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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 24

Decisiones

 

   Aún era de madrugada cuando Henry despertó. Las horas de sueño habían transcurrido lentas, perturbadoras e intranquilas. Apenas ponía la cabeza sobre las almohadas llegaban a su mente imágenes sombrías: sangre, destellos de espada, sudor, cuerpos mutilados y ojos inertes. Se levantaba transpirando copiosamente, su corazón latiendo a galope porque uno de esos pares de ojos era los del amor de su vida; eran los ojos ausentes de brillo de su amado Milán. 

   —Milán —susurró con voz ahogada, como si sólo lo hubiese dicho en sueños—. Milán— repitió con la mano en su vientre, y entonces, el destello de un brazalete, más dorado en ese momento gracias la lumbre de la chimenea que se hallaba cerca  a su cama, le iluminó la mente, la ilusión… la esperanza. ¡¿Cómo no se había dado cuenta antes?!

 

 

 

   El doncel que le advirtió de la llegada de Diván a palacio quedó con una bata aterciopelada en las manos y un rictus de desconcierto en su rostro. Henry había obviado su indecorosa medio desnudez para ir corriendo en busca de su padrastro. Las pesadillas de la noche se ahogaron con las primeras luces del día, y la tensión de la incertidumbre estaba eclipsada por su reciente descubrimiento. Había sido un rematado tonto por no haberse dado cuenta antes de algo tan obvio, pero no importaba. Ahora lo sabía; estaba completamente seguro de que Milán vivía y de que si actuaban pronto, muy seguramente podrían rescatarlo ese mismo día. 

   —Henry… —Divan se sorprendió al verlo llegar en esas condiciones: la trenza deshecha, los mechones negros sobre su piel blanquísima, su cuerpo apenas cobijado por la ropa de dormir, impúdica debido a que eran prendas interiores y muy poco convenientes para el frío que hacía.

   Divan miró a Henry otra vez, constatando su impresión. Pero hay estaba de nuevo el doncel más bello jamás conocido sobre la faz de Earth, con un pantalón ajustado a la cintura y a los tobillos; el camisón de dormir cubriéndole el torso y el abdomen. Sus pies descalzos silenciaron sus pasos sobre la alfombra cuando se acercó hasta él, tomándole de las manos; esperanza a borbotones salía de esos ojos grises, luminosos como una fuente de plata. Sus heridas también habían sanado del todo. Lucía magnífico de nuevo.

   —¡Está vivo, Divan! ¡Milán está vivo! —exclamó Henry. Había un sonrojo en sus mejillas y un marcado temblor en su cuerpo. Era un temblor tan intenso y febril que Divan supo de inmediato que no era causado por el frio.

   —Veo —respondió, y tomando a Henry de la mano lo llevó hasta un asiento ubicado en una esquina, sentándolo en él.

   Se encontraban en el despacho del palacio, una habitación de no más de veinte metros cuadrados donde por muchos años se tomaron decisiones vitales para el reino: una cámara secreta que había quedado prácticamente  en desuso después del “Gran Pacto”.

   Debido a la emoción que había sentido al llegar, a Henry le tomó varios minutos percatarse de que se encontraban allí, sobre esos muebles Jaenianos que uno de sus  antepasados había adquirido como dote de bodas muchos años atrás. Las paredes de un tono ocre lucían descoloridas tras el paso de “Esmaida”, y manchas de humedad cubrían las cortinas. Sin embargo, lo que más preocupaba a Henry no era eso, sino la preocupación que translucía el rostro de Divan; una preocupación que solo le había visto en otra ocasión especial: El día de la muerte de sus padres, los antiguos reyes.

   —¿Pasa algo, Divan?  ¡Contesta! ¡¿Sucedió algo que deba saber?! —preguntó nervioso.

   —Las noticias no son muy alentadoras —respondió aquel, sentándose en un sillón contiguo al de Henry—. Pero habla tú primero. ¿Por qué estás tan seguro de que Milán Vilkas está vivo?

   Una ligera sonrisa iluminó fugazmente el rostro de Henry.

   —Es por esto —respondió, mostrándole el brazalete que llevaba en la muñeca—. ¿Recuerdas lo que te conté sobre este talismán?

   —Dijiste que, según Milán, ese talismán establecía una conexión mágica entre ustedes —asintió Divan—. Pero… ¿Y eso qué prueba?

   —¡Prueba todo! —La sonrisa de Henry se amplió—. Divan, escucha. No soy muy experto en este tipo de bioenergética, pero si hay algo que sé, es que cuando dos personas tiene este tipo de vínculo mágico, éste solo se rompe tras la muerte de uno de los dos. Si Milán estuviera muerto, el talismán se hubiese caído de mi brazo. Es algo similar a lo que sucedió con… con…

   —Con la cinta de tu frente cuando rompiste tú promesa.

   —Si… si, así es.

   —Pues vaya… esto sí que es interesante.

   Hubo un largo silencio, durante el cual, los ojos de Divan se extraviaron en aquel brillante brazalete. El hombre parecía estar meditando sobre las últimas palabras de Henry, y su rostro lucía ahora menos sombrío que a su llegada.

   —Entonces… ¿qué piensas? —preguntó Henry tratando de controlar sus nervios, rompiendo el silencio.

   —¿Qué pienso sobre qué? —inquirió Divan.

   —Pues… ¿sobre qué va a ser? ¡Divan, si Milán está vivo debemos ir por él de inmediato! Escucha, ya tengo un plan en mente. Si nos damos prisa podemos ir por él hoy mismo. Divan, si logramos…

   —Espera, Henry… —La voz  seria del varón interrumpió al doncel de inmediato.

