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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo 27

Invitaciones.

 

   Cuando de enemigos se trataba, a Lyon Tylenus le gustaban aquellos hombres que no temblaban ante el destello de la espada; esos que no huían al verse desarmados y que aún estando de rodillas miraban a su verdugo como si lo hiciesen desde arriba. Por enemigos como esos sí valía la pena ensuciarse las manos, pensaba. Y en aquellos momentos, Henry Vranjes era uno de esos enemigos.

   La oscuridad en las mazmorras del palacio Kazharino era tan aguda como un grito al oído. Las antorchas que llevaban los soldados resultaban insuficientes para iluminar los rectilíneos y largos túneles, que parecían hacerse más tenebrosos y pestilentes a esas horas de la noche. La piedra rugosa, sin pulir, con la que estaban construidas las gruesas paredes subterráneas, olía a humedad y desechos humanos. El aire era rancio, como si también llevase muchos años encerrado.

   Lyon caminaba tranquilo, escuchando los alaridos de los reos y el chirrido de las ratas apagando el repique de sus botas. Se dirigía a la sala de interrogaciones para encontrarse con el único prisionero capturado vivo durante el asedio a la prisión. Ya tan sólo estaba a escasos metros de su objetivo cuando se encontró con el espectáculo que decoraba el final del último túnel. Una mueca  turbia adornó su bello rostro y luego, sus labios se torcieron en lo que pareció una sonrisa.

   Cerca de una docena de guardias yacían muertos en el suelo pedregoso. La sangre se mezclaba con el agua que se filtraba por las fisuras del techo y corría como hilillos escarlata por los desniveles. Lyon observó los cuerpos inertes de los suyos, aglomerados junto a unos pocos hombres del bando enemigo, los cuales, todavía se convulsionaban en espasmos agónicos mientras terminaban de desangrarse.

   Con cuidado de no manchar sus ropas, el doncel cruzó entre los caídos y logró llegar en cortos pasos hasta el principal atractivo de esa macabra escena: se trataba de un soldado joven, de bajo rango; tenía el cabello rubio sobre la frente y unas gotas carmesí corrían por su faz hasta chorrear por su mentón, terminando en un espeso charco a sus pies. Estaba desnudo y amarrado de pies y manos a una de las columnas centrales del largo pasaje; le habían sacado los ojos y en la piel de su pecho lucía tallada, con fina daga, una frase en perfecto saguay que decía: "Shion alpiheg" (La ira de Shion).

—El toque de misticismo extra —susurró Lyon, alargando su mano para tocar la sangre seca que resaltaba el mensaje escrito sobre la piel del soldado—. Ya no me queda duda… Esto es obra tuya, "Tesoro de Shion" —masculló.

   Con displicencia giró su cuerpo y se dirigió a la celda. Un soldado se adelantó para abrir el grueso candado mientras su compañero le acercaba una antorcha. Al abrirse la puerta, un chirrido hizo eco, rebotando por las paredes. En ese mismo instante, por todo el recinto se escuchó un grito espantoso y visceral, que venía desde dentro de aquella cámara. Lyon sonrió imperceptiblemente. Adentro estaba el prisionero que iba a ver, y tal parecía que no estaba colaborando mucho.

   Un olor a cera y sarna lo recibió al pasar. En el interior de la celda, el aire era todavía más espeso que en los pasajes, y se fundía con el olor a sangre, orines y cenizas, formando un aroma agrio y penetrante que resultaba del todo insoportable. Lyon arrugó su nariz, sacando sus sales aromáticas para contrastar el olor, y avanzó unos pasos sabiéndose protegido por el efecto de contraluz que le permitía observar a su “invitado” sin que éste lograse verlo a él.

