaba los vendajes ahora era escaso y claro.

Había sobrevivido pero no por la caridad de Dios sino por la de aquel miserable conde: Enrique del Bocio. Ese desgraciado hubiese podido hacerle más daño si hubiese querido, pero no lo había querido; quizás su ánimo de dejarlo sobrevivir podía consistir en el placer de regodearse de su triunfo en su propia cara, cara que de haber palidecido ante la muerte no hubiese podido ver más.

Fue por esto que la furia le llevó a realizar un brusco movimiento que le resintieron la herida obligándole a proferir un moderado lamento. Fue solo un leve gruñido pero Federico cercano al lecho lo escuchó claro como el agua que servía en la jofaina.

- ¡Oh! ¡Mi señor esposo ha recobrado el sentido! ¿Cómo se siente vuestra merced?

Arturo sonrojado de vergüenza ladeó el rostro. Su esposo debía sentirse muy humillado por su derrota. Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando su marido se acercó sonriente y alegre como un colibrí.

- ¡Mi señor esposo! – exclamó Federico sentándose en el lecho –. Hemos temido tanto por vuestra merced pero mi corazón siempre confió en vuestra fortaleza- añadió tomando aquella mano áspera de campesino al que solo le ennoblecía un apellido.

- Mi señor esposo debe sentirse avergonzado de su desposado – Arturo volvió a apartar la mirada. Sus ojos se extraviaron en las azucenas que Federico acababa de colocar junto a la mesa de la ventana – Yo ya no soy digno de vuestra merced.

El rostro sencillo y discreto de Federico se ensombreció.

- Es usted muy cruel con vuestra merced, mi señor esposo – dijo besando la mano que acunaba entra las suyas – Yo nunca me sentiré decepcionado de llevar vuestro apellido.

- Ya no es un apellido que denote orgullo… en muchos sentidos.

- Gregorio…

- ¿Dónde está? – quiso saber el padre. Desde el duelo no había sabido nada del destino de su muchacho y no tenía idea si aquel bellaco noble se había atrevido a llevárselo apelando a su victoria.

Federico adivinó sus pensamientos por lo que sirviéndole un poco de hierba buena en un pocillo limpio le tranquilizó de sus especulaciones.

- Gregorio continúa en vuestra casa, mi señor esposo. Enrique del Bocio decidió dejarlo a vuestro cargo hasta que se concrete el compromiso.

- ¡Y no faltaba más! – Se exaltó Arturo – El haberme derrotado no le da derecho a proceder según su juicio sobre mi hijo.

- Y él no lo pretende mi señor, de hecho ha sido él mismo quien ha evitado esta casa hasta que vuestra merced se recuperara. Pienso que siente respeto hacia vuestra merced.

- ¿Respeto? – El rostro del hombre se contrajo en un rictus amargo – Si ese hombre sintiese respeto hacia mí nunca se le habría pasado por la cabeza deshonrar a mi hijo.

- Las ansias del cuerpo mi señor… - Federico guardó silencio al darse cuenta que la dimensión de sus palabras horrorizaban a su marido – discúlpeme mi señor esposo… no debí.

- ¡Por supuesto que no debió señor Federico! – Profirió Arturo como un guardián – No quiero pensar que todo es culpa de esos libros que inocentemente os permito leer… ¿Acaso habéis encontrado en alguno de esos textos algo que pueda poner en riesgo vuestro recato, mi señor esposo?

Al escuchar aquello el rostro de Federico palideció y luego casi un instante después se encendió como una amapola.

- ¡No! ¡No, mi señor!- negó apresuradamente – Yo solo leo relatos épicos y vicisitudes históricas mi señor, nada ajeno a la castidad.

- Pues será mejor que así sea, no quisiera verme en la penosa necesidad de prohibiros el gran placer que se, os produce la lectura.