   —¿Qué pasa? —preguntó aquel con gran resquemor—. ¿Qué es lo qué está sucediendo, Divan? ¡Dímelo ya! —exigió.

   Pero Divan se tomó un poco más de tiempo. Y poniéndose de pie, llegó hasta una pequeña mesa y se sirvió una copa de vino. Finalmente, cuando sintió que el licor le devolvía la humedad a su boca, se dispuso a seguir hablando.  

   —Los soldados que se camuflaron en Kazharia con Ezequiel Vilkas han mandado el primer informe —dijo, volviendo a su asiento—. Henry… esos hombres informan que en Kazharia vieron a hombres de la guardia real dirgana custodiando el palacio Kazharino. ¿Sabes lo que eso significa, verdad?

   Henry parpadeó dos veces, incrédulo. Se había quedado cómo de piedra.

   —Significa que no son simples vasallos rebeldes los que se han atrevido a romper “El gran pacto” —susurró instantes después, casi sin voz. Los temores de la madrugada se habían apoderado nuevamente de él—. El propio reyde Dirgania, Jericó De Launas, está detrás de esto —anotó con tensión—. Pero… ¿por qué?

   —Y eso no es todo —Henry alzó sus ojos y miró a Divan. Su antiguo mentor lucía pálido, sus labios temblaban.

   —Te escucho.

   —En una de las principales aldeas de Earth, Xilon y Kuno dieron con el negocio de un viejo joyero. El hombre tenía un dibujo de la amatista de plata, dijo que un doncel muy extraño le había pedido emularla, y luego…Henry, estás muy pálido…

   —¡Continúa! —El rostro de Henry tenía un rictus de horror, pero necesitaba escuchar todo hasta el final —Por favor —susurró.

   —Está bien —Divan echó su cuerpo hacía adelante y agachó la cabeza—. El joyero no dijo más al respecto, pero anoche, Xilon y yo entramos a hurtadillas al negocio de ese hombre y revisamos sus registros, y…

   —¿Y…?

   —La fecha en la que fue realizado el encargo coincide con los días posteriores a tu rapto y al robo de la joya… Pero Henry… Henry, eso no es lo peor de todo.

   —¿Qué no es lo peor de todo? —Con una risita medio histérica, Henry parecía a punto de perder el juicio. Se puso y de pie y comenzó a caminar por el recinto cómo un acorralado—. ¡¿Acaso bromeas conmigo, Divan?! —explotó, dando un giro para mirar a su interlocutor—. Dices que el rey Dirgano en persona tiene las manos untadas en la invasión a Kazharia, dices que alguien, un doncel desconocido, mandó a hacer una réplica de la amatista de plata y que ahora debe haber una amatista falsa rondando por ahí… ¿y me dices que todo eso no es lo más grave? ¡Por las diosas! ¡¿Qué puede ser peor que eso, Divan?! ¡¿Qué puede ser peor?!

   —¡Henry, cálmate!

   —¡No quiero calmarme! ¡Esto es una pesadilla, una maldita pesadilla! —Henry rugió y se detuvo frente al sillón que ocupaba antes, sosteniéndose del respaldo. Cerró los ojos y respiró varias veces a grandes bocanadas, luego de eso, abrió los ojos de nuevo y miró a Divan con displicencia—. ¿Qué es lo peor según tú, entonces? —preguntó, no sin un poco de sarcasmo. Divan lo miró, comprendiendo su tensión. Pero tenía que contárselo todo. Era lo mejor.

   —Cuando Xilon y yo examinamos los registros del joyero, nos percatamos de algo muy particular. La letra del supuesto doncel que hizo el pedido de emulación era demasiado buena para ser la caligrafía de un simple campesino. Sus trazos eran finos, aristocráticos.

   —¿De un miembro de alguna corte? —preguntó Henry.

   —Así es —asintió Divan—, pero no solo eso. Henry, hace años que no veo esa letra pero… esa letra, esos trazos… no puedo estar equivocado. ¡Esa era su letra!

   Henry palideció de nuevo.

   —¿Qué? ¿Estás diciendo que conoces a ese doncel? ¿Conoces a la persona que mando a falsificar la amatista?

   —Estoy diciendo que conozco esa letra —respondió Divan—, o por lo menos a quién solía pertenecer.

   —¿Y a quién solía pertenecer? —A pesar de su tono ansioso, era  obvio que Henry temía escuchar aquella respuesta.

   —Pertenecía  a… pertenecía a Lyon Tylenus,—contestó Divan. Y de inmediato se puso de pie al ver que Henry trastabillaba con violencia.

   —¡No! ¡No te me acerques! —le gritó éste, ya en franca histeria. Sus pies, enredándose cómo los de un borracho, lo llevaron hasta la mesa donde se hallaba el vino y destapando la botella le dio un largo y demandante sorbo.

 

 

 

   Las tareas de la pensión donde se hallaban Kuno y Xilon no se detuvieron a pesar de los aires de disturbios que se sentían en los alrededores. Durante la madrugada, algunos puestos de víveres habían sido saqueados a causa del déficit de enseres provocado por el cierre de las fronteras. Los rumores de que ese sería el último día de aislamiento no estaban siendo tomados muy en serio por gran parte de los aldeanos, quienes, sólo por precaución, decidieron aprovisionarse a las malas de cuantos víveres pudieran obtener.

   Durante aquellos días, el ejército había podido neutralizar los brotes de violencia que surgían a diario, incluso, antes de que las pequeñas turbas de saqueadores se convirtieran en verdaderos motines armados. Sin embargo, cada vez resultaba más difícil controlar a los revoltosos. Las fronteras de Earth con Kazharia comenzaban a convertirse en pequeños infiernos. No tardaría de llegar el caos.

