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Pasión en los laberintos. por sherry29

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Notas del fanfic:

Esta historia ya la había subido, pero un incidente me la borró. u.u.

Notas del capitulo:

Gracias por leer de nuevo. Fué una pena que se me borrara pero bueno, aquí va otra vez.

 

Capítulo I 

Boston, Massachusetts 11:30 A.M.

Las manecillas de su Rolex le avisaron que ya era casi medio día; el tiempo exacto en el que su tiquete de abordaje señalaba como la hora en la que debía tomar el avión que lo llevaría más cerca a su destino final, ese país tercermundista y terrorista… Colombia.

Llegaba en el momento justo después de recorrer varios kilómetros, desde su residencia ubicada en el barrio de South Boston, bautizado “Southie” por sus habitantes en su mayoría de ascendencia irlandesa y fervor católico, para tomar la autopista Este, por ser la que conducía directamente al Logan International Airport, atravesando antes el túnel Ted Williams tan popular como el beisbolista del cual tomó su nombre.

Miraba a ambos lados mientras empujaba su maleta de rodachinas y era escoltado por dos miembros de los servicios sociales que le daban más miedo que seguridad. Minutos después llegó hasta la terminal A, área de vuelos nacionales; el número de pasajeros que hacían fila en espera del registro del equipaje era realmente abrumador, dejando casi en ridículo a la impresionante fila que tuvo que hacer meses antes, para ver el estreno de la última película de la saga de Harry Potter.

 Entre la multitud de pasajeros que corrían desesperados por alcanzar un vuelo seguramente perdido, sorteando uno que otro desubicado que se quedaba de pie entre la multitud ubicando su punto de embarque; y tratando de obviar su pesada escolta, por fin, Ariel Vélez McMahon logró divisar el logo azul con letras blancas que representaba su aerolínea. En cuatro zancadas estaba de número diecinueve en el turno de espera volviendo a consultar su reloj. Al reparar en la hora sus cejas rubias, iguales a la mata de cabello despeinada que cubría se cabeza, se acercaron en un mohín de disgusto.

- Common Fran ¿Where are you?

El aludido al que Ariel reclamaba en susurros suplicantes no era otro que su mejor amigo.

No era posible que además de haber perdido a su madre hacia solo una semana y tener que abandonar su país natal para irse a vivir con un completo extraño del cual solo llevaba el apellido y la sangre, también tuviera que marcharse sin despedirse del el que por diez años fuera su más querido y cercano confidente.

A sus espaldas, los trabajadores sociales muy pulcros con sus trajes oscuros y miradas gélidas, cuchichiaban algo sin dejar de vigilarlo. Por sus posturas severas y sus rostros pétreos Ariel se preguntó si no estarían planeando la forma de deshacerse de él antes de entregárselo a su padre, el hacendado Colombiano Arturo Vélez una vez arribaran a la ciudad de New York.

- ¿Are you weiting for someone? – le preguntó uno de los hombres que le custodiaban, ciñéndose una gruesa gabardina negra mientras daba de paso un rápido escrutinio al pasillo de la terminal aérea.

Ariel asintió con un sonido gutural empinándose en sus zapatillas Nike, último regalo de su madre, intentando cobijar con sus ojos celestes las entradas y salidas del amplio pasillo, con la esperanza de encontrar entre la muchedumbre la figura escuálida y paliducha de Fran.

No quería irse sin despedirse de él, tampoco había podido despedirse de su madre cuando siete días atrás esta abordara el vuelo Boston – Roma que terminó en algún punto desconocido del mar Caribe. La sensación no era nada agradable, como tampoco lo era el molesto veredicto de los servicios sociales que lo juzgaron incapaz de hacerse cargo de su propia humanidad y en alabanza a la razón y al sentido común decidieron que el adolescente de quince primaveras debía quedar bajo tutoría de su padre.

