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Pasión en los laberintos. por sherry29

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Capítulo IV

 

Una semana después de la llegada de Lucrecia a “Los laberintos”, Ariel continuaba sintiéndose muy incómodo por su presencia. Sentía que estaba en el lugar equivocado, con más fuerza que nunca pensaba que no encajaba en aquel sitio y que no iba a encajar nunca. Se sentía muy solo y extrañaba mucho a su madre.

Por las noches había escuchado muchas veces discutir a su padre con su mujer y aunque le era difícil comprender completamente de qué hablaban, tampoco le era muy complicado saber que él era la razón de sus peleas. Entendía que aquella mujer no lo quisiera, entendía que lo odiara ahora que sabía que había sido amiga íntima de su madre.

Se llevaba las manos a la cabeza y su corazón se retorcía pensando en porqué su madre había hecho algo tan horrible. No podía creer que esa mujer tan dulce y tierna que creyó conocer muy bien en vida, hubiese sido capaz de un acto tan bajo: engañar a su mejor amiga con su propio marido y tener un hijo con este. Era horrible, una infamia; mirase por donde se mirase era una bajeza.

— ¿Why mommy? — le reprochaba en ese momento a la fotografía de su madre que guardaba en el relicario colgado a su cuello. Estaba encerrado en su recámara mientras en la contigua los dueños discutían de nuevo. Se preguntaba por cuánto tiempo más se iba a prolongar esa situación cuando unos toquecitos suaves le alertaron.

— Niño Ariel… ¿Está despierto?

El muchacho sonrió nada más oírla. Esa era sin duda la voz de Eleonora, la cocinera amable y rolliza que le caía tan bien. Muy diferente a aquella otra campesina famélica y rara llamada Consuelo que lo miraba tan feo.

Dando un brinquito desde su cama, solo con sus medias y un pantalón largo puesto, se apresuró a abrir. Del otro lado el rostro redondo y la sonrisa dulce de Eleonora le esperaban, traía una mano en el bolsillo de su falda y una mirada pícara bailoteando en sus ojos.

— Ya traje lo que le prometí mi niño — informó sacando una pequeña pulserita tejida del bolsillo donde tenía la mano.

Ariel sonrió al verla, no podía creer que estuviese dando crédito a esas cosas, pero lo cierto era que esa india Leo hablaba con tanta pasión al respecto que él no había podido evitar sentirse interesado.

— Gracias, Leo — le sonrió viendo cómo había terminado de caer la noche. Los árboles que se alcanzaban a ver desde ese lado del corredor se movían mecidos por la brisa y algunos frutos comenzaban a desprenderse estrellándose contra el patiecito de la planta baja. En ese momento también otro sonido se oyó. Parecía como si algo frágil se hubiese caído, aunque en este caso había sonado más bien como si alguien lo hubiese lanzado.

— ¡Ay, San Antonio bendito! Ahora sí que la gata sacó las garras — dijo la india en tono cansino, refiriéndose a Lucrecia.

— ¿Qué fue eso?— preguntó el niño asustado, pero la mujer negó con la cabeza.

— Mire mijito, lo mejor será que usted se venga conmigo pa’ la cocina pues, que cuando la patrona se pone arisca es peor que potra en celo.

Y sin más se encaminaron ambos a la planta baja. Una vez en la cocina Leo sentó al niño en una banqueta cerca al comedor de los capataces y le sirvió un pocillo de café bien cargado.

— Esta noche será larga, así que mejor bébaselo todo, y présteme ese brazo acá para ponerle eso.

Asintiendo, Ariel estiró su brazo derecho, viendo  como Doña Leo le ponía el brazalete que le había obsequiado y que según ella era una protección mágica de sus ancestros contra las malas energías y ciertas cosas feas que a ciertas personas de esos lares les gustaba practicar.

— Yo no debería creer en esto, soy católico — refunfuñó un poco a pesar de que el interés lo carcomía. Sin embargo, ante su duda la india solo le respondió con un mohín de disgusto.

— ¿Y eso qué, pues? Yo también soy católica, creo en Jesusito, en la santísima virgen y en los santos benditos. Pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Y ya bébase ese café que se le enfría.

