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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capitulo 7

Lluvia de fuego.

 

   Ezequiel Vilkas recorría de un extremo a otro la cámara donde se hallaba. Sus botas repiqueteaban en la piedra del suelo mientras la brisa que entraba por la ventana mecía los visillos y unos cuantos documentos que se encontraban sobre su mesa. Aquella cámara funcionaba como su cámara principal; era el sitio donde presidia reuniones poco importantes o muy intimas. La que estaba teniendo en ese momento pertenecía al segundo grupo.

   Kuno y Xilon se hallaban frente a él. Cuando la comitiva de Jaen había arribado por completo al castillo, el rey había pedido que condujeran al príncipe directamente a su presencia; también dio la misma orden a su hijo menor, y de esta manera los tres habían terminado en aquella situación.

   Ezequiel no sabía que pensar de todo aquello. No sabía cómo había sido posible que Kuno hubiese terminado enredado con ese hombre, con Xilon Tylenus. Y que lo confesara tan descaradamente. Durante los años que lo mantuvo lejos de palacio el jovencito se le había convertido en un desconocido y en el fondo de su corazón, incluso, llegó a tener las mismas dudas que el pueblo, pensando que quizás si fuese verdad que el chico sostenía una relación con Vladimir. Sin embargo, tales dudas se disiparon rápidamente cuando Vladimir mismo le juró que para él, Kuno era un hermano, y que respetaba demasiado a su rey y padre para ofenderlo de tal manera. Pero Vladimir y Milán eran harina de otro costal, eran varones, seres confiables y amantes del honor. Los donceles no. Para Ezequiel Vilkas, los donceles no eran seres de fiar; las diosas los había creados tan crueles como bellos con el fin de embrujar, de esparcir su perfume hechizante tal como lo hacían algunos insectos, para luego de atraer a sus parejas, enterrarles el aguijón por la espalda.

   Y justamente eso era Kuno, un doncel igual a todos. Y lo estaba demostrando. Ni siquiera el ser un Vilkas le había hecho abandonar su verdadera naturaleza. Era solo cuestión de tiempo para que pesaran más en él los instintos que el apellido.

   —¿Desde cuándo se están viendo a mis espaldas? —La primera pregunta de Ezequiel coincidió con una gran centella que iluminó la cámara. Desde hacía un rato unos inmensos nubarrones habían caído sobre Midas, y una fuerte tormenta se avecinaba.

   Xilon miró confundido a Kuno, pero este estaba demasiado concentrado con los tallados de la silla de su padre. Miró entonces a Ezequiel Vilkas y este se paró frente a él, indignado.

   —Mi hijo —señaló a Kuno con un movimiento de cabeza—, acaba de rechazar un enlace matrimonial fabuloso con el reino con el que mejor relaciones tenemos, y todo porque dice estar enamorado de usted, alteza.

   —¡¿Qué?! —Los ojos de Xilon se abrieron como platos. ¿Qué era lo que estaba pasando allí? ¿Era acaso una broma? ¿Cómo era posible que Kuno hubiese dicho eso? ¡No entendía nada!

   Volvió la vista a Kuno, buscando una explicación, pero ahora este sollozaba con la mirada en el suelo. Lucía desesperado.

   —Pa… padre…

   —¡Su hijo y yo nos amamos, Majestad! —Tal vez no tuviese ni idea de lo que estaba ocurriendo, pero fuese lo que fuese, aquello parecía una oportunidad única que le daban las diosas y no iba a desaprovecharla—. Kuno y yo llevamos viéndonos hace un tiempo —mintió Xilon siguiendo el hilo de aquel juego—, y hoy me he presentado justamente aquí para pedir su mano en matrimonio. Quiero casarme con su hijo, majestad —remató, seguro.

   Los ojos de Kuno se desprendieron del suelo y consternados se clavaron sobre el jaeniano. Pero… ¿Qué locuras estaba diciendo ese hombre? ¿Qué estaba tratando de hacer? No hubo tiempo para responder a aquellas cuestiones. Ezequiel había vuelto su vista a Xilon, interrogante.

   —¡Quiero saber desde cuando se están viendo! —ordenó, con un brillo de furia en sus ojos miel—. ¡¿Quiero saber desde cuando se burlan de mí?!

   —Kuno y yo llevamos amándonos desde hace mucho tiempo majestad —respondió Xilon, se podía decir que acostumbrándose y gustándole aquel juego—. Nos vemos desde la época en que él vivía lejos de palacio.

   —¡¿Cómo?! ¡¿Tanto tiempo?! —Las manos de Ezequiel se crisparon de la ira—. ¡¿Vladimir sabía sobre esto?! —espetó furioso.

   —¡No! —Kuno salió de su mutismo al oír el nombre de su hermano—. ¡Vladimir no tiene nada que ver con esto! —aseguró, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡El no sabía nada! ¡Lo juro!

   —Lo creo. —Ezequiel dio un rodeo por el salón mirando a ambos jóvenes—. Vladimir jamás me traicionaría. Parece más hijo mío que tú. —Sus pasos se dirigieron hasta su hijo menor. Lo tomó del mentón mirándolo fijamente. Sus ojos lo escrutaron tan exhaustivamente que Kuno pensó que podía leerle los pensamientos—. Quiero saber si te has entregado ya a este hombre —inquirió luego, amenazante—. Quiero saber si le has permitido que te toque ¡Y quiero saber la verdad!

   Kuno bajó la mirada, avergonzado. Podía mentir pero de nada le serviría; su padre sería capaz incluso de mandar a torturar al senescal con tal de obtener la verdad. Entre sollozos buscó las palabras que mejor adornaran aquello, pero no las encontró.

   —No soy virgen, padre. —Fue lo que terminaron soltando sus labios—. No soy…

   —¡Desvergonzado! —La mano de Ezequiel se alzó contra su hijo llena de rabia. El inminente golpe hizo a Kuno apretar fuerte sus ojos y esperar por la bofetada. Pero el golpe nunca llegó. Cuando el príncipe abrió de nuevo sus ojos, la mano de Xilon sujetaba el brazo de su padre y los ojos de Ezequiel no daban crédito a lo que pasaba.

   —Pero… ¿Qué?

   —No quiero que lo golpee, majestad —pidió Xilon en un susurro tan ronco que pareció más una orden—. Kuno podrá ser su hijo y usted podrá ser el rey de este lugar, pero a partir de hoy él único que tendrá derecho a tocar su cuerpo seré yo.

   No supo porqué, pero aquella resolución gustó mucho a Ezequiel. Por un momento, por una pequeña fracción de segundo, casi que pudo notar la mirada de Lyon Tylenus reflejada en ojos de su primogénito; esa resolución a la hora de actuar y ese carácter temperamental que tan bien recordaba. Con una media sonrisa bajó su mano y Xilon lo soltó.

   —Está bien —dijo, acérrimo—. Se fijara el compromiso; hablaras con tu padre y le dirás que venga a hablar conmigo…

   —Mi padre no vendrá a Midas y usted lo sabe, majestad —replicó Xilon.

   —Entonces yo iré a Jaen.

   —Será mejor que no…

   —¡Entonces vendrás de nuevo tu a fijar la maldita fecha! —se encolerizó, resoplando—. No se preocupen por los kazharinos —apunto luego con más clama—.Yo me excusaré con ellos y les ofreceré otra alianza con algún otro doncel de la corte. ¡Las diosas quieran que esta locura termine bien y que no me arrepienta de esto! —remató sentándose para redactar de su puño y letra el acta de compromiso.

   Cuando se fijaron los puntos del acuerdo matrimonial y Ezequiel y Xilon los firmaron y sellaron, Kuno sintió que todas sus fuerzas colapsaban como rocas despeñándose desde una gran altura. Las voces de su padre y su ahora prometido comenzaron a volverse lejanas, etéreas, hasta que finalmente se perdieron a lo lejos como se desvanece un eco.

   Xilon se dio cuenta de cómo el muchacho perdía los colores y ágilmente logró sostenerlo antes de que se estampara contra el suelo. Miró su rostro inconsciente y pálido, y una punzada de temor volvió a estremecerle. Ojala Ezequiel Vilkas tuviese razón y las diosas quisieran que aquella locura terminase bien.

