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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo XXXVII

 

La liberación de Earth.



   El rio Fintroll, de leve caudal y mansas aguas, dejó de llamarse así desde aquellos días. Con su cascadita arrulladora y su blanca niebla nadie le temía. Estaba ubicado justo sobre las faldas de la fortaleza de Earth pero no era el rio que abastecía la aldea; sólo estaba allí como esperando… esperando el día en que el destino decidiría convertirlo en un rio maldito.

… los Dirganos que prestaban guardia fuera de las murallas jamás pensaron que las orillas de aquel río serían su tumba.

   Kuno caminó entre la maleza cubriendo su nariz del rancio aroma de la putrefacción. Los cuerpos envenenados no olían bien para nada, pensaba mientras los esquivaba. Le habría encantado poder matarlos a todos a mano limpia como las ratas que eran, pero desafortunadamente no había tiempo ni hombres para aquella labor. Cuando entraran a Earth, los Dirganos los triplicarían en número, así que en pro de conservar la mayor cantidad posible de soldados para luchar adentro, escogieron otro método para eliminar a los enemigos que estaban afuera: envenenar el rio.

   La estricnina había sido el mortal aliado, un letal y potente veneno extraído de la raíz de una planta esteparia. Había sido precisamente Ariel quien le hablara de ella a Kuno durante la última conversación que habían tenido. Le enseñó sobre sus usos mortales, los efectos que causaba, su preparación y el modo de extraer el veneno sin morir en el intento. Kuno sonreía con cada cuerpo caído, lo consideraba un tributo a Ariel; sentía que desde el más allá, con sus conocimientos, el fallecido príncipe vengaba su propia muerte.

   Sintió un escalofrió… ¿Acaso había alguien más culpable de la muerte de Ariel que él? ¿No había sido justamente él quien le había guiado a su trágico destino? ¿No merecía estar allí también tirado, muerto o agonizante? Una lágrima resbaló por su mejilla. Le causaría un gran dolor a Xilon. La vida la había hecho cobrarle por su afrenta cuando ya no quería ni lo deseaba. La vida… tan cruel, tan sarcástica y despiadada… las diosas ¿Protectoras o verdugos? Miró el siguiente cuerpo a sus pies… no era Dirgano. Era un doncel Earthiano, embarazado en apariencia. Se veía reseco ya, con una brillante cabellera negra que parecía ser lo único que aún guardaba vida; sus ojos estaban abiertos y opacos, miraban a la nada.

   —Así es la vida… —susurró Kuno antes de volver al caballo. Nalib lo esperaba. Con el ejercito Dirgano reducido casi al número de sus hombres, la batalla era cuestión de horas.

   —No puedo creer que esto haya resultado  —dijo el príncipe Kazharino bajando su capa—. Es increíble.

   —Lo es —sonrió Kuno recordando como Nalib se las había apañado para llevar a aquellos hombres hasta las orillas de Fintroll. Según le contó el propio Nalib, había enviado un pequeño puñado de hombres muy veloces que recorrieron un gran perímetro lanzando flechas en todas las direcciones para hacer creer al enemigo que un ejército gigantesco se acercaba. Cuando los Dirganos llegaron hasta el rio, sedientos y cansados por la ineficaz búsqueda, cayeron en aquella tela araña de forma irremediable.

   —Fue una trampa magnifica, me has sorprendido —reconoció Kuno.

   —Lo leí en un libro de batallas épicas —sonrió Nalib como niño travieso, como hacía muchos días no lo hacía—, unas epopeyas antiquísimas anteriores al Gran Pacto —confesó.

   —Por supuesto… Todas las grandes batallas fueron antes del gran pacto. Me pregunto ahora si el Gran Pacto fue algo bueno. Tal vez dejar tantos rencores acumularse durante siglos y siglos fuese contraproducente.

   —¿Entonces, piensas que las guerras son buenas?  —preguntó Nalib acomodándose un paso por delante de Kuno en su cabalgadura para mirarlo fijamente.

   —No —negó  Kuno con la cabeza —, no creo que las guerras sean buenas, hay demasiada maldad en ellas. Pero también es cierto que acumular odio no trae bien a nadie… las guerras no son buenas, sólo son inevitables. Porque hay odios que no pueden apagarse, afrentas que no pueden perdonarse, y cuando estallan son como un voraz incendió que no se puede sofocar, que lo devora todo hasta que está satisfecho.

   —¿Hablas por ti?

   —Hablo por mi —asintió Kuno—. Y hablo por ti también—aseguró colocando su mano sobre el pecho de Nalib—. Dime si no hay un fuego ahora ardiendo aquí —le preguntó señalando su corazón—. Un fuego que quiere quemar.

   —En mi corazón arden muchos fuegos —confesó Nalib casi con agonía—, pero el principal es ese que me está quemando desde el primer día en que te vi.

   —Con que ese fuego, ¿eh? —susurró Kuno y luego miró a Nalib en silencio. En ese momento no se sintió incomodo. Todo lo contrario, le hubiese gustado corresponderle en el sentimiento, no dejarle solo con aquel amor. Pensando así, se acercó entonces,  pegando ambas monturas y de un tirón de las solapas de la guerrera de Nalib, lo atrajo hasta él.

   Kuno besó a Nalib como un doncel besa a su prometido en una cita clandestina; con la misma pasión, con la misma entrega. Sería lo único que le daría pero se lo daría bien. Nalib merecía más que un beso, pero la vida era así… injusta.

   Nalib estrechó a Kuno aún más al sentirlo así de cerca. El contacto que por tanto tiempo había deseado estaba sucediendo en medio de descomposición y pestilencia, ruinas y muerte. Tal vez no existiese mejor escenario que aquel para el ósculo prohibido de un amor imposible, pensó en aquel momento. El beso moribundo de un amor que nunca se consumaría.