   << Esto se empieza a salir de control >> pensó Kuno. Divan había regresado a palacio después de dejarles a él y a Xilon las instrucciones sobre cómo debían moverse de ahora en adelante. Para Kuno era claro que tendrían que partir de aquella pensión ese mismo día, inclusive, a pesar de no haberle dado detalles a Xilon sobre la forma cómo había sido descubierto por el hijo del casero. Kuno había contado a Xilon la historia, evitando la parte donde se follaba al chico, por supuesto. Sin embargo, casi podía jurar que por un instante, mientras narraba los hechos, había sentido la mirada glaciar de Xilon leyendo a través de sus ojos.

   << Lo sabe, lo sabe todo >> pensó mientras recogía las ropas que se secaban al aire libre. Xilon, a pocos metros de él, bebía de una petaca mientras se balanceaba en una silla a la sombra de un árbol.

   Esa mañana, Xilon regresó a la pensión un poco después del mediodía. A su regreso, encontró a Kuno duchado y vestido, enfundado de nuevo en su disfraz de embarazado. No le dijo nada, no le reclamó nada; todo lo contrario. Apenas tuvo oportunidad, lo tomó de la cintura y sin muchos rodeos lo besó. Al principio, lo hizo con suavidad, con calma, cómo degustando un manjar.  Pero luego, cuando el contacto se hizo más intenso, el beso tomó la fogosidad propia de un ardoroso amante.

   Y así había quedado todo… en ese momento.

   —Ya recogí todo, podemos partir —dijo Kuno llegando hasta el lado de Xilon. En sus brazos reposaba una canasta con la ropa que acababa de recoger. Por su parte, Xilon volvió a llevar la pecata a su boca y sorbió un trago. Parecía ausente. Kuno se preguntaba si quizás no lo había oído.

   Se quedó de pie a su lado, mirándole. Una gota de vino resbaló por aquella boca que ahora estaba rodeada por una densa barba de varios días. Xilon tenía unos gruesos pantalones de pana negros y una camisa de hilo azul oscuro; encima portaba un grueso abrigo de piel de vaca, suavizado a mano con piedras rugosas que arrancaban la carne hasta dejar el tejido liso y suave. Kuno le miró las manos. Sus uñas estaban violetas por  el frio; sus pies, en cambio, iban bien envueltos en unas botas de cuero desteñido. Parecían quedarle pequeñas.

   Kuno estiró la mano y tocó el hombro de Xilon, llamando su atención. Sin proponérselo,  palpó la dureza de aquel brazo, la potencia de esa masculinidad que parecía tener una especie de embrujo sobre él. A Xilon, las ropas militares le daban un carácter de rígida disciplina y espectacular autoridad; pero en ese momento, vestido como un mismísimo cazador de las estepas, con sus ojos de hielo más amenazantes que de costumbre, casi letales, y con su poderosa aura de virilidad aumentada por el agreste aspecto que exhibía,  pasaba de lo cautivante a lo francamente irresistible.

   Un calor imposible recorrió a Kuno de pies a cabeza, concentrándose en sus entrañas, y entonces, por primera vez, el menor de los Vilkas supo lo que era desear a un hombre; desearlo simplemente, a secas; sin necesidades románticas ni pretensiones amorosas. En ese momento, Kuno deseó con todas sus fuerzas ser poseído hasta la inconsciencia, arrastrado sin frenos por los abismos de la lujuria, perderse sin culpas en el más flamante placer.

   —¿Recuerdas a Dereck? —preguntó Xilon de repente, poniéndose de pie; ahogando repentinamente las libidinosas emociones de su esposo.

   Kuno miró a Xilon, y de inmediato se perdió en aquellos ojos fríos, enmarcados por los cabellos castaños que ya casi le llegaban a los hombros.

   —Sí, lo recuerdo —aceptó Kuno, apretando con fuerza su cesto de ropa— ¿Por qué?

   —Porque está esperando un hijo mío —soltó Xilon, tirando lejos la pecata de vino vacía. Luego, sin mirar atrás, entró de nuevo a la pensión y se preparó para partir.

 

 

 

 

   —¿Por qué hiciste eso, papá? ¿Por qué necesitabas esa maldita piedra, por qué?

   El reproche, con voz apagada, venía de Vladimir. Se notaba exhausto luego de tres días entre nauseas y vómitos. Parecía haber envejecido unos diez años por lo menos, y su cabello dorado lucía desordenado sobre su frente, tapándosela por completo, hasta el punto de casi llegar a lastimarle los ojos.

   Estaba reunido con Benjamín, Ariel y Vincent en el salón principal de la mansión central. Sobre la mesita de cristal del centro, descansaba un juego de té de porcelana dirgana, con un café que nadie había probado. Todos lucían pálidos y cansados, como si en Midas el tiempo hubiera transcurrido a años por días y todo se hubiese vuelto senil. Hasta Ariel lucía mayor, adulto; su rostro nacarado estaba ensombrecido por un matiz maduro, demasiado serio para un muchacho de tan solo quince años.

   Benjamín se puso de pie y llegó hasta un gran estante, apostado en la pared más cercana al jardín. En el interior de dicho estante había lozas de siglos de antigüedad, la mayoría con décadas de desuso y otras tantas que no habían sido usadas jamás. En el compartimento superior estaba la tetera favorita de Benjamín, un invaluable regalo de bodas que había traído de su casa paterna al desposarse. Benjamín miró la orquídea dibujada en la tetera y todo su cuerpo se estremeció; miles de recuerdos volaron a su mente y el rey consorte sintió como si estuviese de nuevo frente al altar.

