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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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   Capitulo 39

   Mea culpa.



   El trabajo de parto de Henry estaba resultando más largo de lo que se había esperado. Lejos de portarse con la entereza y fortaleza que se esperaba de él, el earthiano se notaba completamente acobardado, temeroso, derrotado, como si fuese un pequeño conejo rodeado por una jauría de mastines hambrientos.

   Kuno era la única persona relativamente cercana que le acompañaba en esos momentos en el lecho; los demás era sólo sirvientes y facultativos que se movían de un lado a otro entre jofainas de agua hirviendo, sabanas sucias y brebajes para el dolor. Era realmente terrible lo mal que se sentía, la sensación de vació infinito que se había apoderado de su alma. Ni estar trayendo una nueva vida al mundo lograba sacarlo del sufrimiento infinito en el que se hallaba y el cual parecía hacerse más hondo y oscuro con el paso de las horas.

   Mientras tanto, fuera de la recamara, Milán no dejaba de caminar con histérica desesperación. En su mano derecha sostenía la espada de Henry, manchada aún con la sangre de Divan. Había tenido la precaución de llevársela consigo antes de que los soldados la encontraran. Divan había sido un hombre amado por el ejército de Earth y si aquellos hombres se enteraban de que su líder había muerto a manos de su propio consorte, la rebelión contra Henry sería inevitable.

   Ahora, gracias a su buen prever, todo Earth juraba que Divan había sido otra víctima más de Lyon y por lo tanto, lejos de odiar a su rey, toda la población se encontraba en ayuno esperando el nacimiento del pequeño príncipe mientras a su vez oraban a Shion por la salud y el bienestar del papá.

   —¡Debes calmarte, Milán! —habló de repente Nalib, quien se hallaba al lado del otro príncipe—. Esto de los partos no es algo tan fácil y toma tiempo, sobre todo en el caso de Henry al ser éste su primer hijo —declaró con tranquilidad.

   Milán le echó una mirada de angustia.

   —Es que lleva casi veinticuatro horas allí —replicó señalando las clausuradas puertas de madera que conducían a la habitación real—. Presiento que algo anda mal.

   —¡No es así! Nada sucede, te lo puedo asegurar —le prometió Nalib—.  No anda nada mal… todo saldrá bien.

  —¿Cómo? ¿Acaso has visto algo? ¿Has tenido otra visión? —Milán preguntó aquello con una voz tan abrumada que daba lastima. Nalib sintió pena por él y por lo tanto sólo asintió.
   —Así es —contestó con parquedad un momento después—. He tenido una última visión, Milán; una visión donde ese niño que está naciendo ahora llevará a Earth a una nueva era.

   Milán palideció, su rostro era una mascara de estupefacción.

   —¿Nalib, no me estas mintiendo?

   —Nunca lo he hecho  —contestó el kazharino casi que ofendido—. Te dije que debías esperar hasta que Henry tuviera el libro de las diosas y no me equivoqué… era lo que tenía que pasar.

     —¿Lo que tenía que pasar? ¿En serio? —preguntó Milán un poco indignado—. Nalib, dime con honestidad. ¿Tú has visto lo mismo que todos nosotros? ¡Por las diosas! ¡Esto no puede estar más desastroso!

    ¡Tal vez ahora! —comentó Nalib tranquilo—. Pero luego lo entenderás todo. Milán, escúchame bien. Si tú hubieras revelado tu identidad antes de esta noche… puedes estar seguro de que el muerto no sería Divan Kundera.

   Milán miró a Nalib con seriedad.

   —¿Sería yo, entonces?

   Nalib negó con la cabeza y luego respondió sin resquemores.

   —No, sería Henry… él y tu hijo.

   Aquello sí que heló por completo la sangre de Milán. Ya algo le había comentado Nalib al respecto pero él aun no entendía cómo dos sucesos tan poco relacionados entre sí pudiesen ser tan determinantes y decisivos…

   Sin embargo, y para su fortuna, Nalib parecía dispuesto a explicárselo.

