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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 40.

El último ungido… el verdadero tesoro de Shion.

 

Capítulo FINAL…

Esta noche bailamos como si no existiera un mañana.




   Henry estaba verdaderamente furioso. Todo el dolor que había sentido aquellos meses pensando en que Milán estaba muerto, todas sus penurias y los riesgos que corrió para devolverle la vida le parecieron otra gran burla del destino… la ultima, la más cruel.

   Aturdido de ira avanzó  el lado de Milán, con fusta en mano, y sin pensárselo mucho comenzó a descargar contra él toda su rabia y frustración. Cada latigazo era una retaliación a cada una de sus lágrimas y con cada golpe sentía una extraña sanación.

   Por culpa de aquella mentira se había casado con un hombre al que no amaba, había arriesgado su vida, había perdido un libro sagrado que podía poner en riesgo el futuro de la humanidad y por último: la vida de su Diván, un hombre que no había hecho más que amarlo, había terminado cegada.

   ¡Maldito fuera Milán Vilkas! ¡Maldito fuera por haberlo engañado! pensaba sin compasión mientras le volvía jirones la ropa a punta de latigazos. Algunos habían dado en el rostro del príncipe y la sangre le corria a gotas junto a un rictus de agonía, sufrimiento, culpa y dolor. Pero Henry lo siguió golpeando. Era demasiada la ira que cargaba y también era enorme su propia culpa. En el fondo sabía que era tan culpable como Milán o incluso más. El era un ser que no pertenecía a ese mundo y que con su llegada lo había alterado todo.

   ¡Debía encontrar la razón por la que había bajado al mundo! ¡Debía encontrarla rápido!

   Loco de ira y sin ningún sentimiento de piedad, arrojó a Milán al lecho, dejándolo sólo a pocos centímetros del bebé. No entendía por qué iba a hacer aquello, pero no podía evitarlo. Seguía amando a ese desgraciado que lo había engañado, seguía queriendo dar su vida por él a pesar de que Milán se merecía que lo matara allí mismo. No quería escucharle ninguna explicación, ninguna era aceptable. Sólo quería volver a poseerlo por última vez, enseñarle mediante la dominación y el dolor que él era su dueño… su dios.

   Con su látigo amarró el cuello de Milán, cortándole la respiración mientras se posaba sobre él, mirándolo con sus ojos ahora negros y centellantes de nuevo. Milán solo se dejaba hacer, sollozante y temeroso; seguramente, lleno también de culpa y dolor. No impidió ninguno de los golpes que cayeron sobre él y tampoco detuvo las manos agiles y decididas que bajaron sus pantalones hasta la altura de sus muslos y que con un solo movimiento brusco terminaron de arrancarle la chaqueta y la camisa. Milán no impidió nada de esto… ni siquiera la invasión brusca, dolorosa y rápida que pareció partirlo en dos y lo dejó ahogado de llanto sobre el lecho.

   Henry entró en él con ardorosa furia, con rabia, con deseo, con intensión de marcar, de dañar, de hacer sufrir. Quería que Milán sintiera en sus entrañas el mismo dolor que él había padecido todos esos meses creyéndolo muerto; el dolor que sentía ahora sabiendo que sólo lo recuperaba para perderlo de nuevo. Quería verlo llorar de dolor y placer, verlo extraviado en ese umbral extraño que no diferenciaba el bien del mal, lo mezquino de lo elevado, lo dulce de lo amargo. Se empujó mas fuerte llorando de placer, dolor, angustia y rabia. Milán bajo él gritaba como un atormentado,  pero no impidió nada, dejándose tan sólo hacer, como una ofrenda para un dios.

   —¡Tu no debiste mentirme, Milán! —exclamó Henry corcoveando sobre él. Sentía que lo abría a cada empujón, deleitándose entre su carne húmeda y estrecha—. Tú no debiste mentirle a tu tesoro.

   —Amor mío.

   —¡Yo soy tu dueño, Milán Vilkas! —volvió a decir, esta vez separándole los muslos con ímpetu mientras le mordía el hombro—. Yo soy tu señor.

   Al sentir aquellos dientes abriéndole la piel, Milán gritó más fuerte pero siguió sin debatirse. Henry tomó aquello como un gesto de sumisión total y entonces dio rienda suelta a toda su pasión. Se echó por completo sobre su príncipe y no dudo en darle con toda su intensidad, como si no existiera un mañana para su amor… pues realmente, no existiría una mañana.