   En aquella época tenía quince años y el corazón lleno de sueños. Al recordar, Benjamín podía casi que oler el incienso que el sacerdote regó sobre su cuerpo y sobre el cuerpo de Ezequiel, consagrando el rito y bendiciendo la unión. Recordó que estaba feliz. Nunca en su vida había estado tan feliz.

   Desde los cuatro años, Benjamín Vilkas había sido consciente de que sería, tarde o temprano, rey consorte de Midas. Y la idea de estar en un palacio, en la corte, de mano del rey,  gestando y cuidando al futuro heredero al trono le hacía vibrar el pecho. Giró su rostro y se encontró con un retrato de sus hijos, un cuadro que colgaba junto a la pared que tenía frente a él. Entonces, a su mente vino el día del nacimiento de Milán, justo un año después de su boda. Con el nacimiento de su primogénito, su mágico cuento de hadas estaba completo, y varios años más tarde, con la llegada de Kuno, Benjamín sintió que las diosas lo amaban más que a cualquier otro ser sobre la faz de Earth.

   Sonrió, conteniendo las lágrimas, y pasó su mano sobre el retrato de sus hijos. Benjamín sabía que en ese retrato faltaba alguien, faltaba aquel niño que engendró pero que no nació, faltaba ese pequeño cuya pérdida hizo que su perfecto cuento de hadas acabara sin su esperado final feliz.

   El dulce encantamiento que por años endulzó la vida de Benjamín, se quebró el mismo día en que se quebró aquel niño dentro de sus entrañas. Se quebró tan fácil cómo su felicidad y ese mundo de mentiras donde Ezequiel lo había puesto a vivir.

   —Me caí de unas escaleras tras una discusión con Ezequiel —dijo sin quitar la vista del retrato— y perdí a mi bebe —su voz se quebró—. Es por eso que hice todo lo que hice, es por eso que pedí ese deseo a la amatista de plata, es por eso que le pedí a esa piedra maldita que me concediera el deseo de ver sufrir a Ezequiel Vilkas, de verlo arrodillado ante mí, retorciéndose de dolor. Es por eso, Vladimir. Porque odio a tu padre, lo odio con las mismas fuerzas con las que alguna vez lo amé.

  Benjamín volvió a tocar el retrato, sin poder evitar que esta vez una lágrima resbalara por su mejilla. El infierno se había desatado luego de que Benjamín leyese accidentalmente una carta dirigida a Ezequiel, una carta que provenía de Jaen y que estaba escrita por el propio puño de Lyon Tylenus, al parecer, escrita a pocas horas de su muerte.

   Era una carta agónica, de despedida, aderezada con frases de amor prohibido, maldito y adultero. Y aquella carta fue la que detonó la tragedia.

   Lleno de rabia Benjamín reclamó, le preguntó a su esposo qué le había faltado, qué no le había dado él para que hubiese buscado a otro en remplazo. Le reprochó el no haber considerado su amor suficiente.

Pero Ezequiel ni siquiera lo negó, ni siquiera intentó explicarse,  y Benjamín, preso de la rabia y el desconsuelo de la burla intentó sacar su ira con un golpe, un movimiento fatal del que Ezequiel se defendió con medida fuerza, pero al mismo tiempo, sin el cuidado que debía tener, por estar ambos bajando las escaleras de un gran torreón.

   Benjamín cayó con un grito ahogado y un horror inaudito. Varias horas después confirmó lo que presentía desde hacía varios días. Pese a que tenía menos de quince días y por ello sus ojos no habían cambiado todavía de color, estaba embarazado del que sería su tercer hijo.

   —Ni siquiera se había formado cuando me lo sacaron —gimió, dándole aún la espalda a su audiencia.

Entre lagrimas, recordó que lo único que conoció de su  tercer hijo fueron sólo un montón de coágulos rojos y amorfos; tejido muerto, inerte, tan muertos cómo sus ilusiones, su pueril sueño que se había convertido en pesadilla.

   A partir de ese momento, desde el instante mismo en que Benjamín Vilkas sintió la vida de su hijo apagarse en su vientre, supo que ese amor en el que había creído y en el que había confiado apestaba igual que ese montón de sangre negra que legraban de su cuerpo. Desde ese día, el rey consorte no reclamó más, no intentó restaurar sus sentimientos y calló el resto del mensaje que aquella miserable carta tenía escrito.

   Nunca le dijo a Ezequiel que en aquella misiva, Lyon Tylenus le contaba sobre una joya mágica, un poder superior que podía traerlo de nuevo a la vida. No le contó que Lyon le pedía que robara “La amatista de plata”, y  que con ella lo devolviera a la vida, una vida donde ambos pudieran ser libres y estar juntos por fin.

   Todo esto contó Benjamín a sus acompañantes, parado junto al cuadro de su familia; todo eso contó mientras la brisa otoñal mecía los visillos de aquella estancia. Benjamín no se calló nada, aunque siempre se mantuvo mirando el retrato sin darle la cara a su audiencia. Pero no lo hacía porque sintiera vergüenza ni remordimiento, nada de eso. No lo hacía porque mientras escarbaba entre sus recuerdos, aquel doncel sentía un inmenso dolor; un dolor tan suyo, tan íntimo, que no podía ni quería compartir con nadie.

   —¿Entonces, fue así como te enteraste de la existencia de la amatista? —inquirió Vladimir luego de un rato. No era fácil descubrir que la familia que por años había sido un oasis de salvación era realmente un gran pantano. Benjamín asintió desde su posición y entonces, Vincent, por primera vez, se atrevió a tomar la palabra.