— Bueno, está bien. — aceptó a regañadientes empinando la taza. La amarga bebida traspasó su garganta en casi dos minutos pero al terminar dejó un agradable aroma en su boca— Perfecto, lo he terminado todo — anunció soltando el pocillo. Eleonora que terminaba de lavar unos platos se acercó de nuevo observando el fondo de la taza junto a los restos del café.

Tres minutos le tomó descifrar aquello… y volver a caer sentada de culo sobre la silla que tenía frente al patroncito.

— No puede ser… — susurró mirando al niño como si viese un espanto.

Ariel se crispó.

— ¿Qué sucede doña Leo? ¿Qué pasa?

— Niño mío— la mujer estiró su mano acariciando el dulce y estupefacto rostro del niño. Acto seguido dirigió la vista hacía el talismán que le había colocado minutos antes en la muñeca, y yendo por un cuchillo se lo cortó a toda prisa — Esto no va a servir. — informó casi espantada— Vamos a necesitar algo más fuerte, muchísimo más fuerte.

— Pe… pero… ¿De qué habla doña Leo?

— Hablo de una tragedia mijo, una tragedia que sucedió hace mucho tiempo, en otra época, en otro espacio. Hablo de una tragedia que se quiere repetir.

— ¿Otra vez con esas historias, vieja ridícula? — la voz de Efraín se alzó en medio de las exclamaciones de pavor de Eleonora. Estaba recostado en todo el umbral de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante. Nadie lo había visto hasta que habló — ¿Por qué le cuenta esas cosas al patroncito? — reclamó en tono grave mirando el torso desnudo de Ariel fijamente— ¿Es que lo quiere asustar, pues?— avanzó hacía ella bajo la mirada expectante de Ariel. Sin embargo, la india con el cuchillo en la mano aún, le respondió con todo la fiereza de su abolengo.

— Escuchame pues, demonio — exigió poniéndose en pie y alzando. peligrosamente el chuchillo —Yo puedo ver tras esos ojos tuyos, esos ojos de mapaná que vos tenés.

— ¿En serio?— sonriendo Efraín se acercó dos pasos más, desafiante — ¿Y qué es lo que le cuentan estos ojos míos, vieja? ¿Qué le dicen?

— Me dicen que hasta un ser del infierno se puede quemar. Y  vos te estás arrimando demasiado al horno.

— Aquí la única que se está arrimando demasiado al horno es usted — le contestó Efraín perdiendo un poco la sonrisa —. Usted es la que se la pasa creyendo en cosas raras y haciendo cosas raras. ¡Vieja bruja!

— ¡Pues mejor ser una bruja que un demonio!

— Bueno, bueno… — parándose de la banqueta donde se hallaba sentado, Ariel intentó intervenir también. Sin embargo,  la india lo retuvo bajando por completo el cuchillo que sostenía cerca de Efraín.

— No mi niño, no lo defienda. — pidió volviendo la vista al capataz —Y no se alarme que este engendro y yo acostumbramos a tratarnos así. Él me tiene miedo porque sabe que yo puedo ver lo que realmente es. Yo puedo ver esa alma negra como el petróleo que tiene en el pecho — y diciendo esto se alejó del todo volviendo a su asiento junto a Ariel. El niño miró al criado a los ojos tal vez tratando de ver eso mismo que Doña Leo parecía advertir tan bien. Sin embargo, la mirada gélida de Efraín más que miedo solo le trasmitió un ligero estremecimiento.

Mientras tanto el capataz volvió a sonreír rebuscando en la nevera un poco de leche. Sacó directo el frasco donde la embazaban y bebió dos grandes sorbos bajo la mirada de Ariel. Cuando terminó, se secó la boca con la manga de su camisa y se acercó de nuevo hasta ellos.

— ¿Usted también piensa que tengo el alma negra, patroncito? — preguntó de repente sorprendiéndolos a todos.

Ariel se quedó mudo y no supo qué contestar. Efraín se agachó entonces frente a él como un enamorado junto a su amada, poniendo cara de cordero degollado.

Eleonora se espantó.

— ¿Qué hacés Efraín? ¡Dejá al patroncito tranquilo!

— Ay ¡Cállese, vieja! Deje que el patrón decida por sí mismo. Deje que me diga si acepta ir conmigo mañana a dar un paseo, y si después de eso se queda con la idea de que soy un demonio como usted me llama, no lo molestaré más. ¿Qué opina pues patroncito? ¿Le suena la idea? ¿Me va a acompañar mañana a dar una vueltica por la finca?