   Frente a él, larga y macabra, la mesa de torturas acogía a un hombre desnudo por completo. El sujeto estaba atado a los barrotes de la mesa por manos y pies; sus piernas estaban en carne viva y su rostro,  cubierto de sombras, era irreconocible a la distancia. Las manos del reo estaban agarrotados como arañas, y los dedos de aquellas manos no tenían uñas. En ese instante, el pecho del hombre estaba siendo despellejado por una lija.

   Lyon detuvo al verdugo con un movimiento de su mano. Enseguida, aquel hombre, robusto y enmascarado, paró todo movimiento, dirigiéndole una respetuosa reverencia. En ese momento también, de entre las sombras, se hizo visible el confesor: un hombre menudo, de piel consumida como la de un reptil, ojos de pajarillo y una gran joroba al mismo nivel de su cabeza. Sostenía entre su mano diestra y el muñón de la izquierda el pergamino en el que iba anotando todo lo que los reos decían durante los interrogatorios. Lyon estiró una mano con desdén y el hombrecillo menudo le entregó el pergamino.

   Estaba en blanco.

   —Así que no ha dicho nada.

   El confesor asintió despacio. Lyon suspiró.

   —Estos Earthianos entran a la prisión camuflados como Dirganos, sacan al preso más importante que tenía aquí: El príncipe Paris Ellhal. Luego, esos mismos hombres matan a los nuestros, los desnudan, les sacan los ojos, escriben sobre ellos una verborrea mística y ¡¿ustedes qué hacen?! —Lyon palmeó furioso la mesa del confesor— ¡Fallan! —les gritó con una cólera evidente—. Fallaron en la misión de encontrar y traer a Henry Vranjes, y ahora fallan al proteger a mi reo más importante.

   —Señor, está equivocado —Un soldado, que tuvo la osadía de  avanzar un paso  mientras los ojos de Lyon lo fulminaban, se atrevió a defender a los suyos—. Los hombres que nos atacaron no eran Erthianos… eran Midianos —dijo con seguridad, a pesar de que los nervios lo tenían temblando de pies a cabeza—. Los reconocimos por su acento al hablar. Fue por eso que se formó la batalla.

   —¿Midianos? - El tono de furia de Lyon cambió a uno de preocupación—. ¿Estás seguro de lo que dices?

   —Sí, mi señor —asintió el muchacho—. Uno de los hombres que estuvo a cargo de la misión de secuestrar a Henry Vranjes llegó hace unas horas a Kazharia. Dijo que cometieron un error terrible y que en vez de secuestrar a Henry Vranjes, capturaron a alguien más...

   —¿Capturaron a alguien más? —preguntó Lyon con un hilo de voz.

   —Capturaron a Milán Vilkas, mi señor.

   Lyon sintió que el corazón se le pulverizaba como si lo tuviera hecho de granito. Un presentimiento se clavó en su pecho como lo hace una flecha certera.

   —¿Milán Vilkas?

   —Así es, mi señor. Milán Vilkas murió en una explosión cuando los suyos trataron de rescatarlo. Esa debe ser la razón por la que los Midianos se involucraron en esto y nos atacaron con tanta saña .El soldado que regresó dice que fue horrible, que los rodearon y no les dieron tiempo de nada… él escapó de milagro.

   —Así que Milán Vilkas está muerto — Lyon se volvió a mirar al prisionero que tenían sobre la mesa. Le temblaban las piernas, pero avanzaba sin pausa, acortando cada vez más la distancia que lo separaba de él. Al llegar hasta el lado del prisionero, al que hasta ese momento no había reconocido, jadeó con fuerza: el presentimiento ya era una certeza, pero aún así era difícil conservar la calma.

   Estiró su mano y sacudió los cabellos decolorados, esos que escondían el azul real de aquella cabellera; los mismos que años atrás había acariciado tantas veces entre sus manos. Lyon delineó los labios de Ezequiel, quebrados por la resequedad; y como un relámpago, el doncel recordó la humedad de sus antiguos besos, mirando ahora la fragilidad de su antiguo amante; deleitándose en la imagen de ese cuerpo torturado; ese que tantas veces hizo suyo, ese que  durante los encuentros furtivos del adulterio siempre logró tocar.

