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Le Bistró por Innis

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Notas del fanfic:

Lenguaje soez y contenido sexual.

Historia original registrada bajo Creative Commons y en proceso de formalización legal. Por favor, no robes lo que no te pertenece.

Durante un instante, sin ser completamente consciente de ello, deseó que el mundo se parase.

 

Los sentimientos de soledad y el estrés atenazaban su pecho hasta el punto que pensó que vomitaría todos sus problemas, en forma de cieno negro, en aquel mismo instante.

 

Era un hombre a punto de cometer suicidio.

 

 Todas sus relaciones hasta el momento habían fracasado, y de algún modo, agradecía no tener hijos, a los que sólo podría dejar como herencia las deudas del restaurante francés que había dirigido durante los últimos once años. No deseaba a nadie la decisión que estaba a punto de tomar.

 

Ingirió un bote de pastillas para dormir mientras conducía de camino al puente nuevo que unía las dos orillas del río, y no paró hasta que el frasco estuvo vacío y rodando por la carretera. Sentía que de alguna manera, si no tenía valor de saltar al agua, las pastillas harían el resto y lo intoxicarían lentamente, hasta provocar su muerte.

 

Se había hecho daño en el tobillo al trastabillar sobre el enrejado metálico y había tenido que poner todas sus fuerzas y la escasa concentración que el alcohol le dejaba para agarrarse al saliente de la estructura sobre su cabeza, alzándose a pulso hasta que sus pies rozaron la barrera de seguridad.

 

Subido de manera precaria sobre una caída de 10 metros del agua oscura, observó las luces de la ciudad, que parpadeaban delante de sus ojos, y por primera vez en mucho tiempo, con el aire golpeando su cara y la fuerza de la convicción de que hacía lo que había que hacer, se sintió irónicamente vivo, como un superviviente en el fin del mundo.

 

Tomó aire e inclinó el cuerpo hacia delante, dispuesto a lanzarse al vacío, cuando una lata de cerveza se estrelló contra su cabeza. Con un brillo negro tapando sus ojos, no se dio cuenta de lo que había pasado hasta que se encontró tumbado contra el suelo de cemento, dolorido, y con una brecha en la cabeza y un cristal de las gafas roto.

 

Aturdido y con el fuerte olor de la cerveza en la nariz, que se había abierto con el golpe y estaba derramándose al lado de su cabeza, oía bastante lejos la voz que le llamaba, preguntándole si se encontraba bien.

 

Se volteó, dolorido, con unas zapatillas deportivas en su campo de visión, que se acercaban con rapidez:

-Quizás lo he golpeado demasiado fuerte...-distinguió que murmuraba aquel hombre, preocupado.

 

Bufó con rabia, se le llevaban los demonios: era el colmo que un lunático le atacara en mitad de la noche, justo cuando estaba a punto de suicidarse. Intentó zafarse al notar los brazos que le volteaban, forzándole a tumbarse boca arriba, quizás para comprobar los daños.

 

-Suéltame...-gruñó con furia, intentando quitarse de encima a su atacante.

 

-Tranquilo, tío, tranquilo -pidió el hombre, como un mantra, intentando sujetarle la cabeza para ver los daños, teniendo que retirarse cuando recibió un puñetazo directo a su oído- ¡mierda, quieto de una vez! -ordenó su atacante, inmovilizándolo con su cuerpo contra el suelo.

 

Joe Calvados, apodado “El Diablo” por los cocineros mexicanos que tenía en su cocina, se había ganado el mote a pulso. No sólo era un hombre orgulloso y se jactaba de haber aprendido con los mejores del mundo en las mejores cocinas, sino que había tenido su propio espacio de cocina en televisión y varios artículos de sobre alta cocina francesa en revistas tan influyentes como Times o People. Pero eso era antes de que su negocio se precipitara a la banca rota...

 

Con los años y las facturas acumulándose en su cajón, se convirtió en alguien desconfiado, huraño y en eterno estado de mal humor, descuidó todo el servicio, su imagen personal y el sueldo de los empleados, convirtiendo su bistró francés, herencia de su abuelo, en su campo de batalla personal, donde era el dictador por excelencia.

 

Ahora quedaba poco del hombre elegante y orgulloso, con dos restaurantes de moda en la ciudad. Había fallado a la hora de adaptarse a los nuevos tiempos y buscar nuevas líneas de dirección empresarial, o más bien, jamás lo había intentado. Si conseguía mantener su negocio seis meses más sería un milagro.