Ariel no contestó en seguida. Miró en repetidas ocasiones a Doña Leo pero esta no respondió nada que no fuera una negación rotunda. Sin embargo, sin saber por qué, el niño terminó cediendo al pedido de su criado y con una sonrisa tímida asintió con la cabeza.

Efraín se paró complacido.

— Pues ya ve Doña Leo, que donde manda patroncito, no manda cocinera. Mañana vendré bien temprano a recogerlo patrón. Qué pase buena noche — y de esta forma se despidió quitándose el sombrero y mirando burlonamente a Eleonora.

Una vez se hubo ido la mujer volvió la vista a Ariel.

— ¿Se da cuenta mijo? La tragedia se viene… definitivamente hay que buscarle una protección más fuerte.

 

 

 

 

La tragedia definitivamente se vino. Y comenzó desde aquella misma mañana  bajo el nombre de Sara. La chica se puso histérica a falta de mejor palabra, cuando al levantarse un poco más tarde que de costumbre, se encontró con la noticia de que su primo se había ido a pasear con Efraín.

No sabía por qué odiaba tanto la idea de verlos juntos. Desde el día de la fiesta, desde que había visto a Ariel en brazos del capataz algo extraño le rondaba en el pecho. Le parecía absurdo pues se trataba de dos hombres pero no podía evitar sentir esa rara sensación, esos celos enfermizos.

Pensando en ello se terminó de arreglar y aprovechó que casi todo el mundo se hallaba en la planta baja para hacer algo que llevaba días entre ceja y ceja: revisar el cuarto de Ariel.

Muy precavidamente se hizo con un juego de llaves que siempre guardaba para ocasiones como aquella y con mucha precaución ingresó en la habitación de su primo.

La encontró muy ordenada, algo poco común en chicos de su edad, aunque se figuraba que al sentirse en casa ajena el chico podía esmerarse en no parecer un maleducado. Sonrió. Eso estaba bien, que su primito no se acostumbrara mucho a creerse el dueño. Que siguiera sintiéndose como el invasor que era, que nunca llegara a tomarse en serio lo de su reinado en suelo extranjero pues ella no se lo permitiría.

Con esta idea avanzó hasta el closet empotrado de la esquina derecha de la recámara, y sin muchos reparos lo abrió. No se encontró con nada sorprendente; solo había camisas, ropa de dormir, y muchísimos libros en inglés. Definitivamente el chico parecía ser el típico niño bueno nada problemático, o por lo menos eso pensó antes de encontrarse con aquello:

camuflada entre un par de camisetas, justo al final de la última gaveta se encontraba una fotografía. Estaba tan bien guardada que alguien menos interesado jamás la hubiese encontrado. Sin embargo, Sara dio con ella y tomándola entre sus manos, no pudo más que  quedarse de piedra al ver lo que mostraba…

 No podía saber exactamente quién era el otro chico que aparecía en aquel retrato, pero de lo que si estaba segura era de que su primo aparecía abrazándolo y besándolo… ¡En la boca!

— ¡Dios mío!— susurró sin saber qué pensar. ¿Entonces, su primo era homosexual? ¿Entonces sus celos con respecto a Efraín no eran infundados y sus presentimientos eran correctos?

No, pensó, meditando mejor al respecto. Si esa fotografía estaba en lo cierto, ahora todo era perfecto. Había sido una tonta. Esa actitud tan cercana entre su primo y Efraín estaba dada porque seguramente a Ariel le había atraído el capataz, atracción que era imposible que se viera retribuida porque Efraín si era todo un hombre y jamás se fijaría en otro macho. Los hombres del campo como él solo gustaban de hembras y no se andaban con esas cosas típicas de gente extranjera. Y no era que ella estuviera en contra de los gays, no, para nada, era solo que para desgracia de su primo, ella no iba a desaprovechar ese talón de Aquiles para recuperar lo que estaba perdiendo.

— Esto es perfecto — dijo entonces guardándose la fotografía y sintiéndose tranquila de nuevo. Si las cosas eran realmente como ella pensaba, aquella guerra iba a estar ganada sin ni siquiera lucharla.

 

 

 

El paseo junto a Efraín estaba resultando de lo más de divertido para Ariel. Quizás, la actitud de Doña Leo con el capataz se debiese solo a cuestiones personales y nada más, pues él, para ser sinceros, no lo veía como el engendro infernal que esta le había pintado, todo lo contrario, Efraín había dejado un poco esa aura fría y distante que siempre traía y se estaba portando bien atento con él.