 

 

   Aprovechando la confusión que se armó en el castillo luego del banquete, Henry se escabulló hasta su alcoba y rápidamente redactó una pequeña enmienda que selló con su anillo. Minutos más tarde bajó hasta los jardines y con pasos seguros pero algo temeroso se acercó hasta aquel hombre y solicitó su atención.

   —Alteza, Paris Elhall. ¿Me concedería un momento?

   El príncipe, que se hallaba rodeado de su corte, no necesitó que se lo pidiesen por segunda vez. Excusándose, se alejó un momento de sus coterráneos y complacido se reunió con Henry.

   —No quisiera incomodarlo, alteza —comenzó a hablar el rey earthiano, sacando el sobre de dentro de su túnica—. Sé que durante el viaje de retorno, usted y sus hombres deben pasar por mi reino, muy cerca a la capital principal. ¿Me preguntaba por tanto si no le incomodaría desviarse un poco más y hacerle llegar este mensaje a Vatir, el primer ministro de Earth?…En sus propias manos, sería lo mejor.

   —¿Pasa algo grave, majestad? —Paris se acercó un poco más a Henry, y en un ataque de confianza lo tomó de sus manos enguantadas—. Suena muy serio.

   —No. —Con una sonrisa Henry trató de restarle importancia al asunto—. Realmente no es nada grave, pero si es urgente. Y usted me pareció muy confiable y responsable. Además —añadió—, aprovecho que pasaran por allí y así no molesto a nadie con viajes innecesarios.

   Paris sonrió. No estaba muy convencido de las palabras de Henry pero disimulándolo bien, tomó el sobre, rozando levemente los dedos del doncel. Sintió con aquella pequeña caricia, como su corazón empezaba a desbocarse ¿Qué rayos tenía ese hombre para cautivar de esa manera?, se preguntó mientras lo miraba con interés. Aun no lo sabía, pero lo descubriría… Por Latifa que lo descubriría.

 

 

   Kuno fue dejado en su habitación después que Vladimir se lo arrebatara a Xilon de los brazos, fulminándolo con la mirada. Había tenido que hacer de tripas corazón para no desenfundar su espada y matar a aquel infeliz en ese mismo instante. Pero se dio cuenta que actuar tan precipitadamente solo hubiese traído más problemas para Kuno y de momento su hermano necesitaba tranquilidad. Sabía que luego de eso, Xilon se había dado cuenta que él lo sabía todo. Pero realmente eso no le importaba. Todo lo contrario, era mejor que ese miserable supiera que él estaba al tanto de la situación; así tendría mucho cuidado de cada movimiento que hiciese dentro de palacio.

   El facultativo abandonó el cuarto del chico con un sonido discreto de la puerta. Benjamín y Vladimir que se hallaban como guardias frente a esta, cayeron sobre él. Preocupados, llenaron al viejo doncel de preguntas.

   —¿Cómo esta mi hijo doctor? —comenzó Benjamín, angustiado. Se sentía un poco culpable pensando en que quizás todo ese asunto del pretendiente había sido demasiado rápido y repentino para los nervios y la salud aun débil de Kuno tras su caída del caballo.

   El senescal lo corroboró.

   —Creo que su alteza ha estado sometido a una fuerte presión —apuntó, taciturno—, y eso lo ha hecho colapsar.

   —¿Pero se pondrá bien? —Vladimir se escuchaba algo ansioso—. ¿Hay algo que podamos hacer por él? ¿Algún requerimiento especial? —inquirió, afable.

   —Recomiendo mucho reposo y calma —respondió el médico—. Que sus donceles preparen esto —dijo enseñando unas hojas que sacó de su bolso—. Hay que darlas dos veces al día en una infusión caliente.

   —Muy bien. Gracias, senescal. Con su permiso. —Benjamín entregó las hierbas a un sirviente y entró a la habitación de su hijo. Al mismo tiempo, mirando muy bien a ambos lados primero, Vladimir apresó de un brazo al viejo facultativo y llevándolo a un rincón del corredor le acorraló.

   —Yo sé lo que le pasó a Kuno, senescal. El me lo contó —informó con el rostro adusto y contraído—. Ahora necesito que usted me cuente si mi hermano está embarazado o no ¡Dígamelo, senescal! ¡Dígamelo!

   El facultativo dio un fuerte suspiro. Sabía que tarde o temprano aquel secreto se empezaría a filtrar y en algún momento algún miembro de la familia real descubriría la verdad. Ahora solo esperaba que el joven Vladimir manejara aquello con sabiduría y no con pueriles arrebatos típicos de muchachos.

   —Es pronto aún para asegurar algo —le contestó, recostándose a la pared—, un simple desmayo no es patognomónico de nada, alteza. Pueden ser muchas cosas.

   —Pero en su experiencia, en su pericia —siguió insistiendo Vladimir—. ¿Usted que cree? ¿Qué opina?

   — Pues…—El senescal se lo pensó varios minutos que parecieron siglos para su interlocutor. Finalmente con otro suspiro, el anciano asintió—, realmente creo si —admitió, apesadumbrado—. Creo que existen grandes posibilidades que nuestro pequeño príncipe albergue una vida en su interior, alteza.

   —¡Maldita sea! —Vladimir dio un puñetazo a la pared y el golpe fue tan fuerte que se rasgó la piel y se escuchó un leve crujido. El viejo doctor colocó una mano sobre su hombro, pero no le dijo nada. Sabía lo que el muchacho estaba sintiendo y de momento debía dejarlo a solas con su dolor. Más tarde volvería a las torres de la mansión central y le curaría esa mano. Lo haría más tarde… cuando pasara la tormenta.

 

 

   En uno de los principales salones del concejo real de Midas se encontraban reunidos Ezequiel Vilkas y Xilon Tylenus. Junto a ellos se encontraban algunos miembros del concejo y por supuesto, el príncipe Milán. Los kazharinos se habían ido a otra torre luego del vergonzoso y público rechazo de Kuno al príncipe Nalib. Y al parecer, los extranjeros del reino de las arenas tenían intensiones de marcharse esa misma noche.

   El salón era un inmenso recinto rectangular, decorado con pinturas sobre escenas de caza y guerra. Al final de los catorce pilares helicoidales que sostenían la estructura, sobresalían cabezas de fieros leones. Y del conjunto de bóvedas de crucería que era el techo, se desprendían como un montón de estalactitas doce inmensas lámparas bionergeticas que lo iluminaban todo. Por las treinta ventanas de aquel salón ya no entraba ni el más mínimo rayo de sol.

   Cuando uno de los consejeros reales finalmente llegó con noticias sobre el príncipe, todos los presentes se pusieron de pie ipso factos.

   —Su alteza, Kuno, no peligra en lo absoluto —informó el hombre con una gran sonrisa. Era un sujeto alto y delgado como un saltamontes. Sus ojos también eran saltones como los de un bicho. Ezequiel agradeció volviendo a su asiento, y con él, los demás. El concejero fue hasta su lado y ocupando su puesto sacó un pequeño pergamino de uno de los bolsillos de su casaca.

   —Sin embargo, no todas las noticias son muy agradables, majestad —continuó, mirando un poco dubitativo hacia los invitados—. No quisiera parecer descortés —añadió—, pero creo que sería conveniente que sus invitados nos disculpen. Precisamos una reunión inmediata.

   —¿De qué se trata? —Ezequiel acució a su concejero a hablar. Estaba muy irritado aun por los sucesos recientes como para tolerar más misterios. Sin embargo, el concejero no lucía muy convencido.

   —No sé si sea convenien…

   —¿Son noticias sobre la tormenta? —La voz de Xilon hizo girar todos los rostros hacía él.

   El concejero lo miró estupefacto.

   —Sí, alteza —convino—. Se trata de eso. ¿Cómo lo supo?

   —Fui alertado sobre esa tormenta, más exactamente un huracán, hace unos días. Antes de partir hacia acá, tomé todas las medidas de seguridad para mi gente. Jaen es una zona costera; los meteorólogos del reino tienen mucha experiencia.