   - Milán mi sol, Milán mi cielo, Milán el niño de mis ojos. Milán es mi vida y sin él no soy nada — Lyon comenzó a reír mientras rememoraba las palabras con las que Ezequiel solía hablarle de Milán—. No bromeabas cuando me decías eso de tu primogénito, ¿verdad, Ezequiel? —se burló todavía más, logrando que entonces, por fin, Ezequiel abriera los ojos y lo mirara con una incredulidad y un pavor que cada vez se impregnaba más en sus facciones.

   — Lyon —susurró Ezequiel, jadeando de dolor y de pánico. Pero el doncel sólo se burló más, apretando con saña las heridas de su pecho.

   —Háganle hablar —ordenó mirando al verdugo. Y luego, salió de aquel lugar.  

 

 

 

 

   A pesar de que había asistido con aparente serenidad a todos los actos públicos que se celebraron en honor a su desaparecido hijo, lo que menos tenía en el corazón Benjamín era resignación. Durante el último ritual leyó el pasaje sagrado con el que se invocaban a los hados de la muerte para que brindaran custodia al difunto en la otra vida, y lo hizo con tal devoción, delante del pueblo reunido en la plaza mayor, que al término, la gente enardecida le gritaba consignas de duelo y de venganza.

   Así era el inmenso amor que Milán despertaba entre la plebe; tanto, que hasta un pequeño niño trovador, encaramado en brazos de su padre, alzó su diminuta voz para entonar una melodía suave y triste. Era tanta la aflicción con la que sus notas viajaban por el aire, que la gente poco a poco calló para que el rey consorte, desde el púlpito de la plaza, pudiera escuchar los ronroneos de aquel dulce ruiseñor.

   Cuando el canto del niño terminó, Vladimir tuvo que ayudar a Benjamín a bajar del escenario y subirse a su corcel, pues el rey consorte se había quedado estático contemplando al niño como hipnotizado. Al volver a palacio, sólo fue cosa de que pusiera un pie sobre el suelo cuando el doncel ya estaba llamando a su presencia a todos los magos del reino. Por tres días, con sus noches incluidas, Benjamín no había hecho otra cosa que exigir a sus hechiceros que encontraran la forma de traer a su hijo a la vida. Algo sobrenatural tenían que encontrar para lograr tal fin. La magia de Midas era reconocida como una de las más poderosas de Earth. Y si la magia le había quitado a su hijo, la magia se lo devolvería.

   Vladimir había permanecido muy atento a todo. No juzgó mala la momentánea locura de su papá y dejó que intentara trucos con los magos a pesar de saber que no darían resultado. Esperó a que luego de los conjuros infructuosos, Benjamín superase la etapa de negación. El momento nunca llegó, y no llegaría jamás, supo Vladimir, cuando escuchó un estrépito terrible en la capilla mayor del palacio.

   Ariel, Vincent, y Vladimir llegaron a toda prisa. Los custodios les abrieron las puertas presurosos, justo en el momento en que Benjamín le arrojaba un montón de agua a uno de los magos. La túnica del pobre infeliz quedó tiznada del achote con el que, previamente, había teñido el agua para simular sangre. El rostro de Benjamín estaba rojo pero de ira.

   —¡¿Intentan verme la cara?!¡Malditos aprendices! —explotó el rey consorte, haciendo temblar a los más poderosos magos de Midas—. ¡Esto es magia básica! ¡Hasta un niño de pecho haría mejores trucos que ustedes! ¡Sabios de pacotilla! ¡Timadores de poca monta!

   —Majestad… nosotros…—habló el mago, todo mojado.

   —¡Cállense! —replicó Benjamín, a punto de golpear al hombre con su propia vara. Sin embargo, Vladimir llegó a tiempo para detener el ataque. Estaba desconcertado.