 

Era demasiado cabezota y pagado de sí mismo para aceptar consejos sobre la administración y dirección de su negocio, aunque falta le hacían.

 

Joe intentó volver a atacarlo tan pronto como notó que el desconocido revolvía en sus bolsillos: ¡pretendía robarle ahora que estaba herido!. Pero el hombre tuvo que ver de lejos sus intenciones, porque sujetó sus muñecas con una mano y se sentó a horcajadas sobre él, fijando su cuerpo al suelo mediante su peso y evitando que pudiera moverse ni lo más mínimo.

 

El cocinero intentó mover sus brazos y sus piernas mientras su atacante por fin lograba su objetivo y sacaba la cartera de sus pantalones, pero el contacto era como una presa de hierro, su única oportunidad de salir indemne de la situación era que se conformase con el dinero y las tarjetas de créditos, y se largara dejándolo tirado en mitad del puente.

 

Durante unos segundos estuvo tentado a ofrecerle su reloj, una pieza antigua del ejército suizo traída desde Europa por su abuelo y uno de sus pocos objetos de valor, somo señuelo para salir de la peligrosa situación, pero se lo pensó mejor...

Había ido hasta el puente para morir.

 

Morir a manos de otra persona era igual de válido que saltar al agua, con la diferencia de que con esta opción no había posibilidad de fracaso ni remordimientos por el vacío que dejaría en las pocas personas que aún lo apreciaban. Cerrando los ojos, inquieto, dejó que abriera su cartera delante de sus narices, las pastillas pronto harían efecto y dejaría de sentir...en el peor de los casos, si no acababa con él de una vez, su cuerpo inconsciente y abandonado sobre el asfalto sería un objetivo fácil para que algún coche pasase por encima de él.

 

-¿Eres “Joel Calvados”? -preguntó el desconocido leyendo, comprobando su parecido con la foto.

 

Joe entendía su sorpresa, hacía meses que debía haber renovado su documento de identidad y la foto estaba anticuada, como en su carnet de conducir. El hombre rubio, de peinado moderno y caro cuello de camisa almidonada de la fotografía aún era un ganador, el tipo de persona que sonreiría a la cámara con autosuficiencia y confianza en el futuro.

Pobre imbécil, no sabía lo que le esperaba...

 

-¿Eres “Joe” Calvados? -repitió el desconocido, esta vez utilizando la abreviatura de su nombre, apartándole el flequillo e intentando ver sus ojos a través de las gafas de pasta rotas y la maraña de pelo, haciendo que el susodicho abriera los ojos con algo de esfuerzo. Había reconocimiento en la mirada oscura de su atacante- ¿el famoso cocinero?.

 

Joe tuvo que soltar un suspiro de frustración...al parecer su agresor le había reconocido, o al menos, conocía su carrera culinaria. Su época de fama había pasado, así que era bastante sorprendente encontrarse a un admirador, sobre todo si este te había abierto la cabeza y te estaba robando.

 

-Llévate lo que te dé la gana, pero déjame en paz...-susurró con fastidio, intentando revolverse del agarre sin éxito. Empezaba a sentir las piernas y los brazos pesados, quizás por efecto de las pastillas-...largo...

 

Le costaba distinguir la cara del hombre por culpa de la oscuridad y las pastillas, que empezaban a volver borrosa su mirada. Joe empezaba a tener sueño, mucho sueño.

 

-Eres tan borde como en las entrevistas...-comentó el desconocido con un suspiro, y cierta emoción mal contenida. Por el tono con que lo dijo parecía que lo conocía, o al menos, que había seguido su trayectoria en los medios de comunicación...un friki de la cocina que le había abierto la cabeza con una lata de cerveza-...tengo todos tus libros de cocina, incluso las ediciones de lujo...

 

¿Ahora le halagaba?. Sus palabras sonaban casi como un piropo, pero empezaba a perder fuerzas y sentir la lengua demasiado pesada como para deshacerse en insultos. La necesidad de dormir se estaba imponiendo.

 

Vio que había dejado la cartera sobre su pecho aunque no notó su peso, no sentía nada a parte de un suave hormigueo que relajaba sus músculos, tranquilizándolo. Iba a volver a ignorarlo y cerrar los ojos cuando lo abofeteó. Eso ya era el colmo.

