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Lord Águila por lizergchan

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Notas del fanfic:

 

 

Notas del capitulo:

Primer capitulo

Disclaimer: Los personajes de Hetalia no me pertenecen, sino a su autor Hidekaz Himaruya-sama, este fic lo hice sólo y únicamente como diversión.

Personajes: Rusia, Mexico, Francia, Prusia, España, América, Canadá, otros.

Aclaraciones y Advertencia: Este fic contiene YAOI, UA (Universo Alterno), humor, Lemon, mpreg, fantasía y lo que se me vaya ocurriendo, kesesesese.

 

 

Este fanfic está basado en la película y libro del mismo nombre: Lady Halcón

 

 

OoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoO

 

 

 

Lord Águila

 

 

Capítulo 1.- Los nobles de tierras lejanas

 

 

La tranquilidad del bosque se rompió con el sonido producido por el caballo a todo galope; la bestia era enorme y robusta, de bello pelaje blanco como la nieve de las montañas. Como contraste, sobre su lomo iba un hombre, alto y fornido, sus cabellos blancos sobresalían de las ropas negras que ocultaban su rostro y cuerpo. Sobre la arboleda, una magnifica águila sobrevolaba, chillando de vez en cuando para indicarle el camino al jinete.

 

Al salir del bosque a un claro, el caballo se detuvo, el hombre estiró el brazo para que el águila se posara sobre este. Estaba cerca de un pequeño pueblito, justo lo que necesitaban, ya casi no le quedaban provisiones.

 

Llegó hasta una pequeña taberna al aire libre; en el lugar sólo había tres personas, una de ellas de cabellos castaños, seguramente era algún extranjero de las tierras del este.

 

—Kesese, ¡brindemos por nuestro éxito! —exclamó el albino. De pronto, se vieron rodeados por algunos soldados.

—Parece que por fin nos han encontrado —dijo el rubio con una sonrisa seductora; al igual que sus amigos, no parecía preocupado por estar rodeado de tantos adversarios que fácilmente los superaban en número.

—¿Qué podríamos esperar de ése idiota? —agregó el castaño. Una mujer rubia, se abrió paso entre los soldados. Era, a pesar de ser mujer, el capitán de la guardia.

—Antonio Fernández, Francis Bonnefoy Gilbert Beilschimidt, quedan arrestados en el nombre de su alteza, el…

—Vaya… pero si es la zorra de su majestad, Lady Natasha —habló el albino que respondía al nombre de Gilbert —. ¿Es que “su señoría” te ha dado permiso de salir de su cama?

 

La aludida frunció el ceño; hizo una señal a los soldados para que atacaran. En aquel momento, una flecha rozó el brazo del capitán, clavándose en la garganta de un soldado haciéndole soltar la espada con un grito de dolor.

 

—¡Natasha!

 

A la mujer se le heló la sangre en las venas al reconocer aquella voz. Se volvió lentamente al tiempo que sus hombres y vio la figura fantasmal de Braginski erguido en la entrada del patio. En la mano derecha blandía la espada y sostenía con el brazo izquierdo una ballesta lista para disparar.

 

Natasha abrió los ojos como platos al ver que, efectivamente, se trataba de lo que había pensado. El trió  aprovechó para inutilizar a la mayoría de los soldados, valiéndose del asombro, causado por el extraño. En el recinto reinaba un silencio sepulcral.

 

—Uno de mis hombres me dijo que habías vuelto —dijo Natasha sin apartar los ojos de Braginski—. Le tuve que arrancar la lengua por mentiroso—sonriendo ampliamente—; ¿Por fin has recapacitado? ¿Has decidido quedarte conmigo?

 

El hombre la ignoró completamente; miró al trío y les ordenó retirarse, ellos se negaron en rotundo, no iban a dejar pasar tal oportunidad.

 

Natasha, clavó en él sus azules ojos que brillaban de odio glacial, casi tan fieros como los de Iván. El jinete negro miraba a la mujer que había contribuido a destruir todo lo que para él tenía algún sentido; Natasha, la que una vez fue su querida hermana, la traidora, la asesina… la prostituta de su majestad.

