La noche se estaba poniendo fresca. Era por la época, supuso, aunque en su corazón el frío no respetaba estaciones. Desde que… No, se recriminó, no iba a admitírselo. Auto engañarse se había vuelto más difícil y su rutina, más insoportable. Pero allí estaba él, tratando de no responderse tantas preguntas que dolían y confundían y al mismo tiempo no queriendo recordar, ¿desde cuándo se había vuelto tan masoquista?
-¡Coronel! ¡Coronel Mustang!
Volteó al oír que alguien lo llamaba. Sus ojos no ocultaron la impresión al vislumbrar la silueta que se acercaba. Tantas imágenes de otros tiempos y tantas frases dichas por una única voz ausente desfilaron por su mente cuando distinguió el cabello largo, el traje negro y el abrigo rojo del pequeño desconocido. Deseó con más ansias de las que no hubiera odiado que esos ojos que se aproximaban fueran dorados. Pero eran pardos. Eso lo hizo resurgir abruptamente a la realidad.
-Me costó mucho trabajo encontrarlo. Soy Alphonse. Alphonse Elric.
Claro. ¿Quién podría parecerse más a un Elric que otro Elric? La súbita comprensión y las nuevas interrogantes acerca de cómo y a cambio de qué podría estar el hermano menor allí mismo, vivo y restaurado, indultado, las concebía como un golpe a su cordura, lo abrumaban; pero logró dominarse y esbozar una sonrisa de saludo.
-Hola, Alphonse. La última vez que te vi aún eras una armadura parlante.
El chico también sonrió. Luego se puso serio y Roy se preguntó si recordaría, si tendría en la memoria la sangre y el horror y las lágrimas de los años consagrados a la búsqueda de una manera de recuperar sus cuerpos.
-Dime, Al, ¿hay algo en lo que te pueda ayudar?
-Sí, Coronel. A eso he venido. Quiero encontrar a mi niisan.
Edward… algo le dolió muy dentro.
-No recuerdo casi nada de los viajes con él ¿sabe? y nadie me ha dicho más que lo indispensable. Pero eso no me dará pistas de cómo hallarlo.
-Al… nadie sabe cuál fue el precio que tu hermano pagó por tu cuerpo, por traerte de regreso.
-¡Pero sé que él está vivo! Tiene que estarlo, lo he visto en mis sueños, puedo sentirlo.
Pobre chico, aún tan inocente, tan poco contaminado del mundo real, este en el que no todas las soluciones son perfectas ni todos los pecados expiados.
-Por favor, necesito su ayuda. No puedo hacerlo sin usted.
“¡No puedo hacerlo sin ti!” resonó en su cerebro la voz de cierto alquimista que le pedía ayuda para encontrar la tan utópica Piedra Filosofal. ¡Las remembranzas pueden ser tan crueles, y la vida tan estúpidamente absurda, tan jodidamente vacía, insuficiente de verdades!
Dirigió su vista hacia Alphonse; la paseó por su rostro, detallando sus dulces rasgos, por su cabello, por su cintura, por sus labios. Demonios, este niño era tan tentadoramente parecido a Edward...
-Por favor, Coronel. Necesito encontrar a niisan.
… y el callejón frente al que se encontraban era tan tentadoramente oscuro…
Resistir las tentaciones era para imbéciles.
-Al, haré todo lo posible por ayudarte.
-¿De veras? ¡Se lo agradezco mucho!
-Sí, pero ven, te diré algo muy importante, es información confidencial, pero creo que puedo dártela –continuó, tomando al muchacho de un brazo y dirigiéndolo hacia el resguardo del callejón oscuro.
-¡Gracias, muchas gracias!
Ingenuo, niño iluso, una y mil veces iluso era Alphonse. Ya estaban en la esquina más oscura, más oculta de miradas ajenas, y él solo esperaba oír los supuestos datos sobre su hermano.
-¿Y bien, Coronel?
Tan, tan semejante a Edward…
-¿Le ocurre algo?
Lo tomó de los hombros, empujándolo contra la pared. Y le pareció ver en esos ojos, más desconcertados que asustados, un destello dorado… A la mierda con sus recuerdos, con su recién adquirido masoquismo, con su cordura. A la mierda con todo.
-Coronel… ¿Qué hace?
-Edward, te extrañé tanto…
-Coronel, pare, por favor.
-Por fin, Edward, por fin volviste…
El abrigo rojo en el suelo, el torso infantil al descubierto. Deslizó su mano dentro de los pantalones del chico.
-No te vuelvas a separar de mí, Ed.
-¡Por favor, deténgase! ¡Basta! ¡No me gusta, basta!
Siguió acariciando, tocando, saboreando la piel suave y elucubrando fantasías en su febril mente. Cualquier esfuerzo, cualquier llanto del menor era inútil.
-Edward, Edward, Edward…
Los labios, el rostro, las facciones... los ojos pardos. El cabello de un tono más oscuro. La voz más dulce y aguda. Era Alphonse, recordó. Pero tan, tan parecido... Era Edward. Era Alphonse. Era Edward. Pero ya no importaba, no incumbía más quién fuera o dejara de ser, ya solo era una figura que forcejeaba y se retorcía entre sus brazos. Ya solo era la presa en la que podría descargar sus ansias, sus esperanzas, su melancolía y su soledad.
El niño temblaba, de frío y de terror. Cuando comenzó a llover, las gotas de agua se mezclaron con las lágrimas (¿del niño? ¿de ambos?) y fusionadas cayeron hasta estrellarse en la acera.
17, Dic. 11