   —¿Vendrá un huracán? —Ezequiel se había puesto lívido. Midas era asolado por algunas tormentas durante el año, pero huracanes nunca—. ¿Y qué podemos hacer? —inquirió, solemne—. Si es que aun tenemos tiempo de hacer algo.

   —Si, por favor, ilústranos sapiencia suma. —Milán alzó la voz desde su lugar. Sus relaciones con Xilon siempre habían sido peores que el clima, y tenerlo ahora allí con esa pose prepotente y pretendiendo la mano de su hermano de esa forma tan repentina y misteriosa, no ayudaba a mejorar su imagen de él. Allí estaba pasando algo raro. Pero para su sorpresa, esta vez Xilon no cayó en su provocación.

   —Aun están a tiempo de hacer muchas cosa —respondió tranquilo, ignorando a Milán—. Por más que se haya adelantado a las predicciones de los meteorólogos, no creo que el huracán llegue en menos de doce horas. Hay tiempo suficiente para mandar mensajes a los vasallos de las diferentes aldeas y estos a su vez alerten a sus gentes. Será necesario también ubicar en albergues provisionales a todos los habitantes de las zonas costeras.

   >> Cuando los expertos de mi reino detectaron la tormenta hace unos días, esta tan solo era una tormenta tropical. Pero los meteorólogos me advirtieron que se convertiría en huracán y que el ojo pasaría por Jaen, aproximadamente en cinco días. Al parecer, ya alcanzó el status máximo y agarró más velocidad llegando antes de lo planeado.

   Todos estaban anonadados con la seguridad implícita en cada palabra de Xilon. Hasta Milán, incluso, lo miraba con algo de envidia mientras a Ezequiel le empezaba a alegrar la idea de entregarle a Kuno. Veía satisfecho que al igual que su hijo mayor, el heredero de Jaen también parecía muy preparado para asumir la responsabilidad de una corona. Sin embargo, Milán aun sentía una espinita en el pecho y quería sacársela a toda costa.

   —Vaya —anotó en un tono algo socarrón—. Veo que sabes mucho al respecto. Tal vez deberías cambiar la espada por una brújula.

   —Y tal vez tú deberías cambiar la espada por el arco —replicó Xilon—. A diferencia de ti, yo si me preocupo por conocer las debilidades de mi reino en vez de dedicarme a la cacería —concluyó dedicando una intencional mirada sobre Henry Vranjes. A este se le agolpó la sangre en las mejillas sintiéndose tremendamente incomodo y trató de salvar la situación participando de la conversación.

   —¿Y qué hay de los demás reinos, alteza? —preguntó, arrebolado aun—. ¿Qué podríamos hacer en Earth, por ejemplo?

   —Usted no debe preocuparse, majestad —le respondió el Janiano, guardando más cortesía esta vez—. El huracán solo alcanzará mi reino y el de Midas. Los tres restantes no se verán afectados. Puede estar tranquilo.

   Pero Henry estaba muy lejos de sentirse tranquilo. Y menos con la mirada de Xilon clavada tan impertinentemente sobre él. El heredero de Jaen se había percatado del brazalete que este llevaba en la muñeca y lo había reconocido en el acto. A diferencia del resto de los presentes, él sí sabía de qué iban esa clase de talismanes ya que eran hechos en su nación. Los Jaenianos además de expertos en huracanes, también lo eran en talismanes bioenergeticos.

   >>Ahora sí que Milán ha perdido por completo la razón por ese hombre>> pensaba Xilon con algo de vergüenza. En ese momento él era el menos indicado para evaluar la cordura de otros teniendo en cuenta la forma tan osada como estaba arriesgando el pescuezo. Cuando Vladimir le había quitado a Kuno de los brazos, la mirada que este le lanzó, le dijo que lo sabía todo. Tenía que andarse con mucho cuidado si quería conservar la vida o la libertad.

   —Bueno, ya hemos oído al experto. —Ezequiel volvió a hablar, sacando al resto de sus cavilaciones—. Envía varias palomas mensajeras a las fortificaciones más importantes del reino, y por supuesto, a los principales feudos —ordenó, mirando a su concejero—. Entre más rápido nos movamos, más vidas podremos salvar.

   —Sí, majestad. —El concejero se levantó con una reverencia, alejándose a toda prisa. Mientras tanto un relámpago iluminó la estancia, provocando que Henry se sobresaltara temeroso. Desde niño le temía a las tempestades. Realmente le temía a todo lo que no pudiera controlar. Pero le tenía especial temor a las tormentas; las tormentas eran la ira de las diosas, pensaba. Cada centella era una advertencia; cada trueno, un grito airado.

   En esas las puertas del reciento volvieron a abrirse. La figura de uno de los príncipes de Kazharia estaba en todo el umbral, pero nadie supo de cual gemelo se trataba hasta que él mismo se presentó.

   —Soy Paris —dijo el príncipe—. He venido a despedirme en nombre de mi nación y de mi hermano. Lamento que las diosas no nos hayan sonreído hoy.

   —No, muchacho. —Ezequiel se puso de pie ofreciéndole asiento. Estaba muy avergonzado por lo ocurrido y no encontraba como compensar a los Kazharinos. A Nalib le había resultado grosero y vulgar que le ofrecieran otro doncel para casarse y por eso se había ido a otra torre, ofendido. Paris, por su parte, no encontraba como mediar en la situación; su hermano podía parecer tonto pero cuando se resolvía a algo era terco como un mulo y estaba resuelto a irse esa misma noche.

   Así se lo hizo ver a Ezequiel, pero el rey de Midas comunicándole las nuevas sobre la tormenta lo convenció de aguardar en Palacio por seguridad. Un segundo relámpago cayó de nuevo sobre el palacio y Henry volvió a estremecerse. Esta vez, Paris, que se hallaba a su lado, lo tomó de las manos y le sonrió afectuoso. Milán, que contempló la escena muy de cerca, sintió que le hervía la sangre del disgusto. Tenía que darse prisa con su plan. En eso días no había logrado ni un solo acercamiento certero con Henry, y en cambio de eso, veía con espanto como un invitado intruso le tomaba la delantera. No lo permitiría.

   Por fin la noche terminó de caer, y todos los invitados se desplazaron a sus respectivas habitaciones. El cielo encapotado hacía que la noche luciera más oscura aquel día. Y por fin, los inmensos nubarrones habían empezado a soltar gruesas gotas de lluvia.

   Desde su habitación, viendo la lluvia a través de los visillos, Henry le oraba a Shion. Le pedía que aquel mensaje que le había entregado a Paris llegara pronto a manos de Vatir. Y que este le hiciera caso llamando a Divan.

   Divan sabría qué hacer. Divan siempre sabía qué hacer.

   En eso pensaba cuando un rayo cayó en el jardín fulminando un enorme y viejo árbol. El tesoro de Shion se estremeció en sus propios brazos y decidió bajar en busca de un doncel que le consiguiera una habitación más cerrada y alejada del jardín. Estaba muy asustado, y si continuaba viendo cómo caían aquellas centellas, iba a pasarse toda la noche en vela acurrucado cual gato asustado.

   Así, con sigilo, abandonó la recamara. Las bisagras rechinaron irritantes cuando la puerta se abrió y se cerró a sus espaldas. La oscuridad de los pasillos era más evidente debido a que los rayos de la luna eran censurados por las densas nubes que en esos momentos colgaban del firmamento. Caminó tanteando la pared, visualizando con sus palmas el camino. Al llegar a un recodo del pasillo, una mano cruzó las sombras para apresarlo con fuerza mientras otra llevaba un pañuelo a su rostro, empapado en una sustancia cuyo olor tan penetrante e hipnótico le encegueció la conciencia.

 

 

   Kuno le daba gracias al cielo que se desahogara por él. Se sentía el ser más odiado por Johary .Pero… ¿Por qué? No entendía la razón por la cual las diosas se habían ensañado tanto con él en los últimos días. Si su memoria no le fallaba, siempre  rezaban sus plegarias al dormir; la ofrenda semanal a Johary nunca faltaba en su templo, y respetaba el ayuno mensual aunque los suculentos manjares le hiciesen guiños desde el plato. Tampoco recordaba haber sido injusto con nadie. Por lo menos no a propósito.