Bufó. La conocida musiquita que siempre precede a la voz de la llamada de abordaje sonó consiguiendo callar por breves instantes a la muchedumbre que inundaba la terminal, para luego, seguirle una voz dulce y femenina que les recordaba a un número nutrido de viajeros que aquél era el último llamado para el vuelo Boston – Clevelant.

Quince minutos después la fila estaba reducida a solo dos personas por delante suyo, y ya con la esperanzas de ver a su amigo perdidas, Ariel se dedicó a mirar a una pareja de novios que se rencontraban luego de varios meses de ausencia. Por lo menos eso dejaba ver el largo abrazo de más de dos minutos seguido de un apasionado beso ansioso y goloso.

Ariel miró a la joven pareja sin escrúpulos, sonriendo con timidez primero, para luego explayar sus labios en un rictus de absoluta felicidad, cuando al separarse los enamorados una figura infantil y alargada surgió detrás de ellos. 

- ¡Fran! ¡Finally!– gritó Ariel sin esperar por la llegada del otro muchacho, corriendo a toda prisa a su encuentro.

Los trabajadores sociales se apresuraron a seguirle muy de cerca dejándole espacio para zarandear al otro chico como un muñeco de trapo. No era que Ariel fuese musculo y fuerte, era que Fran estaba demasiado famélico y su tez de blancura cadavérica recordaba más a un fantasma que a un quinceañero lleno de vida pero por desgracia, enfermo crónico de anemia falciforme.

- ¡Oh my God! I thought I would not come on time – respondió Fran abrazándolo con efusividad.

- Are you crazy? I couldnt go whitout say good bye – replicó Ariel dándole tiempo a su amigo de recobrar el aliento. Si para una persona con hemoglobina normal era difícil hablar estando agitado, el efecto era aún más evidente en alguien con glóbulos rojos de dos millones por debajo de lo normal.

Fran lo tomó de la cintura apretándolo contra su pecho taquicardico, dándole un beso suave pero firme en los labios que hizo espabilar a los cancerberos del gobierno; luego buscando algo en el bolsillo trasero de su jean, extrajo de este una medallita con la estampa de una virgen morena, de rostro mestizo y manto de estrellas.

Ariel sonrió al reconocerla recordando los orígenes maternos de su amigo. Al igual que México, posiblemente Colombia también podía tener sus cosas buenas representadas en personas amables y sinceras como su querido Francisco De Jesús Adams Montero, quien al igual que él, llevaba la mitad de los genes de la tierra del tío Sam y la otra impregnada del calor latino.

- La virgen de Guadalupe – dijo Ariel apretando la medalla en su mano. De labios de Fran brotó una sonrisa burlona. Le producía mucha gracia el acento de su amigo al hablar en español, pues a diferencia suya, Ariel no contó nunca con una madre que lo instruyera eficazmente en la lengua castellana; y aunque se daba a entender, tampoco podía evitar sonar como si masticase una papa caliente mientras vocalizaba.

Cuando Fran se preparaba para añadir algo más el carraspeo del trabajador social y su gesto de prevención señalándole con un movimiento de cabeza la fila que había abandonado, obligaron a Ariel a ladear la cabeza confirmando que había llegado su turno bien guardado por el otro hombre que le acompañaba. Se volvió hacia su amigo y se encontró con un rostro sombrío, unos ojos acuosos y un sonrojo anormal en esa tez siempre inmaculada.

 Francisco apretaba los labios para que no huyeran de su boca los vergonzosos sollozos que hacían a su pecho convulsionar furioso. Ariel lo abrazó fuerte, sus brazos rodeándole y su corazón extrañándole de forma anticipada. Acarició los cabellos azabaches, lacios e indígenas de su amigo y cualquier palabra murió en su boca sin ser expresada, cuando contagiado por la melancolía, la conciencia de la ausencia y la separación, lloró inconsolable en el único hombro que llegó a conocer sus penas.

- I will miss you – Reconoció Fran levantándole el rostro húmedo con sus manos temblorosas. La voz tan vibrante como una campana tras ser golpeada.

