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Pasión en los laberintos. por sherry29

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Capitulo III

 

Cinco horas tomó el viaje por tierra que llevó a Ariel a su nuevo hogar. Durante el trayecto, el muchacho recorrió los paisajes más asombrosos que se hubiera imaginado. El colorido de las aves que brotaban como flores de la espesa maleza que flanqueaba la carretera, las orillas de una ciénaga cuyo nombre no se alcanzó a grabar, pero de la que jamás olvidaría su mística y brumosa niebla, lo acompañarían para siempre. Los peñascos altísimos que juraba caerían sobre el auto también le habían dejado sin aire, lo mismo había hecho la montaña imponente y los abismos de aquellas curvas peligrosas que amenazaban con devorarlos.

Todo, absolutamente todo en aquel panorama era deslumbrante, incluso el ahora entramado de vegetación que se le antojaba casi como un laberinto sin salida.

El automóvil todo terreno avanzaba en ascenso en miras de un cerrito empinado que se oscurecía cada vez más con la caída de la noche. Las luces delanteras del vehículo eran de momento las únicas con las que contaban, aunque parecían ser suficientes para alumbrarles hasta la llegada definitiva.

Finalmente, luego de casi quince minutos de subida, Ariel vio iluminado por los reflectores del auto la enorme reja que daba la bienvenida a la hacienda. No pudo leer el nombre de la finca en la inmensa tabla de madera que se sostenía, pinzada por cadenas, entre dos altos pilares, pero si lo intuyó en la forma como los trabajadores saludaban con sus sombreros el paso del auto por todo el trayecto del rancho. Estaba en “Los Laberintos”.

Ariel sonrió al ver la casa a medida que se aproximaba. Tal como la había visto en internet era hermosa. Aquellos dos pisos iluminados por lámparas antiguas que colgaban de los techos, algunos faroles  en los dinteles de las puertas y diversas plantas guindando de las cornisas eran fantásticos. Soltó una bocanada de aire cuando el auto dio media vuelta y la casa se explayó más en sentido horizontal. Los largos pasillos de los balcones parecían ser muy amplios; había que dar varias vueltas antes de ver la zona de los establos y claro está, aun faltaba verla por dentro.

Don Arturo hizo parar el auto frente a la puerta. Ariel descendió junto a él sobrecogido por tanta belleza. Por ser de noche no pudo contemplar en toda su fastuosidad el color mamón y terracota que adornaban las paredes de su  nueva casa, pero si pudo ver que todo se encontraba milimétricamente limpio y ordenado con motivo de su llegada.

Sonrió a cada empleado que se quitaba el sombrero ante su paso. Observó de soslayo como las mecedoras del corredor de la planta baja se mecían con la brisa nocturna mientras ingresaba por aquella puerta de madera abierta de par en par para él.

Adentro era magnifico. El salón principal que lo recibió era tan grande que parecía ser tres veces su casa de Boston. Los muebles distribuidos en la esquena oeste eran de madera barnizada, color ocre, bien repartidos rodeando a una mesa de cristal labrado. Del lado derecho había un bar con un estante empotrado lleno de incontables botella de todo tipo de licores, desde brandy hasta aguardiente. Por último, había otra puerta que comunicaba con un patio  interior, casi un jardín interno en cuyo centro se hallaba una enorme fuente.

Ariel caminó hasta ella casi que hipnotizado, siguiendo el senderito pedregoso que hacía las veces de camino.  El agua que brotaba del mármol con forma de copa no alcanzaba gran altura, pero el sistema de luces que Don Arturo le había incorporado le dotaba de un aspecto fantástico.

- This is so beautifull – musitó Ariel estirando su mano para comprobar que no estaba en medio de un sueño.

Don Arturo que le seguía de cerca sonrió, dejándolo explorar por sí solo, y pidiendo más luz para que su niño contemplara todo lo que le faltaba por ver.

Entonces surgieron a sus ojos toda una gama de colores inimaginables, tiñendo un sinfín de flores de distintas formas y tamaños. Gardenias, pensamientos, claveles, orquídeas, margaritas,  entre dos inmensos arboles de aceptable altura. Eran dos viejos y robustos robles blancos detrás de los cuales se escondía otro pasaje que conducía esta vez a los patios externos de la finca y las caballerizas.