   Abrió las puertas de su balcón y pensó que saldría volando al sentir la fuerza del viento. Volvió a cerrar los postigos tras de sí y recargó su delicada figura sobre el parapeto del balcón, dejando medio cuerpo fuera para observar mejor la silueta de la persona que, apostada bajo este, se empapaba por completo bajo la lluvia. El viento era tan fuerte que parecía abofetearlo y las gruesas gotas de lluvia que venían añadidas a él, comenzaron a empaparlo. Abrió los ojos como dos lunas llenas cuando la figura bajo el balcón volteó a mirarlo, percatándose de su presencia: Era Xilon Tylenus.

   El príncipe de midas detuvo su respiración; era increíble como aquel hombre aun a tantos metros de distancia tenia la fuerza suficiente para amedrentarle. No lo perdía de vista mientras retrocedía para volver a sus aposentos, pero Xilon adivinando sus intensiones desapareció de su vista. Por un momento, Kuno llegó a pensar que el jaeniano se había adentrado en la mansión central, pero luego, al ver la figura trepando por el árbol que comunicaba con su balcón, el mismo por el que había trepado Ariel cuando lo visitó, perdió todos los colores.

   —¡No! ¡No! —dijo para sí mismo intentando moverse. No entendía que ocurría, pero el pavor lo tenía tan paralizado que ningún musculo le respondía. Y continuó así hasta que Xilon estuvo en su balcón, frente a él. El viento agitaba las capas de ambos y la lluvia les mojaba la cara, como si lloraran, como si agonizaran de dolor mientras se miraban fijamente. Una centella volvió a caer cerca del jardín y sus siluetas deslumbraron radiantes.

   —Kuno… —Xilon había ensayado montones y montones de disculpas redactadas por Dereck, pero en ese momento no podía recordar ninguna. La razón era quizás, pensaba con horror, que no estaba arrepentido. Odiaba la forma en que habían sucedido las cosas, pero no se arrepentía de haber tenido a aquel chico en sus brazos. El cuerpo de Kuno Vilkas, recordaba, era como un campo de azucenas. Y ningún varón en su sano juicio se arrepentiría de caminar sobre un campo lleno de flores.

   No se lo pensó más y simplemente actuó. Cortando todo el camino que lo separaba del otro príncipe lo tomó del brazo y abriendo de nuevo los postigos de aquella recamara lo empujó adentro.

   —¿Estás loco? —le riñó una vez estuvieron dentro—. ¿Quieres pescar mal aire en los pulmones?

   Kuno aun no salía de su estupor. Xilon había quitado los edredones de la cama secándole el cabello mojado y él ni siquiera se movía. El miedo lo tenía acorralado como una bestia salvaje en medio del bosque. Mientras Xilon se alejaba un momento buscando quizás ropa limpia, el midiano comenzó a llorar con descontrol. Y solo en ese momento, el miedo pareció darle una pequeña tregua, dejándole hablar por fin.

   —¿A qué has venido, maldito infeliz? —preguntó, temblando como una hoja en medio de la tempestad—. No debiste volver jamás… No debiste.

   Xilon dejó lo que estaba haciendo y volvió a acercarse. La mirada de Kuno le advirtió hasta que punto podía hacerlo.

   —He venido a reparar mi error —respondió este—. Te lastime y quiero repararlo.

   —No hay nada que reparar. No se levanta algo que ha quedado en ruinas. —Kuno sollozó audiblemente. Sus lágrimas brillaban con cada relámpago. Por un momento solo se escuchaba el silbar del viento y el tronar de la tormenta. Xilon no hizo caso esta vez a la mirada de advertencia de Kuno y avanzó más.

   —¿Entonces, si hubo algo en tu corazón alguna vez? —replicó—. ¿Hubo fuego que se ha tornado en cenizas? Kuno —prosiguió, tuteándolo como nunca antes—, lo que te hice fue tan terrible que no podrá repararse con rodillas hincadas y hermosas palabras. Lo sé. Solo… Solo quiero pensar que es posible enmendarlo.

   —Pues… Yo pienso que no —replicó este. Pero algo en su voz le hacía sonar poco convencido. Xilon lo notó y terminado con aquella tensión se acercó por completo tomando al midiano entre sus brazos.

   —Déjame remediar esto —le pidió, casi con agonía—. Déjame descubrir qué es esto que arde en mi corazón cuando te miro.

   Aquellas palabras los sorprendieron a ambos. Xilon no podía concebir que de su boca salieran palabras cargadas de tanta pasión, y Kuno se sentía terrible al presentir que era envuelto de nuevo en la compleja telaraña de ese hombre.

   —¡Suéltame! ¡No me toque! —se zafó consternado. Ahora le tenía más miedo a sus propios sentimientos que a las acciones de Xilon. Los guardias apostados tras su puerta preguntaron, tras oír sus gritos, si todo estaba en orden. Pero Kuno les tranquilizó mientras miraba fijamente esos ojos azules que esa noche guardaban un fuego extraño—. No quiero estar cerca de ti, Xilon Tylenus… Ya no.

   —¿Y si hay un hijo mío creciendo en tu vientre? —preguntó Xilon mirando el bajo vientre del chico. Y este, apesadumbrado, llevó sus manos hasta él.

   —En ese caso será solo mío —respondió taciturno—. Será él lo único que nos una. Solo él.

   —Pues yo no estoy de acuerdo. —Xilon volvió a hacerse con el chico, y confrontándolo con su boca muy cerca de la otra, añadió—: Hay algo que me llevo preguntando desde la tarde en que te hice mío a la fuerza. Y creo que ya es hora de buscar la respuesta.

   Con un movimiento ágil, Xilon apresó los labios de Kuno y este se tensó de inmediato, pero no lo apartó. Kuno no participaba de aquella danza de alientos cálidos pero tampoco la evitaba. Xilon por su parte, atravesaba aquel refugio tan anhelado dejándole sentir el sabor de su saliva. Esta vez, sus caricias eran tiernas y apasionadas; eran las caricias de un príncipe y no las de un verdugo. Después de varios instantes el beso se rompió y el midiano se apartó un poco mirando al otro hombre a los ojos.

   —¿Cómo puedes besarme de esa forma después de lo que me hiciste? —le reclamó, sin apartarse de él—. ¿Cómo puedes? ¿No sientes vergüenza? ¿No sientes culpa?

   Xilon lo miró en silencio por varios minutos y luego de un suspiró respondió:

   —Lamento la forma pero no el hecho, Kuno. Siento haberte forzado, pero no el haberte tenido en mis brazos. Eso no la lamento y jamás lo haré.

   —Eres un miserable.

   —Es muy posible que estés en lo correcto —aceptó, volviendo a ceñir la cintura del doncel—. Pero soy un miserable que amas desde que eres un niño. ¿O vas a negarlo también? ¿Vas a mentirme como le mentiste hoy a tu padre? ¿Cómo le mentiste a tu familia? Pudiste decirles la verdad esta tarde; pudiste delatarme y pedir mi cabeza pero no lo hiciste. ¿Por qué? ¿Por qué crees que me protegiste?

   Las lágrimas de Kuno hablaron por él. Su cuerpo era más locuaz que sus labios a la hora de mostrar sus sentimientos. Sus manos apresaron con fuerza las solapas de la guerrera empapada de Xilon. Seguía amando a ese miserable con todas las fuerzas de su alma y no valía la pena negarlo. Su corazón volvía a caer a sus pies, volvía a soñar despierto, volvía a colocarse en bandeja de plata aunque corriera el riesgo de terminar más herido aun.

   Xilon lo volvió a besar, esta vez más demandante. Kuno respondió finalmente rindiéndose otra vez, cayendo en la telaraña. La lluvia se había vuelto más intensa, las centellas se oían más cercanas y el viento rugía como un animal herido. Pero para ellos nada existía fuera de aquella habitación; nada que no fuera la cálida lluvia de fuego que inundaba sus corazones.  