   Cuando se separaron y lo miró a los ojos, Nalib supo que Kuno jamás sería suyo, pero pese a ello, él lo amaría para siempre.

   —Te amo como nunca he amado Kuno Vilkas, y como ya no amaré jamás —le confesó aún con su aliento sobre la otra boca.

 —Es precisamente por eso por lo que no debes amarme, Nalib —dijo Kuno apartándose lentamente—. Porque ya yo no soy Kuno Vilkas.

 

 

   Desde el mismo momento en que Xilon vio el féretro de Ariel perderse tras aquella bóveda rocosa acondicionada para él sobre aquel acantilado, de inmediato supo también qué haría con Lyon cuando lo tuviera de nuevo frente a él.

   Respiraba, caminaba, se movía, hablaba incluso; pero ya no estaba allí. Cuando había bajado el día anterior a recibir a la comitiva de Midas, y Vladimir le había entregado el cuerpo amortajado que sólo parecía dormido gracias a las destrezas fúnebres de Vincent, Xilon supo que él también acababa de morir. Sentía que caía cada vez más en un agujero sin fin y sin retorno.

   Vladimir sintió verdadera pena por él al verle. Durante el velorio en la cámara fúnebre, Xilon no se despegó ni por un segundo del cuerpo. Lo contemplaba casi con veneración, como si el cuerpo sin vida de su hermano fuera el de una de las diosas. Ahora se encontraban a siete metros de profundidad en una cámara subterránea muy húmeda y fría. Ariel no podía ser velarlo en el templo, ni enterrado en palacio pues no había sido un rey ni un heredero en primera línea del linaje. Así que solo quedaba para su despedida aquella bóveda gigante de piedra, tan fría, tan sola.

   Los nobles cuchicheaban, se preguntaban sobre las causas de aquella prematura muerte y también sobre el hijo dejado por Ariel. ¿Sería aquel pequeño el heredero de Midas ahora que el príncipe Milán estaba muerto? ¿Sería también heredero de Jaen ante la desidia de sus reyes por producir descendencia?

   En una de esas, el sacerdote se acercó a Xilon para preguntarle sobre un detalle que aún no tenía claro. Los nobles guardaron silencio y todo el personal se crispó. Se veían venir un episodio pesado.

   —Majestad —dijo el sacerdote en tono bajo, bajándose la capucha—. Perdóneme que le interrumpa en su doloroso recogimiento, pero debo aclarar algo.

   Xilon no respondió nada. Tal vez ni siquiera lo oyó.

   —Majestad… —repitió el anciano—, perdóneme, pero… ¿Qué decisión ha tomado sobre el cuerpo? ¿Vamos a quemarlo?

    El sacerdote se refería a la nueva ley Jaeniana que debido a la peste dejada por el huracán había ordenado incinerar a todos los muertos. Sin embargo, al escuchar aquello, Vladimir, que estaba frente a Xilon, saltó horrorizado. ¡No iba a permitir eso por nada del mundo! ¡De ninguna forma lo iba a permitir!

   —¡No! —gritó espantando a los demás presentes con su voz aumentada por el eco—. ¡No lo permitiré! ¡De ninguna forma harán eso!

   —¡Vladimir, por favor, contrólate! —pidió Vincent sujetándolo a pesar de que a él también le espantaba la idea.

   —¡No pueden hacer eso! ¡No pueden quemar a mi encanto! Mis padres se volvieron polvo en el fuego, no tengo una tumba para rezarles. Quiero una tumba donde llorar al amor de mi vida, quiero una tumba que enseñarle a nuestro hijo.

   Entonces, en ese instante, con la mención del niño, por fin Xilon pareció reaccionar de nuevo. Su rostro se alzó como salido de un largo letargo y con interés, sus ojos se posaron directamente sobre Vladimir.

   —El niño… —susurró suavemente resoplando un poco—. ¿Tuvo al niño? ¿El niño vive?

   —Así es… —confirmó Vladimir—. El niño vive, Xilon, pero está muy frágil. Ese fue el motivo por el que no lo traje conmigo. Te lo presentaré cuando sea más fuerte. Por favor, no quemes el cuerpo de Ariel.

  —Debe ser bautizado en Jaen —respondió Xilon concentrando toda su atención en el niño—.  Aunque no lo creas, Ariel era muy escrupuloso con esas cosas. Quería a sus hijos educados bajo sus tradiciones. Ese siempre fue su mayor temor al pensar en casarse con extranjeros… sus hijos criándose bajo otras costumbres.

   —Lo sé—. Vladimir se acercó al cuerpo y miró el rostro tranquilo y bello con los cabellos de plata escondidos bajo la mortaja—. Consagraré al niño a Ditzha así como lo estaba Ariel —confirmó finalmente—. Lo educaré bajo las tradiciones de Jaen aunque viva en Midas. Tal como mi encanto lo quería.

   —Ariel amaba Jaen —dijo Xilon con un hijo de voz. Como si estuviese también a punto de morir—.  No pudo volverá a ver el mar que tanto amaba —jadeó—, murió solo en un país extraño. Lo abandoné… abandoné a mi niño.

   —Ariel nunca se sintió abandonado, Xilon —le consoló Vladimir—. El te amaba más que a nada.

   —Lo obligué a casarse contigo aunque él amaba a Milán —se reprendió Xilon.

   —¡Eso no es verdad! —intervino Vincent sorprendiendo a los demás—. Ariel no se casó obligado con Vladimir —informó a Xilon—.  Ariel estaba muy feliz el día de su boda. Te lo juro, Xilon.

   —¿No me engañas?

   Vincent negó con la cabeza. A su mente llegó la imagen del día de la boda de Ariel. Antes del día de la muerte de su pequeño, ese había sido el día más triste de su vida. Sin embargo, recordaba perfectamente lo brillante y contento que lucía su niño. Era como un lucero brillante en medio de una noche oscura. Estaba radiante.