- Gracias mi señor- El doncel sonrió un poco menos sofocado. El recuerdo de sus lecturas eróticas e indecentes casi lo ponen al descubierto. La culpa de saber que estaba mal leer aquellas obscenidades tan bellamente adornadas con la lírica lo aquejaba. Sin embargo no podía evitar aquellas obras; eran pecaminosas y ruines, pero justo por ello tentadoras y hechizantes. Las había encontrado desde sus años más mozos escondidas en viejos baúles de su padre y no había podido evitar devorarlas a escondidas en su habitación, alumbrado a medias por una pequeña vela que escondía entre sus edredones a riesgo de incendiar toda la casa.

Aquellos textos le habían brindado sus mas impuros y lascivos pensamientos desde la adolescencia, le habían hecho caer en el grave pecado de la lascivia y le habían hecho ir más allá de vez en vez, cuando enfebrecido por el calor de los desmanes lascivos de los protagonistas de tales obras había caído en el pavoroso pecado de complacer su cuerpo con sus propias manos.

Ahora temía ser el culpable de la perdición de su hijo. Quizás su fiebre y su pasión mal medida habían contagiado a su Gregorio desde el vientre. Quizás su niño también sufría de aquellos malos humores que les llevaban a desear más de lo moralmente correcto, a tener más “fuego” del que sus cuerpos y la rectitud podían soportar, a encontrar más regocijo en la carne que en el espíritu.

Sacudió aquellos viles pensamientos con un movimiento de cabeza y volvió la vista hacía la puerta. En el umbral, de pie, sin atreverse a propasar el dintel Gregorio observaba la escena con rostro de circunstancia pero sin poder ocultar la sorpresa y alegría que le producía ver a su padre consiente de nuevo. Aun así lo que venía a informar estaba seguro no sería una grata noticia.

- Enrique del Bocio esta abajo – musitó con voz muy baja, casi inaudible – Desea verme.

 

 

Un descarado sin escrúpulos, un repugnante malandrín, un canalla sin vergüenza. Estos y otros más deshonrosos calificativos recibieron a Enrique del Bocio en lugar del bello rostro de Gregorio que ya no podía soportar más tiempo sin mirar.

Arturo, haciendo acopio de sus recuperadas fuerzas bajó en lugar de su hijo a recibir al conde en el salón principal de su casa mostrándole su descontento antes su desfachatez.

- Vuestra merced es un atrevido al venir a mi casa y preguntar tan indiscretamente por mi hijo, Excelencia.

Enrique sonrió desde el sillón donde se había acomodado minutos antes. Sus botas relucientes y el impertinente de su ojo derecho brillaban bajo los haces de sol que entraban por la ventana. Hizo un pequeño gesto de disculpa al ver el rostro crispado del otro hombre y poniéndose en pie para ir junto a la ventana habló sin prisa.

- He venido a fijar la fecha del enlace entre mi persona y el hijo de vuestra merced.

Tanta seguridad en su voz hizo a Arturo perder un poco la calma.

- ¡¿Pero quién os habéis creído que sois?! – Escupió el marqués tan humillado como en el duelo - ¿Por qué estáis tan seguro que accederé a ese enlace?

Enrique dio media vuelta mirando a su interlocutor a los ojos. Aquel magnifico verde en su mirada brilló divertido y una sonrisa algo maliciosa asomó entre sus comisuras.

- Arturo de Montespan… vuestro hijo esta preñado y soltero, creo que esos dos adjetivos juntos hacen que mi propuesta de matrimonio sea de todo menos una ofensa.

- ¡Maldito bastardo! – Arturo intentó abalanzarse sobre él pero su herida aun no le consentía movimientos tan osados. Tuvo que resignarse a que el auxilio ágil de su acompañante le salvara de caer.

Enrique lo miraba a los ojos. Su mirada ahora era inescrutable, casi cálida.

- Amo a vuestro hijo señor – confesó. Su tono fue muy dulce casi sedoso, tanto que Arturo se sintió culpable – Amo a Gregorio como nunca he amado antes y deseo desposarlo cuanto antes.

- ¿Entonces…? – el más viejo lo miró a la cara, confundido pero más crédulo -  ¿Por qué os habéis atrevido a mancillar su pureza? – Preguntó con ojos aguados - ¿Por qué no habéis procedido con la decencia que da el amor?

