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El tesoro de Shion (El secreto de la amatista de plata) por sherry29

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Capítulo I

Henry Vranjes, el tesoro de Shion.

 

Earth era un planeta pequeño pero próspero. La mayoría de sus tierras eran terrenos deshabitados e inhóspitos, y solo en una pequeña porción se asentaban cinco grandes pueblos, representados cada uno por su respectivo reino. Cinco razas con especiales características, tradiciones, culturas y habilidades en magia bioenergética.

Earth, que tomaba el mismo nombre del planeta, era el reino más grande y esplendoroso. Los dominios  de aquella nación se extendían por la zona más septentrional del planeta, surcando grandes mesetas explanadas, pasando por profundos valles y empinadas montañas; hasta terminar cerca a una catarata enorme y densa, tras la cual, se alzaba un enorme templo de más de cinco siglos de antigüedad, erguido en honor a Shion, la diosa Earthiana.

Los Earthianos eran un pueblo muy piadoso y conservador. Guerreros por naturaleza, habían defendido sus predios durante muchísimo años y seguían teniendo el mejor ejército a pesar de que actualmente el planeta entero se hallara en paz. Tras la firma de una acuerdo real de no agresión entre los reinos conocido como “El gran pacto”, realizado cuatro siglos atrás, Earth había gozado de una aceptable paz. La economía de estas gentes se basaba básicamente en la agricultura y el comercio. No obstante se consideraban a sí mismos unos excelentes orfebres, especialmente en lo referente a joyas y armas. No tenían acceso al mar, esta se podía considerar una de sus más fuertes carencias. Sin embargo, las setenta y nueve aldeas que conformaban el reino encontraron en los ríos cercanos una excelente forma de suplir sus demandas hídricas.

Henry Vranjes se llamaba el rey de aquel reino. El monarca era de momento el más joven al trono de Earth, habiendo ocupado el mando con solo diecisiete años, motivo que no le restaba soberanía, pues pese a su corta edad llevaba ya tres gobernando con rigor.

El pueblo consideraba a Henry el soberano más místico y moralista que pudieran recordar. Bajo su mandato se había penalizado actividades como la prostitución, la esclavitud sexual, las orgias públicas y los espectáculos obscenos.  La gente recordaba cómo en una sola noche, el ejército había cerrado más de cien lupanares y encerrado a más de quinientas personas por distribuir material sexual grafico explicito. No obstante, y como una especie de extraña ironía, aquel monarca despertaba más de un deseo lascivo. Henry Vranjes era por mucho, el doncel más hermoso que se hubiese visto en toda Earth. Dueño de una misteriosa sensualidad y un porte enigmático, llevaba tras sus ojos negros como la noche, la vida de centenares de hombres que ciegos de amor y empujados por un extraño embrujo, habían decidido darle caza.

Henry no se podía casar. Una promesa de bautismo, una consagración de castidad perpetua con la diosa Shion se lo impedía. Era virgen y casto, y así debía morir. La cinta sobre su frente colocada desde su consagración lo decía, con aquel leguaje divino. La diosa había escrito: “Tesoro de Shion, que nadie ose tocar”, dándole a partir de entonces ese calificativo con el que sus compatriotas y extranjeros lo conocían: “El tesoro de Shion”.

Pero sus  pretendientes, como solía llamarlos, no parecían entenderlo. Aquello infelices sin temor a las diosas y sin temor a su espada, hacían más caso a la leyenda que se había forjado en torno suyo, que a la cordura. Enceguecidos de amor, obedecían a ojos cerrados aquella creencia popular  que auguraba que el hombre que le diera caza podría obtener su amor.

Henry se burlaba de aquella tontería popular y enfrentaba con carácter de hierro a todos esos desvergonzados que pretendían capturarle. Ya no recordaba a cuantos había detenido con su espada, pero lo que si recordaba, era la frase que solía dirigirles antes de dejarlos agonizantes sobre el suelo: “No es nada personal”.

 

 

 

Milán Vilkas, era el príncipe heredero de Midas, reino vecino de Earth. Había sido también uno de los pretendientes de Henry, uno de los infelices que había conocido el filo de aquella espada. Pero también había sido uno de los poquísimos afortunados que habían sobrevivido. Habían pasado justamente cinco años de aquello. Ni un día más ni un día menos habían transcurrido desde la fecha en la cual se aventuró a realizar su cacería. Con solo  veinte años en aquella ocasión, la inexperiencia y la inmadurez de carácter jugaron en su contra y lo dejaron al filo del abismo: un precipicio oscuro, del cual solo se salvó gracias a su cuerpo robusto y fuerte; y a su voluntad obstinada, absolutamente reacia a darse por vencida hasta poseer lo que su corazón no se resignaría a perder jamás.

Ahora, oculto en el mismo lugar de hacía cinco años: un pequeño despeñadero desde el cual se observaba la plenitud de la planicie, Milán recobraba la esperanza en su espíritu voluntarioso, soñando despierto, rogándole al destino para que esta vez contrario a su primera oportunidad fuera amable con él y su objetivo.

No podía cometer los mismos errores pasados o jamás capturaría a su tesoro como le gustaba llamarlo. Henry era ágil como un gato y tenía una precisión de barbero con aquella espada. Cinco años atrás él lo había comprobado con su propio pellejo, y el recuerdo de ello marcaba su piel en forma de una inmensa cicatriz que le recorría todo el flanco derecho. Aun podía recordar con total nitidez la fuerza de aquellos ojos cuando lo miraron desde arriba diciéndole aquellas fugaces palabras: “No es nada personal”.

Pero Milán iba a intentar aquella locura de nuevo. Y por eso estaba allí, rodeado de sus hombres que le mantendrían el camino despejado de intrusos. Vladimir, su hermano por adopción, también lo acompañaba muy cerca. Era ahora o nunca, le había dicho antes de salir del castillo. Era Henry o la muerte; pues si algo tenía claro era que si fallaba por segunda ocasión… no iba a salir vivo.

