Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Pasión en los laberintos. por sherry29

[Reviews - 26]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

 

Capitulo II.

Rionegro, Antioquia 11:30 a.m

 

No acaba de apagarse el sonido del último acorde, rematando la canción final de ese compacto de música que lo acompañó durante el viaje, cuando el avión tocó pista por fin en el aeropuerto José María Córdoba.

Con pretexto de que fuera “entrando en calor”, Don Arturo le hizo escuchar a su hijo varios discos enteros llenos de chirimías, bambucos, boleros y cumbias, recopiladas por una disquera nacional sin mucho éxito económico, pero con gran amor patrio.

Al muchacho no le disgustó mantenerse durante nueve horas entretenido a ritmo de tamboras, guacharacas, maracas y gaitas; era preferible eso a tener que entablar conversaciones banales, llenas de silencios largos e incómodos con su padre.

 La voz de la azafata dando las indicaciones de desembarque en un español tan rápido como el ataque de una Mapaná, desconcertó a Ariel. Hasta ese momento solo había escuchado el acento de la región en boca de Don Arturo, esforzándose este por vocalizar lento, de tal forma que el muchacho pudiera comprenderlo.

Uno a uno los pasajeros fueron abandonado la nave y Don Arturo volvió la vista a su hijo, acompañándola de una explayada sonrisa que le dejaba a la vista las coronas perfectas de su dentadura. El jovencito le devolvió el gesto con timidez, apresurándose a sacar la bolsa de viaje que guardaba en el maletero.

 

 

 

 

Desde que pisó el primer peldaño de la escalera de desembarco, Ariel sintió el olor a eterna primavera, como llamaban los habitantes de Antioquia a la capital, Medellín. Una brisa suave, arrulladora como el canto de un ruiseñor, y fresca como el rocío de la madrugada le recibió. Su mirada se había extraviado en una mochila de mano para asegurar su Mp3, por lo que solo fue hasta que llegó casi a la mitad de la escalera, cuando lo vio.

Si Ariel creía que la vista desde el puerto de Boston, con miras hacia el distrito financiero, exhibiendo esas gigantescas torres de Babel a orillas de la Bahía, era algo para impresionar al ojo más ambicioso, tenía que admitir que no había visto nada.

Lo que tenía frente a él, era una de esas maravillas que Dios creaba en uno de sus días de buen humor. Un oleaje de ondas verdes se desnudaba ante sus ojos, colinas majestuosas que rendían culto a la estética cuando el hombre apenas, era vida elemental en el agua según Oparin. Montañas coronadas de nubes blancas que se movían en la dirección del viento como humo divino, montículo tras montículo, semejante a un tsunami estático, paralizado, eterno. 

- Welcome to Colombia, my boy.

Ni siquiera la terrible pronunciación del inglés en boca de su padre, logró sacarlo del estupor que le produjo contemplar la belleza de los andes. Solo fue después de ingresar al puente de arribo, cuando finalmente volvió a reaccionar.

La fachada del interior del aeropuerto era una de las más excéntricas y hermosas de Colombia; consistía en un túnel largo como un tren, formando un arco cuya entrada y salida desembocaban con dirección a la montaña, totalmente cuadriculado en aluminio y acrílico en sus tres enormes pisos. En pocas palabras, la arquitectura de esa bóveda sin fin era un reto hasta para un experimentado dibujante experto en perspectiva, y desde ciertas ópticas era fácil fantasear con estar entrando a otra dimensión.

Después de recoger el equipaje, llegaron al segundo piso, área de restaurantes y comercio, dejando atrás el ruido de los aviones de la fuerza área que realizaban entrenamientos militares, los cuales usaban la misma pista en conjunto con los vuelos comerciales.

No había duda que aquel sitio era un punto de referencia importante a nivel de aeronáutica nacional. Sin embargo, si hubo algo que Ariel notó extraño en el ambiente: A diferencia del Logan International Airport, el de Rionegro estaba bastante tranquilo en cuanto a tráfico humano, cosa que lo satisfizo porque lo último que quería era sumergirse en un sitio demasiado congestionado.