   Finalmente, Xilon se separó de la boca de Kuno. Un hilillo de saliva siguió conectando sus bocas por algunos instantes hasta que cayó sobre el mentón del midiano. Xilon lo retiró suavemente, mirándolo a los ojos.

   —Estamos hasta el cuello con esta mentira. Tú decides si nos ahogamos en ella o nos esforzamos por flotar —le dijo a modo de despedida—. Aunque yo por mi parte sigo pensando que esto no es del todo una mentira.

   Y de esta forma, salió de nuevo al balcón trepando al viejo árbol que le había servido de escalera. Kuno lo vio descender mientras cerraba los postigos, y luego, tirándose en la cama, comenzó a sollozar con tanta amargura que creyó que el corazón iba a estallarle en el pecho. Se daba asco a sí mismo. Su dignidad, su orgullo, todo; todo quedaba convertido en cenizas ante aquel hombre. No era justo… No era justo amar así.

 

 

   La cabellera de  plata se desparramaban sobre su pecho cosquilleando y levantando sus pezones; la cadera estrecha y casi infantil chocaba contra la suya en un vaivén lento y sedoso. La oscuridad reinaba en la habitación de Vladimir, pero cuando la luz de las  centellas entraban por los postigos abarcando todo el reciento, el príncipe veía claramente la figura sentada a horcajadas sobre sus piernas, y esos ojos rojos mirándolo desde arriba.

   Vladimir estiró una mano y palpó un muslo suave y terso; la cintura de aquel doncel era estrecha, y el resto de su cuerpo menudo; como el de un muchachito que recién ha abandonado la infancia. Entre la intermitente luz de las centellas lo veía sonreírle con lascivia sin frenar su rítmico galope; las manos traviesas y delicadas paseaban por su pecho y acariciaban sus labios que, ansiosos y golosos, atrapaban aquellos dedos mordisqueándolos con picardía.

   —¿Te gusta? —le preguntó el doncel, descendiendo hasta besar su boca, provocándolo al mismo tiempo con esos ojos escarlatas más propio de un demonio que de un ángel.

   —Me encanta —contestó Vladimir, sudoroso y extasiado de placer. Sus lenguas cual serpientes se enredaron, candentes, febriles—. Pero solo eres un niño.

   Una sonrisa picara, combinada con un poco de benevolencia adorno las facies del muchachito. Y Vladimir pudo verla con la caída de una nueva centella. Otras más como esa cayeron seguidas, y el midiano contempló al doncel acariciándose a sí mismo; tocando su abdomen, su pecho, sus pezones. Hasta que sus manos se enredaron en sus cabellos alzándolos sobre su cabeza como una lluvia de plata. Un espectáculo de inocencia y sensualidad tan magistral que tenía que ser pecado.

   Luego la oscuridad volvió. Pero entonces, las manos del chico volvieron a su pecho, limpiaron el sudor que lo perlaba y Vladimir sintió en medio de las tinieblas como arqueaba la espalda y un gemido, largo, profundo, como el final de una melodía se expandió por toda la habitación, cubriéndolo todo.

   —¿Un niño, eh? Pues mira nada más como te enciende este niño —dijo la voz sensual y agitada del doncel después que caer extenuado sobre su pecho. Algo viscoso y cálido empapaba su vientre y se escurría entre sus cuerpos.

   La liquida calidez en sus mantas sacó a el príncipe del mundo de los sueños, y entonces, casi entre lagrimas, despertó; comprobando que se encontraba solo en medio de su habitación, y que el doncel precioso que lo cabalgaba se había desvanecido en la nada.

   —¡Rayos! Ya estoy peor que Milán —dijo para sí, levantándose para arreglar el desastre que su libido desbocada en medio del sueño había causado.

   Había tenido un sueño muy inquieto a causa de la presencia de Xilon Tylenus dentro de palacio. Odiaba saber que ese hombre estaba tan cerca de Kuno después de lo que le había hecho, pero de momento tenía que esperar y vigilar. Si no se mantenía a raya dudaba poder controlarse y evitar una tragedia mayor.

   Una pequeña lamparita bioenergética sobre una mesa le iluminó el camino hacia un postigo, y de la misma mesa, Vladimir tomó el reloj de cristal que se le había caído a aquel chico que ahora invadía sus sueños.

   Cuando llegó a la ventana y la brisa de la tempestad le golpeó el pecho desnudo, se preguntó de nuevo por la identidad de aquel jovencito. El día después de su encuentro lo había buscado en palacio pero no había rastro de él. La guardia y los capataces le habían dicho con toda seguridad que no había ningún esclavo ni sirviente libre con esa descripción dentro del castillo. Desde aquel momento el príncipe no encontraba paz. No sabía qué hacer, pero tenía claro que pensaba seguir buscando a ese chico. Iba a dar con él aunque para eso tuviese que peinar por completo los cinco reinos.

 

 

 

   Después de un cálido y reconfortante baño, Benjamín fue llamado a las habitaciones de su marido. Imaginando la razón por la que era requerido, se colocó una modesta túnica gris ceñida a su esbelta figura; se trenzó el cabello y se enjuagó la boca con un agua mentolada que le refrescó el aliento. Cuando las puertas de la recamara se abrieron, el rey consorte se topó con la silueta de Ezequiel recostado a la ventana, mirando la lluvia y esperando por él.

   —¿Me mandaste a llamar? —le preguntó con aspereza—. Pues aquí me tienes.

   Ezequiel giró con sus manos unidas tras su espalda. La expresión de su rostro no mostraba ninguna sorpresa por el tono de su consorte. Era obvio que estaba acostumbrado de sobra a que le hablara así.

   —Sí, te he mandado a llamar —contestó dando unos pequeños pasos hacía él—. ¿Quiero saber qué opinas sobre el compromiso de Kuno con Xylon Tylenus?

   —¿Y qué importa lo que yo opine? —replicó Benjamín—. ¿Ya lo comprometiste, no? No te importó mi opinión en ese momento. ¿Por qué habría de importarte ahora?

   —¡Kuno se veía con ese hombre a mis espaldas! —Esta vez el tono de Ezequiel había sido menos amable. Miró a su esposo directo a los ojos y estudió su mirada con severo escrúpulo—. ¿También lo hacía a tus espaldas? —inquirió.

   —Sí. —Benjamín le respondió sin rastro de duda, y sin escapar de la mirada inquisidora de su esposo—. Yo tampoco sabía que Kuno se veía con ese hombre.

   —Bien. —Ezequiel se acercó por completo al doncel y colocándose a sus espaldas  comenzó a desatar los nudos de su túnica. Uno a uno los cordones fueron cediendo y a los pocos instantes los hombros de Benjamín habían quedado al descubierto—. Te creo —añadió el rey retirando la mata de cabellos verdes para depositar dos cálidos besos en la nuca del otro hombre. Ardiendo de deseo lo estrechó más entre sus brazos y en pocos movimientos terminó de desnudarlo por completo.

   Benjamín no llevaba más ropa debajo de aquella túnica y su piel fina y tersa parecía nácar debajo de las luces bioenergéticas de la recamara. Ezequiel la degustaba con infinito placer mientras se desnudaba por sí mismo; llevaban varias semanas sin hacer el amor y se sentía urgido. Aunque “hacer el amor” no fuese el termino correcto. Benjamín llevaba años sin “hacer el amor” con su marido y sabía que este nunca le había llevado a la cama por amor. Sin embargo, ambos disfrutaban el seguir acostándose juntos, sin romanticismos ni sentimientos de por medio.

    Al principio Benjamín se sentía muy culpable de disfrutar el retozar tan a gusto con su esposo. Ezequiel no le merecía; lo había engañado, lo había hecho sufrir, y había sido el culpable indirecto de la pérdida de su último embarazo. Pero luego de un tiempo su opinión cambio. Benjamín se dio cuenta que ese cosquilleo que le invadía las entrañas cada vez que era poseído ya no era producto del amor sino de un puro y básico instinto; uno tan elemental como comer o dormir. ¿Era que acaso los donceles solo podían disfrutar del placer de la carne cuando amaban de verdad? ¿Por qué los varones entonces, si tenían el derecho de vaciar sus vientres como se vaciaba una jarra de cerveza? No era justo, pensó un día. Y desde ese día dejo de sentir culpa, dejó de sentir escrúpulos… Desde ese día abrió las piernas de nuevo.