- You’ ll see all this better tomorrow at morning, my Darling – dijo entonces Arturo trayendo a Ariel de vuelta. Quedaba muchísimo más por ver al parecer, puesto que a cada lado del jardín habían dos salones más, y en toda la esquina a la derecha se observaba una de las escaleras que conducía a la planta alta. Sin embargo cuando ya se disponían a volver al salón principal, una silueta diminuta y algo infantil apareció bajando a prisa desde arriba.

- ¡Tío Arturo! ¡Tío Arturo! ¡Ya estás aquí! – Ariel vio a la delgada chica correr escaleras abajo con dirección a su padre. El hombre cuyo rostro se iluminó con una gran sonrisa al verla, le dio un fuerte abrazo al tenerla entre sus brazos.

Se trataba de Sara, sobrina de Don Arturo, y la que era hasta el momento prácticamente la dueña de “Los Laberintos” en  ausencia del patrón.

- Tío, lamento no haber estado lista a tiempo pero quería verme muy bien para cuando llegaras – la joven parpadeó candorosamente mirando luego a Ariel. Este reparó en su presencia señorial, con su trajecito de volantes hasta las rodillas, enterizo, y sus cabellos recogidos en graciosos bucles a la altura de la nuca.

Arturo sonrió colocando a su sobrina frente a su hijo.

- Sara, este es tu primo Ariel;  viene de Boston y se quedará con nosotros definitivamente.  A partir de ahora será el dueño y señor de “Los laberintos”.

Sara sonrió dulcemente. Ya había escuchado los rumores de que su tío llegaría con aquella sorpresa así que se encontraba preparada. Sin más miramientos dio un fuerte abrazo al recién conocido, besándolo en la mejilla.

- Bienvenido primo – le dijo afable – Esta es tu casa  y yo estoy para servirte en lo que querás. Mi nombre es Sara, pero vos me podes  decir Sarita como los demás aquí – añadió mirando al resto de los empleados.

Aquella noche uno a uno todos fueron presentados ante Ariel. Se les advirtió que el chico no dominaba fluidamente el idioma por lo que debían hablarle pausado y tenerle paciencia si no comprendía algo.

Todos asintieron sin reparos, todos menos Consuelo que no había dejado de ver al niño de mala manera y se había retirado a su habitación antes de que el patrón la obligara a saludar al bastado.

Fue por tanto entonces que Rosaura tomó el puesto de ama de llaves por esa ocasión, conduciendo al nuevo dueño hasta sus habitaciones. Albeiro los siguió llevando las maletas escaleras arriba donde se hallaba la recamara. Don Arturo por su parte decidió dejar a su hijo ir desenvolviéndose solo para que empezara a coger costumbre.

La noche cayó definitivamente y Ariel resopló cansado viendo la noche estrellada y magnifica desde el inmenso balcón de su habitación. Estaba seguro que en el día la vista sería sublime también, por lo que sonrió mientras aspiraba profundamente la brisa fresca que mecía las cortinas de sus ventanas. No sabía si era la costumbre cerrarlas en los días frescos por tanto decidió dejarlas así.

Se tiró sobre la cama agazapada de lino blanco, pero antes tuvo la precaución de extender el toldo que sostenía el dosel. Sobre los zancudos sí que le habían prevenido muy bien y no pensaba desentender concejos. Luego entonces, sí pudo caer rendido de nuevo. Estaba seguro que al despuntar el sol, algo más que el maravilloso paisaje le esperaba.

 

 

 

En una habitación contigua a la de Ariel, también en la segunda planta, Sara desenredaba su cabello mientras observaba su bailarina de cristal dar vueltas en su mesa de noche. Se retiró uno a uno los broches de su cabello castaño claro y los guardó junto al resto de sus prendas en el primer cajón de su cómoda.

Terminó de remover el maquillaje de su rostro con una toallita húmeda haciéndolo cada vez con más fuerza. Acto seguido dio un manotazo en la mesa tirando sus cremas al suelo.

Estaba furiosa. Odiaba al malnacido gringo que había venido a entorpecerle su vida. “Los laberintos” eran su herencia, su vida. Se había imaginado tantas veces como la heredera de aquella hacienda, que ahora le era imposible aceptarse desplazada por un miserable bastardo. ¿De qué le había servido entonces tanta zalamería con sus tíos? ¿De qué le había valido perder tantos años en ese monte y esa selva, envejeciendo prematuramente? ¿De qué? ¿De qué le había servido?