Entraron juntos a uno de los locales del lugar: una cafetería de puertas de cristal y con un letrero escrito en letras blancas, más cursivas que tarjeta de graduación. Bebieron dos capuchinos mientras esperaban el arribo de Carlos, uno de los escoltas de Don Arturo; el otro, Fabio, estaba junto a ellos. Ambos hombres acompañaban al millonario hacendado todo el tiempo, y viajaron con él hasta New York. Ariel comprendió cual era el oficio que desempeñaban apenas los vio en el aeropuerto JFK donde se reunió con su padre; lucían muy similares a James Donald, el hombre de servicios sociales que lo escoltó hasta que partió a Colombia.

 

Despacio sorbió la bebida entreteniéndose en la espuma que rodeaba los bordes, esquivando la mirada intensa de Don Arturo. El hombre miraba al chiquillo con ternura, lo sabía nervioso y expectante por todos esos repentinos cambios en su rutina; era eso con lo que el ganadero se explicaba el silencio de su hijo. Jamás llegaría a pasársele por la cabeza que el muchacho sintiese algún tipo de animadversión hacia él. Para Don Arturo una idea así era tan ridícula como oír villancicos navideños en pleno viernes santo.

En esas,  la puerta de la cafetería se abrió con el tintineo de un móvil que estaba colocado en todo el marco superior de esta.  Enseguida aparecieron en fila tres hombres entre los que se hallaba Carlos. El escolta susurró algunas cosas al oído de su patrón, y aunque  Ariel agudizó el suyo no alcanzó a entenderlas del todo; solo quedaron a su entender dos pequeñas frases que traducían algo como: “Ella llegó esta mañana” y “Seguramente ya lo sabe”.

Ciertamente esas afirmaciones no tenían el mínimo sentido para él, pero por el rostro serio que puso su padre al oírlas, y la forma como apretó la mandíbula, no podía significar nada bueno.

En ese momento, Fabio que estaba terminado su café, apresuró su último sorbo para ir en busca del auto, el segundo hombre que llegó con Carlos se las entregó directo en sus manos; vestía de una manera mucho más informal que los escoltas, con solo una camisa de algodón celeste de mangas largas, pantalones de dril de corte recto y zapatos de charol.

Don Arturo se apresuró a levantarse de su asiento dándole un fuerte abrazo al recién llegado, el hombre le imitó el gesto entornado sus ojos al ver al muchachito rubio sentado a la diestra de la silla del ganadero.

Era el mejor amigo de Don Arturo, por sus canas y las líneas que surcaban el derredor de sus ojos, se notaba que también estaba en el quinto peldaño de la vida, y ese rostro de mirar arrogante, nariz respingona, y cejas tan espesas como las densas selvas del putumayo, le daban un aire semita inocultable.

Bautizado como Fernando Acosta Bermúdez, lideraba una industria textil con sucursales a lo largo y ancho del país, llevando con Don Arturo una amistad que venía de varias familias atrás. Según los abuelos de ambos, desde que la patria tricolor se conocía en América como Nueva Granada.

- ¿Ese es el muchacho?

Ariel no comprendió la última palabra, pero por los rostros sonrientes que lo miraban sin escrúpulos, supo que hablaban de él.

Su padre le extendió la mano para presentarlo y él se puso de pie extendiendo la suya con cortesía; saludando con un apretón fuerte y seguro al hombre que le miraba dulcemente. Ariel sonrió, pero no por urbanidad, sino porque le sacaba casi dos palmos a ese sujeto quien además de bajito, lucía una redonda barriga que le hacía ver más minúsculo. Afortunadamente, el hombre no notó el gesto de burla del jovencito extranjero, y lo tomó como una demostración de corrección y buenos modales.

- ¿Qué gusto tenerlo por acá mijo? Siéntase como en su casa– le dio la bienvenida el rollizo hombre. Ariel sí comprendió esta vez, porque Fernando seguramente advertido por su padre, le habló con calma.

- Thank you Sr.  Nice to meet you – agradeció.

- ¿Qué tal el viaje, patrón?

De repente una voz se alzó sobre las demás. Durante todo ese tiempo, Ariel no había reparado en la tercera persona que los acompañaba; tan absorto como estaba, bebiendo su café y tratando de pasar lo más desapercibido posible. Por lo tanto no fue hasta que aquel personaje habló cuando el chico notó la estampa masculina que había entrado de último, detrás de Fernando.