- No tengo excusa – Enrique ladeó el rostro, aquella mirada acusadora lo golpeaba. Sin embargo no permitiría que su debilidad pusiera en riesgo a Gregorio. Se había hecho a la idea de que asumiría la culpa de todo y lo haría – Mis deseos y mi ardor superaron mis fuerzas, pero todo fue mi culpa… yo forcé a Gregorio, lo forcé a mis deseos.

La crispación del marqués ante la posibilidad de que su hijo hubiese sido violentado se notó en la forma como se aferró al abrigo de Enrique. Sus ojos eran tan fieros en aquel momento que el conde pensó que de tener un arma al alcance le habría cortado el cuello.

- ¿Habéis violentado a mi hijo para satisfacer vuestros ímpetus? ¿Eso es lo que me estáis contando infeliz?

- ¡No es tan así! – Enrique se defendió. Si quedaba como un miserable abusador no le darían la mano de Gregorio – Vuestro hijo accedió a mis deseos llevado por mis ímpetus, pero yo soy el culpable de haberle orillado a tales acciones.

Ante tal excusa el rostro del marqués se relajó un poco y soltando a Enrique dio un paso hacia adelante considerando la situación.

- No sé porque muchacho, pero os creo- dijo con rostro grave -  A pesar de saber que sois un insolente y un desvergonzado os creo… algo en vuestra mirada me lo ha dicho. Pudisteis haberme matado aquella mañana pero no lo hicisteis, tampoco habéis hecho nada para humillarme por mi derrota; por lo tanto creo que vuestro amor por mi hijo es genuino. Tal vez vuestra mocedad os haya hecho pecar pero veo que estáis dispuesto a repararlo.

- Así es mi señor – las manos de Enrique rebuscaron entre sus ropas sacando un pequeño estuche – Quiero sellar el compromiso hoy mismo – remató mostrando el anillo.

La piedra de un brilló único y de un tamaño desquiciante detuvieron por instantes el aliento de Arturo. Una joya como esa solo podía proceder del otro lado del mar y casi se podía jurar que había adornado manos reales.

- Fue un regalo del rey consorte a mi papá hace ya muchos años, quiero que ahora adorne la mano de mí prometido… solo si vuestra merced, mi señor , me permite el honor de desposar a vuestro hijo.

Arturo volvió a mirar el anillo, reparándolo minuciosamente. Sin duda era una joya invaluable, digna de un rey. Su niño por tanto iba a ser tratado como un novio decente y valioso, eso era agradable a pesar de las circunstancias.

Sonrió entonces a medias dando su aprobación.

- Me habéis derrotado honestamente en combate y os he dado mi palabra de cederos a mi hijo si me vencíais. Por lo tanto, Enrique del Bocio, os concedo la mano de mi hijo Gregorio Montespan en matrimonio con una sola condición…  no lo veréis hasta el día de la fiesta de compromiso.

Enrique asintió con la cabeza y con una sonrisa. Esperaría, por supuesto que lo haría.

 

 

 

Terminado el encuentro entre los ilustres caballeros, Enrique partió sin pormenores. Desde la ventana de su habitación que daba hacia los patios, Gregorio pudo ver como se despedía de su padre e ingresaba a su coche. Justo antes de subirse a este Enrique había alzado su rostro cuya sombra del sombrero le oscurecía el semblante. Su mirada se había cruzado con la suya haciéndole turbarse, sin embargo no había evitado el sutil contacto.

El cruce de miradas duró varios instantes hasta que el conde se perdió tras las puertas de su coche. El ruido de las ruedas y el relinche del caballo lo distrajeron hasta que el rostro curioso de Agustino le sorprendió frente a él.

- ¡Por las ánimas benditas! – Exclamó Gregorio llevándose una mano al pecho - ¿Vuestra merced quiere matarme de un susto un día de estos, verdad?

Agustino negó rascándose la cabellera enmarañada.

- No señorito… ¿Cómo pueda vues arced pensar algo semejante? Agustino solo vino a traeros una buena noticia – sonrió explayando sus dientes amarillos.

- Pues hablad entonces… mi corazón se encuentra demasiado apesadumbrado para rodeos.