Se levantó y se tiró en su cama pensando en lo único bueno que tenía en “Los laberintos”: Efraín. Aquel capataz que con solo una mirada le volvía las piernas de gelatina, que con su mirada siempre fría e insondable le calentaba hasta los huesos.

Despacio, casi sedosamente, introdujo una mano por debajo de la falda de su vestido y se tocó por encima de la ropa interior. Se encontró húmeda y viscosa. Palpó un poco por debajo de la tela y luego, sin más dilación apartó hacía un lado el interior palpándose directamente con sus dedos.

Deseaba tanto que fuese Efraín quien la tocara así, pero el muy infeliz era muy decente para siquiera insinuársele. Juraba que lo había visto observándola  alguna que otra vez durante sus paseos a caballo o bañándose en la alberca, pero a pesar de esto nunca se le había aproximado ni siquiera lo suficiente para rozarla.

Un gemido salió de sus labios cuando introdujo uno de sus dedos en su interior. Quizás si seducía a Efraín este le ayudara a deshacerse de aquel molesto niño. Le daba mucha pena por su querido primito, pero lo suyo, era lo suyo.

 

 

 

Vladimir  había pernoctado junto al caserón esperando el momento en que Catalina le hiciese aquella señal con la luz de la cocina. Como la chica no había obtenido permiso de su madre para irse a la capital, no había tenido más opción que irse a hurtadillas sin despedirse de los suyos, aceptando la oferta de Vladimir de seguirla hasta los mismísimos infiernos si era preciso.

Ninguno de los dos estaba seguros de su suerte una vez abandonaran “Los laberintos”, pero si estaban convencidos, por lo menos Vladimir, de que juntos podían sortear el obstáculo que fuese. Pensaba hacer lo que fuera para que Catalina fuese feliz, para que realizara sus sueños.

Por fin, luego de una considerable espera y mientras el canto de los grillos pitaban cada vez más cerca de sus oídos, Vladimir vio la señal esperada. La luz de la cocina se encendió fugazmente para luego, acto seguido, apagarse de forma súbita.

No necesitaba más. Alzó su pequeña maleta y se aproximó con cautela por todo el perímetro de la casa hasta alcanzar los patios que conducían a la cocina. Al entrar la fuerte oscuridad del reciento le hizo moverse con mayor cautela, hasta ver parada junto a la mesa del comedor de los sirvientes, la silueta que añoraba.

- Cata – susurró en voz baja, pero como respuesta lo único que obtuvo fue la aproximación de la figura envuelta en sombras.

Vladimir sonrió considerando ese gesto un saludo. Sin poder controlar más su emoción tomó aquel cuerpo entre sus brazos y apresándolo fuerte busco aquella boca que tanto amaba, tomándola sin reparos.

Se sorprendió por la súbita tensión y la pequeña resistencia con la que fue correspondido. Sin embargo pensó que quizás Catalina estuviera nerviosa por la fuga.

- Mi amor, no se preocupe que pronto estaremos lejos de aquí – fue todo lo que le dijo antes de volver a ensañarse contra aquella boca. Esta vez el cuerpo pareció corresponderle un poco aunque lo sintió más menudo y menos voluptuoso… más plano.

En aquel momento la luz se volvió a encender. Catalina se quedó pasmada, soltando su equipaje  mientras su boca abierta no podía encontrara palabra para lo que sus ojos veían. Frente a ella, el hombre que juraba amarla más que a su vida y el recién llegado hijo del patrón, se besaban como dos apasionados amantes.

Los sorprendidos en el acto se sobresaltaron encandilados por la luz. Se separaron rápidamente, momentáneamente enceguecidos por el repentino destello de la lámpara, hasta que el grito casi histérico de la mujer los hizo consientes de la situación.

- ¡Vladimir! – Chilló Catalina – ¡pero qué degenere es esto!

El aludido se sobresaltó angustiado. Con los labios aun húmedos por el ósculo recién terminado miró con espanto al chico que tenía frente a él.

- ¿Pero quién sos vos? – se crispó tomando al chico de las solapas del pijama que portaba.

Ariel lo miró espantado, sin entender bien lo que le decía aquel hombre ni lo que estaba sucediendo. El solo se había parado en busca de un poco de leche, por no querer molestar a aquellas horas, él mismo se había aventurado en busca de la cocina, y no entendía cómo ni por qué, de repente, se había visto envuelto en aquellos fuertes brazos que le demandaron aquel beso.