Ariel alzó la vista por unos instantes cuando lo oyó hablar, llevándola de nuevo al interior de su vaso, pero cuando su cerebro procesó lo que acababa de ver, levantó los ojos de forma casi automática, como si dejar de ver a ese hombre hubiese sido un acto infame. Sus ojos azules, cristalinos como dos turquesas, se clavaron en el hombre que se quitaba el sombrero en señal de respeto, y todo el aire que Ariel conservaba en sus pulmones salió despedido en una exhalación digna de un agonizante.  Si Miguel Ángel viviera, rompería su obra “El David” porque esa utopía de hombre perfecto en mármol blanco se quedaba corta ante lo que estaba viendo. Menos mal que Fran estaba lejos, de lo contrario lo poco de hemoglobina que le quedaba se le saldría a chorros por la nariz.

- Efraín ¿Cómo estás? ¿Cómo me dejaste todo por allá?- Arturo saludó a su empleado al verle, dándole un apretón fuerte en el marcado deltoides.

-Todo en orden patrón – contestó el susodicho ensanchando una modesta sonrisa.

El acento no era el mismo de su padre, confirmó Ariel al oírlo por segunda vez. Su voz ronca y profunda como salida de las mismas cuevas de Ailwee, tenía un compás neutro y no ese arrastre de fonemas, típico de los paisas.

 Efraín, como lo había llamado Don Arturo, lo miró; un brillo resplandeciente partió de esos ojos como el chocolate negro cuando sus miradas se cruzaron, y otro más severo brotó de sus cabellos azabaches, al contraste con la luz blanca y resplandeciente de las lámparas fluorescentes del local.

La camisa blanca, con tres botones desabrochados que cubría su pecho, le ceñía los pectorales que se intuían firmes y duros como dos mesetas bajo el tejido de algodón; los deltoides estaban tan marcados que competían con los relieves escarpados de los andes, y la canela se derretía en su piel.

 Ariel, disimulando con su bebida se atrevió a vagar con sus ojos un poco más abajo, pasando por esa cintura afilada y estrecha, rodeada con un cinturón de hebilla plateada… lo que vio lo maravilló más que a Colón el descubrir las Indias. 

De haber podido transparentar los vaqueros gruesos de un azul tan oscuro que tiraba a negro, estaba seguro que sus ojos se hubieran deleitado con la visión de los muslos más carnosos y magros que pudieran existir, y cuando el esplendido espécimen giró fugazmente, Ariel consideró volverse más piadoso al observar un trasero que de lo bueno que estaba, seguro hacía hasta milagros.

El hombre al que quería ponerle velas y su padre hablaban de cosas insulsas para un oído que no entendía tanto regionalismo; así, con pesar para su sentido de la vista, se volvió a concentrar en la revista de variedades que llevaba de reserva para las horas de viaje por carretera.

-Por cierto Efraín. Ven y conocés a mi hijo, pues.

Ariel dio un respingo y con lentitud levantó su rostro delicado, aristocrático.

- Mucho gusto patroncito – saludó el capataz inclinando la cabeza - ¿Se le puede decir así, Don Arturo?

- No solo se puede, sino que se debe – aseguró su patrón – Este muchacho va a ser el dueño absoluto de los Laberintos – remató estrechando fuerte a su niño.

Una sombra fugaz pasó por el rostro de Efraín al oirá aquello, pero fue tan rápida como para que alguien más la notara, y tan débil, que le permitió dibujar fácilmente una sonrisa con sus labios carnosos.

- ¿No habla nada de español? – Preguntó Fernando ante el silencio de Ariel.

- Algunas cosas – respondió Arturo - Creí que entendía lo básico.

Y no acaba de decir esto, cuando el muchachito se puso de pie y estiró su mano hacia Efraín.

- Mucho gusto, es un placer –soltó con torpeza y con esa horrible pronunciación.

Los cuatro rostros voltearon a ver al extranjero que vocalizaba tan mal, pero cuya voz era más dulce que el agua de panela, el manjar blanco y la miel de abejas juntas.

 Ariel les sonrió apenado, acariciándose los brazos y bostezando antes de poder controlarse. En ese momento Don Arturo pidió la cuenta, fijándose en el cansancio de  su muchacho y el suyo propio. Era mejor reposar en el apartamento un rato, antes de marchar rumbo a Los laberintos; además, tenía que pensar en la forma como apagaría la furia de su mujer quien seguramente también estaba armando viaje a la finca. Si la chismosa de Consuelo había llegado en la mañana a la hacienda, y ya sabía que todos allí, estaban esperando su llegada y la de su hijo menor, entonces era fijo que lo primero que había hecho seguramente había sido levantar el auricular para contarle todo a Lucrecia.