   —Esperen un momento —pidió el facultativo, jugueteando con unos pequeños cuarzos rojos que contrastaban con sus guantes y su ropa blanca— Hay algo que yo no entiendo. Si Lyon Tylenus sabía sobre la maldición de la joya, pues justamente era él quien luchaba por salvar de esa maldición a los padres de Henry Vranjes ¿cómo pudo entonces pedirle a Ezequiel que usara esa piedra? ¿No se supone que lo amaba? ¿Por qué en su carta no le advertía nada a Ezequiel sobre los riesgos de usar esa piedra? ¿Por qué actuó de una forma tan egoísta y… malvada?

   —¡Porque era un manipulador! Estoy casi seguro de que él mismo planeó de forma mezquina y retorcida su propia muerte, y ello le costó la vida de esa forma tan absurda.  Sin embargo, no me queda duda de que debía ser algo impresionante lo que esperaba obtener; algo por lo que valía la pena morir. Por mucho tiempo lo he pensado y creo que el verdadero propósito de Lyon desde que conoció el secreto de “La amatista de plata" fue apoderarse de esa piedra. Lyon sólo pretendía usar a Ezequiel para lograr sus planes, pero las diosas le devolvieron el tiro por la culata. —Benjamín rió bajito y por fin se volvió hacia sus acompañantes—. Si hubieran podido leer esa carta me comprenderían —les dijo—. Era vomitiva y asquerosa… vacía. Créanme cuando les digo que no había ni una solo palabra de verdadero amor sobre ese papel.

   —¿Y esa carta existe aún? —quiso saber Vladimir. Pero Benjamín negó con la cabeza.

   —La rompí después de leerla. Tenía tanta rabia que no pensé en que pudiese servirme de prueba ahora… Lo siento.

   —¿Entonces, ese hombre planeo su muerte sólo para luego ser revivido por mi padre y poderse apoderar impunemente de la amatista sin que nadie sospechara nunca de él? —Vladimir se puso de pie y comenzó a dar vueltas en círculo— ¡Por supuesto! —exclamó llevándose las manos a la cabeza. —¿Quién podría sospechar de un muerto?

   Benjamín asintió a las palabras de su hijo y volvió al sofá; se arrebujó en un abrigo de gamuza verde que combinaba con sus cabellos, recogidos ese día en una coleta alta. Tenía mejor color gracias a los brebajes que Vincent y Ariel le daban, aunque aún eran visibles unas grandes ojeras que opacaban mucho sus grandes ojos cafés. Después de limpiar sus lágrimas, se sirvió un poco del café que ya estaba frío sobre la mesa y le dio un sorbo.

   —Está amargo —anunció arrugando el ceño—, pero no creo que eso desentone en nada. Está perfecto para este momento —anotó—. Y sobre tu inquietud, Vincent: Con todo lo que ya sabemos de esa horrible piedra, resulta obvio que ese bastardo de Lyon no le iba a contar nada a Ezequiel al respecto; él sólo pretendía usarlo para su provecho. Ningún cazador lanza una flecha al aire para advertir a su presa. Y Lyon era un infeliz y un malnacido, pero no era tonto. Antes de morir escribió una carta donde confesaba su infidelidad con Ezequiel y decía que Ariel no era hijo de Jamil Tylenus. Esa carta fue puesta en manos de Jamil y Xilon después de la muerte de Lyon.

   —¿Por eso el rencor de ellos dos hacia Midas, no es cierto?—preguntó Vladimir.

   —Lyon era un bastardo que solo se quería a sí mismo —masculló Benjamín con más desdén que rencor—.  Tuve la desgracia de conocerlo y lo sé. Pero cómo dije antes no era un hombre tonto. Escribió esa carta con toda la intención de que su familia reclamara a Ezequiel, y éste movido por la culpa y el dolor, no dudara ni un instante en robar la amatista de plata para revivirlo. Lyon no dejó cabo suelto.

    —Aunque de todos modos falló —anotó Vladimir— ¡Maldito retorcido!

    —Así es —convino Benjamín—. Aunque una cosa si les digo —masculló ahora sí con evidente desdén—: aunque Lyon le hubiera advertido a Ezequiel sobre la maldición de esa joya, estoy seguro que el idiota de mi marido lo habría revivido de todos modos. Ahora que lo pienso, estaban hechos el uno para el otro.

   En ese momento, un gemido ahogado se escuchó en la estancia. Ariel, que se había mantenido al margen de la conversación, empezó a sollozar en voz muy baja, como si no quisiera incomodar ni siquiera con su presencia. Benjamín soltó su taza de café y se sentó a su lado. Se abrazaron con fuerza.

   —Querido, lamento tanto que hayas tenido que oír estas cosas sobre el hombre que te dio la vida. Pero no son más que la verdad. Lo siento.

   —No, majestad —replicó Ariel contendiendo el llanto—. Soy yo quien lo siente. Yo que usurpo un lugar que no me corresponde. Soy yo quien debió morir en lugar de su hijo.

   —¡No! No, querido. Por favor, no hables así.

   —Es la verdad. Ahora entiendo el odio que mi padre me tuvo toda la vida. Sin embargo, hay algo que aún no me queda claro. Si mi padre murió durante mi parto ¿cómo es posible que haya tenido tiempo de planear todo lo que me han dicho? ¿Cómo iba a escribir una carta semejante mientras se desangraba? ¡Es absurdo! ¿Están seguros que esa carta fue escrita por él?

   Ante las inquietudes de Ariel, los demás presentes se miraron entre ellos con incomodidad.

   —El nunca lo supo —dijo Vincent sin poder mirar a Ariel a los ojos—. Siempre pensó que su papá había muerto de parto. Xilon quiso que fuera así. Y Ariel lleva poco tiempo dentro de la corte, así que fue fácil mantenerlo a salvo de la verdad.