 

Prometí a Yaketerina que la vengaría.

 

Ya levantaba la ballesta, cuando, tras una mesa caída, un guardia se alzó apuntándole con la suya y lanzándole un dardo. Iván captó el movimiento con el rabillo del ojo y volviéndose rápido disparó casi a la vez. La flecha del guardia pasó rozándole, pero la suya fue certera y el soldado se desplomó con un grito tras la mesa.

 

Iván volvió a encararse a Natasha y vio frente a ella a otro guardia, alguien a quien conocía. El guardia esgrimió la espada y volvió a bajarla vacilante al cruzarse sus miradas.

 

—Capitán —murmuró—, yo...

 

El indeciso recibió por detrás un terrible puntapié de Natasha que le impulsó hacia adelante, clavándole en la espada del que fuera su comandante, circunstancia que Natasha aprovechó para apartarse de un salto gritando a sus hombres que atacaran. Todos obedecieron sin vacilación.

 

—Si no te tengo… nadie te tendrá…

 

El trío se abrió paso, haciéndoles frente para ayudar a Iván, quien sin duda estaba de su lado; peleaban con ferocidad, como si aquel combate fuese la razón de su vida.

 

Iván había vuelto para recuperar lo que le pertenecía, y la humillación hacía redoblar el odio de Natasha. Se abrió paso a codazos entre los atemorizados aldeanos en el momento en que Iván retrocedía hacia el fuego, rozando ya casi las llamas. Iván le vio avanzar con un fulgor asesino en su mirada, ya no era su hermana, era su enemiga. Casi instintivamente se deshizo de otro soldado y, empujándolo contra Natasha mientras le desclavaba la espada, con el mismo impulso dirigió una estocada a la cabeza de la mujer arrancándole del casco las alas doradas de águila, insignia de su rango. El rostro de Natasha se contrajo de furia al comprender que Iván lo había hecho apropósito.

 

 

 

De un momento a otro, solo quedaba Gilbert, Francis e Iván luchando; sus habilidades con la espada y era sobrehumanas, pero tan sólo eran tres y lentamente comenzaron a perder terreno.

 

A sus espaldas escucharon los cascos de caballos, era Antonio que venía con las monturas de sus amigos y de Iván.

 

—¿Los llevo?

 

Subieron a los equinos y escaparon de la taberna, pero Natasha no se rendía. Enseguida, tres soldados subieron a sus caballos, iniciando la persecución. Iván alzó la vista. En el cielo el águila planeaba con su hermosa silueta. El jinete dio una voz a la que el águila respondió con un chillido lanzándose en picado con sus garras relucientes como cuchillos para atacar a uno de los atacantes. El guardia se cubrió la cara maldiciendo y se desplomó en tierra al encabritarse su caballo. Iván siguió cabalgando, seguido por los tres amigos, sin mirar atrás mientras el águila ascendía triunfal ante ellos.

 

Mientras Iván y el tío desaparecían en el bosque, en la calle fangosa, ante la taberna, Natasha, miró con dureza a los hombres que le quedaban, que en aquel momento restañaban sus heridas, pero ninguno de ellos osó mirarla a la cara.

 

 

 

Cuando estuvieron seguros que nadie los seguía, disminuyeron la velocidad. El águila contempló largo rato con sus ojos dorados e inexpresivos aquellas cuatro figuras y, finalmente, agitó sus alas para tomar velocidad e inició un descenso imparable hasta posarse en el guantelete de Iván. El jinete esbozó una sonrisa.

 

Observaron al pájaro acicalarse el suave plumaje de delicadas tonalidades. Pese a todo les impresionaba su belleza y su fiera lealtad al amo. Iván no lo sujetaba con pihuelas ni correas y el águila iba y venía libremente y siempre se posaba en su brazo.

 

—Qué magnífico pájaro, señor —comentó el castaño tratando de entablar conversación por primera vez en muchas horas. Iván era hombre parco en palabras, pero no así el trío de amigos.