 

 

 

 

El camino al hotel fue rápido a pesar de estar relativamente lejos, y de que el tráfico no colaboraba mucho. Durante el recorrido Ariel observó el primer metro que se inauguró en Colombia, circulando como una culebrita de coral. A lo lejos, observó cerros empinados sobre los que se levantaban ciudadelas de casuchas aglomeradas. Eran las famosas comunas, barrios de suburbios muy similares a las favelas brasileras donde la ley eran las pandillas, armadas sin control por la guerrilla y los paramilitares.

- Hubo una época en la que ni los gallinazos bajaban a esos sitios – comentó Fernando, sentado al lado de Don Arturo – Hasta ellos sentían miedo de salir sin plumas.

- Y la cosa se puso peor cuando mataron a Pablo – Rió bajito Don Arturo – Ya sabés, todos disputándose el trono que había dejado el rey.

- ¿Son peligrosas? – Preguntó Ariel mirando embelesado por la ventanilla de la Chrevrolet Equinox – Parecen pesebres de navidad.

Fernando se carcajeó de lo lindo.

- Hay mijo. Si los reyes magos suben allí, fijo y salen más atracaos que el Banco de la República de Valledupar –añadió ayudándose de gestos para enfatizar sus palabras.

Una risa tenue y genuina brotó de la garganta de Ariel. Su mente imaginó la escena, y también al niño Jesús llorando por su oro, su incienso y su mirra. No, realmente llorando solo por su oro.

 Casi que podría jurar haber visto por instantes a Efraín, ubicado en el asiento de copiloto, espiándolo a través del retrovisor, pero al checar no vio más que el reflejo de la carretera.

Era más de la una de la tarde cuando llegaron al apartamento de Don Arturo, uno de los tantos; usado de vez en cuando para reuniones de amigos ó citas con mujeres que cobran por hora. Definitivamente, un lugar para el placer y lo ilícito, más que perfecto para resguardar por algunas horas a su hijo bastardo, lejos de las miradas indiscretas de cualquier conocido que pudiera tropezarse por la ciudad.

La comitiva llegó hasta un edificio de fachada redonda y balcones centrales; la entrada poseía una escalera ancha rodeada de arbustos que terminaba en un descanso de adoquines color arcilla. Caminando un poco más, las gruesas puertas de cristal daban la bienvenida a un lobby con cerámica perlada por la cera, donde en una esquina tras una reluciente barra con forma de garfio, descansaba un hombre agazapado en un uniforme beige de chaqueta cuello alto, manga larga, con botones negros distribuidos en pares hasta la cintura, y listas del mismo color en los puños y bordes del cuello. Sobre su cabeza, un quepis negro con una estrella dorada, mantenía bajo control sus rebeldes risos castaños.

- ¡Don Arturo! ¿Y ese milagro? ¿Qué lo trae por acá patrón? –Exclamó el celador apenas vio entrar al ganadero y al resto de la tropa. Los conocía a todos con excepción de ese niño rubio, con pinta de turista.

- Pa’ que veas. Debe ser porque está próxima la fiesta del señor de los milagros – Le sonrió sin dar mayores explicaciones, encaminándose a los ascensores mientras Carlos se apresuraba en recoger las llaves.

Media hora después el cuerpo exhausto de Ariel roncaba en la habitación de su padre. El ganadero corrió las inmaculadas cortinas para dejar la bolita que estaba sobre su cama, dormitar tranquilo; protegido de los rayos brillantes del sol de mediodía, descansaría mucho mejor.

 Don Arturo llegó hasta el borde del mueble de tamaño matrimonial, cuya cabecera era una puerta cerrada que tenía a lado y lado dos lámparas con la figura de antiguos faroles. Despacio, con cuidado de no despertar a su niño, lo arropó con los edredones blancos de poliéster; y silenciando sus pasos con un chistoso caminado de puntillas, rodeó la cama para llegar hasta el control del aire acondicionado. Reguló la temperatura para mantenerlo cómodo y antes de salir, miró el reflejo de Ariel en el espejo de cuerpo entero que estaba frente a la cama. Que gozara de la calma de momento, porque apenas pusiera pie en Los laberintos, se metería literalmente en un caos sin retorno.