 

Mirándolo con los ojos desorbitados y dispuesto a morder sus antebrazos, Joe soltó un gruñido furioso. Su cabeza aún palpitaba, y tras golpearlo, para luego inmovilizarlo y piropearlo, ahora lo abofeteaba.

 

-¿Qué te pasa? -preguntó su atacante, con irónica preocupación, dándole palmaditas en las mejillas para despabilarlo- te estás quedando dormido. Despierta, te llevaré a un hospital...

 

Y ahora pretendía llevarlo a que lo viera un médico. A pesar de su enajenado estado mental había algo que sabía con certeza: ese tipo le caía fatal.

-Me he tomado un bote de pastillas...gilipollas...-logró decir el cocinero, empleando en ello todo lo que le quedaba de concentración y cantidades industriales de saliva.

 

Los labios del desconocido repitieron las palabras mágicas y un gesto de macabra comprensión se apoderó de su rostro. A Joe le pareció hasta cómico, después de todo no era un secreto que estaba a punto de saltar al vacío antes de ser golpeado por la lata.

 

-Entonces...¿ibas en serio? -preguntó el hombre lleno de aprensión, como si por primera vez empezara a entender el significado real de la escena que había visto minutos antes. Para alguien tan vital el hecho de que una persona quisiera acabar con su vida parecía inconcebible- ¡vamos, tienen que hacerte un lavado de estómago!.

 

Joe agradeció mentalmente que soltara sus muñecas y le devolviera buena parte de su espacio vital, a pesar que no le doliera nada, ni siquiera la cabeza. Si sobrevivía, dolería como mil demonios.

 

El cocinero lo miró apático mientras aquel hombre, en apariencia más joven que él, hablaba precipitadamente con los servicios de urgencias, incapaz de hilar las palabras en su cabeza y convertirlas en un pensamiento coherente.

 

-De acuerdo...vomitar y mantenerlo consciente...-asintió el hombre para sí mismo antes de colgar el móvil- vienen para acá. ¿Recuerdas el nombre del medicamento que tomaste?.

 

Eso fue suficiente para poner en marcha los adormilados sentidos del cocinero, que libre del agarre, empezó a arrastrarse como pudo hacia las rejas del puente, dispuesto a acabar el trabajo por sí mismo. Si ese imbécil reunía allí a la Policía y a las ambulancias lo único que conseguiría es que su suicidio fallido apareciera en portadas de la prensa rosa o uno de esos decadentes programas de televisión en que se mostraba la desastrosa vida de las estrellas fracasadas.

 

-¿¡Dónde se supone que vas?! ¡Acabo de llamar!

 

El hombre se levantó y aunque Joe se movía a gatas y con toda la rapidez que le permitían sus dormidos músculos no fue difícil alcanzarlo. Iba tan intoxicado que apenas se había arrastrado un par de centímetros, era como ver a un caracol tratando de avanzar.

 

Lo siguiente que supo Joe, que creyó perder el conocimiento durante un par de largas horas, fue que estaba arrodillado en el suelo y con los hombros y la cabeza echados hacia delante, doblado sobre sí mismo.

 

El cielo seguía igual de negro y no había moros en la costa, a excepción de la persona detrás de él, que lo mantenía inclinado hacia delante y cuyo brazo se fijaba con fuerza alrededor de su cintura, sosteniéndolo, y en esos momentos le obligaba a sentarse a horcajadas sobre sus muslos, apoyándolo contra su ancha espalda.

 

La boca de Joe ardía y sabía a vómito, a pesar de que no recordaba haberlo hecho en ningún momento. Al mirar hacia abajo, al brazo de hombre, pudo ver que tanto la manga de la chaqueta del desconocido y el cuello de su propia camisa lucían restos de la comida y parte de su desayuno. Cuando pensaba que las cosas no se podían poner más violentas, notó un nudo en la garganta, y cuando estaba a punto de conseguir que la ácida sustancia que subía desde su estómago volviera a bajar, los largos dedos del hombre entraron en su boca, provocando arcadas.