—Juraría que se abalanzó contra los soldados por iniciativa propia —comentó el Francis examinando al águila con disimulo.

—Itzamma ha estado conmigo por mucho tiempo, da —contestó Iván volviendo la cabeza.

—Pues a oresama le encantaría uno así, kesesese —comentó el alvino. El águila clavó sus brillantes ojos en él y siseó amenazador batiendo las alas.

 

El trío comprendió que el ave no era propiedad del hombre, sino que viajaban juntos en condición de iguales y que para aquella relación, su presencia era una intromisión mal recibida, al menos por parte del pájaro, pero ¿e Iván? Era evidente que aquel hombre enlutado que combatía como un ángel vengador, odiaba a la guardia del rey tanto como ellos y por lo visto, tenía cierta historia con la infernal Natasha Arlovskaya.

 

—Que groseros somos —habló el castaño —. Gracias por ayudarnos, yo soy Antonio Fernández de las tierras de Hispania.

—Yo soy Francis Bonnefoy de Francobia —se presentó el rubio guiñándole un ojo y lanzando un beso al aire.

—¡Y yo soy el gran Gilbert Beilschimidt del sensacional reino de Almenia! —exclamó el albino.

 

En ese momento, pasó algo que ninguno se esperaba, el águila voló para posarse en el hombro de Antonio y restregar la cabeza contra la mejilla del sorprendido castaño.

 

—Parece que le agradas —comentó Francis con una sonrisa.

 

Iván se quedó sin palabras, Itzamma nunca había hecho tal cosa, ¿Quiénes eran esos hombres para que el águila, al saber el nombre del castaño, actuara de tal forma?

 

 

Mientras viajaba, los tres amigos les contaron sus historias; eran reyes o príncipes en sus tierras, habían sufrido la pérdida de algún ser querido a manos del rey de Aquila. Antonio a su hijo, Gilbert a su pequeño hermano, pero el pasado de Francis era tan oscuro que ni sus dos amigos tenían claro las razones del príncipe de Francobia.

 

 

Llegaron hasta una granja. Nada más detenerse, los tres nobles recorrieron la granja con la mirada: un granero medio derruido, un corral asqueroso y una casucha de paredes en pésimas condiciones. No era la clase de lugar que personas de su status pensaran usar para pernoctar, pero por esos territorios no era fácil encontrar morada humana e Iván era ahora tan fugitivo como ellos.

 

Gilbert miró con disimulo al nuevo integrante del grupo; a juzgar por su comportamiento y por las armas que llevaba, sospechaban que debía ser fugitivo mucho más tiempo que ellos.

 

 

El trío suspiró; tendrían que conformarse con lo que hubiera; tal como estaban las cosas, no les habría importado pasar la noche en el infierno con tal de descansar un poco.

Iván no dijo nada, pero los otros observaron con recelo cómo se aproximaban sus supuestos anfitriones. ¡Cuántos no habían visto como ellos en ese reino!, gente avejentada, amargada por las contrariedades. El cuerpo descarnado del hombre estaba deformado por años de doblar la espalda y comer mal. La mujer, gorda y con un delantal andrajoso, les miraba con ojos abotagados y sin vida; su rostro parecía un mar de sufrimientos.

 

Iván desmontó y los tres nobles lo imitaron.

 

—Hola —dijo Antonio cortésmente—. Desearía abrigo esta noche para mí y para mis compañeros de armas —añadió mirando a sus amigos e Iván.

 

El campesino los miró de arriba abajo con suspicacia, seguramente, tratando de imaginar lo peligrosos que eran y cuánto comían.

 

—No tenemos comida, pero en el granero hay paja... pagando —dijo el campesino descortés.

—Nuestro hospedaje a cambio de la cena —se adelantó a decir Iván—. Esta noche se hartaran de conejo, da —añadió y dándose la vuelta extendió el brazo e instigó al águila—: ¡Sus!