 

 

 

 

Afuera, Fernando ya había hecho suyo el bar. Una colección de los licores más finos del mercado reposaba en un estante con figura de panal, empotrado en una esquina del apartamento. Sobre la barra se encontraban dos vasos de cristal cortado y una botella de Chivas Regal  12 years old, recién abierta.

 Fernando dio un trago a su whisky, puro como todo en él, mirando de modo áspero el vaso de Don Arturo donde flotaban tres cubitos de hielo. No soportaba que la gente ligara las bebidas; podía aguantar la dispepsia que le producía ver cómo le añadían hielo, al final era solo agua. Sin embargo, pedía el renacimiento de la inquisición para aquellos escasos de paladar, que se atrevían a combinar tragos tan costosos con Coca- cola o Seven up.

En la terraza soleada de paredes estucadas en un bellísimo palo de rosa, se encontraban Carlos, Fabio y Efraín. Los dos primeros sentados en unas sillas plásticas, contemplaban la vista escarpada y citadina, contraste de naturaleza y progreso, al tiempo en que bebían limonadas y conversaban con distención. Efraín mientras, permanecía de pie recostado al barandal de hierro del balcón; su figura parecía ausente, relajada; aun así la evidente contracción de sus hombros dejaba claro que estaba todo menos tranquilo.

- ¡Efraín! – Llamó Fabio – Pero vení y sentáte pues con nosotros. No estés parao hay como hijo pródigo.

- No, gracias – respondió ásperamente el susodicho, mirándolos con desdén, especialmente a Carlos.

Fabio se encogió de hombros y siguió hablando con Carlos mientras este le daba una rápida mirada a Efraín.

En la sala mientras tanto los dos amigos continuaban su charla.

-Lo dejé durmiendo, estaba rendido el pobrecito – apuntó Don Arturo, yendo hacia el otro hombre.

Fernando le ofreció el whisky en las rocas y propuso un brindis.

- Por Arielito. Para que ese niño le devuelva el espíritu a “los Laberintos”

Los vasos chocaron y el sonido de los cristales atrajo la atención de los escoltas y el capataz. Carlos y Fabio levantaron sus vasos de limonada, apoyando el brindis; Efraín por su parte, sin nada en las manos, optó por inclinar la cabeza bajando con sus dedos la parte delantera del sombrero.

- ¿Cómo piensas enfrentar a tu mujer cuando lo vea?

Fernando se tumbó en un sofá de cuero negro que estaba sobre una alfombra beige de tres metros cuadrados; usó la mesa cuadrangular de grueso vidrio que tenía enfrente para colocar su vaso. Don Arturo se sirvió un poco más de licor, lo necesitaba para hacerle frente a esa pregunta y más al hecho de que no tenía respuesta para ella. Luego sí, tomó asiento al lado de su amigo.

- No tengo ni idea todavía – respondió dubitativo - Se que Lucrecia se va a poner más furiosa que un tití.

- ¿Y Sara que ha dicho?

- ¿Sara? – Arturo miró a su amigo extrañado al escuchar el nombre de su sobrina – Si esa niña es toda dulzura, esa se hace amiga de Ariel antes de conocerlo – aventuró despreocupado. Sin embargo, al parecer su amigo no estaba muy convencido.

- ¿Estás seguro? – Le replicó por tanto - Ella es muy cercana a tu mujer.

Don Arturo esquivó la mirada nervioso, rascándose la nuca. Ya tenía presupuestado que su sobrina no iba a ser un problema más para él, pero su amigo tenía razón. Sara y Lucrecia se llevaban muy bien; prácticamente su esposa se había convertido en una segunda madre para la joven después de la muerte de los padres de esta,  y aunque también lo quería mucho a él, la solidaridad femenina seguro pesaría más.

- Pues Nando, que sea como Dios quiera. Ya llegué hasta aquí y ya no hay vuelta de hoja – fue todo lo que pudo agregar en su defensa.

Su amigo suspiró y volvieron a brindar, esta vez en honor de la valentía, y porque esta no saliera huyendo cuando Lucrecia, arribara a “Los laberintos”

 

 

 

 

Jardín, Antioquia. Hacienda los Laberintos.