   —¿La verdad? —La voz de Ariel comenzó a temblar

   —Criatura… —dijo Benjamín; su mano se alargó y sus dedos tocaron con ternura el suave rostro del príncipe. Ariel rompió en llanto de nuevo, pero se sentía preparado para escuchar todo lo que tuvieran que decirle. Ya no era un niño, ahora era un hombre; uno que en pocos meses se convertiría en papá. Los berrinches, los caprichos y las pataletas debían quedar ahora para su hijo. Para él, por el contrario, esa etapa ya había pasado. Si quería madurar de verdad, debía caminar hacia la adultez conociendo bien su pasado. 

 

 

 

 

 

   Un poco antes del mediodía, Henry le dio los últimos retoques al plan que había labrado con ayuda de Diván. Había sido difícil volver a templar sus nervios luego de la tremenda noticia que recibió horas antes, pero lo había logrado. Decidió que se dedicaría a un problema por vez o terminaría por volverse loco. Y de momento, su principal problema era Milán.

   Sus manos, enfundadas en unos guantes azabaches, tomaron el último alfiler que se encontraba sobre la mesa y lo clavaron en una porción del mapa que se extendía sobre esta; un lugar titulado en letras negras como “Meller”, que en Kraki significaba paraíso.

   —¿Estás seguro de que los dirganos intentarán sacar a Milán por esa ruta? —preguntó Diván un tanto escéptico. Henry asintió.

   —Si —respondió señalando el mapa—. Estas tres vías, “Meller” ,“Volga” y “Pagaz”, son las más cercanas a la capital de Kazharia, y entre ellas “Meller” tiene los terrenos más planos. Volga es demasiado escarpada para los dirganos y Pagaz los obligaría a tomar vía marítima. Demasiado riesgo y poco tiempo disponible. Sí, estoy seguro… saldrán por Meller. 

   —¿Sabes que te arriesgas al  todo o nada aquí, verdad? —Divan estiró los brazos, colocando una mano a cada lado del sitio señalado en el mapa. Su mirada caía sobre la de Henry con la frialdad de un glaciar dirgano. Si se decidían a seguir aquel plan, en unas siete horas estarían en Meller, y no tendrían tiempo de llegar hasta ningún otro lugar en caso de haber elegido mal.

   Un tenue asentimiento de cabeza fue la primera respuesta de Henry.

   —Lo sé. Estoy consciente de los riesgos; sé perfectamente que es más factible que esto acabe en desastre —contestó después, un poco más convencido—, pero en estos momentos no veo más salidas, Divan. —De golpe se retiró de la mesa y se atusó los cabellos que se había vuelto a trenzar. Había una resolución evidente en la inflexión de su voz, tan marcada que hizo a Divan alzar el rostro para mirarlo con atención. Frente a él estaba nuevamente ese muchacho desapasionado, calculador, metódico, infalible y milimétricamente certero, cual hoja de bisturí. Ante sus ojos tenía de nuevo a la leyenda hecha carne, al inquebrantable “Tesoro de Shion”.

    Divan sonrió… no se había equivocado acerca de lo dicho en Midas: Henry Vranjes y “El tesoro de Shion” eran inseparable, como una quimera.

   —Divan, antes de que partamos, quiero hablarte de otra cosa que me preocupa —habló de nuevo Henry sacándolo de sus cavilaciones.

   —Te escucho —dijo Divan.

   —Se trata de lo que te conté acerca del libro de las diosas ¿lo recuerdas? —Divan asintió mientras Henry revisaba el filo de su espada. El varón se inquietó.

   —¿Crees que nuestros enemigos  ya lo encontraron? —preguntó.

   —No, no lo creo —contestó Henry—, pero justamente eso es lo que me inquieta. Creo que esa gente no ha tenido existo en su búsqueda en Kazharia, y es por eso que han estado husmeando por Earth.

   —Pero yo creía que habían entrado a Earth sólo para buscarte a ti —replicó Divan.

   —Y yo también lo creí —confesó Henry—, sin embargo, ¿recuerdas que la noche del secuestro de Milán, cuando me impediste abandonar el castillo de Midas… recuerdas que  te dije que una de nuestras aldeas peligraba? ¿Recuerdas que de inmediato mandaste hombres a custodiarla y finalmente nada pasó?

   Divan asintió mecánicamente, sin saber muy bien a que llevaría todo ese orden de ideas. Henry suspiró.

   —Pues eso, Divan. Los earthianos escogieron una de las aldeas más cercanas a Kazharia y no creo que la hayan escogido al azar. Creo que Xilon tenía razón acerca de que los dirganos buscan algo en Kazharia, el problema es que no lo han encontrado y mientras no lo hagan continuaran buscando por todos los demás reinos si es preciso. No van a detenerse a menos que los detengamos —Henry tomó la vaina de su espada y de un golpe introdujo el arma dentro de ella—. Los dirganos no van a detenerse a menos de que los detengamos… y por este niño que crece en mí, juro que voy a detenerlos.

   En la voz de Henry parecía escucharse una gran excitación, y aquello alarmó un poco a Divan. Iba a decir algo pero en ese mismo momento se escucharon dos toques secos en la puerta. Un soldado entró con un objeto entre manos: era el sello de Divan.

   —Hay dos hombres esperando en las murallas y han traído esto, solicitan entrevistarse con Su majestad de forma urgente —explicó el uniformado entregando el sello.

   — Son Xilon y Kuno —informó Divan, viendo alivio en el rostro de Henry —; fueron descubiertos en la posada y podrían ir con nosotros a Meller ¿no te parece?

   —Bien —aceptó Henry—, guíalos hasta el castillo —ordenó al soldado—, y tú Divan, acompáñame… te tengo otra sorpresa.