- Vuestro padre os ha entregado en compromiso con el conde Enrique, señorito – participó el esclavo observando como el rostro de Gregorio perdía el poco sonrojo que conservaba – señorito, señorito… ¿Qué os pasa?

- Agustino – Gregorio se aferró al esclavo antes de caer sobre la cama. Aquella noticia era el acabose – Agustino… decidme que vuestros oídos imprudentes escucharon solo una falacia. ¡Decídmelo! – pidió tratando de recuperar el aliento. Pero Agustino que se había apartado para buscar el frasco de las sales negó con la cabeza.

- El compromiso ha sido concretado señorito. Por lo que Agustino alcanzó a escuchar vuestro prometido le obsequiará un anillo que le regaló el mismísimo rey consorte de Sucre.

- ¡¿Y eso a mí qué?! – Tozudo Gregorio se revolvió entre las colchas – No me puedo casar con ese hombre esperando un bastardo de otro. ¡No puedo Agustino!

- Pero señorito es la única solución… ¿O será que? – El esclavo miró a su amo horrorizado, la idea que se cuajaba en su mente era aterradora.

- ¿O será que qué? – le apresuró Gregorio casi que leyéndole los pensamientos.

- No me digáis que vues arced pretende fugarse con el padre del hijo que espera… ¿Es eso señorito? – inquirió con una voz casi de suplica.

Conmovido Gregorio sonrió y lo acunó contra sí.

- Despreocuparos Agustino, yo nunca podría huir con semejante demonio… jamás.

- Entonces… ¿Es lo que Agustino piensa que os paso lo que os pasó, verdad señorito? – la mano del esclavo, callosa y de mugres uñas acarició el rostro que empezaba a llorar. Agustino presentía desde hacía algún tiempo lo que realmente le había sucedido a su señor y para su desgracia no se equivocaba.

- ¿Vuestra merced vio algo Agustino? – Gregorio se estremeció de pavor mirando fijamente al otro muchacho - ¡¿Vuestra merced sabe algo?! – volvió a preguntar aferrando fuerte las manos del esclavo.

Agustino agachó la mirada.

- Agustino se ha fijado en como os mira el señorito Ignacio… y no le ha gustado. ¿Fue él, verdad señorito? Fue el señorito Ignacio quien os forzó.

Lleno de pavor indescriptible y unos ojos abiertos como lunas llenas Gregorio soltó una indolente bofetada sobre el rostro del esclavo. Se sentía temeroso pero a la vez feliz de que alguien más pudiese compartir su gran pena y su vergüenza. Sin embargo temía por la discreción del lacayo, quien por experiencia sabía no gozaba de mucha prudencia.

- Agustino – se aferró a sus brazos sollozando – sois una maldito imprudente pero no sabéis cuanto me alegra que lo sepáis. Llevar esto solo… ¡Oh es tan pesado!

- ¡Debéis contároslo a vuestros padres, señorito!

-¡No! – la voz le salió a Gregorio chillona por el espanto – Agustino, si decís una sola palabra al respecto os juro que os mataré y os tiraré a los mastines.

- Agustino no dirá nada – se resignó el esclavo – pero creo que vues arced debe considerar la propuesta de ese conde.

- ¿Y eso por qué? – preguntó el marquesito.

Agustino sonrió cómplice.

- Porque ese conde ama a vues arced – dijo con ojos resplandecientes – os ha traído un regalo que adornó las manos del mismísimo rey – remató con una risilla fresca que contagió a Gregorio. A pesar de ser un dolor de muelas el esclavo le agradaba… tenía lo que a él le faltaba: la capacidad de conservar la inocencia a pesar de la tragedia.

 

 

 

La cabeza del capitán de navío ondulaba sobre la cubierta del barco, al compás de la marea. El tajo con el que la desprendieron del cuerpo fue tan veloz y certero que lo único que pudo ver aquel infeliz antes de morir fue la niebla que lo dominaba todo.

La embarcación pirata camuflaba entre la neblina se había acercado con el sigilo de un felino devorando a aquella tripulación en cuestión de horas. El baño de sangre fue inclemente dado que aquellos desgraciados no necesitaban gente que alimentar, solo provisiones que robar; y por supuesto el orgullo de arribar a Cartago usando una embarcación enemiga.