 

Aunque el medicamento ya corría por sus venas, haciendo que su cuerpo se encontraba sumido en un incómodo sopor, el desagradable contacto lo había despabilado de manera brusca, le obligaba a expulsar a la fuerza el contenido restante de su estómago. Manchó aún más la chaqueta del desconocido, bastante sorprendido porque no le hubiera arrojado lejos.

 

Él mismo no se consideraba una persona egoísta a la hora de ayudar a los demás, al menos si no había dinero de por medio ni interfería en los asuntos del restaurante, pero la idea de sujetar a un suicida drogado echando hasta su primera papilla le superaba y conseguía que aún tuviera más vergüenza de sí mismo.

 

Intentó limpiarse la cara utilizando su camisa, ya bastante perjudicada, pero no tenía fuerzas suficientes para llevar a cabo el movimiento, sentía el cuerpo dormido y deshidratado, quería tomar un vaso de agua. Ahora sí que se sentía inútil y frustrado.

 

-Ya está...tranquilo...-murmuró el hombre, pasando la manga limpia de su chaqueta sobre sus labios, quitando los restos de saliva y comida con un movimiento decidido. El cocinero supuso que tendría una mueca de asco en el rostro y apartaría la mano corriendo, pero tardó unos segundos en cortar el contacto, pasando la tela con cuidado por su rostro, como si estuviera limpiándolo con una servilleta.

 

El cuidado con el que lo hacía le pareció ridículo, más aún cuando lo había golpeado y herido él mismo: tenía que estar mal de la cabeza.

 

Las luces de una sirena brillaron al otro lado del río, conduciendo hacia el puente a toda velocidad, detrás de él podía distinguir un coche de la policía. Intentó removerse de los brazos del hombre, consiguiendo sólo marearse más. Ya se veía ridiculizado en un talk show vespertino, lleno de imágenes de él tirado en un charco de vómito.

 

-No...no...-se quejó Joe, sintiendo como le caían lágrimas de frustración de los ojos, o al menos eso pensó, notaba la humedad pero no podía estar seguro porque su cuerpo no le respondía, toda su piel hormigueaba y parecía anestesiada-...no...sácame de aquí...-suplicó, totalmente fuera de sí.

 

Sentía que iba a perder la poca cordura que le quedaba en cuanto viera su cara en los periódicos.

 

-No puedo ayudarte...-aseguró el desconocido con cierto tono apenado, como si hubiera estado deseándolo- si te sacara de aquí te morirías encima de mí con una sobredosis. No sé que has tomado, pero parece que ha sido mucho y fuerte.

 

-...no...

 

Joe no pudo seguir quejándose, de improvisto, la boca del hombre se posó sobre la suya, acallando sus infantiles quejas con un beso profundo. Los ojos del cocinero se abrieron, sorprendidos y alarmados, él mismo sentía asco de sí mismo en ese momento y el sabor de su boca era horrible, no entendía cómo podía besarle tan tranquilo sin vomitar.

 

En algún momento, el beso acabó y se encontraron rodeados de gente que hablaba y le toqueteaba mientras no podía hacer nada para oponer resistencia. Las luces parpadeantes de los vehículos le daban en la cara, molestando sus ojos, pero cada vez los cerraba, dispuesto a dejarse llevar por la oscuridad, alguien le obligaba a volver a abrirlos con un gruñido.

 

Ni siquiera fue consciente de cuándo lo subieron sobre una camilla, pero antes de darse cuenta, estaba tumbado dentro de la parte trasera de una ambulancia. Al girar la cabeza para observar la cabina se encontró con la cara de un paramédico, que comprobaba que el gotero que tenía insertado en el brazo dejara pasar el líquido con facilidad.

 

La aguja ni siquiera dolía, era incapaz de moverse o incluso abrir la boca, la sensación de hormigueo sobre su piel parecía haberse extendido por todos sus órganos, afectando a sus sentidos y al flujo de pensamientos normales de su cerebro. Pero aún así, había algo que llamó su atención: le parecía que su agresor, y el causante de todo el convoy que lo llevaba al hospital, se encontraba a su lado, sujetando su mano libre con fuerza.

 

Tenía visiones, era imposible que la misma persona que lo había golpeado con una lata de cerveza le sujetaba el brazo como si fuera el único ser humano en todo el mundo al que su vida le importara lo más mínimo.

 

Sin poder evitarlo, Joe Calvados se echó a reír entre dientes mientras notaba que las lágrimas volvían a mojar sus ojos.


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