   —¡Retírense todos! ¡Salgan de aquí ahora mismo! —bramó—. Sus servicios ya no son necesarios.

   —Por supuesto que son requeridos —contradijo Benjamín, reteniendo a los hechiceros—. ¡Nadie se irá a ningún lado hasta que no hayan creado una piedra mágica que me devuelva a mi hijo! ¡Se quedarán hasta que yo se los ordene!

   —¡No, se irán ahora! —El grito de Vladimir los sorprendió a todos. Benjamín, que se había quedado pálido y jadeante, comenzó a sollozar. Vladimir fue hasta él de inmediato y lo tomó entre sus brazos—. Los hechiceros se irán ahora, padre —dijo con más suavidad pero con igual seriedad en la orden—. Ya ha sido suficiente. Ellos no te devolverán a Milán.

   Entonces, el grupo de hechiceros aprovechó la dubitación de Benjamín y de esa forma, lograron salir a toda prisa del recinto, dejando al rey consorte en medio de un motón de tótems, yerbas y talismanes activos e inactivos. Vladimir avanzó por la nave central arrastrando a Benjamín consigo. El doncel lloraba entre sus brazos y se retorcía con el fin de negarse a abandonar el lugar. Por fin logró zafarse y devolverse hasta el altar del templo, secando sus lágrimas.

   —No, no me iré —afirmó—. Si esos imbéciles no pudieron hacer nada para regresarme a Milán, yo mismo encontrare la manera de hacerlo. ¡Antul, pásame ese libro!

   Vladimir suspiró y volvió sobre sus pasos. Con su mano detuvo a Antul, el doncel de compañía de Benjamín, quien iba presuroso a entregarle el libro.

   —¡Antul, fuera de aquí tú también! —ordenó Vladimir—. ¡Fuera todos! —exclamó, echando de allí a los demás sirvientes y cortesanos. Ariel y Vincent esperaron en la entrada del templo. Estaban completamente sobrecogidos.

   —Vladimir, no vas a impedirme hacer lo que quiero —le anunció Benjamín cuando lo vio dirigirse hacia él, pero Vladimir hizo caso omiso de la advertencia y llegando de nuevo hasta la altura de su papá lo tomó de ambos hombros y lo zarandeó.

   —- ¡Papá, ya basta! ¡En ausencia de Ezequiel, estoy en la obligación de hacerte un llamado a la cordura!

   —¡No quiero cordura, quiero a mi hijo! —chilló Benjamín zafándose de nuevo, y yendo él mismo por el libro que Antul había dejado sobre una mesa del altar, abriéndolo para ojear sus amarillentas hojas—. Rayos, no entiendo un comino —blasfemó, viendo el lenguaje encriptado del voluminoso compendio de magia.

   Vladimir volvió a suspirar, esta vez con la paciencia totalmente calmada. Su siguiente acción fue dirigirse al altar, enfrentar a Benjamín, y darle una bofetada suave pero certera en plena mejilla izquierda.

   —Vladimir…—susurró Benjamín resoplando y con los ojos otra vez llenos de lágrimas.

   —He dicho que basta, papá —señaló Vladimir, arrebatándole el libro, y tirándolo lejos del altar—. Ningún truco que hagas va a revivir a Milán, ¿comprendes? ¡Ninguno!

   —Mi Milán — Benjamín se estremeció, pero por fin comprendió la magnitud de la locura que pretendía llevar a cabo. La violencia de Vladimir terminó por quebrar sus destrozados nervios, que se diluyeron finalmente en un desgarrador llanto. Vladimir se apresuró a tómalo entre sus brazos y ambos terminaron tumbados a los pies de las escalinatas que conducían al altar mayor. El príncipe acarició los cabellos lacios y suaves del doncel mayor, alzándole el rostro para depositar un cálido y dulce beso en su frente.