El capitán de aquellos alerquies se hinchaba de placer en la proa escuchando a sus espaldas el llanto horrorizado de los donceles que sus hombres violaban sin clemencia. Era aquello tan bello como el mar, la compensación al silencio del océano, el tomar por la fuerza, el conquistar, el ultrajar.

Una ola ondeó el barco hacia adelante y la cabeza del capitán de  “Candelaria”  llegó hasta sus pies; el nuevo capitán al mando la paró con su bota mirándola con desprecio, el único sentimiento que podía sentir por los derrotados. Su nombre era Charles de Moliere, hijo de un prostituto y un carnicero del mercado de Estocolmo, severa mezcla gustosa de los excesos. Se había criado en un orfanato hediendo a humedad y pestilencias y había visto demasiadas veces la muerte como para temerle.

Tenía la piel curtida por el mar y el salitre, los ojos pardos y fríos de los que ya no esperan nada más que lo que pueden obtener por su propia mano. Su cabello era rubio y largo, sedoso, con dos pequeñas trenzas surcándole cada lado de la cara. No usaba barba como la mayor parte de sus colegas pues le picaba y le fastidiaba. Le parecía ridículo correr el riesgo de perder la cabeza por estarse rascando la puñetera barba. En cambio si usaba la pañoleta sobre la cabeza, roja como la sangre, escarlata de lo brillante.

Su cuerpo también era tosco como su mirar, pero había algo en su porte que lo ennoblecía; algo así como un orgullo innato, una soberbia y arrogancias naturales que le habían casi costado la vida una año atrás cuando se negó a arrodillarse ante sus majestades. Aun así salvo su vida por su gran coraje y también por su leyenda, hecha a pulso en alta mar. “El león de Estocolmo” le llamaban y no había  quien no temiese  encontrárselo en sus viajes o en tierra firme.

Ese mismo año, los reyes le habían concedido una patente y obsequiado un barco más grande tan solo con un fin: Cartago. No había más nadie que fuese capaz de liderar la toma a aquella colonia. Confiaban en aquel hombre y le encargarían el robo de aquella joya; un tesoro en tierra firme.

Charles sonrió entonces pensando en su estrategia al tiempo que uno de sus hombres le llamaba para ofrecerle diversión.

El pirata se acercó casi que pudiendo oler el miedo del chiquillo al que dos de sus compañeros sostenían de cada brazo. Se frotaba la entrepierna excitada a cada paso escuchando sin comprender muy bien el dialecto enrevesado de aquel esclavo.

Finalmente cuando se encontró frente al cuerpo desnudo del muchacho le miró de pies a cabeza relamiéndose anticipadamente. No era nada despreciable el chiquillo que temblaba desnudo ante él.

- No os preocupéis – le habló por primera vez dejando ver el marcado acento francés de su dicción – Si quedáis preñado os perdonaré la vida – remató alzándole una pierna y tocándose un poco antes de introducir su verga gruesa y dura dentro del cuerpo del doncel.

El grito sin ilación del muchacho rompió las olas mas allá de lo imaginable y su cuerpo herido trataba de escapar de aquel martirio retorciéndose como un pez fuera del agua. Pero no logró nada, Charles ordenó a sus hombres que lo soltaran porque él solo bastaba para someterlo a placer.

Tirándolo sobre la cubierta, se enterró más firmemente entre sus carnes, arrebatado de lascivia, los sollozos y espantados ojos del chico no hacían más que calentarlo más. Era tan suave y cálido, tan diferente a aquellos putos de Estocolmo que parecían más fríos que un glaciar a la hora del amor. Esperaba que este si acogiera su simiente y le diera vida en su vientre. Durante casi quince años había buscado un hijo sin éxito y comenzaba a pensar que era un miserable estéril.

Corcoveó más rápido sobre el muchacho como si creyera que el éxito de la concepción dependía de la fuerza al fornicar. No importaba si le hacía daño solo importaba preñarlo y claro está, su propio placer. El chico gritaba en su lengua natal y hubo un momento en que le dijo algo que sonó a una maldición, sin embargo Charles no hizo caso más que al fuego que se acumulaba en su pelvis, explosión que llegó traducida en la simiente viscosa y abundante que dejó dentro del chico.