  —Milán —dijo el kazharino dando un rodeo hasta llegar a la ventana de aquel pasillo. La luna llena de aquella noche brillaba jubilosa. —El mayor interés de Henry en obtener el libro de las diosas era poder presionar a Lyon para que te reviviera. Si Henry descubría que tú vivías, no se hubiera tomado tan a pecho su intensión de tener el libro y, según mis visiones, Lyon lo habría encontrado primero. Como te puedes dar cuento, eso habría sido terrible.


   —¡Por las diosas!

   —Henry necesitaba tener ese libro en sus manos antes que Lyon lo hiciera, para poder descubrir a tiempo ciertas cosas que ahora sabe.

   —¿Y cuáles son esas cosas? —preguntó Milán casi agitado. Sin embargo, para su desgracia, la única respuesta que recibió fue un cabeceo de parte de Nalib.

   ¡Rayos!, pensó entonces. ¿Por qué las diosas eran tan mezquinas? ¿Por qué permitían sólo conocer las verdades a medias? ¿Por qué revelaban sus oráculos en forma de acertijos?

   Suspiró. Hubiera seguido meditando sobre estos apartados de no ser porque en aquel momento un grito desgarrador rompió el silencio de sus cavilaciones y, acto seguido, un llanto agudo y vivaz le estremeció el corazón…

   ¡Su hijo había nacido!





   Sumido en el mayor dolor que hubiese sentido jamás, Henry escuchó finalmente el llanto de su primogénito. La culpa y la angustia le carcomían tan adentro que podía sentir, incluso, como si aquella espada que había puesto fin a los días de Divan realmente estuviese clavada en su pecho. Sollozó largo y tendido casi que ni dándose cuenta de que Kuno era quién frotaba su cabeza, como meses atrás lo consolara él cuando el pequeño midiano confesara asustado a Vladimir lo que Xilon le había hecho.

   Cuando su hijo finalmente fue desprendido de su cuerpo por completo, Henry alzó su cabeza recibiéndolo entre sus brazos. El dolor se hizo más fuerte porque ahora también sentía pena por su pequeño retoño y por el hecho de nunca haber mostrado un sentimiento paternal muy marcado. Recordó cómo durante toda su gestación se había arriesgado en multitud de ocasiones sin importarle realmente que algo pudiese sucederle. Incluso, su nueva promesa a Shion lo había puesto en riesgo de morir junto a su hijo; aunque por suerte, su pequeño había nacido apenas unos pocos días antes de que se cumpliera un aniversario más de su bautizo. No entendía por qué sentía tan poco apego por un ser que llevaba no sólo su sangre sino también la sangre del ser que mas amaba.

    … Su sangre y la sangre del hombre que más amaba.

   ¡Por las diosas!

   Henry se sintió morir. ¡Eso era! Semejante descubrimiento le hizo dar un respingo. Espantado miró al bebé y entonces pareció comprenderlo todo. Una lágrima cálida, humana, divina, brillante resbaló por su mejilla y Henry sintió como si los oídos se le abrieran, como si delante de sus ojos un gran telón se levantase, como si no fuese aquella pequeña criatura entre sus brazos sino él mismo quién acabara de nacer.

   Sin importarle que aún estuviera sangrando llegó hasta el espejo con el niño en brazos y se miró. Ahora se veía tal cual era, el reflejo que le devolvía aquel cristal no era el mismo que llevara viendo por años… era otro. ¡Era otro!

   Retrocediendo un paso, Henry apresó más fuerte a su bebé. El cuerpo parecía habérsele quedado congelado de la impresión y el grito que quería salir de su garganta quedó apresado en ésta a causa del horror. No tuvo fuerzas para más nada excepto para ver la entrada ansiosa de Milán, irrumpiendo en su recamara sin poder soportar un momento más la espera. El príncipe midiano entró justo a tiempo, ya que no fue más que pusiera un pie dentro de aquella recamara para que viera enseguida como Henry caía estrepitosa y pesadamente sobre el tapete.