   El soldado hizo una reverencia y salió a prisa. Henry se acomodó los gemelos de su guerrera y tomó sus armas. Se colocó la espada al cinto; la empuñadura de plata tenía un brillo oleoso, y en el centro, un rubí tan escarlata que parecía contener toda la sangre que había sido derramada por el filo de aquel metal.

   En los bolsillos traseros de sus pantalones, Henry se guardó unas minúsculas dagas y un pequeño espejo. Por último, remató su batería con un puñal del largo de una pluma,  el cuál camufló en el interior de su bota derecha. Aquel objeto había sido el último regalo de su padre Aarón; era un arma bella y elegante, un fino tesoro que a pesar de llevar grabado en perfecto Saguay un mensaje de amor sobre la hoja, degollaba cuellos con precisión de cirujano y había dejado eunuco a un varón.

   Henry se miró en un gran espejo e hizo una mueca extraña. Cuando Xilon y Kuno arribaron al palacio, él y Divan ya estaban listos para partir.


 

  Se encontraron en los corredores de la entrada. Los adoquines de arcilla formaban ondas a sus pies, y los conducían a un jardín de gruesos robles y ramas desnudas. Había también un grueso tejido de enredaderas crecidas, las cuales se extraviaban en una muralla inmensa que tomaba camino al oeste, perdiéndose luego en un despeñadero profundo sobre el que nacía, mucho más al norte, la soberbia llanura Earthiana.

   Durante las guerras acontecidas antes del Gran Pacto, aquel fuerte de piedra robusta había servido para proteger a los entonces reyes de perder su soberanía con Kazharia, y de terminar convertidos en un simple ducado. Henry decía a menudo que gracias a Shion,  al rey Edmundo V, soberano de aquel entonces, le gustaba pacificar con la espada y con el fuego, pues de haber sido Leonardo II, su sucesor, a quien le hubiese tocado enfrentar aquellos tiempos, seguramente ahora él no sería más que un miserable conde.

   Después de atravesar aquellos jardines, los cuatro hombres atravesaron un arcó de piedra que conducía a un callejón húmedo y pestilente. Debía ser un pasaje secreto del castillo pues la luz era escasa y pronto estuvieron casi en tinieblas. Kuno arrugó el ceño al  sentir el chirrido de unas ratas a lo lejos. Fuere donde fuere que estuviesen, sin duda estaban descendiendo a un nivel subterráneo.

   —Luz, Divan —ordenó Henry, luego de que entraran a lo que parecía ser una gran bóveda un poco mejor iluminada que los túneles. 

   Entonces, se escuchó el paso de las botas de Divan repiqueteando sobre la piedra, y de repente, un brillo radiante iluminó todo el recinto. Un espejo reflejaba la luz solar que escasamente penetraba por una alta claraboya, y la rebotaba en otros más que estaban colocados de forma estratégica; de modo que con un solo chorro de luz, toda sombra se extinguía. Sin embargo, las leyes de la óptica no eran lo que Henry pretendía enseñarles a sus invitados. Y éstos lo comprobaron al instante.

    Xilon y Kuno estaban casi atontados ante el despliegue de tesoros que tenía “El tesoro de Shion”. Todo parecía indicar que dentro de aquella gran bóveda, el metal menos valioso era el oro: había esmeraldas que rebosaban en arcones imposibles de cerrar, diamantes como lagrimas, imposibles de contar. Y dorado; todo era reluciente sin importar a  dónde se mirara. Se rumoraba que el bisabuelo de Henry había quedado con un tic en el ojo después de entrar a aquella bóveda por vez primera. Era alucinante.

   —Necesito que me ayuden —pidió Henry señalando unos gruesos sacos—. Tenemos que llenarlos.

   —¿Para qué? —preguntó Kuno confundido, pero Henry solo negó con la cabeza.

   —Luego les explico. Ahora, démonos prisa.

   Xilon y Kuno miraron a Divan pero éste sólo se encogió de hombros. Kuno miró a Xilon y encogiéndose de hombros también tomaron cada uno un saco. En total llenaron tres sacos de oro, cada uno del tamaño de un cerdo gordo. Con eso sería más que suficiente para lo que tenía planeado, pensó Henry, al tiempo que suplicaba a las diosas que estuviese haciendo lo correcto.

   Cuando todos los sacos estuvieron bien apilados y cerrados, Henry sacó una de las dagas que llevaba en los bolsillos y extendió su mano mirando a Kuno.

   —Préstame tu mano.

   —¡¿Qué?! ¡Ni hablar! —se estremeció el midiano— ¡¿Qué pretendes?!

   —Necesito un poco de tu sangre —respondió Henry impávido—. Iba a usar mi sangre porque estoy embarazado de Milán, pero la tuya será más efectiva ya que eres su hermano de sangre.

   —¿Necesitar sangre? ¿Una daga? ¿Acaso ha perdido el juicio, Majestad? —Xilon apartó a Kuno con un mohín de disgusto. Henry suspiro.

   —Es un truco de bioenergética. Es magia básica que pensé que conocían, pero veo que no es así. En fin… les explicaré luego. Ahora solo necesito tu sangre, Kuno. Es lo único que se me ocurre para salvar a tu hermano.

   Kuno volvió a mirar a Xilon a los ojos y éste asintió lentamente. De esta manera, el príncipe estiró su mano y Henry le realizó un ligero corte en la palma, dejando que la sangre callera sobre una pequeña tacita de oro. 

   Mientras tanto, Xilon miraba a Kuno en silencio, contemplando esa belleza que tanto lo endulzaba. El viaje hasta palacio había sido silencioso, y Xilon no sabía si su esposo estaba o no disgustado por la noticia que le había dado horas antes: eso de que Dereck esperaba un hijo suyo.