    —Ariel fue muy feliz en Midas, Xilon —sollozó el facultativo con los ojos llenos de lágrimas y el corazón roído por los recuerdos—. Sabes cuánto conocí a Ariel y sabes que no te miento… Ariel nunca fue más feliz en su vida que en los meses que vivió con Vladimir en Midas. Nunca fue más feliz…

   Xilon volteó a mirar a Vladimir. Cuanto se había equivocado en sus juicios pasados. Aquel hombre era un noble innato. Tal vez no llevara sangre real y ni siquiera tuviese un título nobiliario anterior a su adopción, pero tenía el espíritu y el corazón de un rey. Un rey de verdad.

   —Gracias Vladimir, gracias por hacer feliz a mi hermano —dijo entonces quitándose su anillo real para colocarlo en el dedo índice del otro varón—. Ariel merecía este anillo más que yo —jadeó—. Murió como un héroe. Quiero que lo tengas hasta que su hijo pueda usarlo.

   —Xilon, no es necesa…

   —Quiero dárselo  —replicó Xilon sin dejar terminar a Vladimir—. Y no sólo este anillo —anunció luego de colocar el objeto en el dedo del Midiano—. Le daré mi reino entero. Kuno y yo lo queremos así.

   Vladimir abrió los ojos casi espantado.  Xilon estaba nombrando a su hijo heredero de Midas con ese gesto. Entonces… ¿Los hijos de Kuno qué?

   —Xilon —interrumpió Vladimir con voz dubitativa—. No estás pensando bien, estás alterado… ¿Qué pasará con tus hijos?

   —Mi único hijo está perdido —contestó Xilon pensando en la desaparición de Dereck. Vladimir tragó saliva al pensar que él mismo le había ayudado a huir y ahora no tenía ni idea del paradero de ambos. Hacía días había desaparecido del campamento sin dejar rastro, según le informó Milán.

   —Podría aparecer… —quiso esperar el Midiano.

   —No va a aparecer —intuyó Xilon lanzando un suspiro—. Y tal vez sea mejor para él —remató—, este mundo en el que vivimos no es tan hermoso como los muros que nos rodean, Vladimir. Creo tu mejor que nadie lo sabes.

   —Aun así, Xilon. ¿Qué pasará con Kuno? ¿No piensas tener hijos con él?

   —¡No pienso tener más hijos jamás! —se exaltó Xilon finalmente rompiendo en llanto—. Mi pequeño Ariel fue mi único hijo y, por las diosas ¡Qué mal padre fui!

   —No seas tan cruel contigo mismo.

   —No soy cruel… soy sincero. ¡Oh Vladimir, si tú supieras!

   —Yo lo sé —contestó Vladimir creyendo que Xilon se refería a los maltratos que Ariel sufría por su padre, pero Xilon no se refería a eso en lo absoluto.

   Xilon comenzó a sollozar, él no se refería a eso. Se refería a su traición, a la colaboración que prestó a los Dirganos días atrás para intentar robar a su hermano. Se sintió tan sucio, tan miserable como una rata, pero sin embargo no dijo nada. Calló su delito por el momento. Quería tener tiempo para entrevistarse con su papá de nuevo. Luego confesaría todo y se pondría a disposición de Vladimir. Sabía que éste le cortaría la cabeza cuando se enterara,  pero sinceramente eso ya no le importaba.

   Llorando aún, tomó entre sus manos la ovalada carita, pálida y serena de su hermano y le besó la frente. Ya no importaba los que le pasara después con él… de todas formas ya se sentía más muerto que el mismo Ariel.

   —Majestad… ¿Qué ha decidido entonces?  —preguntó de nuevo el sacerdote volviendo a acercarse.  Debía realizar los ritos fúnebres finales.

   —El cuerpo se quedará aquí… frente al mar — respondió Xilon—. Para que el espíritu de Ariel permanezca cerca a las aguas, al océano que tanto amaba.

   —Perfecto, Majestad —dijo el anciano sacerdote y entonces regó sobre el cuerpo un perfumado aceite, e inmediatamente después, empezó a entonar en tono melancólico un triste estribillo en la lengua de Jaen.

   Los presentes lo corearon con excepción de los Midianos que no conocían el idioma. En aquel momento, Vincent no pudo evitar empezar a llorar todo lo que se había callado hasta aquel momento y Vladimir lo estrechó intentando consolar su pena. A pocos pasos de ellos, el duque Fabricio, el eterno rival de Ariel, aquel a quien Ariel le sirviera años atrás un pastel hecho de piojos, lloraba también con genuina desolación. En el fondo, su enemistad sólo había sido un juego de niños solitarios. 

   Al cese del canto, el sacerdote bendijo al difunto, colocándole su reloj de cristal entre las manos a pedido de Vladimir. Los nobles comenzaron a partir en silencio, debían subir más de quinientos escalones antes de volver a la superficie. Al final sólo quedaron Xilon, Vladimir, Vincent y Divan junto al cuerpo. Este último colocó una mano sobre el hombro de su hijo.

   —Debo volver a Earth, tengo cosas que hacer allá —susurró a modo de disculpa por abandonarle en un momento así. Xilon volteó a mirarlo y tomó aquella mano entre las suyas, besó el anillo real que Divan llevaba en su dedo y le sonrió.

   —Gracias… padre —sollozó con lagrimas en los ojos. Su presentimiento de que aquella sería la última vez que lo vería se hacía cada vez más inminente. Divan asintió y partió calladamente sin mirar atrás. Tal como presentía Xilon, nunca más se volvieron a ver.

   Mientras tanto, Vladimir se acercó por última vez al cuerpo de Ariel. Intentó guardar todo en su memoria, aunque sabía que el tiempo irremediablemente acabaría por robarle algunos detalles. ¿Pasaría lo mismo con sus sentimientos? ¿Terminaría su gran amor perdido entre las brumas del tiempo y la memoria?