   Los días subsecuentes al nacimiento de Dhamar Vranjes, heredero en primera línea al trono de Earth, pasaron con exasperarte lentitud. Ya sea habían realizado los rituales correspondiente tanto al entierro de Divan como al bautizo del príncipe y, sin embargo, todo parecía haberse quedado estático, como congelado.

   La gente no entendía del todo qué iba a ocurrir ahora que el rey consorte había muerto y que los midianos y Kazharinos seguían instalados en sus tierras. Fue por eso que aquella mañana, Henry decidió retomar las riendas de su reino. Le habría encantado poder seguir allí encerrado, sufriendo en soledad, pero ya era hora de dar la cara. Por días enteros se había negado a salir de aquel lugar permitiendo sólo la entrada de su paje que por razones de fuerza mayor debía entrar diariamente a llevarle a su hijo.

   Justamente, en ese momento, aquel doncel se hallaba a su lado y el niño se hallaba pegado a su pecho como una sanguijuela. Sonrió, acariciando la cabecita calva con el pulgar mientras la criatura succionaba golosa. ¡Qué hermoso era! Con esos ojos tan miel como los de su padre y la mirada dulce y serena. Suspiró. No había querido alejar a Milán tan cobardemente pero necesitaba tiempo para meditar muchas cosas; aún no sentía las fuerzas suficientes para verle sin terminar cediendo a sus deseos. Lo amaba demasiado y ahora, con aquel fruto de amor entre sus brazos, iba a ser incapaz de decirle que lo de ellos era imposible.

   Precisamente se hallaba pensando estas cosas cuando la puerta se abrió súbitamente. Igual como había sucedido el día del nacimiento de Dhamar, Milán, sin permisos ni miramientos, entró en la habitación y sin muchos reparos tomó al doncel de compañía de un brazo exhortándolo a dejarle solo con su señor.

   —¡Milán! —exclamó Henry viendo cómo, luego de clausurar la puerta, el susodicho se le metía en el lecho—. ¡Milán, te has vuelto loco!

   —¡Por supuesto! —replicó éste abrazándolo fuertemente junto al niño—.Yo estoy loco desde el día en que te conocí —aseguró.

   —¡Ya basta de esto, Milán! —volvió a repetir Henry—. ¿Hasta cuándo vas a entender que ésto nunca podrá ser?

   —No lo entenderé nunca, tesoro.  Eres lo único por lo que respiro… lo único por lo que lucho… lo único en lo que creo.

   —¡Oh, Milán! A mi también me vuelves loco.

   Y tal como lo había predicho, Henry no se contuvo. Con furia pasó su brazo libre por el cuello del otro hombre y lo besó sin más contratiempos. No supo por qué pero sintió que toda su vida se resumía en ese momento, que todo lo que había sufrido y pasado estaba bien pagado por poder estar viviendo aquella felicidad. ¡Milán había vuelto junto a él! ¡Podía besarlo de nuevo, sentirlo respirar, llorar, jadear y suspirar!

   —No llores, amor mío —pidió Milán secándole las lagrimas, sin caer en cuenta de  que él también lloraba. Henry sonrió mostrándole de nuevo al niño… sabía que Milán ya lo había visto pero quería asegurarse de que supiera que era su hijo.

   —Este es Dhamar Vranjes —susurró despegando al pequeño de su pecho para ponerlo en brazos de su padre—, es tu hijo, Milán —remató con una mirada anhelante.

   —Lo sé, Henry —fue lo que respondió el midiano— Sin necesidad de que me lo digas ya sé que este pequeño es hijo mío. Tiene mis ojos —sonrió—, y tiene tu belleza.

   —Mi belleza? —preguntó entonces Henry entristeciendo la expresión. Sin embargo, Milán lo notó abrazándolo enseguida.

   —Tu belleza no es una maldición, tesoro. —anotó suavemente—. Es quizás algo divino que sobrepasa a los hombres… igual que lo es el amor… el verdadero amor.