 

 

 

Después de la reunión con sus concejeros, y de haber concedido el perdón real a un par de presos políticos, Henry partió con rumbo al templo de Shion. Su guardia y el pueblo entero no podían entender cómo era posible que su rey siempre se arriesgara a salir solo de su castillo para ir cada mes a orar en aquel recinto. Pero Henry no daba muchas explicaciones al respecto. Reservado como siempre, solía comentar que aquel templo era un lugar demasiado sagrado al cual prefería acudir con la mayor sencillez posible. Nadie le replicaba, pero sin duda esa oportunidad mensual había sido aprovechada totalmente por los pretendientes que como zorros, utilizaban las mejores artimañas de espionaje para hacerse con la ruta que el monarca usaba para llegar al templo. No les había servido de mucho. Henry los había vencido a uno tras uno. A sabiendas que esos hombres no querían matarle ni herirle, no temía por su vida; iba con cierta ventaja en aquellos lances de los cuales, hasta el momento, había salido siempre victorioso.

Aquella mañana sin embargo, Henry sintió miedo por primera vez. Tenía una extraña sensación en el pecho, algo que los supersticiosos llamaban presentimiento. Era como un remolino en su estomago, una inquietud, una turbación.

Vatir, el más cercano de sus concejeros, y su mano derecha, se dio cuenta de aquello. Y poniendo las riendas del corcel favorito de su rey, “Lucero negro”, en manos de su señor, se atrevió a preguntarle sobre su ánimo taciturno.

—¿Le sucede algo, mi señor? —susurró, pasivo—. Lo noto algo aprehensivo.

Henry lo miró secamente, como era típico en él. Y luego, volviendo la vista hacia su montura, negó con la cabeza.

—No sucede nada. Volveré antes de caer la tarde.

Y diciendo esto partió. El camino no era muy largo, pero a causa de esos molestos acosadores siempre se veía en aprietos con el tiempo. Gracias a las diosas aquellos hombres lo atacaban en solitario; nunca usaban escoltas o esclavos para ayudarse. Al parecer la leyenda que le habían forjado decía que el que lo capturase debía hacerlo solo o de lo contrario solo encontraría odio en lugar de amor. Por fortuna la tradición oral era bastante imaginativa a la hora de agregarle anexos a esos mitos populares, pensaba, aunque quizá el enfrentarse a varios al mismo tiempo hubiese resultado divertido. También se sentía preparado para eso, reflexionó finalmente con una sonrisa. Y acto seguido, apresuró la marcha.

 

 

 

Desde su escondite, con el sol de mediodía en lo alto, Milán alzó la vista dando con su diestra una orden a sus hombres. A lo lejos podía divisar que poco a poco la imagen de su tesoro se hacía cada vez más nítida, lo cual significaba que se acercaba a ellos a gran velocidad. Venia tal como lo había imaginado, en el lomo de lucero negro. A pesar de la distancia, la rapidez con que galopaba le indicaba que esperaba un ataque en cualquier momento.

Sonrió. No se esperaba menos de la astucia de su tesoro. Sin embargo, su querido amor se equivocaba. De momento él no pensaba acercarse. La mayoría de los pretendientes atacaban durante el viaje de ida, él entonces, atacaría en el de regreso.

Vladimir, lo presintió, y colocándose a sus espaldas le indagó.

—¿Lo capturaras al regreso, verdad?

Milán asintió sonriente. Que su hermano hiciese aquella pregunta como si la captura fuese un hecho verídico, le acrecentaba los ánimos. De todas formas no se podía confiar, su tesoro era demasiado listo.

—En el viaje de venida vendrá más confiado o eso espero —dijo—. De todas formas no pienso confiarme. Henry es demasiado hábil… no parece un ser humano.

En aquel momento, abajo; en la planicie Earthiana, Henry sintió un escalofrió correrle por toda la espina dorsal. Aminoró el paso súbitamente, justo en el sitio donde sus cazadores se encontraban. Luego, lentamente, alzó la mirada e inspeccionó rápidamente todo el lugar; fotografiando con sus ojos las colinas que lo rodeaban y el abierto cielo que lo cubría. Pero no pudo divisar nada sospechoso; nada más que el bosque inmenso parecía rodéale. Así que sin más dilación reanudó su marcha.

—¡Por las diosas! —exclamó Milán al verle partir—. Por un momento habría jurado que nos vio —comentó resoplando.

Vladimir, que también se había quedado frio, asintió. Su hermano tenía razón… ese hombre no parecía humano.

 

 

 

El templo erigido en honor a Shion era uno de los más antiguos de Earth. Databa de aproximadamente dos siglos antes de “El gran pacto”, según los eruditos. Y establecía casi que un límite fronterizo no natural con Midas. Había sido construido por el rey Fabricio I durante las guerras de unificación del reino, y según los anales de historia, fue profanado con una cruda masacre dentro de sus muros; razón por la cual tuvo que ser purificado durante nueve años. Era de esta forma una edificación magnifica labrada en fina piedra caliza. La entrada poseía una inmensa puerta de puro roble, tallada con objetos representativos de la deidad. Lunas y estrellas se dibujaban sobre la madera para que todo aquel que lo observara supiera que  Shion era no solo la diosa suprema de Earth, sino que además, era la emperatriz de la noche.  Los earthianos la adoraban como la dueña del firmamento oscuro; era ella la dueña del ocaso y la niebla, a ella habían consagrado el mundo nocturno, sus aves, la música, la danza, la poesía y el sueño.

Y justamente el sonido abrumador de las cataratas que ocultaban en parte aquel santuario, como una dulce melodía, recibió al último ser humano consagrado a Shion: Henry Vranjes.

El tesoro de Shion bajó de su cabalgadura ensordecido por las dos enormes caídas de agua que tenía a cada lado. La bruma que ascendía como si fueran nubes, hacía que el viento se sintiera más frio de lo que realmente estaba. Y el agua caía tan cerca que le salpicaba mientras recorría el estrecho camino que conducía al templo; flanqueado de lado y lado por el enorme abismo donde morían aquellos saltos.

Avanzaba despacio. La capa larga y negra que le cubría llegaba hasta la altura de sus botas altas; la guerrera y el pantalón también negros estaban delicadamente ceñidos a su figura esbelta y armoniosa. Era más alto que el promedio general de los donceles y su cuerpo era también un poco más robusto, aunque no por ello menos grácil. Cuando finalmente llegó hasta las puertas del templo, Henry se bajó el capuchón que cubría su cabeza, y la cascada de cabellos negros y lacios hasta la cintura se meció libre, brillante y sedosa. La cinta en su frente también brilló como polvo dorado; la inscripción grabada sobre ella resplandeció luminosa. Y el rey, reconociendo en ello una señal divina, se hincó sobre una rodilla recitando una especie de códice que le permitía el ingreso a aquel lugar.