Ariel juntó sus frentes y entrelazó sus manos. Aun con las mejillas mojadas y una molesta rinorrea encontró una promesa llena de esperanza para el sostenimiento de tan larga y preciada amistad.

- We have facebook don’t we? Everything it’s gonna be ok – Fran se echó a reír con ganas, solo Ariel era capaz de hacer mutar un momento de dolor en un mar de risas y alegría. Se dieron un último abrazo después de los trámites de abordaje y con una sonrisa genuina y una mano batiéndose al aire Ariel dio la espalda a su amigo, a Boston y a su antigua vida.

 

 

 

La visión del gigantesco avión de la flota Boeing 752-300, blanco como los ángeles de Dios fue lo primero que lo recibió al llegar a la pista. Junto con el ensordecedor ruido de las turbinas de la majestuosa ave de hierro caminó los metros que la separaban de esta. De repente, el cuello de la sudadera color aceituna que portaba comenzó a fastidiarle, resultándole más apretado de lo normal. Estiró un poco el tejido observando cómo accedían los primeros pasajeros a la moderna aeronave. No es que tuviera un temperamento pusilánime, se dijo así mismo, pero no dejaba de asustar el hecho de subirse a un aparato igual a otro en el que había desaparecido tu pariente más cercano.

- Common boy. Let’s go – la voz del hombre de servicios sociales, ahora conocido como James Donalds, luego de ver su nombre en el tiquete de vuelo cuando cruzaron la puerta hacia la pista, lo espabiló. Al tiempo en que otro avión de aerolínea de competencia remontaba vuelo entre el algodonoso cielo septembrino, Ariel se apresuró en ascender al suyo. Los asientos eran cómodos, tapizados en un material ignífugo azul bandera, reclinables y acompañados de un moderno sistema de Mp3 que lo mantendría entretenido la hora que durara su travesía hasta la capital del mundo. Si esto no era suficiente, entonces por lo menos se distraería con la panorámica de su ciudad, disfrutando del paisaje mientras veía empequeñecerse, las construcciones victorianas, las reliquias góticas de Back Bay y el hermoso rio Charles que a tal altura  tomaba las dimensiones de un simple y diminuto hilo de agua.

Con un suspiro, Ariel se reclinó en el respaldo de su asiento en la tercera línea a mano derecha; se colocó unos diminutos auriculares que trasladaban a sus oídos las notas de percusión, mezcladas con sonidos de samba de su grupo favorito, Safri Duo. Cuando la melodía alcanzaba la parte más efusiva debido al incremento en la velocidad del ritmo, Ariel despegó la espalda del cojín y su boca se abrió alarmada. Una pregunta proveniente de su mente ajena a las costumbres y evolución natural del país al cual se mudaría le atormentó de repente; y durante el resto del viaje no tuvo paz.

Tenía que preguntarle a su padre si en esa tierra subdesarrollada tendrían conexión con ese moderno sistema de redes que conectaba actualmente al mundo y que era el pilar fundamental del neoliberalismo y la globalización: El internet. Debía buscar las palabras adecuadas, para que su progenitor, Don Arturo Manuel Vélez Olguín no sintiera que su hijo extranjero y bastardo cabe aclarar, lo estuviera llamando diplomáticamente aborigen.

 

El despegue rápido y sin contratiempos después del apropiado impulso por la larga pista resintió los estómagos de las doscientas veintitrés almas que iban a bordo del vuelo. Solo una sin embargo, se aferró a la ventanilla con el dolor punzante de un pajarillo agonizante pero a la vez tan sereno como un lago de madrugada.

Lejos quedarían las espectaculares interpretaciones del mejor amigo de su madre cuyo privilegiado saxofón replicaba los blues más famosos, emulando la tristeza nata de artistas como B.B. King, Muddy Waters ó Robert Johnson. Solo su mente volvería a caminar por las calles de “Southie” el diecisiete de marzo vestida de verde, agradeciendo a San Patricio haber salvado a Irlanda del veneno de las serpientes y de la ponzoña mortal del paganismo.