   Sonriendo por aquella palabras, Henry abrazó a su príncipe. La inocencia de Milán y su amor tan puro parecían algo que realmente era incapaz de corromperse. Sin embargo, él ya no podía arriesgarlo; era demasiado  su amor por él y demasiado el riesgo. Noches atrás lo había descubierto, luego de hablar con Nalib…





   Sólo dos días después del nacimiento de Dhamar, Nalib había conseguido entrar a hurtadillas a la habitación de Henry. El rey yacía sobre su lecho abrumado y sollozante, pálido como un muerto y extrañamente aturdido.

   Había ocurrido, pensó entonces Nalib al verle. Finalmente Henry Vranjes se había percatado de lo que realmente era y aquello le había supuesto un trauma tan intenso que quizás hubiese perdido la razón para siempre. Aún así, prefirió no especular locamente; era mejor confirmar con sus propios ojos qué era lo que pasaba por la cabeza de ese hombre, corroborar si la última visión que había tenido era cierta y si él podría ayudarle a resolver sus conflictos y dudas.

   —Majestad… Henry Vranjes… —susurró despacio parándose junto al lecho, esperando por una respuesta que nunca llegó. El earthiano parecía abstraído de toda realidad y de todo estimulo, como un despojo.

   …pero Nalib no se rindió. Quizás sería un poco rudo lo que iba a hacer pero sintió que no le quedaba otra opción. Avanzando un paso más llegó junto a la cama del monarca, esta vez usando otro apelativo para llamarlo… uno con el cual Henry, al escucharlo, sí reaccionó.

   —¡Shion!... ¡Shion! ¿Estás allí?

   Henry se incorporó de un santiamén sobre el lecho al oir aquel llamado y a Nalib no le quedaron dudas entonces… estaba ante una diosa.

   —Vaya… —susurró anonadado mirándo fijamente al otro hombre—. Finalmente lo has descubierto.

   —No… —Henry se negó a creerlo llorando con increíble desazón. Eso que había visto en el espejo aquella noche tenía que ser fruto del dolor y la angustia. ¡Aquello no podía ser cierto!

   —Se que piensas que no es real —le dijo entonces Nalib para su desconcierto, casi como si pudiera leerle los pensamientos—. Yo tampoco lo podía creer cuando tuve la visión… pero ahora sabes que es real.

   Henry lo miró fijamente por algunos instantes; luego, desesperado, salió del lecho e hizo lo que durante dos días temió con el alma… volverse a ver al espejo.

   Requirió un gran y apabullante esfuerzo de su parte pero lo logró. Henry se ubicó juntó al brillante cristal de cuerpo entero que tenía en el fondo de su habitación y se desnudó. No pudo reprimir el llanto ante lo que vio. Frente a él no estaba el doncel esbelto y bello que había dominado Earth entero con su mortal sensualidad. Frente a él estaba un ser igual de bello pero bastante opuesto. Frente a él había un ser de caderas más anchas, espalda más estrecha y pechos más sobresalientes y puntiagudos. ¡Frente a él estaba Shion! ¡La diosa a la que por años le había rendido culto!

   Con un gemido se llevó ambas manos a la boca, sollozando de nuevo al ver que la imagen del espejo hacía lo mismo. ¡Aquello tenía que ser un hechizo! ¡O un sueño! ¡Una pesadilla!

   —Oh, Nalib… oráculo de Latifa… dime que no he enloquecido  —suplicó temblando de pies a cabeza—. ¡Dímelo!

   —¡Calma! —Nalib se posó frente a él sujetándolo y justo después se hincó a sus pies empezando a llorar también—. Mi señor —comenzó a decir con voz quebrada—, me arrodillo ante ti para dar cumplimiento a la visión que tuve dos días después de la muerte de Paris… en esa visión me veía arrodillado a tus pies y sólo hasta hace unos días pude entender cómo era posible que me arrodillara ante el asesino de mi hermano.