Le había llevado junto al río en el lomo de un potranquito pequeño que acababan de domar. También le regaló un sombrero aguadeño que el mismo le colocó al salir del caserón disque para que no se insolara, y ahora estaban contemplando, sentados a la sombra de un árbol, como otros trabajadores ordeñaban las vacas.

— Es necesario amarrarle bien las patas para que no lo pateen a uno — explicaba con lujo de detalles mientras, Ariel precisamente, degustaba un poco de la leche que una de las mujeres de la finca le pasó— de esa misma leche, las mujeres toman un poco para hacer mantequilla, suero y queso. Un parte se queda acá para nosotros y ustedes los patrones y otras se las llevan los trabajadores para venderla en la plaza del pueblo.

— ¿El pueblo?

—Sí, el que está debajo de la montaña, como a veinte minutos de aquí. Tuvo que haberlo visto a lo lejos camino pa’ acá, pero no se preocupe si no se acuerda, estoy seguro que el patrón está planeando llevarlo pa’ los días de la feria.

— ¿Una feria, y eso qué es? — preguntó interesado Ariel terminando su leche. Efraín sonrió viendo el bigote blanco que quedó sobre el labio superior del niño, y antes de que su cerebro recapacitara sobre aquella acción, se vio a si mismo limpiando con su pulgar, la boca del chico.

— Yo… yo, lo siento patroncito — balbuceó de veras sorprendido por lo que acababa de hacer. Ariel por su parte se sonrojó violentamente, más por la reacción del otro hombre que por pudor propio. Esquivó la vista rápidamente tratando de restarle importancia a la situación, y volvió a concentrarse en las vacas.

— Me decías que eran las ferias — buscó entonces retomar la conversación. Un poco menos azorado Efraín recuperó el aplomo.

— Eh… sí, son unas celebraciones populares donde se hacen espectáculos al aire libre para todos los habitantes, y se venden comidas típicas y cosas así… es muy divertido.

— Ya veo… ¿Y tú vendrás con nosotros, Efraín?

— Pues, si el patroncito quiere — el capataz volvió a extraviarse en la mirada límpida de Ariel. Durante aquellos días había considerado que lo mejor era ganarse la confianza de aquel niño y ver por dónde podía usarlo para sus planes. Sin embargo, no sabía por qué rayos perdía el control de aquella manera cada vez que se hallaba a su lado. No sabía cómo era posible que ese mocoso del demonio rompiera todas sus barreras y le hiciera sentir esa cálida sensación en el pecho. ¡Ese niño era su enemigo! ¡No lo podía olvidar!

De pronto una figura apareció a toda prisa, con voz agitada y descompasada. Era Albeiro, sucio de sudor y de sangre, con rostro de pánico y tristeza.

— Efraín venga, su consentida esta pariendo… y la cosa pinta mal.

Al oír aquello, el capataz se puso de pie a toda prisa. Su consentida no era otra que Estrella, una yegua de siete años, pura sangre, negra y preciosa, que había parido tres potrillos espectaculares años atrás, y que esperaba de nuevo otra cría obtenida por el cruce con un caballo árabe muy fino que le prestaron a Don Arturo.

Era por este motivo que aquel parto se esperaba con mucha ansiedad, aunque para Efraín no había cosa más importante que su adorada Estrella, la más hermosa del establo.

De esta forma los dos capataces corrieron rumbo a los establos seguidos de Ariel, que aunque no fue precisamente invitado a presenciar aquello, tampoco creyó imprudente ir a curiosear. Y no estuvo mal hacerlo, pues el espectáculo que presenciarían sus ojos era algo que jamás imaginó llegar a  contemplar algún día.

Estrella, efectivamente se encontraba echada en el potrero, de medio lado, con un montón de líquido hediondo y baboso bajo ella y lo que parecía ser dos patas medio asomadas por sus genitales.

— ¿Ya ve Efraín? — le decía Albeiro al otro capataz con cara de preocupación — Parece que esa cría es más grande y además está mal ubicada.

— Así es, Efraín. La pobre Estrellita está toda apurada — intervino otro trabajador que se encontraba tirado a los pies de la yegua —. Lástima que el Vladimir no está aquí, el es experto pa’ los partos— apuntó volviendo a revisar entre las piernas del animal a ver que se le ocurría.