Únicamente el relicario de plata colgado al cuello con sus iníciales grabadas, le impedirían olvidar el rostro de la que le dio la vida, le habló de una tierra lejana donde olía a café, y le regaló en sus ojos como el mar la chispa efervescente de los primeros emigrantes irlandeses. Ellos al igual que él, también habían llegado a una tierra extraña, un lugar donde no tener pasado ni raíces era semejante a ser nada. Pero él no estaba dispuesto a ser nada; él sí tendría pasado, uno que empezó más de quince años atrás, cuando en medio de cafetales y brisas de abril, sus padres le mostraron al mundo que para el amor no hay amalgama inverosímil.






 

 

Jardín, Antioquia. Colombia 10: 30 am.

“Los laberintos” se llamaba, y hacía honor a su nombre la hermosa hacienda de veinte hectáreas y más de cien cabezas de ganado.

Los límites se perdían en la capacidad de abarque visual y un verde de ensueños cobijaba la explanada, remontándose como olas en mar de leva hasta el nacimiento de los cafetales; el aroma del aire drogaba los sentidos y el colorido del paisaje estremecía el corazón de los lugareños.

Eran las tierras andinas; terrenos surcados por las cadenas montañosas más importantes de América del sur, naciendo al norte en la patria del libertador, y muriendo al extremo meridional en la austral y gélida cabo de hornos.

“Los laberintos” no era la propiedad más importante de Don Arturo Vélez Olguín, reconocido hacendado antioqueño, dueño de un emporio gigantesco de varias generaciones de antigüedad. No era la más imponente ni la que más terreno y ganado poseía, pero si era la más querida y añorada por él.

Don Arturo amaba esa finquita escondida y apartada de atardeceres naranjados, de orquídeas que olían a romance, misterio y leyenda, creciendo silvestres en las faldas de las montañas, frágiles y delicadas en soledad, pero majestuosas en las espaldas dobladas de los silleteros que las usaban para desfilar anualmente en el festival mas colorido de Colombia.

Don Arturo amaba las trovas llenas de picardía y doble sentido que aumentaban de tono conforme ascendía el nivel de alcohol en la venas de los campesinos paisas, el calor del aguardiente extraído de la caña que le calentaba la sangre a los hombres y abría las piernas de las mujeres hostiles a los amores clandestinos. Pero por sobre todo, Don Arturo adoraba el montículo ubicado al norte del caserón, el lugar donde una gringa de ascendencia irlandesa, que se creía mejor que él, dejó olvidado el orgullo y el pudor en el rastro de sangre virginal que absorbió la tierra fértil de la montaña jurándole amor eterno en un ingles que arrastraba demasiado las erres y se empeñaba en usar exuberantes palabras dialectales.

 La aventura pasional casi le costó a Don Arturo un matrimonio de diez años, árido de amor, dejándole eso sí, un descendiente bastardo y rubio que ahora por capricho del extraño destino vendría a conocer la tierra donde fue engendrado.


 

 

 

En el caserón de la finca “Los laberintos”, llamado así por la servidumbre que consideraba la edificación un palacio en comparación a las casitas aledañas, había gran revuelo desde la partida del patrón. Bien dice el dicho de que “Cuando el gato no está los ratones hacen fiesta”, aunque en este caso los empleados de Don Arturo más bien se habían tomado muy en serio otro: “Al que madruga Dios le ayuda”.

Muy temprano, antes incluso del canto de los gallos, la mayor parte de los trabajadores de la finca se encontraban en los preparativos de bienvenida del hijo de patrón. El gringo de quince años que acabó con la paz de doña Lucrecia de Vélez, esposa de Don Arturo, vendría finalmente y sabría Dios si también acabaría con la paz de ellos.

Albeiro Magallanes, uno de los capataces de la finca, pensaba en esto mientras avanzaba con paso firme hacia el lugar donde una mujer de amplias faldas recogidas en sus muslos, sentada en un taburete, restregaba sobre un tablón de madera unas gruesas cortinas de algodón. La campesina perfilaba su rostro evitando el sol para ver al hombre que se aproximaba presintiendo a que venía.