   —Amor mío —lloró Milán entonces abrazándolo contra su pecho—. Aunque me mataras ahora, moriría dichoso entre tus brazos— dijo apretando los dientes por el dolor.

   Henry le sonrió desde arriba.

   —Yo no quiero matarte —le informó tironeando su cabello—. Quiero hacerte sufrir, quiero que pagues por tu engaño.

   —Por favor, perdóname —suplicó.

   —¡No! —replicó el rey, y al hacerlo llevó su boca hasta los labios temblorosos de Milán dándole un beso lleno de sangre y dolor. Lo lamió, mordiéndolo también, aspirando su aroma para quedarse con ella prendida a su nariz, para conservar su recuerdo en su piel. Milán mientras tanto lo aferró por las caderas, para sentirlo definitivamente dentro de él. No sabía por qué pero había empezado a presentir que aquello era una despedida… la última vez que estaría juntos de aquella manera, como si aquella tarde fría y nevada ellos danzaran para el viento que sibilaba tras los ventanales por última vez; como si el mañana fuese a llegar para separarlos para siempre.

   Aturdido de dolor, Milán se dejó caer rendido del todo y sintiéndose sin fuerzas ladeó su rostro y vio a Dhamar quien a un lado de ellos lloraba a todo pulmón mientras Henry se perdía más y más entre sus piernas. Siempre había sido así, siempre había sido Henry su verdadero dueño; le había pertenecido siempre, desde la primera vez que lo había visto y nunca había dejado de ser así. Podía hacer con él lo que quisiera, podía matarlo, humillarlo, violarlo y torturarlo y no dejaría de ser así. Henry Vranjes no era su tesoro… era su dios.

   —Mi tesoro… mi dios… —fue lo último que dijo antes de cerrar sus ojos y abrir las pierna por completo. No necesitaba decir más ni suplicar más. Estaba perdido…




   Varias horas más tarde desde la terraza de su habitación, Henry miró el movimiento en los patios de armas. Los soldados se preparaban para la batalla donde pretendían expulsar a los dirganos de todas las aldeas que aún siguieran en poder de estos. Con el nacimiento de Dhamar y la reaparición de Milán, la tensión entre Midas e Earth se había roto por completo y los ejércitos ahora eran de nuevo una sola alianza contra Dirgania.
  
   Kuno había escuchado a su hermano y los ojos miel de su sobrino lo hicieron recapacitar. No confiaba del todo en Henry Vranjes, pero Nalib le había advertido que ya no debía irse más en su contra y él le creía. Después de lo acontecido con Ariel ya no se atrevía a dudar de las advertencias del oráculo de Kazharia.

   Suspirando, Henry miró el cielo con la luna nueva en lo alto, luego miró el lecho donde Milán dormía y sonrió con tristeza. No había podido escapar de su destino… nadie podía. Haber roto su promesa había sumido los reinos en la desgracia, le había hecho descubrir la horrible verdad sobre lo que realmente era y había acabado con la vida de muchos inocentes. Aunque no lo quisiera aceptar, lo que decían los sacerdotes de Shion era verdad: nadie puede mirar dos caminos ni pretender caminar por dos sendas opuestas. El ser humano sólo tiene un corazón en el pecho y por lo tanto no puede vivir dos vidas.

   En eso pensaba cuando Milán despertó. Su príncipe, su amor, caminó hasta él tirándose a sus pies para aferrarlo por la cintura. Milán aún desconocía el por qué, pero no había dejado de tener aquel horrible presentimiento. Quería detener el tiempo, hacer que el tic tac del reloj dejara de correr; que la luna reinara para siempre y jamás amaneciera.

   —No me dijes nunca, tesoro —sollozó a los pies de Henry,  ahogado en lágrimas. Henry lo puso en pie tomándolo entre sus brazos y sin más esperas lo besó; le absorbió el aliento rodeándolo con sus brazos en una intimidad perfecta y sublime. Milán cerró sus ojos y lloró con fuerza. Ahora lo sabía: aquella sería la última noche… lucharía hasta el final porque no fuese así, pero algo le decía que no ganaría; la felicidad se escaparía de sus manos como si fuese arena y su tesoro se iría lejos de él. Sonrió en medio del beso a pesar del sufrimiento. Acababa de descubrir que Henry era tan testarudo como las rosas negras; crecían cuando querían, donde querían, bajo las manos de quien querían… eran como diosas, dueñas de su destino.