   Xilon no le había contado aquello a Kuno cómo venganza por su flagrante infidelidad, ni con ánimo de disgustarlo; lo había hecho sólo con el ánimo de que ya no hubiese más secretos entre ellos. Si ya le había contado todo lo que sabía con respecto a los secretos que por años habían escondido sus respectivas familias, no veía problema en decirle que tendría un hijo con un antiguo amante. Sobre la infidelidad de Kuno, no sabía ni siquiera que pensar; ni siquiera sabía si considerarla infidelidad en el termino estricto de la palabra. Le había dolido pero… ¿podía reclamarle algo luego de todo el daño que le había hecho? ¿Merecía si quiera estar ofendido cuando no sabía ni cómo dirigirse a él?

   El profundo abismo que Xilon extendía siempre entre él y los otros seres humanos parecía mayor en el caso de Kuno; parecía más hondo y más oscuro. “Terminarás por perderlo cómo perdiste a Ariel”, le repetía con insistencia una voz interior. Pero Xilon le replicaba: “No lo haré, no lo perderé”; aunque lo hacía con una determinación cada vez más mermada.

   “No lo perderé, esta vez no volveré a perder” se dijo a sí mismo en aquel momento, mientras miraba a Kuno. “No lo perderé cómo te perdí a ti…papá”.

   —Muy bien, con esto será suficiente —dijo Henry soltando la mano de Kuno, y enseguida puso su mano derecha sobre la tacita de oro que contenía la sangre del príncipe y aplicó su bioenergía—. La sangre se conoce, la sangre se llama, la sangre se pierde, la sangre se ama. Con la sangre a la sangre te invoco a ti; con la sangre de tu sangre, vuelve a mí.

   Después de repetir el mantra tres veces, Henry cubrió la taza que sostenía en sus manos y miró a sus acompañantes.

   —Está hecho —les dijo—. Es hora de partir.

 

 

   Los sollozos de Ariel morían en el pecho de Vladimir. Para nadie había sido fácil verlo vomitar de impresión cuando conoció de labios de Benjamín la verdad sobre la muerte de su papá y la forma como Xilon le había mentido para protegerlo del dolor.

  << Lyon se suicidó una semana después de tu nacimiento, querido >>

   Ahora, Ariel entendía mucho mejor el por qué del odio de su padre. Seguramente se había sentido tan frustrado como lo había estado Benjamín luego de leer aquella carta. Dos cartas, dos simples pedazos de papel que sin embargo, tuvieron el poder de destruir tantas vidas.

   Después del suicidio de Lyon, a Jamil Tylenus solo le había quedado Ariel para descargar la ira y la frustración dejadas por aquella traición. Ariel era el fruto podrido de esa relación clandestina, y Jamil nunca tuvo reparos en usarlo para lavar su honor y su honra.

   Ariel había odiado tanto a ese hombre y al mismo tiempo lo había amado muchísimo. En el fondo de su corazón, Ariel siempre le había conmovido la locura y soledad que cobijaban a su padre cómo un manto, y siempre había querido acercarse a él cómo su hijo.  

   Pero ahora, Ariel entendía bien por qué nunca pudo lograr su propósito. Ahora comprendía  de qué iba ese terrible resentimiento que siempre vio clavado en los ojos de Jamil Tylenus; el desprecio que recordaba como un látigo cuando evocaba los insultos y los abusos de antaño; tormentos que habían comenzado muy temprano...

   Ariel estiró su mano y tocó la cara de Benjamín. La mirada ese doncel cuando hablaba de Ezequiel y su hijo muerto era la misma que él recordaba haber visto en los ojos de Jamil aquella noche:

   Habían pasado muchos años de aquello; las imágenes eran vagas pues tendría escasos dos años en esa época. Sin embargo, Ariel podía recordar perfectamente el olor del sándalo que brotaba de los cabellos de Jamil aquella noche cuando se acercó a su cuna. Y podía verse a sí mismo envuelto en un camisón blanco y vaporoso. Recordaba que por alguna razón estaba llorando… y su llanto parecía inconsolable.

    Ariel tragó seco cuando el recuerdo se volvió más nítido, como si estuviese sucediendo de nuevo. En un instante, volvió a ver a Jamil acercándose hasta él y estirando sus manos para apretarlo por el cuello. Ariel llevó sus propias manos a su cuello cómo si le faltara el aire; Vladimir y los demás lo miraban con horror. Pero de un momento a otro, el muchacho dejó caer los brazos en un gesto exhausto y de su boca salió un sordo jadeo.

   Entonces, Ariel se miró los brazos y su rostro se congestionó en una mueca de espanto. Aquella noche, Jamil Tylenus no había sido capaz de matarlo, no había tenido el coraje suficiente para ahogar su llanto para siempre y calmar con aquel crimen su propio dolor. Sin embargo, enojado por su debilidad, el hombre lo zarandeó tan fuerte que le descoyuntó los brazos. Cuando el rey escuchó un crujido y vio que el niño dejaba de llorar, cayendo sobre la cuna como un ángel roto, salió despavorido de aquella habitación y no volvió a entrar en ella nunca más.

   A la mañana siguiente, cuando el doncel que cuidaba de Ariel encontró al pequeño príncipe con los brazos rotos, se oyó un grito tan fuerte que estremeció casi todo el palacio. Ariel no supo nunca que pasó luego con su pobre criado, lo que sí supo fue que sus brazos perdieron la mitad de su fortaleza después de aquel incidente…

   Hasta pasados los siete años, Ariel fue prácticamente un inválido.

 

Continuará…


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