- ¿Y al fin sabés cuando es que viene el patroncito, pues? – preguntó Albeiro mirándolo sin disimulo las piernas desnudas una vez llegó a su lado.

La morena mujer se encogió de hombros antes de replicar suspendiendo su labor.

- No se, pero por mi ni que venga. ¿Vos sabés la que se va a armar cuando doña Lucrecia y sus hijos se enteren de que ese muchachito viene pa’ aca? Ya hasta me dan ganas de rezarle a San Benito pa’ que lo aleje.

Albeiro frunció su boca, evitando que una sonrisa retorcida apareciese. Tal vez la buena de Rosaura no quisiera ver un total despelote en Los laberintos, pero no se podía decir lo mismo de él. El capataz estaba más que feliz de ver un escándalo de proporciones titánicas en la finca.

- Oye pues – le volvió a interrumpir deshaciéndose de su sombrero blanco con cinta negra, el famoso sombrero aguadeño - ¿Y no has visto al Vladimir por hay?

Rosaura negó con la cabeza volviendo a concentrarse en despercudir el grueso tejido que bien, podía tener fácilmente el mismo tiempo sin haber tocado agua, que la edad del esperado visitante. La tela botaba mugre y mugre como si se hubiera tragado una mina completa de carbón guajiro.

En esas un jeep ascendió la escarpada montañita cargado de frutas y hortalizas. Al parecer aquella sería una fiesta por todo lo alto. Don Arturo pretendía casi que echar la casa por la ventana para recibir a su hijo, la misma por donde luego, doña Lucrecia lo botaría a él cuando se enterara del agasajo.

 Albeiro no quiso especular más y cruzó el área de los establos para llegar primero a un corredor solitario; el callejón en penumbras con casi todas las ventanas clausuradas hacía parte de las zonas traseras del caserón y colindaba con los cuartos usados de despensa. El piso estaba embaldosado con una cerámica antigua, quebrada, que no coincida con el del resto de la casa. Aun estaban desperdigados los restos de los sofás de bambú que habían sido remplazados por muebles en madera estilo campestre, mandados a traer desde Medellín.

Cuando Albeiro cruzó el pasadizo aun quedaba un trecho pavimentado antes de entrar de lleno al área de los establos. A primera vista tampoco había rastro de Vladimir por los alrededores; allí solo estaban Diego, ensillando un caballo de crin caoba y paso nervioso y un poco más atrás salía Pedro Luis con otro ejemplar negro de melena reluciente y andar más noble.

A ambos les preguntó por el desaparecido, pero estos no le supieron dar razón, así que con un resoplido furioso se fue dando trancos nuevamente al caserón hasta llegar casi al interior de este.

Ya casi volvía de nuevo al sitio donde se hallaba Rosaura, cuando el cuerpo atlético de un campesino moreno y piel trigueña como buen mestizo, se asomó tras el tronco de un abedul.

Cruzándose de brazos al verlo, y con el sombrero nuevamente ceñido a la cabeza, Albeiro levantó el tono de voz provocando el remonte al vuelo de un par de tórtolas. Al instante la mirada proveniente de una par de turmalinas negras con igual o más poder que las autenticas gemas se posó sobre él.

- ¿Qué pues Vladimir? ¿Preocupao hombe? – Albeiro se acercó al otro joven; su buen humor templó al ver el rostro acongojado del que por fin encontraba.

Vladimir se atusó los cabellos semejantes por su brillo, al petróleo de los llanos. Su color se conservaba así gracias a las propiedades de la sábila, planta a la que su madre también le atribuía la capacidad de quitar las manchas dejadas por el sol, suavizar la piel, calmar el dolor y aliviar la rasquiña que solo les daba a las mujeres que tenían marido.

Vladimir resopló. A mitad de la mañana el licor no podía consolarle, pero desahogar las penas en un oído, quizás, aunque no tan eficaz como el vapor del etanol, podría ser una salida. 