   —Quédate conmigo… esta noche  —pidió luego en un susurro casi agónico—. Bailemos como si no existiera un mañana.

    —¡Oh, Milán!

   —¡Qué nada nos detenga esta noche! —insistió el midiano— ¡Qué por hoy nada esté prohibido!

   —Amor de mi vida, —Henry suspiró— Esta noche bailamos… —aceptó—, te doy toda mi vida.

   Y diciendo esto se abrigaron en medio de la oscuridad con besos ansiosos y caricias desmedidas. Cuando despuntara el sol volverían a ser esclavos de la vida pero por esa noche no. ¡Serían libres! Dueños de sus actos, regidores de sus vidas… sólo por esa noche.

   —Hazme tuyo, Milán —pidió Henry al tirarse sobre las baldosas  con su cuerpo desnudo. El frio infinito parecía inasequible a su piel en esos momentos en los que ardía de pasión. Milán se arrojó entonces sobre él sin contratiempos.

   —¡Te adoro, mi amor! —le dijo antes de ubicarse entre sus piernas y hundirse en su calidez. Despacio lo arropó con su manto, quedando ambos cobijados por gruesa tela…

   Sólo al despuntar el alba dejaron de amarse.





   Cuando los rayos de sol golpearon su cara, Milán despertó. No entendía cómo rayos había podido quedarse dormido en aquel lugar, denudo y solo… ¡Solo!

   Se estremeció buscando a Henry por todos lados. No estaba en la habitación ni tampoco con los soldados. El pequeño Dhamar estaba bajo el cuidado de su doncel y Kuno tampoco sabía nada del rey.

   —La última vez que lo vi estaba junto a Nalib. Conversaban sobre algo que no escuché, pero probablemente era acerca de nuestro viaje a Chigar  —le dijo mientras alistaba su caballo. En pocos minutos partirían hacia aquella aldea, una de las últimas que faltaba por ser liberada y donde se rumoraba, se escondía Lyon.

   —¿Chigar? —repitió Milán casi para sí mientras miraba cómo se enfilaban las tropas.

   Kuno asintió y miró a su hermano mientras acomodaba bien su montura, subiendo a ésta. Nuevamente sería el responsable de conducir los actos del destino aunque esta vez lo haría con plena conciencia. Nalib ya le había contados su ultima visión y no podían fallar.

   —¿Quieres venir?  —preguntó entonces ofreciendo una montura a Milán; éste lo miró por un par de instantes y enseguida confirmó su presentimiento.

   —¡Tú sabes algo! ¿Qué es lo que sabes, Kuno? ¡Dímelo!

  —¡Lo mismo que sabes tú y que no quieres aceptar! —respondió el menor de los prícipes bajando del caballo pues Milán tironeaba de él como un loco—.  Escucha, hermano —pidió tomándo a Milán de las solapas de su uniforme—. Henry Vranjes fue tu perdición y fue la perdición de muchos. Debe pagar por ello.

   —¡No es cierto!  ¡Henry no es culpable de nada!  Sólo fue una víctima más. ¡Dime dónde esta, Kuno! ¡Dímelo!

   —¡Está bien! ¡Está bien!

   Kuno volvió a su caballo esperando a que Milán se hiciera con otro. Cuando las tropas empezaron el desfile, ellos tomaron posiciones y partieron junto a los soldados. A Milán le temblaba todo el cuerpo. Aquel presentimiento, aquella zozobra era cada vez más intensa y difícil de soportar. Era verídico… el aire olía a fatalidad.







   La batalla en Chigar fue impresionante. La escarpada montaña que colindaba la aldea se convirtió en la guarida de los enemigos y en la planicie se veía un tapiz de cuerpos que empezaban a entorpecer el paso.

   Henry se encontraba liderando una de las tropas que buscaban a Lyon. Sabía que esa rata infeliz lo estaba buscando. Aquella sería la última noche de luna nueva y si la desperdiciaba no tendría más oportunidad para realizar aquel ritual.