—Diosa mía, Shion; suprema deidad del cielo. Tu humilde esclavo Henry viene a honrarte, a pesar de ser tan indigno de ti.

Esperó unos segundos luego de saludar. Como solía suceder siempre, Shion no respondía de inmediato. Era una diosa, podía hacerse esperar, suponía Henry. Pasados unos dos minutos por fin, lentamente, las puertas comenzaron a abrirse. Un pequeño rechinar en la madera se lo hizo saber, puesto que nunca alzaba el rostro antes de ser completamente bienvenido. Henry se incorporó entonces y empezó a avanzar. Llevaba muchos años visitando mensualmente aquel lugar, y nunca dejaba de sentirse admirado por lo que guardaban aquellos muros…

Si por fuera la construcción ya era para deslumbrar hasta al más exigente arquitecto, no era más que una burla comparada con los que se encontraba dentro. Las paredes de aquel templo parecían de plata a pesar de ser de piedra; brillaban de una forma increíble, irreal y mágica. El destello era tal que resultaba casi hiriente a la vista. Constaba de una inmensa nave flanqueada por filas de arcadas muy altas sobre las cuales se hallaban rosetones de magnifica filigrana pétrea a modo de óculos, los cuales estaban cubiertos con vidrieras de colores oscuros y figuras de las diosas.

Siguiendo la marcha, Henry llegó hasta el crucero del templo. El ábside, en todo el frente suyo, poseía a pocos metros de la bóveda el vitral más ilustre: era la imagen de Shion, magnifica soberbia, sentada en un trono. Miró hacia la derecha donde bajo otra bóveda lateral y agolpada en una esquina, se encontraba la pila bautismal donde lo habían bautizado y consagrado. En ella, aun se conservaba intacta y pura, el agua que se había usado veinte años atrás para aquel ritual.

Su rostro apesadumbró ligeramente la expresión al recordar aquellas épocas. No le gustaba rememorar mucho el pasado, ni el recuerdo de sus padres muertos. Volvió entonces la vista al frente, recobrando el aplomo. Y fue entonces cuando la miró de nuevo…

Debajo del vitral de Shion, en todo el centro del altar, sobre un atril de platino y recubierta por una especie de caparazón de cristal, se encontraba una pequeña joya engarzada en plata; una amatista para ser más precisos. Un tesoro divino, poderoso y mortal.

Henry se estremeció al volver a verla. Siempre se estremecía al verla. Aquel objeto no le gustaba; le parecía sacrílego y vil… maldito. Por eso mismo se encargaba de cuidarlo y custodiarlo con celo. Esa extraña piedra poseía el poder de cumplir deseos de todo tipo. Incluso deseos impuros, egoístas y malsanos. “La amatista de plata” se llamaba aquella joya. Había pertenecido a la familia real durante varias generaciones y ninguna había acabado bien. Sus padres eran un ejemplo… las ultimas victimas.

Con un suspiro el rey pensó en que gracias a las diosas habían sido muy pocos los humanos que habían conocido el poder de aquella piedra. Y de momento, según sus datos, solo dos personas vivas sabían de su existencia: El y Divan Kundera, su antiguo mentor.  Henry sonrió al recordarlo. Llevaba tres años sin verle, pero sabía que se hallaba en una aldea de Dirgania, el reino más lejano a Earth. En eso pensaba cuando de repente, un sonido lo alertó. Parecía primero como una melodía suave y ligera que brotaba de todas partes; hasta que poco a poco se convirtió en una voz suave, imposible incluso para el doncel más delicado. Era la voz de una mujer.

—Tesoro de Shion ¿Mantienes tu promesa? –dijo aquella voz.

Henry cayó de inmediato de rodillas. Con un movimiento rápido, apartó sus cabellos dejando totalmente descubierta la cinta y la inscripción de su frente. El hecho que ese símbolo permaneciera fijo en su posición significaba obediencia a sus votos. No era una prenda que pudiera quitarse y ponerse a voluntad. Por alguna especie de poder divino estaba hecha para caerse solamente el día que su dueño traicionara su promesa y yaciera carnalmente con alguien.

La diosa pareció mostrarse complacida, y algo como un pequeño aleteo hizo eco en el templo. De inmediato, Henry se volvió a inclinar con devoción.

—Mantengo mi pureza, señora mía. Y será así hasta mi muerte —contestó.

Esperó entonces por algún halago verbal como retribución. Sin embargo, lo que llegó fue una pregunta que jamás se le había antojado necesaria.

—Henry Vranjes —volvió a hablar la diosa, esta vez con algo de parquedad—. ¿Sabes por qué has sido consagrado a mí con un voto tan difícil de sobrellevar?

El aludido se sobresaltó. Y como respuesta, solo pudo negar lentamente con la cabeza.  

Durante años, mucho se había especulado en el reino de los Erthianos sobre las razones que pudieron llevar a Shion a pedirles semejante sacrificio a los reyes anteriores, pero solos pocos sabía bien la razón. O por lo menos creían saberla: Durante la época del séptimo año de matrimonio de Sebastián y Aarón Vranjes, el primero ya no pudo soportar los rumores del pueblo sobre su infertilidad, sobre su vientre seco que llevaría el reino a la ruina. De esta forma desobedeciendo las leyes divinas que prohibían el uso de  la amatista de plata, los padres de Henry la usaron para concebir a su heredero. Diez años después ambos reyes murieron consumidos por la maldición de aquella piedra y Henry tuvo que ser consagrado a la diosa con un voto de castidad perpetuo. “Su hijo debe ser casto hasta la muerte”, habían sido las palabras exactas de Shion el día del bautismo del pequeño príncipe. Por tanto, hasta el momento, Henry pensaba que su consagración era una especie de castigo divino, un capricho de Shion como retaliación a la desobediencia de sus padres. Que ahora hubiese un motivo mucho más misterioso que aquel, se le antojaba horrible.

En eso pensaba cuando la diosa volvió a producir aquel ruido extraño, como si hubiese muchas mariposas revoloteando. Lentamente la voz femenina volvió a tomar la palabra, dejándose oír por todo el recinto.

