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Vitamina G por Marbius

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Notas del capitulo:

¡Feliz cumpleaños!, Robert, más.

Lo que será, será; soluciones

 

—¿Gus? –semi bostezó Georg al estirar el brazo en la amplía cama que compartía con el rubio y en lugar de encontrar su tibio cuerpo acurrucado a su lado y balbuceando incoherencias de cómo había que ir al supermercado por papel higiénico y detergente hipoalergénico, dar sólo con las mantas arrugadas—. ¡Gustav Schäfer! –Saliendo del enredijo que eran las mantas en las que minutos antes descansaba tan plácidamente, buscó las pantuflas para ir a tientas por el pasillo tratando de esa noche no darse en el dedo meñique del pie izquierdo contra la mesita del teléfono que tenían en el pasillo.

Con cuidado porque aquella apenas era su tercer noche en casa luego de estar unos días en el hospital a causa de su operación, avanzó apoyado contra el muro y tratando de vislumbrar algo en las sombras.

La puerta del cuarto de las gemelas estaba entreabierta y una ligera luz se dejaba adivinar. Nada de que asustarse tomando en cuenta que antes de dormir, ambos se aseguraban de dejar una pequeña lámpara encendida, sólo por si acaso era necesario. “Un incendio, un terremoto, un ladrón de bebés o la llegada de los extraterrestres” había enumerado Gustav con creciente terror y ojos de fanático asustado, por lo que Georg no había podido negarse a su capricho. Lo que le restaba a la pequeña luz era la sombra que se adivinaba.

Gustav. El bajista se tuvo que contener de darse en el rostro con la mano abierta.

Cierto, apenas era su tercer día en casa, pero ya conocía muy bien las manías de Gustav respecto a las niñas. Como no las metía a bañar sin antes llamar al servicio meteorológico de la ciudad y asegurarse de que ninguna nevada se acercara aún en pleno septiembre; o como no permitía ventanas o puertas abiertas por miedo de que algún extraño virus las contagiara de neumonía, bronquitis o incluso ántrax. Sin ir más lejos, le había prohibido la entrada a la casa a Saki, alegando que lo había escuchado estornudar en la entrada.

Sin embargo, ninguna de sus locuras parecía demasiado cuando se veía desde cerca todo el panorama. Abnegado como pocas madres en el mundo, el rubio desbordaba amor por cada uno de los poros de su interior.

Georg, que igual se lavaba las manos con desinfectante antibacterial hasta los codos cada que era necesario cambiarle los pañales a alguna de las gemelas por miedo de traer alguna enfermedad encima, comprendía muy bien que era ese temor irracional de perderlas.

Chiquitas como sólo los gemelos podían ser al venir al mundo siendo dos en el espacio de uno, le derretían el corazón con sus manitas entrecerradas y los pies diminutos que se les veían cada que era necesario un cambio. Si Gustav tenía que ir a dar al manicomio por ser la madre más obsesa del mundo con sus criaturas, Georg admitía que le seguía de cerca. Mejor ir reservando una habitación doble porque como ellos dos, ninguno en el mundo.

Lo que para nada iba a decir en voz alta…

—Gus, son las tres de la mañana, por el amor que le tengas a Dios –gruñó con una mano en el costado cuidándose de no ser brusco con los puntos de su cirugía. Apenas un par de marcas diminutas, pero las suturas le picaban con cada paso.

El rubio apenas se inmutó. Inclinado sobre los codos en la cuna que las gemelas compartían, lucía entre una mezcla de cansancio y felicidad. –Shhh –mandó callar a Georg apenas moviendo los labios—. Están dormidas. Parecen dos angelitos.

—Yo también estaba dormido hasta que me di cuenta de que no estabas, Gus –le reprendió Georg al acercarse al rubio y situarse a su lado. Desde donde estaba, no pudo evitar dar un vistazo a las gemelas y encontrarlas inclinadas la una sobre la otra como si se atrajeran por efecto de imanes. Abrazando a Gustav por el costado, el bajista soltó un suspiro cargado del orgullo paterno que lo inundó por completo. Gweny y Ginny podían no ser suyas genéticamente, pero eran sus hijas y lo que sentía iba más allá de lo concebible.

—Tuve un sueño horrible –declaró Gustav con las manos tensas sobre el barandal de la cuna—. Las encontraba en la mañana, frías, porque habían dejado de respirar en la noche –murmuró con la voz rasposa—. Si eso llegara a pasar…

Georg atrajo a Gustav más cerca, sintiendo como la piel que alcanzaba a tocar estaba helada al contacto con el ambiente. Los días finales de septiembre eran el inicio del otoño y el clima en Alemania cambiaba muy de acuerdo a las estaciones. Para colmo, según constató, el rubio iba descalzo. Compadecido de él, le dio un beso tibio en la sien.

—Sandra ya te dijo que son las hormonas. No van a morir en la noche. Están sanas. Y fuertes.

—Pero…

—Y necesitan un papá fuerte. Sabes que no te debes de quedar aquí toda la noche, Gus –lo reprendió tratando de no ser más duro de lo necesario. A causa de las mismas hormonas, el baterista estaba hecho un manojo de nervios que como fuegos artificiales, estallaba a la menor de cambio—. Vamos a la cama.