   ¡Era perfecto! pensó mientras escribía aquella nota desde su carpa. Su ejército había recuperado casi toda la aldea y la resistencia dirgana que aún permanecía en pie podría ser sometida en cuestión de horas. Era por eso que los líderes de las tropas armadas que lo acompañaban no podían entender su repentina resolución. No entendían por qué su rey intentaba hacer un trueque con el enemigo si ya prácticamente lo tenía en sus manos.

   —Mi señor, perdone mi atrevimiento  —dijo en ese momento uno de los jefes de la guardia—. Sé que no me está bien dado cuestionar sus resoluciones, pero no entiendo por qué vamos a pactar con esos canallas. Con nuestros hombres es seguro que para mañana a esta hora ya habremos acabado con todos ellos. ¿No confía en nosotros, mi señor?

  —Es cierto —anotó otro de los soldados de menor rango—. Señor, denos la oportunidad de demostrarle que esta vez no van a vencernos. No lo desfraudaremos.

   —No. —Henry se puso de pie calmadamente. Era verdad, nadie iba a cuestionar sus decisiones —. Mi enmienda está escrita ya —apuntó sellando el sobre lacrado que amarró al cuello de uno de los dirganos apresados—. Yo subiré a la montaña si Lyon retira a sus hombres por completo de nuestros predios —anotó con parquedad—. Ese es el trato que hare con él.

   —Pero, mi señor…

   —Voy a subir a la montaña a ver a Lyon Tylenus y nadie me seguirá —continuó diciendo como si la voz del jefe de guardia no llegara a sus oídos—.  ¿Me han entendido?

   —Lo hemos entendido, mi señor.

   A regañadientes sus hombres asintieron. Todos ellos rogaban a todas las diosas porque Milán Vilkas llegara a tiempo y lograra detener ese desastre. A pesar de que se empezaba a sospechar que aquel príncipe extranjero era realmente el verdadero padre del príncipe Dhamar y que sostenía una relación amorosa con el rey, el ejército lo admiraba. Milán los había guiado y ayudado en las épocas en que se movía de incognito y era un hombre de valor. Ningún soldado olvidaba el nombre de Divan Kundera ni el gran respeto que le tenían, pero Milán Vilkas también era un gran hombre que sea había ganado a pulso la admiración de Earth.

   —Se hará como usted diga, mi señor. Prepararemos su caballo —aceptó finalmente el jefe de la guardia postrándose con respeto ante su rey—. Usted subirá a la montaña apenas los dirganos se empiecen a retirar. Nadie le seguirá ni se lo impedirá.

   Henry asintió complacido y salió fuera de la carpa; miró hacia la montaña. Era una cumbre alta coronada de nieve, grandiosa y sublime. El lugar perfecto para morir. No quería sentir miedo pero lo sentía. La cadena de probabilidades que regía el destino de los humanos parecía tan frágil pero realmente no lo era. La vida humana y el provenir eran tan exactos como el algebra y la aritmética. No había posibilidades de yerro, no había directrices falsas. Todo se trazaba en un único y determinado esquema asquerosamente milimétrico, espeluznantemente exacto. Las estrellas se movían en constantes únicas y bien definidas… y los humanos también.

   Acongojado de pena y sufrimiento, pensando que ni siquiera por haber sido antes un ser divino podía escapar de las temibles fauces del matemático universo, tomó su caballo y se apresuró en partir una vez empezó a ver cómo los Dirganos empezaban a abandonar la batalla y a replegarse en las laderas. Sabía que había órdenes de no lastimarlo pues Lyon lo necesitaba vivo para el ritual así que no tuvo miedo una vez alcanzó la falda de la montaña. Sonrió. Tal vez iba a morir pero antes arruinaría los planes de ese desgraciado. No había nada más bello que morir matando y él moriría así. Quizás no pudiese destruir a Lyon pues parecía que por efecto de la magia extraña de la amatista aquel hombre poseía vida eterna. Sin embargo, arruinar sus planes significaban matarlo en vida y eso era más magnifico aún… casi no podía esperar de la emoción.

   En eso pensaba mientras comenzaba a hacer el ascenso por la montaña. Llegaría justo con la salida de la luna… la última luna que vería.