—Henry Vranjes… tú no debías nacer —sentenció—. Eres una aberración y por eso no puedes tener descendencia. Ese es el motivo de tu consagración.

Al escuchar aquella revelación la sangre de Henry se heló en sus venas; como si los vientos de Dirgania, el reino más frio, hubiesen llegado de repente hasta él. Su turbación fue tanta que no pudo evitar, desafiantemente consideró, alzar el rostro en señal de desconcierto.

Shion volvió a hablar…

—El terrible pecado de tus padres no es el motivo de tu penitencia. El motivo es tu sola presencia. Eres criatura, una alteración del destino.

—¡¿En ese caso por qué sigo con vida?! ¡¿Por qué no tomaste mi vida al nacer mi señora?! —Henry palideció al escuchar el tono recriminatorio que estaba empleando para dirigirse a Shion. Enseguida, como señal de sumisión, se hincó de nuevo. Shion pareció darse cuenta y una luz cálida fue brotando desde su vitral.

—Tesoro, mi tesoro. Eres el resultado de un deseo de la amatista de plata. Tu nacimiento alteró el destino. Ni siquiera yo como diosa puedo remediar eso. Ya no hay solución a ello, ni siquiera con tu muerte. Por eso solo puedo contrarrestar un poco el efecto evitando que el universo se altere más con tu descendencia. Todo debe terminar contigo.

Terminar con él, pensó Henry, anonadado aun. Era mucho mejor pensar que su promesa se debía al capricho de una diosa y no la necesidad de restaurar alguna suerte de orden universal. Pero lo peor de todo era saber que durante años Shion le había ocultado algo tan importante. El que se había desvivido por obedecerla y servirle, ahora se sentía usado como marioneta y burlado como un niño.

Odiaba la extraña indignación y coraje que le había producido esa revelación. Le hacía sentirse impío y blasfemo, pero no podía evitarlo. Se sentía traicionado, engañado por años… y sentía por tanto que algo en su fanática devoción, se había quebrado para siempre.

 

 

 

El reino de Jaen estaba ubicado en la zona costera más grande de Earth. Poseía dos océanos: El principal y más grande, bañaba más de cincuenta aldeas y pequeños islotes completamente deshabitados. El segundo, se explayaba mucho más al norte, hasta desembocar finalmente en los inmensos glaciares díganos. El océano principal, también conocido como Mar Jaeniano, tenía un gran archipiélago donde Falah, la isla más al sur, entraba por mucho en aguas territoriales midianas. Este pequeño detalle geográfico había ocasionado roces pasados y presentes entre ambos reinos. No obstante, de momento, los convenios entre ambas naciones establecían que la isla toda era propiedad de los Jaenianos.

La pesca había convertido a aquel reino en un emporio náutico y marino. Ningún otro reino había impulsado tanto la exploración de los mares, ni tenía tantos temerarios aventureros que lograran hacer historia, como los tenía Jaen.  El clima, cálido gran parte del año, también los hacía un poco más relajados y joviales. A diferencia de  Earth, el reino gozaba de un gigante y conocido turismo sexual; los puertos, como era bien sabido, se habían convertido desde hacía muchos años en callejuelas de prostitutos que comerciaban con sus cuerpos como quien vendía pescado. Y Ditzha, su divinidad, no parecía reprender su disipada conducta, pues milagrosamente la peste midiana que se pegaba por el sexo y enloquecía a la gente, aun no llegaba hasta ellos.

Pero no todo era vicio y alegría en Jaen, especialmente en la corte. El rey actual, Jamil Tylenus, era considerado por sus detractores y cierta parte letrada del pueblo, un rey títere. Había enviudado quince años atrás y a partir de ese momento se había vuelto un hombre sombrío y solitario. No se había vuelto a desposar luego de la muerte de su primer y único consorte, y asistía a muy pocos concejos reales, en los cuales, siempre parecía ausente y cansado; como si el futuro de su pueblo fuese algo por lo que ya no sentía ni la más remota inquietud.

Tenía dos hijos, Xilon Tylenus, el mayor, heredero y varón, quien había asumido casi que por completo el poder, y era considerado casi un rey anticipado. Y Ariel Tylenus, un doncel de catorce años, de carácter huraño y tosco; un jovencito bastante antipático que era visto con desprecio por la mayor parte del pueblo y la corte.

El palacio de Jaen, a su vez, estaba ubicado en todo lo alto de un gran acantilado; sus dos torres principales tenían miras al mar, como también la tenían la capilla central, algunas galerías, las bibliotecas de los alquimistas y las habitaciones del menor de los príncipes.

Ariel estaba aquella mañana sentado en la amplia terraza de su recamara. No había querido bajar hasta la exedra donde generalmente tomaba sus lecciones de historia y había preferido recibir a su tutor directamente en sus habitaciones. La razón de este nuevo capricho del jovencito se desconocía, pero lo cierto era, que aquél día, no había aceptado salir en lo absoluto de sus aposentos. Era por eso que en esos momentos, su tutor, un doncel  flacucho y pálido, estaba frente a él, peleando con la brisa del mar que ondeaba violentamente sus largos cabellos cobrizos mientras un  compendio sobre historia antigua reposaba en sus manos, permitiéndole seguir atentamente el discurso de su pupilo.

—Fueron cuatro guerras las que se libraron antes de El gran pacto —decía Ariel con total seguridad, mirándole altivo—. La mayor de todas, la del mil días; siete siglos antes de El gran pacto, dividió al reino en Alto y Bajo Jaen. División que perduró durante cuatrocientos años, hasta que el matrimonio de los duques Jairo de Magallanes y El gran Felipe II, unificó de nuevo el reino —completó cruzando una de sus piernas con sensual gracia.

Su tutor aprobó con un asentimiento de cabeza.

—Tan aplomado con siempre, alteza —le felicitó, sin perder la acritud de su rostro—. Es increíble cómo puede memorizar lecciones tan largas en pocas horas.

— Es porque encuentro altamente placentero amenizar mis mañanas con la lectura de tan magnificas obras —mintió el príncipe con descarada tranquilidad. Realmente odiaba la lección de historia y más a quien la impartía. Por eso era tan bueno. No dejaría que ese infeliz instructor tuviese el placer de humillarle.