   —Nunca podre revivir a Milán —gimoteó Benjamín.

   —No, no podrás hacerlo —susurró Vladimir en su oído—. No podrás hacerlo porque Milán está vivo —le sonrió.

   —¿Cómo? —Benjamín miró a Vladimir con sus ojos abiertos como platos. La respiración se le había cortado por un instante—. ¿Milán está…?

   —Silencio — pidió Vladimir, colocándole un dedo sobre los labios—. No hables alto, ni cuentes esto a nadie más. Ni siquiera a Vincent o Ariel. Milán no quiere que nadie ajeno a su familia se entere que está vivo. Ni siquiera Henry Vranjes.

   —Pero… ¿por qué?

   —No lo sé —contestó Vladimir—. Por fin pude ubicarlo con mi legeremancia, y pude ver que está a salvo. Pero no podré estar seguro de nada hasta verle en persona.

   —Pero… ¿está herido? ¿Está bien?

   —Sí, está bien. Estuvo herido pero ya ha sanado. —Vladimir se incorporó tomando a Benjamín de un brazo, llevándolo consigo. Benjamín se paró del suelo, apoyándose en su hijo, dispuesto a seguirle—. Mi legeremancia ha mejorado muchísimo gracias a los concejos de Divan Kundera —continuó relatando el príncipe, dándose un golpecito en la cabeza mientras él y su papá recorrían de regreso la nave central del templo.

   —¿Entonces, te reunirás con el pronto? —preguntó Benjamín esperanzado, pero por desgracia Vladimir negó con la cabeza.

   —De momento, no es seguro —dijo pensativo—. Además, estoy preocupado por padre. Hace días perdí conexión legeremántica con él. Pienso que es debido a lo lejos que está Kazharia. Aún no soy tan fuerte como para lograr comunicarme a tal distancia. Pero no estoy seguro. Temo que le haya pasado algo malo.

   —Pues tu padre me tiene completamente sin cuidado —señaló Benjamín sin compasión—. Al único al que quiero ver ahora es a mi hermoso Milán.

   —Comprendo —Vladimir sonrió con amargura y prefirió no meter más el dedo en esa herida. Con cuidado metió una mano en el bolsillo de su guerrera, extrayendo de ésta una esquela lacrada—. Llegó de Earth —dijo, antes de extendérsela a su papá. Benjamín tomó la carta y la leyó, profiriendo un insulto que hubiese hecho sonrojar hasta a los putos del puerto de Jaen.

   —¿Es posible esto que leo? —inquirió estupefacto, sin despegar la vista de la invitación a la boda de Henry Vranjes.

   —Yo tampoco lo podía creer —aceptó Vladimir—, pero si queremos ver a Milán, seguro lo veremos ese día allí. Creo imposible que falte.

   Benjamín asintió y junto a su hijo salió del templo. Vincent y Ariel los recibieron en las puertas del recinto y lo acompañaron de regreso a su torre. Vladimir exhalo un largo suspiro y se fue con rumbo a los patios de armas. No sabía por qué, pero el otoño que se había instalado ya, parecía más sombrío, más triste, más lúgubre que otros años.

 

 

   Henry se inclinó un poco para que le midieran el dobladillo de la levita de su vestido de matrimonio. Sus pajes se movían de un lado a otro, como hormiguitas en mudanza, obedeciendo a las órdenes de los costureros que no querían que quedara ni el más mínimo botón fuera de línea. Por fortuna para él, ese era el único trámite previo a la boda que tenía que soportar, y era sólo porque las medidas del traje se tomaban directo sobre su persona, a fin de que la moda resultara una exquisitez a la vista. Todo lo demás había sido delegado con gusto a sus padrinos, que como dignísimos miembros de la corte, estaban felices de estar todo el día metiendo sus narices en palacio.