   Lyon se volvió loco de dicha al recibir aquel mensaje. ¡Henry Vranjes iría a él! No tenía necesidad de ir a buscarlo ni traerlo por la fuerza, él mismo se presentaría. Seguramente estaba lleno de miedo al saberlo inmortal, sabiendo que hiciera lo que hiciera no podría con él.


   Por eso aceptó sacar a sus hombres de Earth. No le interesaba un reino, por más magnifico que fuese, cuando la oportunidad de convertirse en dios estaba sobre su mano. Pronto su sueño sería una realidad y Henry Vranjes estaría muerto. Era increíble. El tesoro de Shion sería sacrificado como un cordero, su sangre sería el canal que lo conduciría a la divinidad y el hombre que había sido leyenda moriría como lo que realmente había sido siempre: una miserable ofrenda.

   Estaba realmente feliz. El sol comenzaba a ocultarse en el firmamento y el ocaso rondaba. Sería solo cuestión de horas para que Henry estuviera frente a él… sólo cuestión de horas para dejar de ser un insignificante y estúpido humano y convertirse en todo un dios… sólo cuestión de horas.







   El ascenso por la escarpada montaña no fue tan difícil como pensó. Tal vez era su corazón nervioso y abrumado que no le dejaba sentir más sufrimiento que los que ya le acosaban, o tal vez fue lucero negro que ese día había decidió galopar mas suavemente y sin tanta prisa. Quizás el propio corcel sentía la desgracia de su amo y pretendía retrasarla todo lo posible. Sin embargo, eso no ayudaba a Henry para nada; él realmente quería terminar con todo aquello lo antes posible. Ya no resistía más. ¡Ya quería que acabara!

   Finalmente su deseo se cumplió. La tienda de Lyon se abrió ante sus ojos y los dos dirganos que lo custodiaron durante todo el ascenso le señalaron el lugar de reunión.

   Henry descendió de su caballo escuchando el repique de sus botas a cada paso. En ese momento pensó en Dhamar, su pequeño no lo conocería pero sabría que su papá había muerto por él y por Earth. Pensó también en Milán y es los ojos miel que nunca olvidaría, pensó en Divan cuya muerte pensaba purgar con su sangre. Henry pensó tantas cosas en ese momento: en su nacimiento, su consagración, la ruptura de su promesa, su amor por Milán, el desastre de la guerra, su enfermedad, su hijo y finalmente su cercana muerte.
A cada paso repasaba cada instante de lo que su mente le dejaba recordar, pensando en cuan larga le parecía su vida ahora. Parecía que el tiempo volaba y era como un suspiro en comparación al universo, pero aquello sólo era una ilusión. La vida era larga, llena de muchos momentos, como un pergamino extenso donde cada carácter era una huella que se dejaba en el tiempo. Tal vez no se había convertido en humano para aprender sobre la vida, pero vaya que ésta le había enseñado mucho.

   Le habría encantado poder seguir meditando algunas cosas más y quizás entre reflexión y reflexión toparse con esa respuesta que aún no hallaba… El por qué había bajado al mundo humano. Por qué había renunciado a la divinidad para convertirse en un hombre más. Ese era el enigma de su vida, la respuesta que necesitaba hallar antes que el acertijo lo devorase.

   Sin embargo, no pudo seguir haciéndolo. Lyon, mirándolo con gesto triunfante, había salido de su carpa a su encuentro. Había llegado la hora, la hora definitiva.

   —¡Bendito seas, Tesoro de Shion! —saludó el dirgano sonriendo. Lucía hermoso, majestuoso, mostrando en sus facies la misma alegría que sentía en su espíritu.

   Por toda respuesta, Henry escupió sobre la tierra. Era terrible no poder acabar con ese infernal hombre para siempre, pero por lo menos algo haría para detenerlo. Por lo menos borraría esa asquerosa sonrisa de su rostro.

   —Lyon, quiero decirte que el rito de sangre sólo funcionará cuando la luna esté completamente en lo alto —apuntó mirando el altar que ya estaba listo para recibir su sangre.

   El rey dirgano asintió.

   —Veo que has leído bien el ritual —sonrió acercándose muy desdeñosamente—. Yo también lo he leído todo, Tesoro de Shion. Se exactamente lo que tengo que hacer.

   Henry se crispó apartándose cuando la mano diestra de Lyon intentó tocarlo.