   —¡Oh, Nalib! —Al escuchar aquello, Henry se agachó junto a su acompañante. Juntos lloraron largamente hasta que sintieron sus corazones satisfechos. Inmediatamente después, Henry pidió ayuda a Nalib para salir de palacio; debía ira al templo de Shion lo antes posible. ¡Ya era hora de aclarar las cosas de una buena vez! Fuese lo que fuese que estuviera sucediendo necesitaba una respuesta enseguida; su corazón y su cordura ya no soportaban más sinsabores.  Sin importar el riesgo que corriera debía salir de sus dudas esa misma noche. Y así lo hizo.

   Nalib logró ayudarlo para que atravesara los patios de armas sin ser visto, pero el resto corrió por cuenta de Henry; algo que no le supuso gran problema puesto que conocía perfectamente las salidas secretas de su castillo. No necesitó mucho tiempo para hacerse con un caballo y en cuestión de horas estaba de pie frente a las puertas de su templo.

   Henry miró el cielo y pausadamente caminó por la nieve que tapizaba el suelo colindante. La noche estaba clara por la luna, pero también bastante helada. Se arrebujó en su manto mientras pensaba si era capaz de hacer aquello. Durante el trayecto hasta allí había meditado bastante y un pequeño dato en el libro de las diosas le había hecho caer en cuenta de algo, algo que se disponía a confirmar en ese momento.

   —Shion, diosa mía —exclamó entonces en voz alta una vez estuvo antes las altas puertas de madera—,  Henry tu humilde servidor viene a verte, a pesar de ser tan indigno de ti.


   Y justo como sucedía cada vez que decía aquella frase, las puertas del templo se abrieron y el brillo enceguecedor de aquella fortificación le iluminó como una revelación. Henry atravesó el umbral llegando hasta el altar donde solía estar la amatista. Se postró de rodillas delante del cuadro de Shion, mostrando su habitual respeto. Estaba tan asustado que cuando ya pensaba que no encontraría fuerzas para hacer aquello, de repente una estocada de indignación y algo de rebeldía invadió su voluntad haciéndole soltar todo lo que llevaba en el corazón.

   —¡Ditzha! —exclamó por fin como si fuese su ultima exhalación—.  Ditzha… aparece, pues ya sé que eres tú quien se esconde en este templo. ¡Revélate ante mí! ¡Revélate ante Shion!

   Henry se puso de pie y esperó… no por mucho tiempo cabe anotar.  A los pocos instantes,  igual que como había sucedido con Benjamín y con Xilon el día que robaron la amatista, el templo comenzó a llenarse de un polvo amarillo, casi dorado, brillo del cual comenzaron a brotar por cientos y cientos, montones y montones de mariposas amarillas.

   ¡Ese era el detalle!, pensó Henry al verlas, comenzando a sollozar al sentir que algo muy parecido a la nostalgia le llenaba el corazón. Durante los días que estudió el libro de las diosas había leído que Ditzha siempre se revelaba físicamente en forma de mariposas amarillas. En ese momento había pasado por alto el detalle y no lo había tomado a consideración. Sin embargo, en ese momento, atando cabos sueltos, dándose cuenta de quién era él y recordando que en la versión de Benjamín, Shion se les había presentado en esta misma forma, ya no necesitó cavilar más… La diosa a la que había rendido culto por años y que se había hecho pasar por Shion era realmente Ditzha.

   —Hasta que finalmente lo has descubierto, mi querida Shion —La voz dulce y melódica de la otra diosa se dejo oír por todo el templo. Henry daba vueltas en torno a las mariposas que le rodeaban, ahora, lleno de un extraño sentimiento de tranquilidad. Ya no tenía dudas, había reconocido plenamente su divinidad y se congraciaba con ella. No entendía todavía qué razones pudo haber tendido para volverse humano, pero por lo menos ya no sentía ansiedad al saber quién era.

   —Ditzha —dijo en ese momento, acercándose de nuevo al altar —¿Por qué soy humano? —preguntó así sin más—. ¿Por qué bajé a Earth?

   Por toda respuesta, la risa delicada de la otra diosa se hizo sentir.