   —Desde antes de irnos a Kazharia estas extraño. Últimamente estás más sarcástico y venenoso que de costumbre. ¿Pasa algo especial que deba saber o solo necesitas que te recuerde cuáles son tus deberes para conmigo? —Ezequiel se terminó de desvestir y descorriendo el mosquitero se introdujo a gatas en la cama, donde ya lo esperaba Benjamín tendido entre las sábanas blancas.

   —El único deber que yo tengo para contigo, querido esposo, es abrirte las piernas —contestó este, sin poder ocultar un deje de desprecio—. El resto de mis deberes esta solo con mis hijos —aseveró.

   —Muy bien —replicó Ezequiel tumbándose sobre él. Con aspereza introdujo su mano debajo del cuerpo del doncel y palpó su miembro firme, ya dispuesto—. Empecemos entonces. Cumple con el único deber que tienes conmigo y abre esas piernas para mí.

   Benjamín lo complació sin resquemores. Lejos de cualquier rastro de indignación que Ezequiel hubiese podido esperar debido a la brusquedad de sus palabras, su marido solo esbozó una sonrisa abriendo sus piernas con docilidad: No había nada de resistencia en su postura, todo lo contrario, ansiedad por ser poseído era lo que parecía leerse en su rostro.

   En aquel momento Ezequiel se volvió a preguntar qué rayos pasaba por la mente de su consorte. Benjamín a veces era un total enigma; en algunos momentos daba a todas luces grandes muestras de ya no sentir nada por él, pero en otros, como en ese instante, se ofrecía sin el menor pudor. Tampoco se esforzaba mucho por aparentar frente a la corte, y sus roces públicos habían llegado hasta tal punto, que uno de sus concejeros reales le había preguntado por qué no solicitaba el divorcio.

   Pero Ezequiel no podía dejar a Benjamín, no después de aquello. Además, el papa de sus hijos podía ser un impertinente y un rencoroso, pero era un buen papá. No obstante, Ezequiel seguía pensando a ratos en que no debía tomárselo tan a la ligera. Benjamín podía parecer a ojos de todos un ser transparente y sincero, pero para él resultaba todo un misterio.

   —¿Te gusta, verdad? —le decía en ese momento mientras frotaba su sexo. El miembro de Benjamín reaccionaba rápidamente después de tantos días de abstinencia.

   —Bien sabes que si —contestó el doncel con la voz pastosa por el placer. Ladeó la cabeza y sus labios se encontraron con los que su marido le ofrecía, apremiante.

   Como un relámpago, igual al que iluminaba la estancia en ese momento, Benjamín recordó, sin dolor, los días en que aquella misma boca lo hacía sentirse en el cielo y creer que era el dueño del mundo. Ahora ya solo quedaba rencor del sabor de aquellos besos. Y estos, húmedos y amargos, lo único que lograban despertar en él, era simple deseo y lascivia.

   De improviso, Ezequiel volvió a la nuca de su amante; con tibios besos fue bajando por todo el camino de su columna mientras su diestra seguía apresando su sexo; cubriendo y descubriendo con sedosa calma. Benjamín jadeaba muy quedo, buscando con sus manos los pliegues de las sabanas que bajaban del dosel hasta la cabecera de la cama. Sentía su miembro erguido punzar entre la mano que lo apresaba.

   Buscando un poco de alivio separó su cuerpo de las sabanas, quedando en cuatro. Ezequiel no se quejó. Con esa nueva postura el redondeado y perfecto trasero de su conyugue quedo por completo frente a su cara, como un manjar que espera ser degustado. Con descaro empezó a mordisquearlo sutilmente. Benjamín apretaba sus ojos con la misma fuerza con que sus manos apresaban la tela del mosquitero al sentir que el primer orgasmo de la noche estaba cerca; su marido continuó frotando su miembro ayudado por los viscosos fluidos que de este emanaban. De repente, un estremecimiento sacudió al doncel, su cuerpo se tensó y la primera emanación brotó de su cuerpo, espesa, abundante, manchando las colchas.

   Agitado, Benjamín se estrelló contra la cama nuevamente. Ezequiel, quien empezaba a sentir que su propio miembro reclamaba atención, volteó a su esposo hasta tenerlo frente a frente; miró sus ojos vidriosos por el reciente placer y contempló gustoso su respiración jadeante. Entonces se inclinó un poco para volver a besar aquellos labios, pero Benjamín, frio e indiferente, ladeó el rostro para evitar el contacto.

   —No dañemos el momento con romanticismo barato ¿Quieres? —dijo mientras recuperaba el aliento.

   Ezequiel se lo quedó mirando por varios instantes. Su expresión era tan adusta y sombría que Benjamín llego a creer que se pondría de pie dejándolo solo en el lecho. Sin embargo, aquello no sucedió. El rey no cambió su expresión seria ni trató de besarlo de nuevo. Pero lo que sí hizo fue girar su cuerpo de tal forma que su cabeza quedó entre las piernas del doncel, y su entrepierna, con el sexo erguido y dispuesto, quedó frente a la cabeza de este.

   Benjamín sonrió. Tal vez no fuesen la pareja más ejemplar del reino como se suponía que lo fuesen; tal vez ambos ya supiesen que las promesas del altar no eran más que eso... Promesas. Pero seguían entendiéndose en medio de las sabanas, en la cama, en el lugar en donde sus antepasados solo se habían encontrado para engendrar los herederos. Y para ambos, aquello era suficiente. Y hasta más de lo que podían pedir después de tantos años.

   Los brazos de Ezequiel trastabillaron un poco al sentir la lengua de su marido enroscándose  y lamiendo su erección. Benjamín podía insultarlo con aquella boca pero si luego la usaba para hacerle eso que le estaba haciendo en ese momento, entonces podía perdonarlo; podía pasar por alto su impertinencia. Jadeó engullendo de nuevo el otro sexo. Si su esposo era bueno con la boca él tampoco se quedaba atrás; succionaba más presto que una esponja y había aprendido a descubrir con que intensidad debía felar aquel miembro para hacerlo estallar.

   Al instante, un gemido sonoro abandonó la boca de Benjamín. Este, preso del placer obsequiado por su marido, había dejado por un momento su labor para regodearse por completo en las caricias de las que era objeto. Sus manos soltaron el mosquitero para enterrarse ahora entre los muslos de Ezequiel mientras su boca volvía a su tarea. Ambos succionaban y lamían a la par, se brindaban y recibían placer con una sincronía tan perfecta como la maquinaria que hacia funcionar un molino.

   De repente, ambos gruñeron. El orgasmo volvía a cosquillear en el bajo vientre de los dos, vibrante y enérgico como una centella. Pero de nuevo fue solo Benjamín quien pudo correrse. Cuando Ezequiel había estado a punto de eyacular, su esposo había tomado su miembro apretándolo con fuerza para evitarle el alivio. Y este, aturdido y molesto, dejó escapar parte de la simiente que estaba bebiendo.

   —Quiero que te vengas dentro de mí —explicó el rey consorte viendo su cara de enfado. Con un movimiento ágil se colocó sobre Ezequiel, y con un pequeño giro quedó debajo de este, abriendo por completo las piernas para penetrarse el mismo.

   Ezequiel jadeó cuando ese agujero estrecho y caliente lo apresó. Sin embargo, dudó en continuar.

   —No estoy tomando ninguna precaución —informó, severo. Desde que se habían ido a Kazharia donde tuvieron una pequeña discusión que hizo a Benjamín negarle su cuerpo por varias semanas, Ezequiel había dejado de tomar esas raíces que le daban sus senescales para no engendrar hijos.

   —No te preocupes —replicó Benjamín. Su rostro sereno decía que él si se estaba cuidando.

   —Perfecto. —Entonces Ezequiel no lo dudó más y comenzó a embestirlo. Si Benjamín era el que no quería tener más hijos que se preocupara él. A él poco le importaba si le hacía otro hijo o no.