El otro doncel sonrió. Sabía que su alumno le detestaba tanto como él también le odiaba. No soportaba a ese niño odioso y soberbio, quien para su desgracia, era tremendamente inteligente y aplicado. No había forma de hacerle errar en ninguna pregunta; cosa que a la larga no iba a resultar muy importante, excepto por el placer de fastidiarle un poco. Lástima que ese día tampoco lo había conseguido.

De esta forma el maestro cerró el libro dando por terminada la lección. Finalizada aquella tortura, Ariel suspiró. Qué diferencia había entre esa apestosa cátedra comparada con sus lecciones sobre bioenergética curativa. Aquellas clases sí que le gustaban sobre manera. Su mentor en esa área también le agradaba bastante; tanto, que no había alejado el trato íntimo que le dispensaba a pesar de los maliciosos comentarios que aquella amistad despertaba entre los miembros de la corte.

Pensaba justo en eso cuando dos miembros de la guardia solicitaron permiso en la entrada. Al oírlos, Ariel se levantó rápido de la silla donde se encontraba sentado, y de prisa entró en la recamara. A los pocos minutos, tal como lo presentía, Xilon apareció frente a él. Su hermano vestía el uniforme militar del líder del ejército como le gustaba considerarse. La guerrera de cuello alto le cubría casi hasta el mentón; las mangas y los cortes eran espantosamente rectos, resaltando la corpulencia de su torso. Era alto y de cabellos castaños; algo ondulados en la parte de atrás, hasta la altura de la nuca. No usaba barba, pero sus facciones eran toscas y muy masculinas; de rasgos muy poco nobles, a excepción de su nariz aguileña y fina, y unos preciosos ojos azules.

El recién llegado hizo un carraspeo con su garganta antes de hablar. Ariel lo miró fijamente.

—Me dijeron que querías verme —susurró dulcemente, con un tono que sus más íntimos solo le escuchaban usar con su hermano—. ¿Te sucedió algo? ¿Por qué tomaste hoy tu lección dentro de tus aposentos?

Ariel tomó aire profundamente. Desde que había decidido hacer aquello se había hecho a la idea de que sería difícil, aunque jamás se imaginó que tanto. Miró hacía ambos lados, dirigiendo miradas incomodas sobre los guardias apostados en la puerta y los sirvientes regados en la habitación.

—Quiero hablarte a solas —pidió—. Debo comunicarte algo urgente.

Xilon lo miró atento. Algo en el gesto de su hermano le hizo ver que aquel requerimiento era grave. Por lo tanto accedió a su demanda.  Se volvió hacia los sirvientes y la guardia, y con un gesto de su mano, ordenó la retirada del personal.

Una vez a solas tomó de nuevo la palabra…

—Muy bien, ya estamos a solas. Soy todo oído.

Ariel dio un rodeo antes de sentarse sobre el mullido colchón de lana. Incomodo, mecía los  pies que no alcanzaban a tocar el tapizado. Sus zapatillas con brocados de oro hacían juego con los grabados en bronce que decoraban su cama. No sabía cómo empezar a decir aquello.

… Xilon pareció desesperase, y en un ataque de ansiedad, comenzó a zapatear impaciente.

—Ariel, estoy esperando.

—Hermano yo… —El muchacho agachó la cabeza, totalmente sonrojado—. Yo… yo no puedo aceptar el compromiso que estas procurando para mí… Yo no puedo comprometerme con ese duque porque yo… Yo he sido deshonrado.

Por unos instantes Xilon no dijo nada, ni hizo nada. Su mente pareció haber quedado congelada de la impresión.

Ariel levantó el rostro rápidamente al verle así. Odiaba poner a su hermano tan querido en aquella situación, pero no había encontrado más remedio que tejer aquella mentira.

—¿Qué has dicho? —Xilon avanzó unos pasos para sostenerse del baldaquino. Con un movimiento brusco tomó el mentón de su hermano confrontándolo con seriedad—. ¿Acaso…?

—¡No! —Ariel negó rápidamente la idea que sabía, había cruzado por la mente de su hermano—. No fue él —aseguró volviendo a bajar la cabeza—. Fue Milán… Milán Vilkas.

—¿Milán Vilkas? —Los ojos de Xilon se abrieron tan grandes como eran, y tan furiosos como un mar en tormenta. De un movimiento levantó a su hermano sosteniéndolo por un brazo—. ¿Milán Vilkas? —preguntó de nuevo con la mandíbula apretada de la rabia—. ¡¿Cómo?! ¡¿Cuando?!

Ariel empezó a llorar sintiendo la sangre correrle muy rápido por el cuerpo. Temía que aquella mentira se le fuese demasiado de las manos. Aunque, por supuesto, tenía un buen discurso de ante mano preparado.

—Fue el día del baile que se celebró en Midas hace un mes —respondió temblando todo entero—. El baile al que no pudiste asistir.

—¿Hace un mes? —Xilon lo soltó horrorizado—. ¡¿Hace un mes y no me habías dicho nada?! ¡¿Qué tal qué…?! —Su mirada se extravió en el bajo vientre de su hermano. Este se volvió a poner colorado como un salmón.

—No estoy embarazado si es lo que crees —aseguró, ardiendo de vergüenza—. No he tenido ningún síntoma… y mis ojos… pues, mis ojos no han cambiado de color.

Xilon lo comprobó mirándolos fijamente. Era cierto. Sus ojos seguían iguales; cosa contraria en los donceles gestantes cuyos ojos bajaban drásticamente el tono del iris. Los facultativos aun no le encontraban explicación a este particular de los donceles, aunque había teorías entre los galenos  que la sustentaban en la recesión de energía que producía la gravidez.

—Voy a matar a Milán Vilkas —dijo entonces llevando una mano a su espada.

Ariel saltó horrorizado.

—¡No! Xilon, no le hagas daño a Milán. ¡Yo lo amo!

— ¿Pero… qué dices? ¡Ese malnacido te ha insultado!

—Pero bien sabes que yo no soy tan inocente ¡Lo he buscado siempre! ¡Me he insinuado a él!