   Recordó entonces el día que conoció a Ariel y su alma le dio la respuesta. ¡No! Por mas años que pasaran, por mas recuerdos que perdiera, en su alma no se agotaría aquel amor. Lo guardaría en su mente y en su espíritu hasta que las diosas le permitieran volver a encontrarse con su amado; lo recordaría siempre cada vez que viera a su hijo.

   —Guardare este sentimiento hasta el día que nos volvamos a ver encanto — le dijo por última vez al cuerpo inerte antes de cubrirlo de nuevo con el velo—.  Sólo espera por mí.

   Y entonces, haciendo los tres varones una caballerosa reverencia hacia el que fuese en vida un respetable doncel, salieron todos de aquella cripta para siempre. Una enorme piedra bloqueó la entrada con miras hacia el mar. Las aguas estaban calmas y tranquilas aquel día, como si el espíritu de Ariel, por fin en paz, las llenara de mansedumbre.

 

 

   El ataque fue frontal, sin más tretas ni trucos. Sólo eran un ejército mixto formado por Jaeniano, Kazahrinos, Midianos y Earthianos dispuestos a sacar a patadas a aquellos invasores. Las murallas no eran un problema, las conocían. Gracias a los mapas que Kuno había estudiado con severa disciplina, esa que jamás tuvo para sus estudios tiempo atrás, surcar aquellos muros de piedra y encontrar los pasajes secretos que conducían al castillo fue empresa fácil.

   Los dirganos ya se lo presentían desde día atrás al notar que los soldados que habían mandado a luchar cerca a Fintroll no habían regresado. Por eso se prepararon con todo su arsenal en espera del ataque, dando como resultado una batalla de proporciones épicas. Desde las torres y los parapetos de la alameda los Dirganos comenzaron a atacar. Subieron el puente a toda prisa pero para aquel momento casi todos sus enemigos habían cruzado hacía el lado de ellos.

   Kuno estaba cerca a Nalib, cabalgando en subida mientras se encontraban a su paso con el caos de los aldeanos que horrorizados bajaban en caída libre. Algunos desafortunados caían por las barrancas precipitándose cuesta abajo; en especial aquellos que llevaban niños a cuesta.

   —¡Hay que ir a la fosa! —gritó Kuno a todo pulmón en una de esas, cabalgando contra la marea humana que bajaba a prisa tratando de no pisarlos con su caballo.

   —¿La fosa?  —preguntó Nalib.

   —Así es —afirmó Kuno—. La fosa tiene un túnel que lleva directo a los jardines de palacio. Un vez allí será más fácil ira hasta arriba. Si nos apoderamos de las torres la batalla será nuestra.

   —Muy bien —convino el Kazharino—.  Vayamos allí.

   Asintiendo, Kuno giró su cabalgadura a todo prisa cambiando abruptamente de dirección. Recorrió el estrecho pasaje hasta la fosa con agilidad, escoltado por Nalib y un grueso sequito de soldados muy bien armados. Con agilidad se abrieron paso entre una línea horizontal de Dirganos que los esperaban armados con lanzas en todo una esquina. Un tercio de los soldados que guiaba Kuno quedó ensartado en los filos de las armas, pero lo que quedaron vivos dieron frugal lucha con el combate espada contra espada.

   En ese momento se escuchó un estrepito cerca al puente. Al parecer, algo se estaba empezando a quemar, aunque desde allí era difícil tanto para Nalib como para Kuno saber qué era. Realmente esperaban que aquello no les impidiese volver a bajar el puente para una vez recuperado el castillo, le pudiese permitir la entrada a otro grupo de soldados que venían en camino, así que  siguieron avanzando sin volver a mirar atrás y un rato después, ya cerca de la fosa, Kuno sacó su espada y se dispuso a entrar en combate.

   Era hora de empezar a matar, empezar a derramar la sangre que esos desgraciados le habían hecho derramar a su hermano y a tantos otros inocentes. Que no lo fueran a menospreciar los enemigos al verlo doncel y liviano; en ese momento su deseo venganza le estaba proporcionando las fuerzas que necesitaba para medirse a cualquier varón, tanto en lo mental como en lo físico.

   Cabalgando mas a prisa, incluso alejándose peligrosamente de Nalib, llegó hasta la fosa. Esta lucía oscura y llena de neblina, parecía también muy profunda y fría, una verdadera trampa mortal. Caer en ella sería el fin, pues sus aguas procedentes de una inmensa laguna que bordeaba el castillo eran en ese momento como cientos de cuchillos filosos debido al frio. Tembló. Se veía tan bella aquella noche, como si fuese perfecta para morir. Tan espectacular con aquel cielo estrellado de Earth iluminado por una brillante luna que se reflejaba gloriosa en las heladas aguas de la fosa.

   Entonces, de repente, un grito lo sacó de sus pensamientos. Kuno apartó su caballo hacia la derecha, quedando peligrosamente cerca del borde límite de la muralla. Desde su incómoda posición pudo ver cómo su caballo desprendía algunas piedras buscando de nuevo equilibrio. Como tenía que salir de allí sí o sí, giró rápidamente su corcel, arriesgándose a ser cortado en dos al pasar por entre dos de los Dirganos que lo acorralaban. Aquel par de hombres, sin embargo, no parecían preparados para ese movimiento ya que al ver la silueta del doncel pasar entre ellos se quedaron tan abrumados que Kuno aprovechó aquella  duda para volarle la cabeza al que lo flanqueaba desde la izquierda.

   —Será mejor que abran bien los ojos —les aconsejó sonriente al que quedó en pie de lucha. Sin embargo, no tuvo tiempo de seguir celebrando por mucho tiempo más su triunfo pues un tercer soldado, bastante robusto y fornido, se abalanzó sobre él. Kuno interpuso su espada ante el ataque; lo bloqueó perfectamente pese a la tremenda fuerza de aquel otro hombre. Su caballo era de gran ayuda porque tenía unas patas muy resistentes y era difícil hacerle ceder terreno. Dio un pequeño giro de nuevo y esta vez fue su oponente quien quedó bordeando el pretil de la muralla.