Mientas tanto Efraín maldijo por lo bajo. Era cierto que Vladimir era el capataz más experto en los partos de los animales. Desde pequeñito se había ilustrado con cada veterinario que pasaba por la finca y había aprendido mucho. Era una verdadera desgracia que se hubiese ido justamente esa misma semana, sus conocimientos se estaban echando mucho de menos. Sin embargo, ni modo, no había tiempo para llorar sobre leche derramada.

— Pues ni modo, si Vladimir no está, no está. Tenemos que ayudar a Estrella — dijo remangándose y tirándose junto al otro capataz que se hallaba a junto a la yegua. Ariel que se hallaba muy atento a todo permanecía impávido, parado a lo lejos para no resultar molesto en un momento así. Sin embargo el nombre de ese sujeto, el tal Vladimir le había inquietado no más oírlo. No estaba seguro pero creía que se trataba de aquel mismo sujeto que lo sorprendió en la cocina la noche de su llegada y que le había dado aquel apasionado y tosco beso.

No, pensó, apartando aquella imagen de su cabeza. De momento no era tiempo de volver a rememorar aquello. Al parecer la situación de ese pobre animal era crítica y esas personas se veían realmente atribuladas por la impotencia. No tenía ni idea cómo iba a parar aquello pero lo que si tenía claro era que si no llegaba alguien pronto que pudiese ayudar la cosa se iba a poner más fea de lo que pintaba.

Y justo pensaba en esto cuando una persona como mandada por la providencia, y justo la que menos esperaban, se apareció en el establo.

Vestida como un capataz más, muy diferente al día de su llegada, con la melena negra recogía en una coleta alta y un sombrero tejido adornando su cabeza, Lucrecia avanzó en grandes zancadas hasta la altura del resto de los presentes, y como si de una experimentada partera se tratase examinó con sus manos desnudas el interior de la yegua dando minutos después su veredicto.

— Esta atrancada por la cadera — aseguró, mientras los demás asentían impávidos. Como la patrona llevaba mucho rato sin aparecerse por la finca no recordaban que era muy diestra para aquellas cosas. — ¡Pero bueno que esperan, traigan unas cuerdas! — ordenó espabilando a sus subalternos que de una corrieron por el mandado.

Minutos después Lucrecia amarraba las patas de la cría que se medio asomaban y dándole una cuerda a Efraín y otra a Albeiro dio la orden de empezar a halar. Mientras tanto ella se colocó a la cabecera del animal mientras el otro capataz le sostenía las patas traseras.

Fue en ese momento que la mujer se fijo en la presencia de Ariel, y justo antes de que este intentara marcharse como solía hacer cada vez que se la topaba por accidente, esta le pegó un grito que estremeció a todos.

— What happend kid? — fue lo que le dijo con una sonrisa retorcida en el rostro — Do you think stay there like a fool? ¡Come here and help! ¡Rigth now! — remató haciendo al chico obedecerla en el acto.

De esta forma Ariel se puso junto a su madrastra ayudando al capataz que sostenía las patas traseras mientras Efraín y Albeiro halaban la cría.

Casi veinte minutos después, un hermoso potranquito, negro y con un lunar blanco en la frente, veía la primera luz.

—Ay mi estrella hermosa, tu pares puro macho. — sonrió Efraín aliviado por la suerte de su querida yegua — Patrona, usted llegó como mandada del cielo. Sin usted mi Estrellita se nos hubiera muerto o quizás el potro se hubiera ahogado.  Estábamos muy acostumbrados a que Vladimir se hiciera cargo de estas cosas.

— Vladimir sí, es cierto. — asintió Lucrecia, que en seguida se extraño de no verlo —Por cierto ¿donde está él? — preguntó entonces  mientras  se acercaba a un balde con agua limpia para lavarse los brazos sucios de sangre y secreciones. Miró luego la cara de Albeiro, que cabizbajo negó varias veces con la cabeza antes de responder.

— El Vladimir se fue, patrona. Se fue con la Catalina. Ya sabe lo enamorao que estaba de esa muchacha y el corazón de los hombres no hay quien lo amarre.