   De esta manera, las piernas de Benjamín se enroscaron en sus caderas y su uñas se clavaban en su espalda. Ezequiel le lamía el cuello y le decía obscenidades al oído mientras se hundía más y más dentro de él. Su culo estrecho le ceñía con calidez mientras ambos gemían como si estuviesen enfermos.

   —Si… así. —Benjamín gemía muy quedo al oído de su marido. La forma como este lo embestía le hacía estremecer de placer y clamar por más. Ezequiel, transido de lascivia izó una de las piernas del doncel sobre su hombro. El cambio en el ángulo de la penetración les trajo más fricción y más jadeos que se perdían entre los ruidos de las centellas.

   En esas, Benjamín abrió los ojos y buscó con estos la mirada de Ezequiel. Este sintió el peso de aquellos ojos y en seguida se volvió para mirarlos. Volvía a estar al borde del orgasmo…

   —¿Qué pasa? —preguntó corcoveando un poco más a prisa.

   Entonces la sonrisa de Benjamín, un poco siniestra y retorcida, se asomó entre sus labios.

   —No sé… por qué te asombra tanto… lo de Kuno y Xilon —respondió resoplando—, si tu bien sabes… que la debilidad por los Tylenus… le viene de herencia.

   Y así acabo todo. El rostro de Ezequiel palideció junto a una mueca de disgusto mientras salía a toda prisa del cuerpo de su consorte. Con aquellas últimas palabras de Benjamín, su libido se había ido a pique tan rápido como se había elevado. Y tomando una bata que se hallaba sobre una butaca abandonó la recamara por uno de sus pasadizos secretos.

   Benjamín se quedó exánime sobre el lecho, con los vestigios de su tercer y último orgasmo secándose sobre su piel. Posiblemente, su marido buscara consuelo en algún esclavo para no irse a dormir tan insatisfecho, o quizás, se aliviara él solo mientras lo maldecía mil veces. Daba igual, no le importaba; estaba demasiado feliz para pensar en ello. A pesar del huracán que se avecinaba los vientos parecían marchar a su favor, y por lo pronto, aquella noche, la balanza volvía a quedar de su lado.

 

 

 

   Milán observaba como el pecho de su amado subía y bajaba acompasado; moviéndose rítmico bajo la túnica de seda que, medio abierta, dejaba una parte de este al descubierto. Se sentía tan ansioso que sus dedos no sabían cómo desabrocharse los siete botones que cerraban su guerrera. Y su cuerpo se estremecía de deleite por lo que estaba a punto de pasar.

   Mientras tanto, dormido, tal como se encontraba desde hacía varios minutos, Henry se volteó de medio lado y la seda se deslizó sobre su piel dejando una pierna al descubierto. Milán terminó de desvestirse; se desamarró el cinto y la espada y completamente desnudo ingresó en el lecho.

   —Me vuelves loco. —Había tomado un mechón de los cabellos de Henry, admirándolos con pasión. Aquella melena azabache que parecía hecha con los retazos del infinito lo hechizaba por completo.

   Su tesoro en cambio parecía tener un sueño incomodo, incluso bajo los efectos de ese poderosos somnífero que le había dado. Lo había atrapado al verlo salir de su habitación, asustado como un gatito. Aquella pócima conseguida por Vladimir había sido muy efectiva: Henry había quedado dormido al instante, y él solo había tenido que llevarlo a sus habitaciones privadas. Sin embargo, no parecía tan dormido como esperaba que quedase. Su amado rey se revolvía incomodo entre las sabanas, como si alguna especie de pesadilla lo perturbase.

   Milán se deslizó por completo a su lado. Las tenues luces energéticas que danzaban por su habitación, totalmente cerrada para que las centellas no asustaran a su tesoro, iluminaban escasamente sus cuerpos. Pero a pesar de esto, el midiano podía ver bien aquel rostro tan perfecto que parecía modelado en porcelana. Los labios de cereza jugosos y húmedos parecían una fruta prohibida, y el cuerpo, a medias velado por aquella túnica, se intuía lo más perfecto que las diosas hubiesen creado.

   —Eres tan hermoso. —Con un destello de deseo en sus ojos, Milán alargó una mano tocando aquella boca. Sus dedos, trémulos y ansiosos llegaron hasta la cinta que coronaba la frente—. No es saguay —susurró, reconociendo la inscripción—. Es el lenguaje divino —descubrió leyendo el mensaje.

   “Tesoro de Shion, que nadie ose tocar”, supo que decía. Pero ni eso logró detenerlo. Totalmente resuelto a hacer lo que haría, el príncipe alargó uno de sus brazos, apresando con resolución algo que se hallaba justo al lado de Henry. Al volver su vista a él, Milán tenía entre sus manos una hermosa y perfumada rosa negra; la cual, sería aquella noche, su mejor aliada.

   Milán llevaba tres años en abstinencia. Desde que se había dado cuenta que lo que sentía por Henry Vranjes era algo más profundo que una simple apuesta con su ego o un mero, intenso, pero fugaz deseo, había tomado la decisión de que la próxima vez que sucumbiera ante el placer seria sobre el cuerpo del único y absoluto dueño de su corazón: su precioso tesoro. Por eso, en ese momento se sentía tan ansioso, sentía que ese momento había llegado en parte, pues, aunque no iba a tomarlo directamente, si haría que en ese otro cuerpo se volviese a despertar el deseo.

   —Que bello eres. —Milán comenzó a abrir del todo la túnica de Henry. Su diestra apartó las delicadas tiras que la anudaban a la cintura del doncel descubriendo sus hombros tersos, su grácil cuello—. Me fascinas —le susurró ronco de deseo cuando sus dedos descubrieron un pezón—. Conquistare tu amor. —El otro botón rosado se dejo ver—.Quiero hacerte mío.

   En ese momento el doncel suspiró, como si lo escuchara, soltando una leve exhalación. Milán sonrió.

   —Pero no, hasta que tú también lo desees —continuó, haciendo cosquillas sobre el terso abdomen del otro—.Y lo lograré —agregó, desatando ahora sus calzas. Lentamente las elásticas y largas piernas comenzaron a aparecer con un color como de caramelo bajo la luz tenue de las lámparas bioenergéticas—. Cueste lo que me cueste —completó Milán.

   Henry había quedado completamente desnudo.

   Entonces,  Milán besó la rosa y los oscuros pétalos impregnados con su aliento comenzaron a recorrer aquel cuerpo. Empezó por los pies, por los elegantes dedos y la sensible planta cuya estimulación produjo en Henry el acto reflejo de flexionar las piernas y sonreír entre sueños. Encantado por las primeras reacciones de su tesoro, el príncipe continuó por los tobillos, las pantorrillas, el hueco tras las rodillas, donde vaciló un poco antes de ascender sin más reparos hasta los muslos, el lugar en el que las caricias que hasta ese momento eran simples cosquillas se transformaron en algo más serio.

   Henry se estremeció levemente al sentir esa agradable invasión entres sus piernas. Y Milán, transido de gozo lo miraba atentamente, sin espabilar; capturando con sus ojos hasta la más leve expresión de ese rostro confundido ante las desconocidas sensaciones que empezaban a despertar sobre su piel.

   La rosa siguió su recorrido evitando a propósito el sexo expuesto pero aun exánime. Ya despertaría y se convertiría en el platillo principal de aquel festín. Pero por lo pronto, como quien deja el bocado favorito para el final, Milán le dejó en espera. Así, las caricias se desplazaron hasta el abdomen; los músculos finamente delineados se contraían al paso de los pétalos, mientras Henry reaccionando en medio de las brumas del sueño empezaba a jadear excitado. Hasta la herida del brazo, la herida que le había hecho el día de su captura, ya casi cicatrizada del todo, fue acariciada con inmensa ternura.

   En ese instante, una erección comenzó a aflorar en la entrepierna de Milán, siéndole imposible permanecer impávido ante semejante despliegue de sensualidad. Suspiro profundamente a sabiendas que aquello lo hacía para deleite de su tesoro y no del propio. Sin embargo, su dureza se empezó a tornar dolorosa, en especial, cuando al pasar la rosa sobre los pezones rosados y pequeños estos se irguieron al instante, firmes y tensos.