   Estaban luchando con todas sus fuerzas, estaba consiguiendo que un varón tuviese que emplearse a fondo con él que era solo un doncel y eso lo hacía sentirse orgulloso. Jamás pensó tener a un hombre como aquel acorralado de aquella manera. El tipo trataba de huir de sus ataques con verdadero esfuerzo, tenía todos los músculos tensos como arcos.

   —No moriré esta noche  —dijo Kuno azuzando a su caballo para que embistiera. El animal dudó al principio, pero luego de un par de dolorosas zancadas en sus flancos obedeció. El Dirgano y su cabalgadura no lograron evitar el ataque y cayeron estrepitosamente al agua. Kuno logró frenar rápidamente antes de correr la misma suerte que su enemigo pero no le alcanzaron los reflejos para evitar la lanza que se clavó en su hombro y que le hizo lanzar un grito feroz en mitad de la noche.

   —¡Kuno! – gritó Nalib al verle herido yendo presto en su ayuda. Rápidamente se deshizo de los otros dos Dirganos que quedaban en el camino de Kuno y llegó hasta su lado.

   —Déjame ver esa herida —pidió tomando a Kuno para pasarlo hasta su cabalgadura, revisándolo bien.

   —Estoy bien, Nailb. Sólo es un rasguño  —le tranquilizó Kuno dejándose atender.

   —No debí dejarte venir aquí —se recriminó Nalib a pesar de eso, sin perder de vista la herida—. ¡No es una batalla para ti! Vladimir va a matarme si algo te pasa.

   —¡Vladimir no es mi padre! —se quejó Kuno apartando con rabia las manos de Nalib—. Y tú tampoco lo eres. Nadie puede evitar que este aquí vengando la muerte de mi hermano. Tú y yo somos iguales, Nalib, tenemos la misma sed de sangre.

   Ante aquel argumento, Nalib solo pudo resoplar. Era cierto. Kuno lo estaba haciendo fantásticamente bien y si había resultado herido sólo era por gajes del oficio. Sin querer entonces replicar a eso, se soltó a prisa una tira de su uniforme e improvisó una venda para la herida del muchacho. Kuno se dejó hacer sin poner trabas y se ajustó la guerrera una vez curado.

   —Esto controlará el sangrado pero apenas tengamos tiempo hay que cauterizarte eso, ya sabes… con un hierro caliente para que no se infecte —anotó Nalib.

   —Ya lo sé  —dijo Kuno  haciendo un puchero pero y de inmediato tiró de su caballo y regresó a él, volviendo a tomar su espada—. El túnel de la fosa está detrás de aquellos matorrales —dijo un momento después, señalando el lugar—. Llama a tu tropa.

   —Muy bien. —Nalib asintió dispuesto a volver en busca de sus hombres, pero justo en aquel momento, el responsable del incendio que habían visto momentos antes apareció frente a ellos.

   Era un ejército inmenso, increíblemente organizado y tan letal que se movía con la velocidad y la violencia de una tempestad. Kuno y Nalib no sabían exactamente de quiénes se trataban hasta que se dieron cuenta de que eran aliados y que estaban mermando a los Dirganos con una potencia espeluznante.

   —¡Oh, por las diosas! —exclamó Kuno al reconocer al líder.

   Era extraño. Estaba feliz de verlo pero al mismo tiempo se daba cuenta que su intención de tomarse Earth se podía ir al carajo con la llegada de aquel hombre. Tal vez retomaran el control pero aquel ejercito no les permitiría a los Midianos convertirse en los nuevos invasores.

   —Es Divan Kundera  —susurró Kuno con una mezcla de admiración y pesar. La presencia de aquel hombre solo podía significar que Henry Vranjes se había enterado de su plan de liberar Earth para quedarse con el reino y eso le divertía y asustaba a la vez.  Nalib se colocó a su lado con el mismo pensamiento y luego de un rato de análisis decidió poner en alto sus ideas.

   —Es demasiada coincidencia que Divan se haya decidido a retomar Earth el mismo día que nosotros  —comentó viendo a aquel hombre izar en su mano la bandera con el escudo de armas entre bramidos de guerra.

   Kuno resopló.

   —No es una coincidencia. De alguna manera Henry Vranjes tuvo acceso a nuestros planes.

   —Y mandó a su marido a asegurarse que no nos apoderemos de Earth — concluyó Nalib—. ¿Y ahora que haremos? —preguntó como si creyera que todo acababa allí—. ¿Expulsamos a los Dirganos y listo?

   Aquel gesto de resignación de parte de Nalib fastidió más a Kuno. Si ese maldito de Henry Vranjes pensaba que él se resignaría así como así a dejar sus planes de lado, si pensaba que le iba a tener miedo a Divan y a un ejército más reducido que el suyo, se equivocaba. Ni Divan, ni Lyon, ni el mismísimo Henry lo harían dejar a un lado su venganza. Ni las diosas mismas lo harían ceder.

   Dio de nuevo media vuelta en su caballo y volvió a mirar los matorrales donde se hallaba el túnel secreto hacia las torres. Luego miró a Nalib con una determinación inquebrantable y alzó su espada.

   —¡Nos tomaremos Earth, Nalib! —gritó a todo pulmón como si fuese un juramento—. ¡No nos rendiremos!¡Henry Vranjes será nuestro esclavo y su pueblo nuestros vasallos! ¡A partir de mañana todas estas tierras se llamaran Midas! ¡Por Johary que así será!

 

 

 

   En aquel campamento se sentía una horrible aura de muerte y maldad. Dentro de la tienda principal estaba amarrado y vigilado Lyon, capturado días atrás mientras intentaba escapar con rumbo a las montañas. Estaba herido en el antebrazo derecho, con un corte profundo que ya no sangraba pero que sí lucía infectado.