   —¡No me toques,  infeliz! No hasta que sea el momento —adviritíó. Lyon se burló siendo coreado por los hombres que le acompañaban en la tienda, pero obedeció la orden. Finalmente dio un rodeo ante la figura de Henry y con cuidado se acercó a su oído.

    —¡Ay, Henry Vranjes! ¿Quién iba a decir que el tesoro de Shion iba a morir como un animal? ¿Lo ves? Finalmente fui yo quien venció, pequeño… finalmente fui yo quien acabó con tu leyenda.

   —¡Tú no has acabado con nada! —replicó Henry sin atisbo de duda. Lentamente se alejó de aquellos hombres y se posó cerca a la piedra del altar, acariciándola como a un amante—.  Mi leyenda nunca morirá, Lyon. Por eso las leyendas son leyendas. El tiempo no acaba con ellas y son inmunes a la muerte. Son inmunes a la muerte y al tiempo… son indestructibles.

   —¡Eres un maldito!

   —¡Igual que tú! Pero hoy solucionaremos ésto. Ni tu ni yo pertenecemos a este mundo y esta noche nos iremos ambos… tú como dios y yo como un muerto, pero nos iremos. Hacemos daño a este mundo y debemos irnos de él. Debemos partir…

   Lyon escuchó el discurso de Henry en silencio y se quedó muy serio.Tenía miedo, mucho miedo, pero no iba a permitir que se le notara.

   —Yo seré más importante que la muerte  —soltó sin reparos.

   —Yo también —contestó Henry—. Muy pronto tú sabrás quién soy yo y yo sabré lo que realmente eres tú.

   —¿A qué te refieres?

   —Ambos estamos por encima de la muerte, Lyon… especialmente yo.

    —¡Tú no eres nada! ¡Nada!—. Sintiéndose muy furioso, Lyon tomó a Henry de los hombros, lanzándolo sobre el altar. La luna ya estaba casi en lo alto y no esperaría más por lo que le había costado dos vidas—. Despídete, Henry Vranjes —le dijo con verdadero odio– Tú no eres nada, niño estúpido. Toda tu vida te la pasaste sacrificado a una diosa que ahora no hará nada por ti, y ahora moriras en honor a ella. Siéntete feliz.

   Entonces, en cuestión de instantes, Henry se vio rodeado por una circulo humano que entonaba canticos paganos en torno suyo. Qué asco tener que recuperar su divinidad en medio de esa lacra pagana e impía

   —¡Malditos herejes! —gritó mientras los escuchaba cantar— ¡La ira de Shion caerá sobre ustedes, sobre sus hijos y sobre los hijos de sus hijos!

   —¡Cállate! —ordenó Lyon impaciente terminando de recitar la oración de conversión, la cual Henry se encargó de recitar entre labios también—. ¡Shion no es nada! —se burló al terminar—. ¡Shion te abandonó!

  —La ira de Shion caerá sobre tí, Lyon Tylenus… caerá ahora.

   Henry sonrió en aquel instane.  De inmediato, por el norte, Nalib y sus hombres comenzaron a salir como hormigas para sitiar el lugar .

   —… porque Shion soy yo.

   Rápidamente aquel sitio se convirtió realmente en un lugar de sacrificio. Los dirganos trataban a toda costa de detener el avance pero era inútil, los kazharinos eran más y parecían más enojados, más furiosos.

   —¡Eres un maldito, Henry Vranjes! ¡Me engañaste! —exclamó Lyon sacando un enorme puñal. Era ahora o nunca, pensó mientras se abalanzaba contra el otro doncel, intentando a toda costa terminar el ritual. Pero la vida, por segunda vez, fue mezquina, arrebatándole su anhelo a manos de quien menos se lo esperó. Justo cuando estaba a punto de alcanzar el pecho de su ofrenda, varias flechas que viajaron hacía él, se clavaron en su pecho impidiéndole movimiento alguno.

   Lyon gritó de dolor. Esas flechas no lo matarían pero sí lo dejaron fuera de circulación por varios instantes. El dolor de cada herida  era fuerte, pero no era nada  en comparación a la agonía que acudió a su pecho al darse cuenta quién era el que se las había lanzado.

   —Xilon… —susurró lleno de pavor viendo los ojos fríos de su hijo mayor mirándolo desde arriba—. Xilon, hijo mío —repitió creyendo que volvería a endulzar su corazón otra vez.