 

El águila despegó del arzón y se elevó en el claror vespertino. Al cabo de una hora tenían ya cuatro conejos recién sacrificados para cena. Francis había recogido leña, mientras el campesino despellejaba los conejos. Iván optó por cenar fuera, pues no parecía hacerle gracia entrar en aquella casa, cosa que fue compartida por los nobles; imaginándose los bichos y el hedor que seguramente habría en aquella morada.

 

 

Los campesinos salieron de la casa en cuanto sintieron el aroma de conejo asado; la pareja se abalanzó sobre la carne de un empujón y comenzaron los primeros a comerla, devorándola con codicia y sin recato, como animales salvajes. Para marcar las distancias, el trío no tuvo más remedio que forzarse a comer con aparente calma e indiferencia, aunque la forma en que los campesinos devoraban el alimento les provocaba ciertas nauseas.

 

Iván comía sin gran interés, a pesar de que desde la lucha en la taberna no había probado alimento. El águila, encaramada en lo alto del granero, lanzó un chillido batiendo inquieto sus alas mirando hacia el sol poniente. Iván, al oírlo, alzó la cabeza y la dirigió hacia el horizonte como siguiendo la mirada del pájaro; arrojó un hueso al fuego y se incorporó tranquilamente.

 

Cuando el trío alzaba la vista para observarle, la mano descarnada de campesinos le arrebató del plato de Francis un bocado a medio comer, pero el rubio, que lo había visto, se encogió de hombros quitándole importancia.

 

A los tres nobles les parecía extraño el comportamiento de Iván. Su rostro preocupado  parecía el de alguien a punto de ser ajusticiado. Lo siguieron con la vista, extrañados y preocupados, sin advertir que, mientras, el campesino observaba su extrañeza. El hombre contempló alejarse a Iván y luego dirigió una mirada a su mujer con un movimiento de cabeza apenas perceptible: el rostro de la campesina se endureció.

 

Iván se acercó en dos zancadas hasta el caballo que pastaba apaciblemente más allá del granero y empezó a rebuscar en sus alforjas, indiferente a lo que los otros pudieran pensar. Sus manos tocaron un tejido suave; con la naturalidad de la costumbre sacó una sedosa túnica azul, varias tallas más pequeña que la suya y el casco de alas doradas que usaba cuando era capitán de la guardia. Los contempló largo rato enfrascado en sus recuerdos antes de volver a mirar hacia el ocaso y repetir el juramento que se había hecho a sí mismo, y a esa persona, en tantos ocasos y del que extraía fuerzas para afrontar la noche inexorable:

 

—Algún día...

 

Antonio se levantó de su lugar junto al fuego, y cruzó silencioso el corral tras los pasos de Iván, aproximándose casi a dos pasos a sus espaldas sin que le oyera. Se detuvo indeciso tratando de entender lo que hacía, y cuál no sería su sorpresa al ver entre su bagaje una túnica pequeña. Las manos de Iván seguían buscando algo en el fondo de la alforja; al fin extrajo un viejo pergamino desgastado que desenrolló cuidadosamente. La escritura era tan desvaída que Antonio sólo atinó a leer la palabra Yo. A Iván le temblaban las manos.

 

—Señor... —susurró Antonio.

 

Iván se volvió como una serpiente a la defensiva y Antonio pudo ver sus lágrimas en la décima de segundo que medió antes de que la cólera nublara sus ojos.

 

Antonio retrocedió un paso, turbado por la sorpresa de la acción. Quiso decir algo, pero no atinaba a qué.

 

—Veo que se encuentra bien —dijo finalmente—. Voy con los demás…

 

El rostro de Iván se transformó poco a poco y la ira se disipó rápidamente de su mirada. Se pasó una mano por su corto cabello blanquecino.

 

—Hay un pesebre en el establo —dijo bruscamente—, pero antes, recojan más leña y atiendan los caballos, da.

 

Antonio se tragó la rabia y asintió fingiendo lo mejor que supo; alargó titubeante la mano para coger las riendas negras haciéndose la idea de que era un dócil caballo de tiro.

 

—Vamos, precioso, hale...