— El corazón de los hombres no hay quien los amarre, sí, es verdad —repitió ella volviendo de nuevo la vista sobre su hijastro. Con las manos aún mojadas se acercó varios pasos y sacudiéndolas a propósito cerca a Ariel, le salpicó la cara —.  Yo sé muy bien como es el corazón del hombre — aseguró con parsimonia, sin dejar de mirar al niño —. Es traicionero y ruin — agregó y enseguida su vista se concentró en el colgante que este llevaba en su cuello.

Todos los presentes guardaron sepulcral silencio ante la increíble tensión que se estaba formando. Nadie, ni siquiera el mismo Ariel, se atrevió a decir ni una sola palabra, hasta el momento en que Lucrecia con un movimiento, veloz y furioso, extendió su mano y tiró con saña del relicario.

— ¡Hey! — Protestó el chico, alarmado, intentando de inmediato recuperarlo. Pero antes de que lograra siquiera reaccionar del todo, Lucrecia ya lo había tirado junto a un montón de estiércol de caballo, pisándolo con su bota hasta que se rompió con un crujido.

— La mierda con la mierda — apuntó con sorna, y con una sonrisa en los labios que la acompañó mientras daba vuelta con rumbo a la salida. Lo que no pensó, fue que Ariel, lleno de una ira terrible, que lo invadió repentinamente, se agachó bajo la mirada incrédula de todos y ensuciándose a posta la mano con el estiércol del caballo, corrió hacía la mujer y sorprendiéndola en medio del camino le halo del sombrero untándole todo el cabello de mierda.

— The shit whit the shit… I’m totally agree whit you, lady — le dijo antes de echar a correr con rumbo a la casa, a sabiendas de lo que se le venía.

Lucrecia se quedó pasmada en toda la mitad de los establos desenredándose el moño que tendría que lavar muy minuciosamente. Sin embargo, no sabía por qué rayos no podía sentirse tan molesta como quería y en vez de ello tenía unas ganas locas de echarse a reír.

La respuesta vino luego de varios instantes acompañada de un recuerdo… uno que si le hizo estremecer el pecho de dolor.

— Sí — susurró para sí misma antes de retomar de nuevo el paso con rumbo a la casa —. Ahora si no me cabe la menor duda de que eres igual a tu madre.

 

 

 

Dos noches más tarde y después de permanecer durante todo ese tiempo, prácticamente bajo clausura en su recámara, Ariel escuchó unos golpecitos en su ventana. Aquellas noches debido a la fuerte brisa que asolaba, había decidido no dejarlas abiertas para ir a dormir, aunque a veces sintiera algo de calor. Por eso llegó a creer que el ruido provenía del golpe del viento contra el vidrio, y para nada se le llegó a pasar por la cabeza el verdadero motivo. Por eso, solo fue hasta que el tintineo se volvió más fuerte y constante que se alertó.

Se levantó ofuscado, enfundado solo en su pantalón de dril, sin medias, ni camisa en esta ocasión. Y así, semidesnudo se acercó a la ventana, viendo medio cobijado por la luz de la luna que estaba muy clara esa noche, la figura inconfundible de Efraín.

Asustado, Ariel le abrió a toda prisa, preguntándose qué podía estar sucediendo para que el capataz se presentase ante él de aquella manera. Sin embargo, al hacerlo, el inesperado frío le hizo crisparse un poco y buscar abrigo con sus propios brazos mientras miraba a Efraín con ojos interrogantes.

— Patroncito— fue lo primero que dijo el capataz sin saber a ciencia cierta por qué rayos estaba haciendo aquello —mire lo que le traje — agregó entonces sacando del bolsillo de su pantalón el relicario que días antes Lucrecia había roto.

Al verlo los ojos de Ariel se iluminaron y acto seguido se empañaron de lágrimas.

El corazón de Efraín pareció saltar de su pecho al verlos.

— Efraín… Thanks, digo, gracias. — la voz de Ariel estaba quebraba por la emoción. El relicario de su madre volvía a estar en sus manos, limpio, restaurado y brillante — No tenías que hacerlo — sonrió entonces sin saber cómo más agradecerle, pero en ese mismo momento se le ocurrió otra cosa. Y cortando la distancia que lo separaba del capataz, con un solo movimiento osado y completamente sorpresivo, se empinó un poco uniendo sus labios con los de Efraín, en un beso tímido, corto y casi infantil, que al otro hombre dejó de piedra.

 

 

Continuará…

 

 


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