No iba a negarlo, al principio se había resistido, pero luego había resultado extrañamente apasionado. El sujeto le besó como nunca le hubieran besado antes, con tanta pasión que sintió arder por dentro. Sin embargo ahora todo parecía haberse convertido en una pesadilla.

Lleno de temor interpuso sus brazos para evitar que el otro sujeto le golpeara como pretendía. Aun así el golpe nunca llegó; Catalina, espantada al ver lo que Vladimir pretendía, se interpuso de prisa.

-¡Vladimir no! Este muchachito es el hijo del patrón, es el “patroncito”.

Al escuchar aquel calificativo los ojos del capataz se abrieron como platos. Su pecho subía y bajaba con desenfreno al tiempo que intentaba calmar el calor que aquel beso había dejado en su cuerpo. No podía creer que hubiese besado de aquella forma a otro hombre, que además era un muchachito y por si esto no bastara, hijo del patrón.

Se separó bruscamente de él dejándole ir. Al verse libre, Ariel puso pies en polvorosa y partió de nuevo al cuarto del que pensaba, jamás debió haber salido.

Vladimir miró a Catalina con gesto de estupefacción, pero esta comprendiendo finalmente la situación, lo único que pudo fue reír como loca.

- ¡¿Qué?! – Le reclamó la mujer divertida - ¿Te arrepentiste de venirte conmigo y preferís  al patroncito?

- ¡No me jodás Catalina! ¡No me jodás! – furioso, el hombre se acercó al lava platos y enjuagó su boca. Quería mostrar a toda costa un asco que no sentía pero deseaba sentir.

Catalina lo volvió a mirar, esta vez acariciándole los cabellos. Vladimir la acercó más a sus brazos y la besó. Quería olvidar lo más rápido que pudiera el sabor dejado por los labios de aquel chiquillo, que por un momento le habían parecido increíblemente dulces.

- ¿Nos vamos? – inquirió entonces echando una mirada sobre la maletita de Catalina.

La chica sonrió asintiendo.

- Que sea lo que Dios quiera  – dijeron ambos  echándose la bendición ante la imagen de la última cena que tenían en la pared de fondo.

Vladimir tomó a su mujer de la mano y partieron  en medio de la oscuridad.

A penas se hubieron marchado, Doña Leo que había observado todo con mucha atención cobijada por una cortina, salió de su escondite. La sonrisa que dibujaban sus labios era entre inquietante y espeluznante.

En su diestra sostenía la taza de café que aquella mañana había leído a Vladimir.

- Ya ha empezado – susurró  para sí – ya ha empezado.

 

 

 

La mañana despuntó fresca y brillante en “Los laberintos”. Ariel, quien finalmente consiguió conciliar el sueño bien entrada la madrugada, se despertó por intermedio de su padre que ingresando a su recamará descorrió las cortinas que Rosaura había clausurado un poco antes del alba.

Los rayos del sol ingresaron por todo lo ancho de la habitación bañando de luz el reciento. Y Ariel resentido por el brillo fue abriendo poco a poco sus ojos.

- Good morning, my boy – saludó su padre sentándose en el lecho y despeinando sus cabellos rubios.

Ariel lo miró entre extrañado y somnoliento, para después, a medida que recuperaba la orientación, sonreírle con gentileza.

- What time is it? – preguntó después de un gran bostezo. En ese mismo momento Rosaura ingresó trayéndole el desayuno en una bandeja.

- Espero que te guste – anotó su padre reparando en el menú – Tendrás que acostumbrarte a estas comidas, pero no te preocupes, lo harás. Son exquisitas.

Con un asentimiento de cabeza, Ariel tomó la bandeja y observó los platillos. En un pocillo pequeño había lo que le pareció un huevo hervido y blando; al lado de este se hallaba lo que parecía una tostada redonda de maíz con rodajas de queso, y para terminar en un plato aparte, algo tostado en forma de caparazón.

- Son chicharrones – advirtió la empleada pronunciando cada sílaba.

- Chicharones – repitió Ariel torpemente.

- No, no chicharones… chicharrones.

-Chicarrones – pronunció de nuevo con éxito, a lo que Rosaura correspondió con una sonrisa.

Terminado el desayuno, bebió un jugo de naranja bastante dulce. Su padre le advirtió que debía alistarse temprano por que aquel día los hacendados más cercanos y otros amigos de la capital vendrían a conocerle. Tendrían una fiesta por todo lo alto en la finca para presentarle en sociedad.