   Henry se miró al espejo de cuerpo entero, frente al que llevaba casi dos horas. Era muy raro verse vestido de blanco; ese color no le sentaba bien, pensó. Realmente, se preguntaba si ese color le sentaba bien a alguien. A diferencia de su clásico negro, el blanco no mostraba nada; era tan neutro, tan aburrido, tan pálido. No entendía cómo era que había accedido a usarlo. Seguramente había sido porque el blanco era color tradicional y él era un respetuoso de las costumbres, se dijo mentalmente. Sin embargo, ese color no le daba buena espina; todo lo contrario, le producía un extraño malestar en el estomago. Una extraña sensación de vacío.

   A pesar de eso, en ese momento, Henry estaba muy feliz. Por fin sus hombres habían escrito, anunciando que en muy poco tiempo, Paris Elhall estaría en Earth. La estrategia militar, que le tomó una noche entera planear con ayuda de Divan, había sido plenamente exitosa y por fin podría verse cara a cara con el único que sabía cuál era el paradera del “Libro de las diosas”.

   Henry suspiró. Aunque le revolviera el estomago lo qué tenía pensado hacer para que Paris le soltara aquella información, no tenía otra opción. Necesitaba encontrar ese libro, pues esa era la única forma de quedar definitivamente a la delantera de sus enemigos. La sola idea de tener a los malditos Dirganos en la palma de su mano era tan deliciosa que equiparaba cualquier sacrificio que tuviera que realizar para lograrlo. Por lograr su venganza, Henry estaba dispuesto a hacer cualquier cosa; con tal de pisarle la cabeza a esos blasfemos y miserables llegaría a los más exagerados extremos… Por volver a ver a Milán vivo, aunque fuese sólo para perderlo otra vez, era capaz de recorrer el mundo pisando sobre clavos.

   Pero estas reflexiones quedaron suspendidas abruptamente. Mientras a Henry terminaban de acomodarle el vestido, alguien llamó a la puerta. Uno de los guardias de la recámara se apresuró a abrir y un soldado apareció en el umbral, solicitando audiencia. Henry lo miró y arrugó el ceño. Más le valía traer buenas noticias.

   —Déjenlo pasar —ordenó bajando de una butaca de madera. Uno de los costureros quedó con la aguja lista para pegarle un broche en la capa de su vestido.

   El soldado se adelantó y respetuosamente se inclinó con una reverencia.

   —Ya está aquí, Majestad —dijo con parquedad—. Mis superiores me han dado órdenes de venir en persona a avisarle. Acabamos de llegar.

   —¿Eres Midiano? —Henry sonrió imperceptiblemente, pero interiormente estaba regocijado con esa noticia.

   —Así es, Majestad —respondió el muchacho y se volvió a inclinar—. Pero por órdenes de mis superiores estoy a sus órdenes.

   —¿Su Majestad Ezequiel se encuentra bien? —preguntó Henry, pero el soldado negó con la cabeza, compungido.

   —Lo siento, mi señor. No lo sé —respondió—Yo no estaba con el grupo donde iba mi rey. Pero ruego a las diosas porque mi señor esté a salvo.

   —Comprendo —Sin más que decir, Henry sonrió al soldado y le hizo levantarse—. Haz hecho un buen trabajo, muchacho —le dijo con sinceridad—. Serás recompensado. ¿Has pensado seguir una carrera militar en Midas? Porque puedo hablar con tus superiores para que empieces a ascender.

   El joven soldado se sonrojó visiblemente ante esas palabras. Henry Vranjes era el hombre más bello que había visto jamás. Era difícil conservar el buen juicio teniéndolo de frente. Sin embargo, el chico fue sincero y negó con la cabeza. No era la milicia su deseo.

   —Realmente, y con todo el respeto que su majestad se merece, temo que no es mi deseo seguir la vida marcial, mi señor. Tengo planeado casarme con mi prometido el próximo mes, cuando termine mi servicio. Y con la ayuda de las diosas, espero establecerme en el campo con él.