   —Eso es algo que tú mismo deberás descubrir, querido —le respondió la deidad—.  Debes descubrir eso para recuperar tu divinidad.

   —¿Recuperar mi divinidad? —se extrañó Henry.

   —Así es, Shion. Henry Vranjes es un ser que altera el mundo de los humanos. Henry Vranjes debe morir y tú debes volver a ser Shion… debes volver con nosotras al paraíso.

   —Pero…

  —Pero nada —detuvo la diosa—. Escucha, Shion… o mejor dicho, Henry; en este momento, como humano que eres, no tienes derecho a elegir. Tu destino está escrito a fuego en las estrellas. Desde el día que decidiste volverte humano te volviste una ficha más del juego del destino.

   —Pero… ¿y el libre albedrío?

   Ditzha río casi con condescendencia.

   —No tengo que responder eso —excusó comenzando a retirarse poco a poco, haciendo que las mariposas fueran aminorando hasta que no quedó ninguna en la amplia cámara—. Recuerda, Shion —fue todo lo que añadió a modo de despedida—.  No es nada personal.

   —¡Ditzha, espera! —Henry abrió muchos los ojos al escuchar aquella frase… era una frase que recordaba usar frecuentemente en sus épocas de diosa y ahora sabía que Ditzha la había seguido usando para despistarlo.

   ¡Rayos!,  pensó. ¿Por qué sentía tanta paz siendo que aún había muchas cosas inconclusas? Tenía que encontrar ese motivo por el cual había abandonado el paraíso, tenía que evitar que Lyon se convirtiera en dios.

   —¡No puede ser! —exclamó de repente, corriendo de vuelta a la salida del templo. Miró entonces al cielo y no le quedaron dudas: en quince días exactos se daría el segundo requisito que se necesitaba para el “Rito de sangre”:  luna nueva.

   Quince días parecía un tiempo más que suficiente para encontrar las últimas respuestas que le faltaba resolver. Por lo menos ya empezaba a entender muchas cosas inexplicables de su pasado, pero… ¿quería realmente recuperar su divinidad?

   —Milán… —susurró, sintiendo inquietud de nuevo. Pensar en vivir una eternidad sin él era tan mortificante como la idea de saber que vivió una vida que no le correspondía vivir, que era un elemento extraño en un mundo al que no pertenecía. ¿De veras él mismo había planeado un juego en el que había resultado ser una víctima? Resultaba algo demasiado retorcido y escabroso… algo demasiado turbio.

   Sin pensar más en ello, esa noche regresó a Earth… lugar donde al día siguiente encontró otras de sus respuestas.

 

   Y esa respuesta dormía en ese momento entre sus brazos… el pequeño Dhamar era de aquello de lo que hablaba el reverso de su cinta. “Cuando lo divino y lo humano se mezclen se reescribirá el destino”. Justo así sería. Aquella frase no hablaba de un humano convirtiéndose en dios, ni en una diosa volviéndose humana, hablaba de la unión de dos mundos, de la mezcla prohibida que había logrado que por una vez en la historia del universo, el destino se rescribiera.

   —Dhamar —acarició Henry a su hijo, sonriéndole a Milán—. Dhamar significa “Destino” en lenguaje divino —explicó.

   Milán, que continuaba a su lado en el lecho, asintió.

   —Lo sé —afirmó mirando a su pequeño con dulzura—.  Es un nombre perfecto para él, porque este pequeño era nuestro destino.

   —Sí, lo era… ahora sé que lo era —suspiró Henry—. No me arrepiento de nada de lo que hice por ti, Milán; debería, pero no me arrepiento. Y no te preocupes, ya veremos la manera de recuperar el libro de las diosas. Lo importante ahora es que estás vivo de nuevo.

   “Vivo de nuevo”.  Al oír aquello, Milán carraspeó. Aún no le había contado a su tesoro que realmente él nunca había muerto, que la amatista no lo revivió porque la piedra que tenía Lyon no era más que una falsificación.