 

El caballo retrocedió con un resoplido de disgusto tirando violentamente de las riendas y mirando furioso a Antonio como sintiéndose insultado. Antonio sonrió azorado.

 

—Mucho temperamento del niño, ¿no? Mmm... ¿Cómo se llama? —añadió confiando en que un conocimiento más formal sirviera para arreglar las cosas.

 

—Su nombre es Goliat —dijo Iván.

—Bonito nombre —contestó Antonio abochornado, pero sin ceder.

—Ve con él —dijo Iván al corcel, cogiendo las riendas y dándoselas al castaño.

 

Antonio estuvo a punto de pensar que el animal iba a asentir con la cabeza; se lo llevó con cuidado, sin dejar de hablarle en un tono que consideró adecuado.

 

—Mira, Goliat, mientras nos vamos conociendo, voy a contarte la historia de un rey que amaba mucho a su familia, pero...

 

Iván contempló a Antonio desaparecer con el caballo en el desvencijado granero mientras esbozaba una sonrisa muy a su pesar. Esos tres se las arreglaban para hacerle sonreír. Al darse la vuelta vio unos girasoles todavía en flor entre las matas a la puerta del granero; se dirigió hacia ellos pausadamente. Pensativo, se inclinó para arrancar el más grande y darle vueltas en su mano mientras veía caer la noche con la mente distante de aquel momento y aquel lugar. Los campesinos le contemplaban sentados junto al fuego al tiempo que intercambiaban miradas de complicidad. El hombre arrancó brutalmente una tajada del asado.

 

 

Cuando los tres nobles hubieron terminado de atender a los caballos ya era muy noche. No se veía a Iván por ningún sitio y los campesinos habían entrado en su casucha para dormir. Gilbert maldijo el tener que pernoctar en aquel heno mohoso, pero a esas alturas no tenían otra alternativa.

 

—Es mejor que pasar la noche en la intemperie —comentó Francis encogiéndose de hombros al igual que Antonio.

 

Ya estaban todos durmiendo... menos Antonio. Frotándose los ojos somnolientos. El clima se estaba enfriando y el fuego no sería suficiente para abrigarlos durante toda la noche; se adentró en el bosque que rodeaba el claro y comenzó a recoger ramas, dando gracias de que al menos hubiera luna.

 

Al cabo de un rato, que le pareció una eternidad, emprendió el camino de regreso a la granja con un montón de leña en los brazos. Las ramas se enganchaban en su ropa y en los más increíbles obstáculos y cada vez que se agachaba a recoger una rama que se le había caído, volvían a caérsele otras dos.

 

—Esto no es trabajo para el rey de Hispania —dijo Antonio antes de soltar un fuerte suspiro—. Todo sea por encontrarte… Alejandro.

 

Aun recordaba cuando su hijo nació, era el bebé más hermoso que hubiesen visto sus ojos jamás, tenía el mismo color de cabello que su madre y seguramente su carácter, pensó al recordar lo temperamental que era el niño aún con sólo unos días de vida. Pero toda su felicidad había sido arrancada por el soberano de Aquila, quien se enteró de los dones de su gente; por eso atacó Hispania, mató a su consorte y secuestró al príncipe.

 

 

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El rey de Hispania se encontraba fuera de sus aposentos; caminaba nervioso de un lado a otro; su preocupación aumentaba más con cada grito de su consorte.

 

El hombre entró violentamente a la habitación, cuando la puerta se abrió; miró a su consorte, que aún seguía siendo atendido por las parteras; su rostro estaba pálido y cansado. Una de las doncellas se le acercó al rey con un pequeño bulto de sábanas entre sus brazos, el hombre lo recibió gustoso, contemplando a la pequeña y frágil criatura.

 

¡Lovi!, ¡es hermoso! exclamó Antonio acercándose al joven que descansaba en la cama.

Cállate idiota, maldición… lo vas a despertar gruñó Lovino, el consorte del rey de Hispania. Antonio estaba tan feliz que no le prestó atención; se sentó en la orilla de la cama, besó la mejilla sudorosa de su consorte y luego la cabecita del bebé.