— ¡Eso no lo excusa de poner sus manos sobre ti…! ¡Y a ti tampoco te excusa de tu comportamiento! —Xilon dio un puñetazo sobre la cama crispando a su hermano—. Todo esto es mi culpa —añadió con un suspiro—. Desde que supe que te habías prendado de ese hombre debí ponerle remedio a esta situación. ¡Debí evitar que te pusieras en vergüenza a ti mismo y a todo el reino contigo!

Al escuchar aquello, Ariel volvió a bajar la mirada, avergonzado.

—Amo a Milán, hermano mío —sollozó de nuevo—. Por eso accedí a sus antojos… lo siento.

—¡Milán es un desgraciado! ¡Se aprovechó de tus sentimientos para arrastrarte a sus bajas pasiones! ¡Se burlo de ti! ¡Ese hombre no te ama, Ariel!

Ese último comentario sí que le dolió. Sin embargo, también pareció llenarlo de resolución.

—¡Yo lograré que Milán me ame! —exclamó arrebolado, ahora más de rabia que de bochorno—. Obliga a Milán a que me responda como el caballero que es… del resto me encargaré yo. Prométemelo Xilon… ¡Prométemelo!

Xilon pareció pensárselo. Pero luego de unos instantes solo asintió levemente partiendo de la habitación.

Ariel resopló tirándose completamente sobre la cama al escuchar los pasos de su hermano alejándose. Su actuación había sido magnifica. Si los dramaturgos del teatro le hubiesen visto le habrían aplaudido. No iba a mentirse, por un momento había creído que la mentira le sobrepasaría, pero había tenido el temple necesario para interpretar aquel papel hasta el final.

Feliz, se levantó del lecho colocándose frente al espejo de cuerpo entero que se hallaba junto a una de las ventanas de la terraza; miró con gusto la sonrisa que adornaba su rostro fino y delicado. Los brocados de plata de su túnica resaltaban sus cabellos platinados, cual hilos de luna que descendían lisos hasta sus caderas, y resaltaban también, el deslumbrante escarlata que provenía de aquellos ojos tan rojos como llamas.

Por fin Milán sería suyo, pensaba, casi danzando de gozo. Teniendo en cuenta las tensiones políticas que se movían entre ambos reinos, estaba seguro que iba a preferir casarse con él que arriesgar su reputación y las débiles relaciones que tenía con Jaen, sobre todo después del desplante que le había hecho el día del baile.

Arrugó el ceño al recordar aquel día. ¡Jamás se había sentido tan despreciado y humillado! Y todo por culpa de ese miserable y desagradable hombre… Henry Vranjes.

¿Qué tenía aquel que no tuviese él?, se preguntó mientas giraba para verse por completo. Belleza no le faltaba, pues al igual que su papá fallecido ya tenía más de un noble cortesano suspirando por su amor. De ascendencia dirgana, tierra natal de Lyon Tylenus, el desaparecido rey consorte, Ariel había heredado casi todos sus rasgos, y era por ello que a pesar de haber nacido en Jaen, el pequeño príncipe parecía un dirgano de exótica belleza, muy admirada.

Bufó. Por más que le costara admitirlo se sentía en desventaja con Henry Vranjes. Había algo en la belleza de aquel otro hombre que la hacía muy superior a la suya. Quizás fuese la altivez en la mirada, la madurez de la responsabilidad o el orgullo del poder. No lo sabía. Pero total era que su desventaja había quedado completamente evidenciada en la dichosa fiesta de hacía un mes…

 

 

Aquella noche, los jardines de la mansión central del palacio real, como se conocía a la parte del castillo donde vivían los reyes de Midas, se habían engalanado con motivo del vigésimo quinto cumpleaños del príncipe heredero. Por las diferentes zonas del lugar se desplazaban en medio del jolgorio personalidades de todos los cinco reinos, que habían sido convocados para el festín. Era un desfile de nobles, cada uno más ataviado de lujo que el anterior. Teniendo en cuenta que Milán aun estaba soltero y al parecer libre de compromiso, era incontable el número de donceles nobles que soñaba con impresionarle aquella noche.

El anfitrión por tanto se hizo esperar un poco. Sabía que montones de invitados le esperaban abajo, pero eso no le importaba. El continuaba observando todo desde arriba, y no fue hasta que uno de los guardias le avisó de la llegada de la comitiva proveniente de Earth que  finalmente se presentó ante sus invitados.

Un toque de trompetas avisó de su arribó. Los grandes portalones de la entrada a la mansión central se abrieron; la gente se agolpó en la pista de baile frente un improvisado trono, con las altas fuentes sirviéndoles de fondo, brillantes por las farolas bioenergéticas que los magos hacían levitar sobre ellos. Milán desfiló seguido de su cortejo, entre las dos filas de guardias que le hacían calle de honor, haciendo primero una reverencia ante sus padres para luego, ubicado en el pódium real, saludar a la audiencia.

La multitud enloqueció al verlo tan apuesto como siempre. Vestido de un exquisito lino azul turquesa, portaba una casaca de cuello alto y puños cerrados con bordados en oro. El pantalón era negro y ceñido, rematando en unas botas altas hasta las rodillas. Tenía la corona dorada sobre sus cabellos, los cuales eran de un azul tan intenso que parecían negros. Por último, algunas insignias militares adornaban su guerrera.

Era un sueño de hombre, alto, viril; a pesar de su carácter dulce y risueño. Se parecía muchísimo a su padre, Ezequiel Vilkas; rey actual de Midas. Tanta era la semejanza con este que su papá Benjamín Vilkas, rey consorte, bromeaba asegurando que el retrato de su marido, que adornaba el salón de actos, no iba a necesitar cambiarse cuando Milán asumiese el poder.

De esta forma el baile dio inició en todo su esplendor. Todos los donceles solteros y de mejor posición en la corte esperaban ansiosos el momento en que el príncipe eligiera a su pareja para su primer baile.

Milán no se hizo esperar… aunque su elección dejó a más de uno sin palabras.

El príncipe, escoltado por su corte de pajes; todos solteros y jocosos como él, atravesó un pequeño puentecillo que cruzaba un estanque ubicado unos metros detrás de la pista acondicionada para el baile. Vladimir también se hallaba entre el grupo, alcahueteándolo siempre. Avanzaron un poco más entre el gentío que se agolpaba junto a la mesa del banquete, y justo un poco antes de llegar a la altísima e iluminada fuente principal con chorros de casi doce metros de altura, el séquito de hombres se detuvo justo frente a una enorme mesa rectangular, en cuyo extremo norte estaba sentado el invitado más importante para Milán: Henry Vranjes.