   —Henry… verás… yo… —balbuceó en ese instante, tratando de encontrar la manera de empezar aquello. Henry lo miró arqueando una ceja. ¿Qué le pasaba a Milán?

   —Tesoro —continuó el príncipe bajando la cabeza—. No fue la amatista de plata la que me trajo a la vida —soltó finalmente—. Esa piedra no me revivió como piensas.

   —¿Qué! —La confesión produjo un respingo de asombro en Henry. El doncel se puso frío y de la impresión casi suelta al bebe—. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cómo que la amatista de plata no te revivió? —se agitó—. ¡Yo vi con mis propios ojos como Lyon pidió el deseo y luego tú apareciste! ¡Yo lo vi!

   —Esa no era la verdadera amatista —explicó Milán, dejando boquiabierto a Henry—.  La verdadera amatista terminó en manos de Ariel y sólo él sabrá a quién se la dio. El mismo Lyon me lo dijo cuando lo tuve cautivo. Yo no fui revivido por esa piedra, tesoro. Estoy seguro.
  

   —No puede ser…

   —Lyon había mandado a hacer una piedra falsa —continuó Milán—, y esa fue la que usó anoche para tratar de confundirnos…


   —…y esa piedra falsa seguro se la había dado Lyon a Jericó de Launas para obtener su apoyo, completó Henry alucinado—, y también es muy probable que la haya recuperado el día de mis banquetes de boda, cuando se armó todo ese desastre.

   Milán asintió comprendiendo el desconcierto de su interlocutor.

   —Así es, mi tesoro —dijo finalmente frotándole una sonrosada mejilla —. Es por eso que te digo que no fui revivido con esa piedra.

   —Aun así… —Henry se paró del lecho ofuscado, dejando al bebé a un lado de sus almohadones—.  ¿Cómo puedes esta tan seguro? ¡Lyon es una rata mentirosa! Puede que nunca se haya desecho de la joya, puede que Ariel ni siquiera la hubiese tenido nunca en sus manos.

   —Bueno, pues…

   —Milán…  —volvió a estremecerse Henry, mirando al varón con ojos escrutadores— ¿Cómo puedes estar tan seguro de que la amatista no te revivió? ¿Cómo? ¿O acaso hay algo que me estás ocultando?

   —Henry…

   —¡Habla, Milán!

   —¡Yo nunca estuve muerto, tesoro! —confesó finalmente—. Nalib y sus hombres me rescataron de manos de los dirganos y cuidaron de mis heridas. Yo no morí, Henry. Todo este tiempo estuve con vida. Lo siento, tesoro. Pero no podía decírtelo, Nalib me…

   Milán guardó silencio al notar que los ojos nuevamente negros de Henry le atravesaban como puñales. Un estremecimiento le recorrió de pies a cabeza y por primera vez sintió miedo del hombre frente a él. En contra de todo lo que hubiese podido imaginar, Henry no decía nada, sólo estaba allí, frente al él, mirándolo con una ferocidad comparable a la que tenía el día de su secuestro, aunque más siniestra; mucho más siniestra.

   Henry tenía el rostro congestionado de una ira que parecía no encontrar vía de escape. Un torbellino de rabia y dolor que le golpeaba el pecho con fuerza. Sin embargo, ese sentimiento de impotencia no duró por siempre. A los pocos minutos, Milán vio como su tesoro se desplazaba hacía una esquina de la habitación y, tomando una fusta empolvada que reposaba sobre la pared, avanzaba hacia él atemorizantemente calmado.

   —¿Te… tesoro? —jadeó el midiano comenzando a sentir una extraña sensación de pánico—. ¿Qué vas a hacer? —pregunto aferrándose con fuerza al baldaquín de la cama.

   Por toda respuesta, Henry le sonrió malévolamente mientras acariciaba su fusta.

   —¿Qué voy a hacer, preguntas? —le respondió entonces sin dejar de sonreír ni de avanzar—.Te voy a demostrar quién es realmente “El tesoro de Shion”.





   Continuará…

 

Notas finales:

Ya sólo falta un cap. Qué emoción. 


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