Alejandro se parece mucho a su mami comentó entre risitas cuando el pequeño frunció el ceñito y movió sus manitas como intentando alejar a su padre.

Idiota… gruñó Lovino antes de recibir un apasionado beso que respondió sin restricciones.

 

 

OoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoOoO

 

 

—Cuánto daño has hecho, Alfred —a él le quitó los dos amores de su vida, a Gilbert a su hermano y a Francis a su familia…  súbitamente calló al recordar a Iván. Era obvio que él también fue víctima del rey de Aquila, ¿pero que le había quitado? A juzgar por las ropas que tan celosamente cuidaba; tal vez se trataba de un hijo o algún hermano pequeño.

—Que tipo tan raro —murmuró dirigiéndose al cielo. Además, a decir verdad, ni siquiera estaba seguro de que Iván no estuviera completamente loco o que pudiesen confiar en él, ¿Qué tal si era en realidad un espía del rey de Aquila?—. Algo quiere de nosotros, lo leo en sus los ojos.

 

Ahora que tenía tiempo de pensarlo, estaba convencido de que Iván no les había dicho toda la verdad. ¡Qué tontos había sido creyendo que él estuviera luchando por la misma causa que ellos! Seguramente lo que Iván quería era utilizarlos o algo peor. De repente sintió todo el agobio de la tensión de los últimos días y se detuvo; apretó los dientes y tiró la leña al suelo.

 

—¡Sea lo que sea, no lo permitiré! —exclamó—. Por mi hijo que no dejaré que ese bastardo se salga con la suya.

 

Oyó un crujir de ramas en la oscuridad que lo hizo tensarse, sacó su espada preparado para lo que fuese. Escuchó con atención: más crujidos en la espesura.

 

 —¿Quién anda ahí? —preguntó, deseando y temiendo a la vez una respuesta. Silencio. Otro leve chasquido. Más silencio. Antonio trató de escuchar a su alrededor, pero no vio más que la impenetrable oscuridad entre los árboles. Se maldijo por no haber tomado un farol o pedirle a sus compañeros que lo acompañaran. Tendría que recurrir a su ingenio para defenderse.

 

—Francis, ¿quién estará por ahí? —dijo alzando la voz—. Saca la espada por si acaso. ¡Ah, Gilbert, has traído tu ballesta! Bueno, volvamos al granero.

—¡Sí! ¡Sí! ¡De acuerdo! —contestó él mismo con distinto tono de voz.

 

Prestó de nuevo oído y volvió a escuchar el ruido más fuerte, como si alguien se acercara sin guardar precauciones.

 

A la luz de la luna vio relucir el filo de la hoz que empuñaba el campesino. Un fulgor maníaco iluminaba los ojos del granjero al descargarla sobre el cuello de Antonio que, con la ligereza de un gato se apartó, en el justo momento en que un terrorífico gruñido atronaba sus oídos y algo blanco, enorme, saltaba junto a él. Sin dar crédito a sus ojos vio un gran tigre que derribó al anciano para destrozarle la garganta con sus colmillos.

 

Paralizado, fue testigo durante un momento, que le pareció una eternidad, de los vanos esfuerzos del granjero por zafarse de las fauces de la fiera y luego echó a correr hacia el granero.

 

—¡Francis, Gilbert, Iván! ¡De prisa! ¡De prisa! ¡Un tigre!... ¡Un tigre! —exclamó entrando como una tromba en el granero abriendo las puertas de un topetazo—. ¡Chicos!

—¿Por qué demonios haces tanto escándalo? —gruñó Gilbert dándole la espalda para tratar de seguir durmiendo —, ¿no ves que interrumpes mi awesome sueño?

—¿Qué pasa, Antonio? —le preguntó Francis incorporándose.

—¡Un tigre atacó al anciano, tenemos que ayudarlo!

 

 

Gilbert se levantó de mala gana, colocándose las batas al igual que el rubio, tomaron sus armas y siguieron al castaño.

 

—¡Pero, señor! Es un... —exclamó Antonio volviéndose y quedando mudo ante aquella visión.