   Pero ya no. Ya no más. Xilon era ahora un cuerpo vacio y cómo tal, no  pronunció palabra alguna cuando se acercó hasta él tomándolo del cuello hasta meterlo por completo dentro de un enorme saco.

   Mientras tanto, Henry miró el cielo por última vez. Los gritos de muerte y espanto a sus espaldas no parecieron desconcentrarlo. Tomó el puñal que Lyon había dejado cerca a él y mirando la noche estrellada pudo visualizar la silueta de Milán que se acercaba a toda prisa con el rostro lleno de desesperación. Sus miradas se cruzaron instantes antes de que aquello ocurriera y Henry pudo escuchar, pese a la distancia, el grito desgarrador de su príncipe antes de que el puñal atravesara su pecho.

   Entre lagrimas y mientras la vida se escapaba a borbotones por su pecho, Henry cayó sobre la piedra del altar descubriendo finalmente su enigma de vida… ¡Era él! ¡Era Milán Vilkas la razón de su encarnación! Como un relámpago llegaron a su mente las imágenes de aquel día en el paraíso y todo pareció cobrar sentido en su mente.

   Muchos eones atrás, cuando Earth ni siquiera se llamaba así, Shion había observado a Milán en el espejo del futuro de Ditzha y se había prendado de él. Entonces lo había resuelto. Aún en contra de la voluntad de las otras diosas lanzó al mundo humano la amatista de su collar sagrado y la piedra comenzó a prepararle el camino de su llegada. Todo tan milimétrico, tan ordenado, tan exacto. Shion solo había necesitado hacer estériles a los que serían sus padres, no dejándole más opción que usar la piedra que sería su punto de conexión con el mundo humano.

   Ahora entendía por qué esa piedra alteraba tanto el destino: era un objeto sagrado y mortal hecho para satisfacer los caprichos de una diosa y castigar los caprichos de los hombres. Ahora todo tenía sentido; su nacimiento, la muerte de sus padres, su consagración, su promesa, esa fascinación macabra que despertaba en los hombres llevándolos a la muerte. Ahora sabía que sólo su amor por Milán lograría reconducirlo a su divinidad y hacerlo romper su promesa. Sabía que sólo Milán podría amarlo sin corromperse pues su amor era sincero, era enorme y poderoso. Sólo Milán podía hacer eso… porque Milán era su tesoro.

   Era humillante. El amor por un humano lo habían hecho convertirse en una débil criatura sometida a las leyes del universo, un simple y mortal humano le había hecho borrar de las estrellas el camino trazado para reescribirlo de nuevo. Eso era tan humillante, realmente  humillante. Todo ese desastre por un capricho del corazón. Era increíble.


   —Henry, tesoro, amor mío. ¿Qué es lo que has hecho?

   Milán preso de completa y absoluta desesperación llegó hasta el lado de Henry, tomándolo entre sus brazos. Llorando hasta casi no sentir aliento presionó el pecho, intentando contener la hemorragia. Sin embargo, sabía que era inútil, su presentimiento había sido verdad y ahora veía con pena que había luchado en vano. Había podido contra una promesa, había podido contra un matrimonio, había podido contra un esposo celoso, pero no había podido contra el hombre que amaba más que a su vida.

   Henry era un obstinado y él no había podido cambiarlo. Su amor no había sido suficiente para superar las barreras que los separaban y todos sus esfuerzos no habían logrado evitar que todo terminara en la fatalidad. ¡La vida era tan cruel! Daba ilusiones y esperezas para luego escupirte en la cara lo pequeño y frágil que eras. Te cumplía tus deseos por instantes para luego arrebatártelos sin compasión. Ese era el enigma de la vida, el enigma que no había logrado descifrar a tiempo y que lo había devorado también.

   De esta forma, Milán permaneció sosteniendo el cuerpo inerte de Henry mientras Earth volvía a recuperar su libertad. La sangre de su tesoro secándose lentamente en la roca marcó el día de la victoria definitiva del reino sobre Dirgania, como si la sangre real y divina fuera el precio de de su completa emancipación.

   —Ahora eres libre —susurró Milán mirando el rostro sereno de su amado que parecía más bien dormido—. Yo también lo seré…


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