La comitiva, que departía entre vino y viandas, calló al ver al anfitrión ubicarse frente a ellos. Henry alzó la vista en el acto y todo el mundo se puso de pie.

—Bienvenido a mis predios, Majestad.  —A los invitados en aquella mesa les sorprendió  que Milán le hablara directamente desde el principio; sin usar intermediarios primero. Henry también pareció sorprendido, pero aquello no lo amedrentó. Parándose también, hizo una reverencia con su cabeza en señal de respeto.

—Mis congratulaciones por su natalicio, alteza. Es un honor acompañarle esta noche.  Que las diosas lo bendigan.

—Las diosas ya me bendicen, concediéndome el goce de su presencia —aseguró Milán dirigiendo una mirada por todo lo largo y ancho del rey; mirada que este consideró libidinosa.

Se turbó un poco por tanto, observando él también. La gente comenzó  a cuchichear al tiempo que la corte de Milán le ponía más tinta al asunto insinuando un baile. Milán carraspeó y se acercó un poco más. Henry le observó directo a los ojos. La mirada del príncipe era melada como la miel quemada; también era intensa, muy intensa.

—Ya está escuchando lo que dicen mis amigos —soltó entonces a modo de invitación—. Solo falta su respuesta.

Henry sonrió con algo de su natural petulancia.

—Me complace enormemente que me tome en cuenta brindándome el honor de su primer baile, alteza —anotó en tono austero—, pero mucho me temo que no podré complacer su requerimiento… no bailo.

La muchedumbre agolpada en torno a la mesa cuchicheó más alto. La corte de Milán rompió en corrillos de burla. Milán, que se estaba gozando aquello como niño pequeño, alzó su mano pidiendo silencio.

—¿Y podemos saber el motivo de su renuencia, Majestad? —inquirió con una sonrisa jovial—. ¿Será acaso por esa cinta en su frente?—agregó, señalando la cinta dorada que cubría la frente de Henry.

El susodicho se crispó al escuchar aquello. Frunció un poco el rostro considerando que aquel relajo se estaba pasando de la raya.

—La razón por la que no acepto su propuesta no creo que sea de su incumbencia, alteza —replicó consiguiendo un murmullo generalizado y burlesco entre algunos.

Milán sonrió. Sin quererlo Henry le estaba agregando más sazón al asunto, y sabía que eso le fastidiaba. Se adelantó un paso más, quedando ahora a muy pocos pasos del rey, en actitud decidida.

—No exagere, Majestad —le dijo mirándolo con aplomo —. Solo le estoy pidiendo un baile, no su mano… por ahora.

Una exclamación larga partió del público presente. Arrebolado hasta las orejas, Henry miró a Milán de manera fulminante. Su soberbia le hacía ver todo como un insulto y no como el inocente juego que buscaba el otro. Se quedó un momento en silencio, sosteniendo la mirada de aquellos ojos miel, hasta que finalmente; lentamente, trazó una ligera y divertida sonrisa.

—Tiene usted razón alteza. He sido supremamente descortés. Aceptaré bailar con usted la siguiente pieza. —Y diciendo esto, Milán y su corté se retiraron satisfechos. A los diez minutos ambos se encontraban en la pista de baile.

 

El conjunto musical compuesto por cítaras, rabeles y zampoñas, tocaba un estampie suave, pero muy alegre. Aun así nada impresionó más a la muchedumbre que el momento en que la fila de parejas se armó en la pista, y Henry Vranjes quedó en toda la mitad de la hilera de los donceles. Milán se colocó frente a él mientras los demás varones hacían lo propia frente a sus respectivos pares. Sonrió, aquello lo tenía tan gratamente entusiasmado como a Henry francamente incomodo. Sin embargo ya no había forma de arrepentirse pues a los pocos instantes el baile empezó.

Las parejas se aproximaron, tomándose de las manos; dando giros y giros al compás de la música. Durante uno de esos giros, el varón colocaba su brazo rodeando la cintura del doncel, y juntos se desplazaban en dirección lateral. Milán hizo lo mismo con Henry, pero su mano apresó la cintura más fuerte de lo necesario, consideró aquel. Y en medio de otro giro se lo hizo ver.

—Me sujeta usted de una forma que considero innecesaria, alteza —anotó con incordio.

Milán sonrió socarrón.

—Es que como no está acostumbrado a estos bailes, pues sé que los frecuenta muy poco, no quiero que se enrede y caigamos… sería bochornoso para ambos —repuso apresándolo un poco más fuerte con toda la intensión.

Los ojos de Henry refulgieron contrariados, pero su rostro lo traicionó sonrojándose furiosamente. Acudía a muy pocos bailes por esa misma razón: no soportaba contactos que consideraba demasiado íntimos. Solo un hombre le había tocado así en su vida: Su antiguo tutor, Divan.

Furioso, intentó zafarse un poco. Pero por culpa de su orgullo, solo consiguió lo que Milán le había advertido. El tacón de una de sus botas se enredó en los pliegues de su capa, y su cuerpo; ligeramente inclinado hacia adelante por el giro que en ese momento realizaba, se precipitó con todo su peso.

Henry dejó salir un gemido ahogado. El público presente también se estremeció. Pero antes que la figura del rey tocara los tapetes, dos brazos fuertes y veloces impidieron la caída. La distancia entre los dos cuerpos quedó en aquel momento drásticamente reducida. La boca de Henry casi que rozaba la de Milán, y sus ojos temblorosos, lo miraban con autentica consternación.

—¿Lo ve? —dijo el príncipe con un deje de ironía—. Mi agarre no era innecesario —sonrió triunfante.

En ese momento la melodía terminó. Las parejas se dieron la reverencia final y los aplausos comenzaron a sonar. Pero Henry, rojo de indignación y vergüenza, aun se encontraba en brazos de su par.

—El baile ha terminado —musitó con un inevitable temblor en la voz.

Milán no le dejó ir.

—Tesoro  —pronunció casi con deleite—, baila conmigo para siempre. Bailemos toda la vida.