 

Frente a ellos se encontraba un esbelto joven, su etéreo cuerpo envuelto en la capa negra de Iván, de piel morenita y cabellos oscuros, los miraba con una extraña fascinación en sus hermosos ojos verdes, como si hiciera mucho tiempo que no veía a un ser humano. Antonio le parecía tan familiar, sin duda era de Hispania por sus rasgos, pero esos ojos los había visto en otra parte. En la mano sostenía un capullo dorado de girasol al que daba vueltas con sus dedos finos y delicados, sonriendo a los tres anonadados nobles.

 

—Lo sé —dijo.

 

Ninguno de ellos supo por un momento a qué se refería, pero al resonar el rugido del tigre afuera como un lamento, el joven dirigió la mirada en esa dirección y una extraña emoción embargó su rostro.

 

—¿Quién...? —musitó Antonio tembloroso.

 

El joven, sin hacer caso, se apartó silencioso dirigiéndose hacia la puerta.

 

—¡No salgas! ¡Hay un tigre! ¡Un tigre enorme! ¡Y un hombre muerto! —exclamó Antonio alzando una mano, queriendo detenerlo.

—¡Es cierto! —dijo Francis —, quédate aquí, nosotros te protegeremos.

 

El joven no parecía oírle.

 

—Niño, ¡maldita sea! —gruñó Gilbert al momento que  el muchacho desaparecía por el portón.

 

Antonio cerró los ojos y hundió la cabeza conteniendo la respiración despavorido; esperaban un grito que no se produjo.

 

—Esto es una locura —dijo Francis.

—Esto debe ser un maldito sueño —agregó Gilbert.

 

La dulce voz del joven le llegaba tenue a través de la puerta.

 

—Sueñan.

 

Los tres se treparon por una escalera hacia el pajar. Arrastrándose por el heno, se asomaron boca abajo al rectángulo que daba a la noche estrellada, mirando al exterior.

A la luz de la luna vio cómo el joven avanzaba pausadamente por el patio de la granja, su capa notando a impulso de la brisa que movía las hojas. El cuerpo del granjero yacía allí, en el lindero del bosque, junto a un rudimentario cobertizo de ramas. El tigre contemplaba de lejos al chico acercarse al muerto, en el que el animal tenía fijos sus encendidos ojos. Ninguno de los tres nobles podía verle el rostro, pero sí que tomaba la capa del cadáver para taparlo. Luego se volvió hacia el tigre con un gesto de ira y pesar que los tres intuyeron nada tenía que ver con el campesino ni con lo que había hecho la fiera.

 

El tigre era enorme; tenía un pelaje espeso, blanco como la nieve contrastando con la oscuridad de la noche, con un halo plateado como la figura del joven. Ahora se aproximaba al moreno que aguardaba tranquilo a la luz de la luna. Los nobles se tensaron.

 

 

El tigre daba vueltas cansinas en torno al joven, aproximándose y alejándose con el pelo erizado, sin apartar un momento sus ojos de ámbar del rostro de él. El muchacho le sonreía como si fuera un amigo muy querido y extendió la mano para atraer al animal. El tigre se le acercó receloso, olisqueando, abrió sus enormes  fauces y los nobles se quedaron sin respiración.

 

El enorme felino lamía la mano, ronroneando como un gatito. El muchacho se arrodilló en la tierra para abrazar al tigre que se estremeció a su contacto dejándose acariciar mansamente.

 

Los tres se apartaron de su atalaya, incapaces de seguir contemplando la escena y se sentaron en la paja más temblorosos todavía. Francis alzando los ojos al cielo, murmuró:

 

—Señor, no hemos visto lo que hemos visto.

 

Les habían contado muchas historias de magia y brujería, pero nunca, ninguno de ellos las llegaron a ver con sus propios ojos.

 

—Esto debe ser un sueño… je… je… seguramente el conejo nos hizo daño y estamos alucinando —comentó Gilbert, los otros dos asintieron; lo mejor era irse a dormir y fingir que nada pasó.

 

 

Continuara…

 


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