- Es la Catalina – aquella fue una confesión a la montaña, al aire templado de septiembre y al amigo cuya mano reposaba en su hombro, sobre la lana de su ruana prieta – Se va. Se va pa’ la capital, disque quiere ser modelo.

- ¿Modelo de qué? – se extrañó su acompañante - Será de los flotadores que tiene por tetas, porque las modelos que yo sepa son tan flacas que se desaparecen cuando las miras de lado, y la Cata… ya sabés – Albeiro colocó sus manos al frente como si palpara un par de pechos invisibles.

Vladimir le dio un sombrerazo.

- Eh, pues este pendejo. ¡Más respeto con mi mujer, pues!

- ¿Cuál mujer? – Albeiro torció la boca con disgusto - Cuando va a entender pelao que aquí el único que se considera casao es usted. Esa mujer no lo quiere mijo y si sí entonces lo disimula muy bien.

EL corazón de Vladimir se contrajo dolorosamente, una parte de su conciencia sabía que las palabras de Albeiro eran tan ciertas como la muerte, pero tan amargas como ese brebaje que le daban de niño para sacarle los parásitos y que de lo horrible que era purgaba hasta los pecados.

- ¿Ya llegó el culicagao (1)? – Preguntó entonces cambiando el tema con habilidad. Al mismo tiempo se colocó un sombrero igual al de Albeiro y se ciñó más la ruana al pecho. Creía que de no hacerlo, el corazón encabritado como un caballo salvaje se le iba a ir lejos en busca de Catalina.

Y es que Vladimir amaba a esa muchacha de formas voluptuosas desde que tenía uso de razón. El muchacho no recordaba un tiempo en que no la hubiera querido. Amaba sus cabellos castaños, su sonrisa de niña pura y los volantes de su vestido cuando la llevaba de paseo junto al rio. La amó cuando se negaba a sus caricias de adolescente enamorado y la amó más cuando cedió a su ímpetu de macho en medio de los cafetales.

Vladimir amaba amarla y más amaba haber creído que ella lo amaba también. 

- Nada – replicó Albeiro refiriéndose a la llegada del “patroncito” como ya le llamaban al hijo del patrón. En esas, una sonrisa mordaz apareció en sus labios resecos por el frio – Pero ya llegó la que faltaba- agregó mirando al frente. 

Los ojos pardos de Albeiro se perdieron en la figura redonda y obesa que bajaba de una minivan, cargando unas bolsas llenas de albahacas y yerbabuena. La trenza ceniza que llegaba hasta la cintura donde se ajustaba una falda de vuelos no dejaba dudas de quien se trataba y mucho menos de lo que su llegada significaba.

- ¡Ah, por las santísimas ánimas del purgatorio! – Exclamó Vladimir con gesto de desmedido espanto – Ahora sí que nos llevó el que nos trajo.

La rula que el otro campesino empuñaba cayó sobre el pasto con un sonido mate, y como dos locos salieron a toda prisa con dirección a la cocina.




 

 

El olor a guiso de frijoles recibió a los muchachos una vez se encontraron en la amplia cocina de ventanales espernancados y media docena de olla hirviendo.

Trataban de adivinar por el olfato que de que era esa sopa en la que flotaban unas hojas verdes que se atrevieron a considerar espinaca, cuando el paso aplomado de una mujer rolliza que sostenía un cucharon en la mano con la misma pasión que un templario la espada, se aproximo a una olla que pitaba insistente.

Enrollando se diestra en un trapo, la mujer bajó los frijoles que estaba ablandando a presión. Destapó el caldero y un vapor dulce llenó el lugar perdiéndose por el conducto de extracción de humo. Los hombres miraban atontados su rostro redondo como los lobos miraban la luna llena. Sin embargo, ni de broma ponían las manos en el suculento guisado de Doña Leo; bien sabían por conocimiento empírico que las facciones indígenas de la cocinera solo eran la fachada de un aguerrido y soberbio temperamento español; y que al igual que los conquistadores con su oro, protegía la comida de manos intrusas con una mirada paralizante tan eficaz como el azote de un látigo.