   Milán entró junto al líder de la guardia de aquel lugar. Los tres soldados que jugaban cartas mientras custodiaban al reo se pusieron de pie al ver al hombre encapuchado entrar, sin embargo, su líder, con un movimiento de mano, los tranquilizó a todos pidiéndoles que los dejaran a solas. Los hombres obedecieron marchándose y entonces Milán, más confiado, se bajó la capucha sorprendiendo a su acompañante.

   —Prin…Princi… Príncipe Milán… ¡Por las diosas! —exclamó el soldado que causalmente era Midiano. De un movimiento se arrojó a los pies de su señor y se inclinó hasta el piso.

    —Por favor, párate, soldado —le pidió suavemente Milán haciéndolo incorporarse—.  Aun no es del conocimiento público que estoy vivo —informó—. Debo mantenerme oculto todavía, así que te pido que te portes con comedimiento ante esta noticia.

   —S sí, mi señor. Como usted ordene.

   A pesar del gran impacto, el líder de aquella guardia se puso de pie y acto seguido, hizo entrar a Milán hasta el otro lado de la carpa donde, tras correr las gruesas cortinas que velaban al reo, hizo aparecer frente a su señor la imagen del doncel más buscado de los cinco reinos.

   —Es él, mi señor.

   —¿Es él? —preguntó casi incrédulo Milán, al ver a Lyon con toda la apariencia de un pordiosero, amarrado con cáñamos a una viga de la carpa.

   El guardia asintió.

   —¿Duerme? —preguntó Milan de nuevo.

   —No alteza —respondió el guardia—.  Sólo está drogado con alguna especie de planta.

   Milán se acercó entonces un paso para verle mejor. Casi no quería hacerlo porque sentía algo nefasto rodeando el aura de aquel hombre. El minucioso escrutinio le hizo ver las heridas de su enemigo mucho más de cerca y notar cosas que se le habían pasado por alta a la primera impresión.

   —Tiene las ropas algo descocidas —fue una de las cosas que notó en su inspección—. ¿Es posible que haya sido ultrajado aquí o durante el camino? —preguntó con seriedad.

   —Imposible, mi señor —respondió el soldado que le escoltaba—. Ni mis hombres ni yo aprobamos ese tipo de acciones —aseguró—. Usted nos entrenó bien… nos enseñó el respeto por el enemigo.

   Sonriendo a modo de disculpa, Milán se agachó para tomar entre sus manos el rostro del prisionero. Lo alzó lentamente como si no quisiera llegar a descubrirlo jamás, pero en ese  mismo momento Lyon pareció salir de su trance y alzó el rostro por él mismo. Milán palideció al verle. Tal como ya sabía, ese malnacido era demasiado parecido a Ariel. Tenían casi él mismo rostro con pequeñas y casi imperceptibles diferencias; la más notoria el color y la expresión de los ojos. Lyon tenía una mirada siniestra y escabrosa mientras su hijo había tenido siempre unos ojos vivos, poderosos y cargados de pasión. Eran tan similares y a la vez tan diferentes, pensó Milán.

   Lyon también se puso rígido a pesar de su obnubilación. Sus ojos verdes, agiles y crueles se abrieron de par en par. Ahora sentía lo mismo que había hecho sentir a los demás con su “retorno” a la vida, al estar contemplando al supuestamente muerto, Milán Vilkas.

   En medio de su desconcierto trató de hablar, decir algo que le pusiera en evidencia que aquello no era un sueño. Sin embargo, no logró articular ninguna palabra y sólo le quedó como recurso jadear con pesadez.  Milán sonrió por ello. Había sorprendido de mala manera a ese malnacido y eso lo ponía de excelente humor. Tomó una silla y se sentó cerca de Lyon esperando a que éste finalmente dijera algo. Cuando pasaron cinco minutos y su prisionero aún no hablaba, decidió entonces que era su deber comenzar con aquello. Ya no podía dilatarlo más.


   —Lyon Tylenus… ¿Te sorprende verme? —preguntó Milán con una sonrisa en sus labios y un destello fugaz de sus ojos miel. Por toda respuesta, Lyon emitió un sonido que pareció una especie de gruñido y su respiración se hizo más densa—. ¿Qué pasa? ¿Quieres decir algo? —acució Milán.

   —Tú… Tú… Milán Vilkas, tú estás muerto.

   —Y tú también —le recordó Milán al otro hombre esbozando una ligera sonrisa. Ante esas palabras, Lyon se sacudió un poco más casi que intentando ponerse de pie, pero desistió de ello al darse cuenta de  que estaba muy bien amarrado. No estaba seguro pero lo más probable era que Ariel, antes de morir, o alguien más, hubiese usado la amatista de plata para traer a Milán de nuevo a la vida. No podía ser de otra forma. ¡De otra forma no se podía explicar!

   —Fuiste revivido con la amatista de plata, ¿verdad? —inquirió entonces con una voz cavernosa, como si fuese un reproche – Te revivieron con la amatista, lo sé. ¿Fue Ariel quien lo hizo?

   Milán sonrió sin comprender nada. Esa droga tenía a ese infeliz diciendo tonterías. ¿Por qué Ariel iba a tener la amatista de plata con él? ¿Y a quién se la había entregado antes de morir? Era una locura.

   —Por favor, Lyon  —acechó acercándose un poco más al Dirgano en pose amenazante—. Estas diciendo ridiculeces. ¡Tú tienes la amatista de plata! ¡¿Cómo rayos iba a usarla Ariel?!

   —¡Yo no tengo la amatista de plata! —farfulló el otro hombre disgustado, casi enloquecido recordando aquello—. La puse en el abrigo con el que envolví a mi Ariel. El se la llevó consigo —confesó con un hilo de voz antes de tirarse  sobre la tierra, estallando en roncos sollozos.