—¿Cómo? —Los bellos ojos negros de Henry se abrieron de par en par. Había escuchado miles declaraciones de amor, pero ninguna otra le había sonado tan anhelante como esa. Se dispuso a agregar algo; quizás una respuesta cortante y clara que hiciese desistir sin más apelaciones a aquel descarado príncipe. Sin embargo, no le dio tiempo de esgrimir ninguna replica. Justo en aquel momento una voz alta, pero algo infantil, les hizo a ambos separarse con prontitud.

Ariel estaba parado en un extremo de la pista con una corte de donceles uniformados en sus atuendos. Había visto desde su posición de espectador todo lo que ocurría en la pista de baile y su sangre había ardido de celos. Odiaba que su querido Milán ni siquiera le hubiese dedicado una mirada en toda la noche, atento todo el tiempo a ese soberbio y despreciable rey de pacotilla. Había soportado toda la noche verlo desvivirse en atenciones por Henry Vranjes y hacerle su pareja de baile, pero lo que ya no pudo soportar fue verlos tan amistosamente unidos en la pista.

Fue por ello que se acercó, fingiendo candidez y distracción. Y como quien no quiere la cosa les dedicó su mejor sonrisa.

—Majestad, alteza —hizo una reverencia cuando Milán y Henry, saliendo de la pista, se le acercaron—. Ha sido un espectáculo maravilloso el que nos han brindado —sentenció con zalamería.

Milán lo miró sin poder evitar que se le saliera un suspiro. Durante meses ese chiquillo le acosaba como un ánima y ya no sabía cómo rechazarlo con diplomacia. Bufó para sus adentros obligándose a no perder la cortesía.

—Sea bienvenido, alteza. Es un placer verle de nuevo.

—Pues sería más placer si me permitiera un momento —le contestó Ariel, mirando con intensión a Henry. Este notó de inmediato el peso de aquella mirada y no le gustó. ¿Qué sucedía con toda esa gente? ¿Acaso se regocijaban en agredirle a punta de insolencia?

—Vaya con él —ordenó entonces a Milán que ya estaba listo para negarse. Y devolviendo aquella mirada al pequeño príncipe agregó—. No es bonito disgustar a los niños.

Ariel quedó rojo de indignación al oír el calificativo de niño, mientras Milán no pudo evitar que Henry se le escabullese. Para su desgracia Vladimir y su corte también le habían abandonado, seguramente entretenidos con otros cortesanos.

Resopló sintiéndose acorralado, y no pudo más que seguir a Ariel.

 

Se alejaron bastante de la pista de baile, avanzando hasta el laberinto de setos del jardín. Ariel miró a sus donceles de compañía haciéndoles una señal con los ojos, al cabo de la cual, el grupo de muchachitos comenzó a corretear con ellos entre risitas y travesuras que les hicieron adentrarse cada vez más dentro del laberinto. Después de varios minutos, y sin darse cuenta muy bien, cómo y cuándo, Milán se descubrió a solas con Ariel.

—Alteza, no creo que encontrarnos de esta forma sea algo conveniente ni para su honra ni para la mía —le riñó con seriedad.

—Tampoco abrazarse de esa forma con Henry Vranjes en medio de toda la gente  es bueno para la suya ni la de él —replicó Ariel haciéndose con sus manos. Se estaba saltando por mucho el protocolo en los trato, pero necesitaba sentir más intimidad—.Milán, sabes bien lo que siento por ti. Te amo con todas las fuerzas de mi corazón y ya no quiero vivir sin ti.

—Ariel, por favor… —Milán se sintió en aprietos. Por más que ese chiquillo le resultara irritante y caprichoso le recordaba mucho a su hermanito menor Kuno, solo dos años mayor que Ariel. Era por eso que a pesar de lo insoportable que llegar a ponerse el chico, él siempre intentaba en lo posible ser amable.

…Pero Ariel no parecía comprender aquello.

—Milán entiende mis sentimientos… acepta mi amor.

—Lo que sientes no es amor, Ariel. Solo es un capricho.

— ¡No lo es! —El menor de los príncipes se enojó soltando las manos que sostenía—. ¡No es un capricho! —sostuvo con irritación.

Milán volvió a suspirar.

—Tú no me amas, Ariel —le aseguró cruzándose de brazos frente a él, retándolo un poco —. Lo que sucede es que no soportas que te haya rechazado —le sonrió con sorna—, no soportas que mi corazón le pertenezca a alguien más.

—¿Le pertenezca a quien? —Ariel cayó en la provocación—. ¿A ese hombre? ¿A Henry Vranjes?

—Sí, justamente a él.

—¡Oh! ¡Por la diosas, Milán! Estas perdiendo el tiempo… ¿Es que acaso eres ciego y sordo? ¿No has escuchado sobre la promesa de ese hombre? ¡Henry Vranjes no se puede casar! ¡Tiene un voto perpetuo con su diosa! ¡¿No tienes temor de Shion?!

—Pues con todo respeto, lo que yo haga con mi tiempo es mi problema, alteza. Y la diosa de mi pueblo es Johary, no Shion. —El recuerdo de esa terrible promesa le hizo perder a Milán la poca paciencia que le quedaba. Ya no pensaba perder ni un minuto más en aquella conversación; quería volver a ver a su tesoro lo antes posible. De esta manera se acomodó de nuevo el cinturón de su guerrera haciendo una reverencia a Ariel antes de partir.

—Será mejor que no se  mueva de aquí hasta que le envié a su corte —le advirtió—. Este laberinto no es tan sencillo como parece.

Y diciendo aquello se marchó sin hacer caso de los reclamos berrinchudos que el otro príncipe lanzaba a sus espaldas.

Ariel quedó con los ojos llenos de lágrimas y con el corazón saltándole de rabia.

—Me las pagaras Milán —murmuró entre sollozos—, me las pagaras.

 

Y eso había sido todo. A partir de aquel día, Ariel no había hecho más que pensar en la forma de cobrarse aquella afrenta. Le había dado vueltas al asunto durante cuatro semanas hasta que la noticia de que su hermano estaba considerando un compromiso para él, le hizo decidirse a dar el gran paso. Si luego la cosa no funcionaba y le descubrían en su mentira se casaría con el hombre que había elegido Xilon sin chistar. Pero de momento no. Por lo menos tenía que intentar conseguir a Milán.

 

Continuará…

 


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