- ¿Y a ustedes que bicho les picó? ¿Acaso durmieron conmigo anoche o qué, que no saludan?- la mujer protestó retorciéndose la manos en un delantal, sus ojos rasgados de un hermoso tono ambarino recorrieron a los intrusos de forma inquisidora.

- Pues, ¿qué nos va a pasar de qué o qué? Tanto humo la está volviendo loca, pues – Albeiro se hacia el desentendido mientras Vladimir escondía su mirada tras el vidrio de un vaso con agua que bebía con impaciencia.

Eleonora Montes, la obesa cocinera torció el gesto ofendida. Como si ese par pudiesen ocultarle algo a una vieja zorra como ella que ya se conocía a los hombres y sabía cuando estaban sufriendo por cosas del corazón.

- No me mintás Vladimir de Jesús – Doña leo usó los dos nombres a sabiendas de lo mucho que le fastidiaba a Vladimir escucharlos juntos. Su padre tenía que estarse quemando en el infierno por haberle colocado un nombre que no tenía santo, aunque la culpa realmente la tenía Don Arturo, su padrino de bautizo, quien por esa época estaba obnubilado con la poesía de Vladimir Soloviov y justo después de leer su disertación magistral titulada “La crisis de la filosofía occidental contra los positivistas” consideró que no había nombre más perfecto para su ahijado. Su compadre Jerónimo concordó con que el niño llevara un nombre ruso aunque sus facciones fueran más paisas que el guarapo, y junto a su esposa Sofía, enmantillada frente al altar una fresca mañana de marzo, bautizaron al niño. El cura que ejecutó el sacramento los miró espabilando tantas veces que parecía enfermo de conjuntivitis, esperando quizás que dijeran que aquello se trataba de una broma y que el pequeño sería nombrado Juan Sebastián, Tomas Felipe o en el peor de los casos Inocencio segundo. Pero eso nunca sucedió; así que por la gracia de ser un ungido de Cristo, el sacerdote decidió colocarle de segundo el nombre del salvador y así compensar. 


- ¿Se va verdad? ¿Se aburrió de este pueblo y se va pa la capital como ha soñado siempre?- añadió la mujer siguiéndole los pasos al hombre que con la cabeza escondida entre los hombros se dejaba caer en una silla con asiento y respaldo en piel de vaca.

- Yo me iba a casar con ella Doña Leo. Yo le iba a pone sus cositas y a levantarle un ranchito, pequeñito eso sí, pero con cariño – Vladimir saltó un puñetazo seco contra el mesón, logrando hacer vibrar la vajilla de porcelana cuadrada, la última moda según Sara, sobrina de Don Arturo.

- La Catalina no es pa ti hombe – le consoló Albeiro con un fuerte apretón en su hombro – Esa pelada es loquita y vos sos un man serio. Vos merecés una mujer mucho mejor.

Vladimir negaba con su cabeza entre los brazos, orgulloso y obstinado. 

- Albeiro tiene razón – musitó calmadamente Doña Leo.

El rostro pálido de Vladimir le miró con sus ojos negros enrojecidos, a punto de llorar, semejantes a carbones al fuego vivo. Si algo había aprendido en “Los Laberintos” era a tomar en serio las palabras de Doña Leo, porque no había asunto que esa descendiente de Emberas (2) dominara más, que el corazón y el paladar. Sabía por igual cuanto tiempo se debía cocinar el cargamento para que no quedara duro pero tampoco se deshiciera, como a qué nivel sufría un alma abatida por el desamor.

- Doña Eleonora– susurró acongojado, su voz apagada como la luz de una bengala extinguiéndose en el cielo.

- Igual a como esta tu corazón ahorita, negro y amargo. Bébelo –. Un café cargado e hirviente le fue colocado en sus manos. Vladimir tomó la taza no sin algo de prevención, y poco a poco, drenó todo el contenido por su garganta.