   Milán se puso de pie. ¿Qué era lo que estaba diciendo ese infeliz? Lo peor de todo… ¿Sería verdad? Miró enseguida al guardia como pidiéndole una explicación, pero éste sólo se encogió de hombros sin saber nada.

   —Es la razón por la que lo drogamos, mi señor  —comentó el soldado mirando al reo revolviéndose de dolor sobre la tierra—. No hacía otra cosa que suplicar porque reviviéramos a su hijo con una piedra mágica. Gritaba como un loco.

   —¡Es un loco! —exclamó Milán mirándolo también—. Una aberración mejor dicho. Has escuchado miserable. Eso es lo que eres… una aberración.

   Lyon escuchó las palabras de Milán con atención, deteniendo su llanto. Los insultos del Midiano le recordaron a la forma en la que Henry lo había llamado también. Su sangre hirvió de furia. Ese maldito rey era el culpable de todo… ¡De todo! Por culpa de su obstinada resistencia había tenido que llegar a esos extremos y ahora su hermoso Ariel estaba muerto. Su alma se retorcía pensando en su hijito, en su precioso y adorado Ariel. Lleno de rabia se incorporó de nuevo, con el rostro sucio de polvo y lagrimas y entonces sucedió algo extraño.  Milán y su guardia miraban todo atentamente, cuando de repente el hombre, antes envuelto en llanto, comenzó a reír de forma descontrolada. Sus ojos siempre agudos y letales se llenaron de un brillo feroz y todo su cuerpo se tensó cual cobra a punto de atacar. Era horrible.

   —¿Así que piensas que yo soy una aberración, Milan Vilkas? —preguntó  Lyon comenzando a permitir que una sonrisa escalofriante se posase sobre su rostro.

   Milán no respondió nada. Solo se quedó mirándolo en silencio.

   —Si yo soy una aberración… ¿Qué es entonces Henry Vranjes? —continuó diciendo el doncel con lo que parecía ser una malvada satisfacción en sus facies—. Henry Vranjes también es el resultado de un deseo concedido por esa piedra —escupió con desdén—. Es un fruto prohibido… envenenado.

   —Cállate…

   —¿Por qué crees que tu amado tesoro enloquece así a los hombres? ¿Por qué crees que los lleva a la muerte, Milán Vikas? ¿Ah? ¡Responde!  Henry Vranjes está maldito igual que esa amatista. Está maldito porque todo el que lo ama está condenado a morir. Mató a sus padres que condenaron sus almas para poder engendrarlo, mató a todos los hombres que lo han amado y también va a matarte a ti. Morirás, Milán Vilkas. El amor que sientes por ese hombre te va a consumir y te va a matar. ¡Estas condenado!

  —¡Henry no está maldito, miserable! ¡Cállate! ¡Cállate ya!

   —¡Mi señor, por favor, contrólese! —El soldado de la guardia tuvo que intervenir deteniendo a Milán cuando éste, preso de rabia y descontrol, intentó agredir al prisionero. Lyon río satisfecho viendo el desequilibrio que había provocado en el varón, que temblaba entero.

   —Henry Vranjes va a llevarte a la muerte, Milán Vilkas —repitió con desdén—.  Tu amor por él te consumirá hasta que expires… igual como lo hace esa piedra. Henry Vranjes y la amatista de plata son lo mismo, una trampa mortal.

   —¡Batardo! ¡Perro! —Milán perdió del todo la paciencia y soltándose del amarre de su guardia, alcanzar el cuello de aquel malnacido con una furia casi anormal, aunque al momento fue de nuevo detenido por el soldado que lo acompañaba.

   —¡Cálmese, mi señor! Este desgraciado sólo quiere provocarlo. ¡Por las diosas, contrólese!

   —¿Lo ves, Milán? ¿Ves cómo te enloquece ese hombre? —siseó Lyon, ahora completamente lucido, como si le efecto de la droga hubiese pasado del todo—. Henry Vranjes va a matarte como lo ha hecho con todos —rumió destilando su veneno—, te acordaras de mi…te acordarás de mí.

   Entonces, resoplando mientras recuperaba el aplomo, Milán se alejó de Lyon, caminando en círculos dentro de la tienda hasta sentirse más tranquilo de nuevo. Cuando sintió que recuperó la sensatez, con calma se acercó  una vez más hasta el doncel y mirándolo con furia contenida le habló quedo:

   —Tú serás quien va a recordarnos a todos dentro de dos días cuando te subamos en la horca, asqueroso malnacido.

   Lyon lo miró serio por algunos instantes, pero inmediatamente después volvió a sonreír.

   —¿En serio?

   —Totalmente en serio.

   —¿En serio piensas que en dos días voy a estar colgado en la horca?

   —Puedo apostarlo —le aseguró Milán.

   —Mejor no apuestes nada, cielo.

   Milán no entendió bien que podía querer decir ese miserable y por qué rayos estaba tan calmado, pero luego, cuando el mismo Lyon le explicó la forma cómo habían capturado a Ezequiel en Dirgania, Milán no pudo hacer otra cosa que quedarse frio. Así que lo que venían presintiendo semanas atrás era verdad… ¡Su padre estaba en manos de los Dirganos!

   —No puede ser —jadeó como si hubiese perdido su último aliento— ¡Tú tienes a mi padre! ¡Eres un malnacido!

   —Y tú eres tan imbécil como Ezequiel… —replicó Lyon mirándolo con deleite  —. Tu padre y tú no sólo se parecen en lo guapos, ambos son igual de manejables y estúpidos. Parece que después de todo algo tengo en común con ese perro de Henry Vranjes. Ambos logramos poner a los varones a bailar como trompos en nuestras manos.

   —¡Malnacido! —Temblando de la rabia, Milán miró a Lyon sin poder replicarle ni una sola palabra. Aquello era verdad… era una cruel verdad.