   —Con ayuda de las diosas y la mía —completó Henry con una sonrisa—. Haré que tú y tu futuro esposo tengan todo lo que necesitan. Y por cierto, dile a tu prometido que venga a verme cuando culminen los banquetes de mi boda. Le heredaré mi vestido. Este mismo que estás viendo.

   Aturdido de dicha, el joven soldado se inclinó y luego, con una inmensa sonrisa partió. Henry volvió a la butaca junto a los sastres y su sonrisa se convirtió ahora en un gesto de malicia. Paris Elhall había llegado por fin. Su victoria estaba a punto de asegurarse.

 

 

 

 

    El muchacho, adolorido, mordía los almohadones para ahogar en éstos sus gritos destemplados. Había sido sacado de su propia cama a media noche, sin que su padre ni sus hermanos pudiesen hacer nada por ayudarle. Cuatro uniformados del ejército invasor lo montaron en el caballo del líder y se lo llevaron en medio de la niebla, sin hacer caso de los lamentos destemplados de su papá. Sólo tenía trece años y lo único que sabía del amor era lo que había escuchado de labios de sus amigos, un poco más maduros y experimentados. Sin embargo, aquellos pocos conocimientos le bastaban para saber que lo que aquel asqueroso hombre le estaba haciendo en ese momento, no era nada semejante al amor. No lo era, a pesar de que el sujeto le acariciaba, y a cada embestida le repetía con ronquidos lujuriosos, apasionados y sofocados: “Mi amor”.

   Ni siquiera le había quitado la ropa, pensó el pobre chico, tras un nuevo empujón contra sus entrañas. Ese Dirgano inmundo sólo lo había sometido por la fuerza, bajo su peso, maniobrando las prendas de ambos, y después, tras haberle roto la nariz de un puñetazo limpio para que dejara de forcejar, lo había penetrado duro y profundo, apretándole los glúteos lascivamente y mientras le babeaba la cara.

   Lyon entró mientras Jericó de Launas violaba a aquel pobre infeliz. Y mientras esperaba a que el rey se vaciara en el interior del pequeño Kazharino, se acomodó en otros almohadones cercanos, bebiendo una copa de vino.

   Para cuando Jericó finalmente logró alcanzar la satisfacción que le brindaba aquel sucio pecado, el niño ya había perdido la conciencia. Entonces, dejó que los guardias, que se habían estado conteniendo durante el espectáculo, se lo llevaran, y mientras, el rey se acomodó sus ropas, resoplando su orgasmo entre gimoteos de placer.

   —No hay como la carne extranjera— rugió lascivamente el robusto Dirgano, guardándose su miembro aún goteante. Un esclavo se acercó y comenzó a asearlo.

   —No sabía que le gustaran tan pequeños, Majestad— sonrió Lyon, un poco asqueado por la visión del tan poco refinado rey.

   —- La carne es mejor entre más tierna esté —le contestó Jericó con un gesto obsceno —. A propósito —anotó—. ¿Has visto a tu hijo Ariel últimamente? Siempre me interesó. Se lo pedí a Xilon muchas veces para hacerlo mi esposo, pero el muy orgulloso de tu hijo mayor siempre me lo negó.

   —¿Qué ha dicho usted? —Jericó alzó su mano en señal de concordia al ver cómo el bello rostro de Lyon se contraía de furia.

   — Hey,no te alteres —medió—. ¿Acaso piensas que iba a tratar a tú hijo, un príncipe mitad Dirgano, igual que como acabo de tratar a ese plebeyo extranjero?

   << Sí, sí lo creo >> pensó Lyon, aunque prefirió no comentarlo en voz alta. Por más cómplice que fuese de Jericó de Launas, el hombre seguía siendo su rey y tenía que llevar la fiesta en paz con él.

   —Además —continuó el varón—. Ya no lo quiero. Ha crecido. Ya tiene quince años— se burló con una risotada grotesca.