El leer la tasa del café no era pecado como aseguraba el padre Ignacio, decía doña Leo cada vez que la miraban feo cuando interpretaba los garabatos que quedaban en el fondo de la tasa. La naturaleza hablaba de ternura en la brisa serena de abril que mecía los anturios, hablaba de dolor en el canto de las salamanquejas que se escondían tras los marcos de los techos, hablaba de soledad en el sonido tímido de la quebrada San Bartolo, hablaba de pasión en las centellas furiosas que reventaban en los montículos más altos de la montaña, y hablan de amor en los labios que temblaban tras un beso. Dios se expresaba en los árboles, en los ocasos interminables, en las sonrisas infantiles y en el guarro residuo que dejaba el líquido que se sacaba de ese fruto tan rojo como un alma enamorada.

Vladimir terminó el café pasando la taza a las manos expertas, sin saber del todo si quería oír lo que le dirían. Doña Leo se hizo con el recipiente tropezando con Albeiro que miraba sobre su hombro.

- ¡Quite d'iai! – lo empujó la mujer para luego dedicarse a observar las sobras del pocillo. Los ojos gatunos de la cocinera se explayaron por lo largo y ancho de la taza. Su rostro se frunció como si estuviese viendo algo que no le gustase, no le gustase para nada, y luego, unos segundos después de mirar una curva en las figuras que desencriptaba, de su rostro ovalado se fugó ese rubor que siempre acompaña a los habitantes del páramo.

- ¡Ave María pues! Díganos de una vez cual es la joda – exigió Vladimir perdiendo la paciencia al ver a la mujer embobada sin hablar.

- Catalina si es la mujer de tu vida, mijo, eso es todo lo que te puedo decir –soltó doña Leo finalmente, resoplando y soltando la taza para volver a sus oficios.

- Hey, ¿pero como así pues? ¿Eso es todo? – Inquirió Albeiro sorprendido - ¿No vio mas nada?

- Nada que a vos te interese- masculló entre dientes la cocinera para después volver sus ojos sobre Vladimir que le observaba algo aturdido, feliz.

- Ella será la única mujer de tu vida. La única – remarcó antes de dar con su paladar el visto bueno al caldo de los frijoles.

- Entonces… ¿Usted piensa que debo irme con ella? – preguntó el capataz con sus ojos tan brillantes como si estuviesen alumbrados por una lumbre.

- ¿Vos te volvisteis loco, pues? ¿Y el trabajo que? –replicó azorado su amigo. La cosa se estaba poniendo colorada en pocos minutos.

- Marcháte de aquí, con tu mujer… con la única mujer – enfatizó Eleonora temblándole un poco la voz, de espaldas sin confrontarlo. 

- Usted tiene razón. Sí la amo como digo, no la dejare ir sola - Vladimir resplandecía de júbilo, pareciese como si solo necesitara oír los presagios de esa indígena mitad adivina mitad cocinera para que todo su destino se viera tan claro como las aguas del magdalena.

- Pero se va esta noche, ya debe estar empacando y ¿vos qué? – trató de disuadirlo el otro hombre. Todo eso era una repentina locura y ¿Acaso él era el único cuerdo?

- Tengo familia en Medellín, dos primos. Seguro me reciben hasta que encuentre un trabajito – planeaba el muchacho todo entusiasmado. Y como un poseso salió caserón afuera con miras hacia su ranchito. Esperaba poder al menos convencer a su madre de que era lo mejor para todos, ganaría mas trabajando en la capital que en esa finca y podría mandar pronto por ella y por su hermana María. 

Albeiro quedó boquiabierto e incrédulo ante lo que podía pasar por solo tomarse un café. Doña Eleonora lo miró sonriendo satisfecha después.

- Tranquilo mijo que ese tejido no se suelta.

El macizo hombre la miró confundido.

- ¿Qué quiere decir?

- Hay mijo, que cuando uno va de culos, no hay barranca que lo ataje. 


Continuará…

 


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