- Estuvisteis delicioso – gruño antes de salirse de él, sacudiéndole luego el sexo sobre el rostro obligándolo a limpiárselo con la lengua. Al terminar por completo se ajustó la ropa y entró a cubierta – Limpiadlo bien y vigilarlo por un mes- ordenó a sus hombres – si no queda preñado… matadle.

 

 

 

La comunidad entera de Cartago había quedado muy sorprendida por la noticia del enlace entre el hijo menor del marqués de Chateason y el excéntrico Enrique del Bocio. Todo el mundo sabía el porqué del apresurado compromiso pero nadie se atrevía a comentarlo en voz demasiado alta cuando los pajes recibían las invitaciones al evento.

Gregorio se encontraba apesadumbrado por ello. Por lo general los cortejos antes de una boda podían durar entre medio y un año entero y sabía que todas las bodas que se adelantaban a aquel protocolo eran miradas con sospecha, especialmente si antes del año el desposado se encontraba puérpero tal como le sucedería a él.

- ¿Qué os pasa hijo? – En la sala donde se encontraban tejiendo, Federico se preocupó al verle tan dubitativo- ¿Os sentís cansado? – agregó poniendo su diestra sobre la frente de Gregorio soltando su costura.

Este negó con una sonrisa.

- Estoy bien querido papá… solo pienso. No lo sé estoy un poco aturdido por tantos acontecimientos.

- ¡Oh, es normal! Vais a casaros cariño, no es para menos que os sintáis aturdido.

- ¿Será? – Gregorio también soltó su trucado aferrando las manos de su padre – Papá… no será esto demasiado apresurado. ¿No sería mejor posponer la boda?

- Pero que decís hijo mío – los ojos temblorosos de Federico se desplazaron al vientre de su hijo – Querido el tiempo está jugando en vuestra contra, aplazar las cosas es lo que menos os conviene en estas circunstancias.

- Si, ya lo sé. Pero…

- Pero nada. Además, yo creí que os hacía ilusión casaros con vuestro amado.

La palabra amado y su equivalente hicieron que las mejillas de Gregorio se tiñeran de carmín. Durante aquellas noches pensamientos indecorosos le habían hecho pensar como sería su noche de bodas con aquel hombre. ¿Sería diferente que con Ignacio? ¿Sería igual? ¿Los actos de los esposos en el lecho eran los mismos de los cuales él ya había conocido o sería algo diferente? “Os haré los mismo que os hará vuestro esposo la noche de bodas” … esas habían sido las palabras de Ignacio antes de forzarle pero él no quería ni debía confiar en aquel miserable.

- Gregorio querido… te has quedado mudo de nuevo – anotó Federico devolviéndolo a la realidad.

Como respuesta Gregorio solo sonrió y volvió a su tejido. En ese momento Clodoveo ingresó al salón con una carta que traía en una bandeja de plata.

- Es una carta para vues arced – dijo colocándola al alcance de su amo.

Federico tomó el sobre y con el abrecartas rompió el papel. Sus ojos se iluminaban a medida que iba terminando la lectura logrando que la curiosidad hiciera mella en su hijo.

- ¿Quién os ha escrito padre? –  preguntó inocente haciendo de tripas corazón para no pararse y fisgonear con ojo propio.

Pero no fue necesario, la sonrisa reluciente de Federico inundó el reciento por completo.

- Es una carta de vuestro hermano, dice que no logró llegar hasta Sucre por culpa de una peste de disentería entre su tripulación; así que volverá a Cartago. Tomará una ruta más rápida que le recomendaron otros navegantes y estará con nosotros en aproximadamente dos semanas. ¡Oh, querido mío! Vuestro hermano volverá – se puso en pie abrazando emocionado a su hijo menor - ¡Vuestro hermano Ignacio volverá!- remató. Sin embargo no pudo agregar más. Toda la emoción que aquella misiva le produjo se disolvió entre sus brazos literalmente… Gregorio se había desmayado.

 

 

Continuará…

 

 

 

 


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