 

Era la hora de la siesta. A esas horas la mayor parte de los trabajadores estaban bajo la sombra, reposando los frijoles con garra del almuerzo, exquisitamente suculentos gracias a la sazón de Doña Leo.

Albeiro yacía dormido en la hamaca del patio trasero de la cocina, mientras la rolliza mujer le servía de mala gana un plato de guisado a Consuelo. La mujer había regresado temprano en la mañana de San Onofre, municipio sabanero de donde era oriunda. Desde que pisó “Los laberintos”,  la anciana de cabellos grises olió algo raro, y no se trataba de los frijoles de Doña Leo. Durante toda la mañana no cesó en preguntar a que se debía tanto jaleo, tanto movimiento de muebles y traslado de víveres, hasta que a uno de los trabajadores  en un descuido, se le soltó la lengua y le contó el motivo del tropel. Indignada, Consuelo no dudó en coger la bocina del teléfono y marcarle a su niña a Medellín, y aunque después de ponerla en sobre aviso solo escuchó como réplica el timbre intermitente del teléfono, estaba segura que Lucrecia no se quedaría de brazos cruzados.

Eleonora se sentó a su lado mientras Consuelo vaciaba el suculento guiso; tomó entre sus manos el tejido que la anciana soltó para agarrar la cuchara, y se entretuvo mirando las puntadas tipo “flor de la papaya” que empezaban a darle forma a un mameluco pequeñito.

- ¿Otro nieto Consuelo? – Preguntó finalmente Doña Leo.

- Así es. Carmen esta preña otra vez.

- ¿Otra vez? – Exclamó sorprendida - ¿Y cuantos lleva ya, pues?

- Es el quinto milagrito.

- ¿Quinto milagrito? – Rio por lo alto – Eso ya no son milagros mija, eso es una penitencia.

Consuelo la miró de mala manera, esa india desgraciada le caía peor que la comida recalentada. Pero ambas gozaban de la protección de los patrones. Consuelo era la adoración de Lucrecia; la mujer de cabellos cenizos y trenzados, fue su nana desde la cuna y siguió tratándola como a un bebe después de que le bajara la menstruación, y se convirtiera en la belleza más codiciada de Montería.  Por su parte Eleonora Montes, era la favorita de Don Arturo, tal vez no le había limpiado el vomito de niño, ni lavado el culo como seguramente Consuelo había hecho con Lucrecia, pero el patrón estaba tan encandilado con ese carácter desenfadado de Eleonora como polilla con el fuego. Así que ambas sabían que estaban al mismo nivel,  las dos se sabían fuertes pero también eran inteligentes y como buen guerrero sabían hasta donde podían avanzar.

- ¿A qué horas llega la patrona? – Preguntó Doña Leo dejando a Consuelo con la cuchara a medio camino.

- No se de que me hablas – respondió está volviendo a sus frijoles.

La india la miró fijamente.

- Mirá Consuelo, no te hagás. Ya sé que llamaste a la patrona pa’ avisarle lo de hoy.

Consuelo hizo el plato a un lado y recogió su tejido poniéndose de pie. Eleonora la rodeó colocándosele al frente.

-Tan vieja y aun no aprendés que en boca cerrada no entran moscas – Rugió disgustada.

- Déjame pasar.

Eleonora miró la piel ajada, la cara redonda y los ojos castaños que la miraban con desdén. Un rosario de murano caía sobre el vestido negro, enterizo hasta las rodillas y cuello en “v”. Ninguna de las dos bajó la mirada, pero fue Doña Leo quien finalmente se hizo a un lado, dejando pasa a la anciana. Ya iba cruzando el umbral de la cocina, recibiendo la brisa de la tarde cuando la voz de la Embera la hizo detenerse abruptamente.

- Consuelo – La llamó – Recuerda que el que tiene rabo de paja, no se acerca a la candela.

 

 

 

 

Medellín, Antioquia.

Efraín aprovechó la salida momentánea de Carlos y la distracción de Fabio con el paisaje para ingresar al interior del apartamento.

 Don Arturo y Fernando estaban ahora, discutiendo sobre el descalabro de las pirámides el año anterior. El ganadero aseguraba que el escándalo financiero no había sido más que un truco del gobierno para tapar la masacre de veintidós jóvenes a manos del ejército, y Fernando aunque de acuerdo con eso, también creía que el cierre de esos negocios fraudulentos estaba más que justificado.