Ariel se sintió un poco turbado por ello; no era chico de grandes eventos sociales. Hasta el momento sus únicas fiestas eran reuniones sencillas de instituto y conciertos de Jazz en los bares de los amigos de su madre.  No estaba por tanto acostumbrado a pomposas celebraciones donde fuese el centro de atención. Tenía miedo de no estar a la altura.

Fue por esto que se tardó un poco en el arreglo. No sabía que atuendo podía ser el adecuado pues suponía que sus camisetas deportivas no serían bien vistas. Por fortuna no se equivocó y el instinto le supo orientar hacia una camisa de dril blanco con pantalones a juego que su madre le había obsequiado años atrás con motivo de una primera comunión.

Se miró al espejo evaluando su estado, asintiendo aprobatoriamente al verse. Sus cabellos rubios y sus ojos azules hacían un bonito contraste con su ropa. El relicario donde guardaba la foto de su madre resaltaba en su piel junto a la medallita de la virgen de Guadalupe que le había regalado Fran.

Cinco minutos después Ariel bajó las escaleras, y en ese mismo momento la música sonó.

Dentro y fuera de la casa ya había cerca de doscientas personas reunidas. El anfitrión, Don Arturo, departía con Fernando y otros dos hacendados más al verlo llegar. De inmediato, el patrón suspendió sus actividades para recibir a su muchacho, colocándolo en frente del salón para deleite de todos.

- Bueno señores, el agasajado por fin se presenta- Don Arturo llamó la atención de todos haciendo sonar una copa - Tengo el honor de presentarles a Ariel Vélez Mc Mahon, mi hijo menor, y a partir de hoy el dueño de “Los laberintos”.

- ¡Por Ariel! – coreó la multitud entusiasmada mientras el homenajeado pudo ver las mesas que afuera exhibían multitud de platos típicos. La lechona, el asado, la bandeja paisa, era algunos de estos.

Arturo los sacó entonces afuera donde otro grueso grupo de invitados lo esperaban. Lo paseó entre las diferentes personalidades que se encontraba al paso dejándolo finalmente junto a los hijos de otro de sus principales socios.

Los chicos tenían casi su misma edad y al ser hijos de magnates ganaderos hablaban ingles fluidamente. Ariel se sintió rápidamente en confianza dándose el gusto de pasear junto a los otros chicos por el resto de la hacienda.

De día era más fácil verla pero no medirla. Era gigantesca. Desde la valla que demarcaba el área ganadera era imposible seguir con la vista el límite del cercado. Al parecer no iba mucho más allá del río que se alcanzaba a ver un poco desde su balcón, pero aun así era inmensa. Y eso que tenía entendido que era la finca más pequeña de su padre.

- Ariel… ¿Do you know ride horses? – preguntó en esas uno de los chicos que le acompañaban. Habían llegado justo al área de las caballerizas y veían a uno de los capataces entrenando un pequeño corcel.

Ariel negó con la cabeza. En Boston era complicado aprender aquello, no solo por el hecho de aprender en sí, sino de considerarlo necesario.

- Supongo que tendré que aprender – dijo en español recostándose a la cerca. Tal vez queriendo mostrar que esa era solo una de las muchas cosas las que tenía que aprender.

El grupo de chicos lo incentivó entonces a montarse en uno de los caballos para sacarle fotografías. Divertidos y amistosos fueron en busca del capataz para llevar a cabo su misión.

Efraín se sorprendió cuando uno de los invitados llegó junto a él. Ya era demasiado tener que tragarse su mal humor por la fiestucha en honor al bastardo ese como para que ahora le pidieran que pasease al príncipe a caballo.

- No creo que sea una buena idea – comentó para librarse de aquello – el joven no sabe cabalgar y podría ser peligroso.

- Vamos, no seás así – le insistía el otro chico – Lo que te pedimos es justamente que vos te montés con él y lo guiés. Vamos será divertido.

- No, lo siento.

- Why no? – esta vez fue el propio “patroncito” el que habló. Al ver que era Efraín el capataz que podía enseñarle, el miedo por montarse en aquella bestia se difuminó un poco.

Efraín vio en aquel gesto un reto. Miró serio por unos instantes al muchacho, desprendiéndose luego del sombrero en señal de respeto.

- Si usted lo ordena es otra cosa patroncito – dijo tomando el caballo para ensillarlo. El grupo de chicos esperó entusiasmado mientras ajustaba las monturas.