   Lyon suspiró. Que ese hombre apestoso e imbécil no tuviese ya ojos para su niño lo tranquilizaba bastante. Ello lo ayudo a concentrarse de nuevo en sus planes y recuperar su tono de estadista. Era importante que pensaran en algo ahora que Paris Elhall estaba en manos de Henry Vranjes. Era importante que lo pensara y rápido.

   —Nuestros planes penden de un hilo y su majestad se preocupa más por follarse mocosos —riñó entonces con un tono un poco ácido—. ¡Hemos perdido a Paris Elhall!

   —Ya lo sé —gruñó Jericó cansado de que le recordaran ese fracaso—. Pero te he dicho que impediremos que ellos encuentren primero el libro. Los vigilaremos, los acorralaremos y cuando encuentre ese dichoso libro se los quitaremos.

   —¿Puedo confiar en usted esta vez, mi señor? —siseó Lyon, sabiendo que se pasaba un poco de la raya. Sin embargo, no podía esperar más. Todos sus planes se estaban yendo por la borda y ahora que los Midianos y los Earthianos se habían unido, la cosa se ponía muy peliaguda.

    Pero a pesar del tono amargo y desesperado de Lyon, Jericó solo sonrió. Tener a Ezequiel Vilkas con ellos era algo realmente bueno, y tanto él como Lyon esperaban usar ese recurso en caso de que las cosas se pusieran muy feas.

   —De momento, tenemos que esperar y mirar cómo va todo —anotó el rey, incorporándose sobre los almohadones sobre los que estaba acostado. Con soltura extendió su cuerpo hacia una mesa cercana y tomó un pergamino que estaba sobre ella.

   —¿Qué es esto? —preguntó Lyon con verdadero interés, tomando la esquela cuando Jericó se la tendió y leyendo su contenido con ojos cada vez más abiertos—. No puede ser —susurró.

   —Henry Vranjes ya sabe que yo estoy al frente de esta invasión. Estoy seguro —sonrió Jericó, como si eso no le importara en lo absoluto.

   —Y te invita a su boda para provocarte —concluyó Lyon, concordando con su rey—. ¡Esto es una trampa!

   —Por supuesto que lo es —afirmó Jericó, pero sus ojos brillaron de inmediato con una maldad terrible—. Es por eso que iremos y le haremos caer en su propia red. Henry Vranjes se va a mear encima cuando tú llegues conmigo a su boda. ¡El maldito adorador de Shion va a ir directo con su maldita diosa apenas te vea!

   —Sí, sería muy grosero rechazar su cordial invitación —intervino Lyon—. Tiene usted razón… Debemos ir a esa boda.

   Con un asentimiento de cabeza, Jericó y Lyon chocaron sus copas y brindaron. Lyon tenía el corazón a mil, pero pensó que definitivamente esa boda era el momento perfecto para verse frente a frente con Henry Vranjes. Ahora que Paris Elhall estaba en manos de los Earthianos, Lyon sabía que su encuentro con Henry era cuestión de tiempo. ¿Y qué momento podía ser más perfecto que aquella boda?

   Lyon hubiese querido permanecer en las sombras, oculto hasta lograr su objetivo, pero esa opción ahora ya no era posible. No confiaba para nada en el imbécil de Jericó de Launas, y por lo tanto, si quería tener el “Libro de las diosas”, necesitaba negociar de tú a tú con Henry Vranjes.  

   Si. Definitivamente, a Lyon le cosquilleaba el estómago de sólo pensar en ese momento. No tenía más opción que descubrirse finalmente y enfrentarse con sus enemigos de frente. Era eso o perder de nuevo. Y no, ésta vez no, ésta vez, ya no estaba dispuesto a perder. Además, quería ver la cara que pondría el traidor de Divan al verle. Sería un momento sublime.

 

 

Continuará…

  

   


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