Disimuladamente Efraín pasó por detrás de los dos amigos, bordeando casi la puerta de madera de la cocina. Sin muchos inconvenientes rodeó la barra y llegó hasta el corredor de la escalera. Subió los peldaños tratando de hacer sonar lo menos posible las tablas escalonadas en forma de caracol; sus botas de cuero no contribuían mucho en ello, por lo que le tomó casi cinco minutos estar en la planta alta.

 El pasillo silencioso como una pantera al acecho, lo recibió al llegar. De las azules paredes, colgaban pinturas animistas, el arte pictórico favorito de Don Arturo, colocadas justo a setenta centímetros por encima del papel de colgadura. Ese si era el gusto del patrón, pensaba Efraín a sabiendas que era el único lugar que no tenía por ningún sitio el sello decorativo de Doña Lucrecia.

Avanzó sin contratiempos hasta el final del corredor donde una puerta con picaporte dorado le esperaba. Lo giró sin dudar, y el frio del acondicionador de aire golpeó su nariz, junto con el aroma a vainilla del ambientador. Se quitó el sombrero llegando hasta la cabecera de la cama, el hijo de su patrón se había acomodado boca abajo, explayado bajo las colchas, profundamente dormido.

Efraín lo miró con un rictus inescrutable en su rostro ovalado, viril; su barba de una semana ocultaba un mentón cuadrado, fuerte, y dotaba de mayor fiereza a esos ojos que se achicaban al mirar la figura recostada en la cama.

“Maldito extranjero de mierda, llegas en el peor de los momentos…” – pensó.

Ariel se giró en ese momento, quedando sobre sus espaladas, permitiéndole a Efraín contemplar ese rostro tan delicado como la virgen del Carmen, estrella del mar, patrona de los navegantes.

Era un muchacho bellísimo, tanto como lo había sido su madre, de la cual había oído tantas veces hablar a Don Arturo.

Efraín sintió la extraña necesidad de tocar esos cabellos rubios que orlaban la piel blanquísima del rostro aniñado, y que de lo largos, caían hasta sus labios rojos como el fruto del café. Doña Lucrecia no sería la única en odiar a ese niño venido de tierras del norte, él ya lo hacía. En solo tres días todos sus planes se habían ido al traste; ya tenía todo listo para empezar a seducir a Sara, la sobrina de Don Arturo que hasta hacía solo setenta y dos horas, era sin duda la heredera absoluta de “Los Laberintos”.  Ahora todo había cambiado, tenía bajo sus ojos al nuevo sucesor, a quién por obvias razones no podría manipular con los mismos métodos que pensaba emplear con Sara, o por lo menos era lo que por el momento creía.

- ¿Se puede saber que está haciendo aquí, Efraín?

El tono firme de la voz a sus espaldas lo hizo dar un respingo que le avergonzó. Carlos estaba en el umbral de la puerta, mirándolo fijamente con sus ojos verdes como los llanos de la Orinoquía, tierra natal de Efraín.

- Buscaba un baño – respondió sereno de nuevo, retorciendo sus labios con rencor. Esa guerra fría que tenía con el escolta ya empezaba a producirle escozor.

- Pues hay uno en el primer piso. Haga el favor de bajar – Pidió Carlos mostrándole el corredor – Después de usted.

Efraín lo miró sin emoción alguna y obedeció en el acto. Adelantándose, bajó presuroso las escaleras y oyó la puerta cerrándose. Cuando llegó al primer nivel de nuevo, su patrón y Fernando ya no conversaban de política, ahora recordaban carcajeados de la risa, las épocas en que Don Arturo escribía poemas eróticos bajo el seudónimo de un tal Joaquín de Almeida, que sabría Dios que madre lo había parido y quien seguramente se revolcaba en su tumba al saber su nombre, usado para firmar textos que contenían es un solo renglón palabras como: pezón, frenesí y lascivia.

- Bueno gente. Ahora si – dijo el patrón poniéndose de pie – Voy a despertar al culicagao porque nos vamos.

Enseguida Fernando se puso de pie y llegando al bar, sacó una botella de aguardiente sirviéndole un trago.

- Vámonos pues, pero primero bebéte esta – convidó pasándole la bebida – Recuerda que con amor y aguardiente… nada se siente.

 

 

Continuará…

 

 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).