 

 

    Con aquel caballo que no lo reconocía y que durante el trayecto casi lo tumba varias veces, Henry logró llegar hasta las ruinas de Ambrad seguido por sus hombres. A pesar de las advertencias de su facultativo, las cuales le aconsejaban permanecer en cama unos días más, el rey no dudó en partir a aquel lugar apenas le informaron que la ubicación exacta del libro había sido descubierta.

   Agazapado en su abrigo de búfalo, Henry vio los arcos a medio levantar y el fondo sucio y casi desplomado de lo que había sido hacía unos quinientos años atrás uno de los templos más hermosos de Midas. Caracoleó con su caballo varias veces antes de encontrar un sitio para amarrarlo, justo en medio de dos altos postes desplomados para ir a confirmar aquello con sus propios ojos.

   Descendió jubiloso, sintiendo su sueño a punto de realizarse. Una vez tuviera ese libro en sus manos, la posibilidad de traer de nuevo a la vida a Milán, obligando a Lyon a pedir aquel deseo con la amatista era una realidad latente. Suspiró con todos sus alveolos la fría brisa de aquel atardecer. Pronto su amado Milán respiraría de nuevo también. Podría verlo aunque fuese a lo lejos, deleitarse en sus ojos miel y en esa ronca pero dulce voz que nunca había dejado de sonar en su cabeza. “Tesoro, tesoro” repetía siempre en su mente haciéndole olvidar sus penas y congojas. Luego ya vería cómo hacer para recuperar el libro tras dejárselo a Lyon a cambio de revivir a Milán. Ya encontraría la forma de evitar que ese horrible hombre convirtiera en un dios. Era por eso que tenía que leer muy bien aquel libro antes de canjearlo con Lyon. Sabía el idioma de las diosas, lengua en la que se encontraba codificado ese misterioso libro. Sabía leer como las deidades y usaría eso para encontrar la forma de conjurar algo que evitase a Lyon llegar a su objetivo.

   Entonces, recordó en ese momento la extraña leyenda que se encontraba escrita en el reverso de la cinta que solía usar en su frente. Si su memoria no le fallaba, decía algo como: “Cuando lo divino y lo humano se mezclen, se reescribirá el destino”.

   ¿Qué podía significar aquello? , pensó. Lo divino sin duda eran las diosas y ellos, los humanos, pero… ¿Cómo era que dos cosas tan distintas se iban a mezclar? ¿Sería posible que en aquel extraño códice las diosas estuvieran revelando algún misterio? Un humano convirtiéndose en dios podía ser la respuesta, o tal vez, una diosa… una diosa convertida en humano.

   Sacudió la cabeza. Ambos pensamientos eran demasiado blasfemos para su gusto. Se le antojaban prohibidos y exageradamente impíos. Sin embargo, no tuvo que seguir especulando porque en ese momento uno de los soldados que le acompañaba pegó un grito victorioso.

   —¡Lo he encontrado! ¡Lo he encontrado! —dijo el sujeto lleno de júbilo y complacencia mientras salía de una profunda bóveda que estaba en toda una esquina. Henry no esperó más para correr hacía aquel lugar. El sol tímido que empezaba a ocultarse ya, iluminaba sus pasos entre los restos de piedra hasta que llegó junto a su súbdito, que en ese momento era ayudado por un mecanismo de improvisadas poleas para salir de aquel profundo agujero.

   Una vez fuera, el hombre comenzó a toser, sacudiéndose la tierra y el polvo dejados durante su valiente cruzada subterránea. Su barba empolvada, sin embargo, no logró ocultar la magnífica sonrisa que apareció en sus labios cuando levantó su abrigo y sacó un desvencijado y casi desojado libro que mostró a su señor.

   —Es el libro, Mi señor… El libro de las diosas.

   —¿El libro de las diosas? ¿Este es el libro de las diosas?

   Totalmente sorprendido y sin más palabras, Henry tomó aquel libro entre sus manos y lo observó con cautela. Le parecía increíble que ese compendio de hojas amarillas, cosidas a un cuero de vaca fuera el legado de las diosas a los hombres. El se esperaba un brillante tomo enchapado en oro, con diamantes y fina pedrería incrustada, pero nunca cruzó por su mente encontrarse con un manuscrito apolillado que amenazaba con volverse polvo en cualquier momento.

   —Esto es una locura —susurró para sí mismo sosteniendo el libro con extrema precaución y no precisamente porque fuera sagrado. Con tremendo cuidado lo abrió y pendiente de que el aire y el frio no volaran ninguna hoja, constató que a pesar de las apariencias, aquel libro sí era realmente lo que estaba buscando.

   En la primera hoja estaba el retrato de las diosas, el mismo que años después fuera reproducido por artísticas manos en la cúpula del templo de Shion: Las diosas llorando en una noche estrellada y sus lágrimas convirtiéndose en humanos. Era el mismo retrato, sin colores ni detalles, pero el mismo.

   Henry pasó otra hoja más, tratando de repasar rápidamente el contenido antes de partir y ya iba llegando casi a la última página cuando algo inquietante lo sobresaltó:


“El tesoro de Shion, que nadie ose tocar”.

   Henry casi quedó sin aliento al leer aquella frase, y tuvo que hacer un esfuerzo sobre humano para no soltar el libro. Sus ojos visualizaban aquello casi con horror y su mente pareció nublarse por breves momentos.

   ¿Porqué ese manuscrito de más de dos mil años de leyenda y antigüedad hablaba sobre él? ¿Por qué se le mencionaba en un libro tan antiguo que le precedía en milenios a su nacimiento?

   Con todo el cuerpo temblándole sin control, Henry miró hacia el cielo con un horrible desasosiego en el corazón. Ahora no tenía ninguna duda: Ellas, las diosas, desde lo alto, lo habían planeado todo.

 

 

   Continuará…

 

 


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