   El cuello de Henry se enarcó, los vellos de la nuca se erizaron con el roce de los pétalos sobre aquel lugar. Totalmente dormido solo podía estremecerse sin imaginarse a que podía deberse aquel súbito y prohibido placer. Finalmente, Milán encontró sus labios, húmedos y carnoso, gimiendo ligeramente, gemidos que se hicieron mucho más audibles cuando  las caricias se desplazaron a aquel punto que había quedado en espera. Henry comenzó a hervir de gozo por el masaje seductor, sedoso y delicado que los tersos pétalos imprimían sobre su sexo, el cual ahora, henchido y punzante, comenzó a levantarse entres sus piernas.

   Milán gozaba del espectáculo tanto como su tesoro de las caricias. Su respiración era tan errática como no lo eran los movimientos que delineaba su mano. El príncipe frotaba la rosa sobre el sexo como un pintor crea una obra de arte, con precisión y pasión. Henry comenzó a sudar a pesar de de la baja temperatura y Milán, complacido, apretaba los ojos convirtiéndosele en una tortura darle placer a su amado sin el alivio de su propia satisfacción. Las vibraciones que producían las centellas sobre los postigos cerrados eran idénticas al cuerpo del doncel, el cual, jadeante y perdido entre el sueño, arqueó el cuerpo después de varios minutos de caricias, y su sexo, dormido por largo tiempo, dejo escapar su semilla, cálida, abundante y espesa. Milán tomo un poco de aquella esencia y la puso a consideración de su paladar. Este al parecer, la encontró exquisita, a juzgar por la cara de fascinación que puso luego de degustarla.

   —Tan dulce como tu —dijo levantándose del lecho para buscar su propio consuelo a solas. Si se quedaba allí, junto a él, no sabía si iba a ser capaz de seguir controlándose como hasta ahora. Sin embargo, de momento estaba feliz. Estaba seguro que en su tesoro había más ardor y pasión de lo que este podía aceptar… Y acababa de comprobarlo.

 

 

   La lluvia cesó un poco con la llegada del amanecer. Afuera se escuchaban ligeros y tenues los cantos de los pájaros y el bullicio de la guardia y de los sirvientes. Los ventanales de la habitación de Milán habían sido abiertos, y por estos, se colaban tenues y pálidos, los rayos del anémico sol que se colgaba aquel día del cielo.

   Henry aun sobre la cama del príncipe, continuaba dormido. La luz de ese día era tan opaca que no había sido suficiente para despertarlo. De manera, que no fue hasta que los gentiles dedos de Milán acariciaron dulcemente su mejilla, que Henry por fin abrió los ojos.

   Lentamente fue esperando a que la imagen doble que se formaba ante sus ojos se fusionase del todo, para descubrir quien interrumpía sus sueños. Luego de unos instantes, vio como unos bellos ojos miel le miraban con afán, mientras el dueño de estos le sonreía con ternura.

   —¿Cómo amaneciste, tesoro?— Milán le miraba complacido recordando enfebrecido lo acontecido durante la noche.

   Henry se incorporó espantado al verse tan cerca de aquel hombre. Reparó en que este solo llevaba un jubón de lino blanco muy casual y unas calzas del mismo tono, ropa interior a todas luces. Entonces reparó en sí mismo, sin nada de ropa a excepción de su bata de seda a medio colocar. ¡Estaba desnudo! ¡Desnudo en la cama de ese hombre, y con ese hombre a su lado!

   —¡¿Por qué estoy desnudo?! ¡¿Qué me has hecho, depravado?! —se exaltó. Su primera reacción fue buscar la cinta de su frente, pero esta se hallaba perfectamente ajustada en su sitio. Henry suspiró aliviado mirando luego a Milán de forma asesina.

   —Digamos que ayer hable con tu cuerpo mientras tú conciencia dormía —le dijo este,   acercándose peligrosamente—, y me platicó cosas interesantes.

   —¡Eres un pervertido! —Henry estaba tan alterado que no se fijo en que estaba tuteando al otro hombre. Completamente fuera de sí, se abalanzó sobre él intentado abofetearlo. Pero Milán logró apresarlo rápidamente entre sus brazos antes que lograra su cometido.

   —Solo contigo —le recalcó mirándolo con intensidad.

   —¡¿Por qué me haces esto?! ¡¿Qué es lo que quieres de mí?! ¡¿Por qué te complaces en humillarme?!

   Milán lo enlazó más fuerte con sus brazos. La espalda de Henry quedó recargada sobre su pecho y sus manos sujetaban las muñecas del rey con medida fuerza. Prácticamente estaban tan enredados que no se sabía donde empezaba uno y terminaba el otro. Desde ciertos ángulos y ópticas parecían estar haciendo algo distinto a forcejar.

   —¿Crees que quiero humillarte?—Henry dejó de luchar cuando Milán empezó a usar su nariz para apartar los cabellos como el ébano, y con voz suave pero viril, hablarle muy quedo al oído. La velocidad con la que fluía su sangre era tal, que el príncipe podía sentir el desbocado ritmo de su corazón en el pulso de las muñecas que retenía entre sus manos—. Esto es si es humillante —continuó diciendo antes de tomar la diestra del doncel y llevarla hasta su cintura. Henry quedó suspendido en una interrogación hasta que sus yemas fueron reconociendo una amplia cicatriz que medía casi medio cinturón. Comprendió todo en un instante… Esa herida había matado a muchos hombres en el pasado. Esa herida había sido hecha por su espada.

   Entonces, ese hombre… Ya había intentado capturarle antes, concluyó. Había fallado en la primera oportunidad, pero no había muerto. De veras debía ser muy fuerte si había sobrevivido a su ataque más letal. Pero… ¿Por qué se había arriesgado de nuevo conociendo las posibles consecuencias? ¿Acaso ese hombre…?

   La voz de Milán interrumpió sus pensamientos.

   —Ser derrotado al primer golpe, es humillante. Nadar en tu propia sangre, es humillante. Viajar por meses en literas porque no puedes cabalgar, es humillante. —Le tomó de la nuca buscando su mirada—. Yo no tengo ganas de humillarte mi tesoro, yo lo que tengo es hambre de ti y lo que quiero es seducirte —remató con seriedad y con un brillo de insolencia en la mirada.

   Henry, pensativo por lo recién descubierto, le devolvió la mirada, azorado. Entonces, Milán no se detuvo más y nuevamente se hizo con aquella boca devorándola con avidez; aleccionándola para besar, como quien enseña a un niño pequeño sus primeras letras. La cascada negra, que eran los cabellos del doncel, los envolvió a ambos, y Milán puso en libertad sus manos para abrazarlo con más confianza. Henry no se defendió a pesar de verse libre. Cuando el midiano lo soltó, acechando peligrosamente con su diestra entre sus muslos, el rey abrió sus piernas, resignado a la invasión. Y por primera vez, con plena conciencia de lo que estaba sucediendo, respondió a aquel beso con la misma pasión con que eran obsequiados sus labios.

   Pero Milán cometió un error. Por culpa de sus ansias desaforadas trató de avanzar más a prisa y más lejos de lo que su tesoro estaba preparado para asimilar. Subió su mano cada vez más cerca del delicioso sexo, pero ello asusto a su amado. Henry respingó y recordó a toda prisa su promesa a Shion, su inquebrantable orgullo y su dignidad, apartándose de Milán con un movimiento brusco.

    —¿Seducir? —inquirió entonces alzando el mentón; buscando una pose orgullosa que le ayudara a tapar la conciencia de su desnudez y de su reciente debilidad—.No se puede seducir a quien no quiere ser seducido —agregó. Y tapándose con la fina bata de seda que volvió a anudar sobre su cuerpo, se puso de pie; saliendo del lecho con miras a la puerta. Antes de salir del todo, asomó medio cuerpo fuera de la recamara, asegurándose primero de que no hubiera gente importante por los corredores.

   —Tienes razón tesoro, toda la razón —dijo Milán para sí en el momento en que vio a Henry escabullirse tras la puerta que se cerró a su paso—; menos mal que ese no es nuestro caso —sonrió, tirándose sobre el lecho.

 

 

Continuará…

 


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