Cuando el caballo estuvo listo Efraín estiró su mano ofreciéndosela  a Ariel. Este se apresuró a tomarla, sintiendo luego como las fornidas manos del capataz lo tomaban por la cintura colocándolo sobre el corcel; luego, este subió al caballo junto a él, tomando fuerte las riendas.

- ¿Está listo, patroncito? – preguntó haciendo al caballo girar un poco a la derecha.

El rápido movimiento asustó un poco a Ariel. Sin embargo, Efraín le tomó fuerte de la cintura imprimiéndole confianza.

- No se preocupen patroncito – le habló quedo al oído – Yo no lo voy a dejar caer. Eso ni pensarlo- agregó acercándose tanto que su aliento le rozaba la nuca.

Efraín pensaba que con este acercamiento iba a conseguir intimidar a aquel niño, pero lo que consiguió fue justamente lo contrario. Al sentir aquella presencia tan cerca, Ariel giró su rostro mirando fijamente al capataz y este no pudo evitar perder un poco el aliento al ver de cerca esos enormes ojos azules.

Se controló pensando que quizás estaba impresionado por el color y porque ese niño tenía un rostro demasiado inocente. Por el momento no podía concebir la idea de que ese pequeño le estaba despertando deseos de hombre. Realmente no podía concebir que ese mocoso le despertara ningún deseo adicional al odio que ya le profesaba.

En esas estaban cuando la gente atraída por el escándalo de los chicos, se acercó a los establos. Don Arturo asentía feliz, gustoso de que su niño se estuviese adaptando tan rápidamente. Fernando a su lado también se mostraba satisfecho. Todos realmente se mostraban muy contentos… todos menos Sara.

El rostro de la chica había palidecido al ver aquello. Por su mente no se asomaba ni por descuido la idea de que su primo fuese gay. Sin embargo, algo en aquella cercanía hizo que una fugaz sensación de angustia y celos se arremolinara en su pecho al ver a Efraín sosteniendo de aquella forma a Ariel.

Quizás era que deseaba ser ella la que estuviese cobijada por esos brazos, recibiendo tales atenciones, o quizás era la rabia de que Efraín nunca hubiese tenido esas atenciones para con ella, pero lo cierto era que deseaba con toda su alma entrar dentro de aquel cerco y apartar a ese mugroso del que consideraba su hombre.

Gracias a Dios, el momento se vio interrumpido por la llegada intempestiva de un invitado que no era tal. Una muerte anunciada hubiese dicho el nobel Colombiano de haber estado presente.

Lucrecia se bajó de la camioneta escoltada por su chofer y guardaespaldas.  Desde lo lejos podía escuchar el jolgorio que había cerca de las caballerizas, aunque no fue hasta estar a pocos pasos de la escena, que sus ojos pardos se concentraron en la figura delgada y angelical que cabalgaba  junto a Efraín.

-¡Así que es él! – gritó a todo pulmón recogiendo alrededor de su cuello la mantilla de hilo.

Todos los presentes voltearon a verla, tan elegante y sobria como siempre; con el cabello negro recogido en un moño alto y sus zapatos de tacón. Su ropa siempre clásica y distinguida, como dama de los cincuenta le resaltaba del montón. Y para terminar ese rostro de muñeca de porcelana a la que parecían no pasarle los años.

Lucrecia avanzó otro tanto, sin perder por culpa de las miradas, distinción en su andar. El paseo de Ariel se suspendió de momento cuando Efraín paró la marcha al ver a la patrona dirigirse hacia ellos. Cuando la señora finalmente llegó hasta el cerco tras el que se encontraban, Ariel la miró fijamente presintiendo de quien se trataba.

- ¿No me vas a presentar a tu hijo, Arturo? – pidió sorprendiendo al público. El aludido, algo aturdido, reaccionó luego de un momento solicitando a su hijo.

Se hizo el silencio mientras Ariel descendía del caballo y era llevado junto a su madrastra. Al tenerlo frente a frente la mujer le tomó el rostro reparándolo detalle a detalle.

Después de algunos minutos de observación, Lucrecia soltó al niño.

- You look like your mother – dijo para sorpresa de Ariel -  Do you know she was my best friend? Before she fucked my husband, of course.

Y diciendo esto dio media vuelta en dirección al caserón.  Si el hijo de aquella mujer iba a vivir en aquel lugar entonces ella estaba dispuesta a tomarse allí unas largas vacaciones.

 

 

Continuará….

 


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