—Cinco minutos más –suplicó Gustav luego de soltar un suspiro de alivio.

Georg iba a replicar que aquello no era posible, que tenían planes para dentro de un par de horas, pero olvidando el espejo que Gustav cargaba consigo para colocar debajo de la nariz de las niñas y comprobar que seguían respirando, así como embobándose en la contemplación de aquel par de criaturas que lucían de porcelana bajo la luz de la lámpara de noche, no pudo negarse a la petición.

Acercando una de las mecedoras que mantenían en la habitación para cuando Gustav las amamantaba o las cargaba en brazos, se sentó él primero y luego el rubio en sus piernas. Más que en un estado romántico, los dos se mantuvieron unidos por aquella extraña fascinación que era verlas dormir.

Por ende, cuando el reloj despertador comenzó a sonar a las siete de la mañana y la realidad de un día ajetreado los golpeó con guante blanco por su descuido de pasar una noche más en vela, apenas si les quedó ganas de gruñir por ello.

Las Gweny y Ginny lo valían.

 

—Gustav, cariño –besó la madre del rubio a su hijo en ambas mejillas antes de examinarlo de pies a cabeza con los ojos críticos que el baterista tanto eludía—, pareces un harapo de ti mismo. ¿Qué te ha pasado? ¡Luces fatal!

—Gracias, mamá –masculló el rubio conteniendo un bostezo mientras hacía paso al resto de su familia. Su padre le estrechó las manos un poco incómodo de aquella invitación, pero igual presente porque en parte su hijo no se lo perdonaría y porque su mujer lo había obligado so amenaza de escucharla gritar por horas lo incivilizado que era. Seguida de ellos dos, Fran, la hermana del rubio, que lo abrazó largos momentos antes de soltarlo y decirle con despreocupación que no le hiciera caso a su madre, que lucía radiante.

El baterista sólo pudo reírse. Claro, llevaba unas ojeras de miedo y el estar bostezando como león no le contribuía al sex-appeal que al parecer sus senos sensibles por la lactancia le daban, pero tanto como para irse a los extremos… Simplemente no lo creía.

Tras cerrar la puerta y comprobar que el aire frío del exterior no le había producido bronconeumonía severa a alguna de sus bebés, cada una en brazos de Bill y Tom que habían sido los primeros en llegar aquel día, pasó a ir a comprobar cómo se las estaba arreglando Georg con el horno.

Porque la suya no era precisamente una familia normal, porque eran civilizados y maduros, y más que nada por todo lo que cargaban a cuestas a causa de su embarazo, aquel día celebraban el cumpleaños de Bushido en su casa, idea a cargo de Georg, que se esmeraba más que nadie en hacer que funcionara.

Por eso a Gustav no le sorprendió en lo mínimo entrar a la cocina y ver al bajista enfrascado en el libro de cocina que leía con devoción reverencial antes de hacerle algo a lo que hervía en la estufa. No un gran platillo. Ensalada de papa, chuletas de puerco, ensalada y de postre un pastel de cumpleaños que se horneaba en ese mismo instante.

Como la llegada del rapero dependía completamente de Clarissa, quien lo traía sin decirle nada en concreto a lo que podría llamarse una fiesta de cumpleaños sorpresa, el tiempo apremiaba.

—Te van a salir canas –presionó Gustav los hombros de Georg en un ligero masaje y éste gimió cuando le tensión en su espalda se disipó como por arte de magia.

—Es ese condenado soufflé –apuntó con el pulgar Georg a la olla que a fuego lento—. Simplemente no espesa y ya probé de todo. Más sal, más leche, más huevos.

—¿Probaste ya con las verrugas de rana…? –Interrumpió Tom al entrar en la cocina, y tras olisquear los vapores de la olla, bromear un poco.

—¿O los cuernos de Pegaso? –Prosiguió Bill al seguirlo y soltar una carcajada.

—En primera –los amenazó Georg con un cucharón de madera que blandía como si fuera espada, ofendido de que sus dotes culinarias fueran la burla de aquel par—, planeo hacer algo delicioso para el ex de mi querido Gustav, padre de sus futuras ahijadas, así que no, no planeo envenenarlo. Y en segunda –les puso una mueca—, los unicornios son los que tienen cuernos, no los pegasos.

—Lo que sea –desdeñó Bill categóricamente al inclinarse por un costado y leer la receta por encima del hombro del bajista—. Aquí está tu problema, necesita una pizca de maicena para espesar.

A punto de replicar, el timbre volvió a sonar y Gustav se dio prisa por atender la puerta. Cuando pasó de regreso por la sala donde todos los invitados que ya habían llegado estaban reunidos y tras comprobar que las niñas estaban seguras, abrió la puerta para encontrarse con Melissa, quien lucía una cara de pocos amigos.

El rubio dio un paso para atrás, asustado de ver semejante rostro en su suegra, y a tiempo para no ser víctima de su repentino acceso de llanto.

Con el labio inferior temblando, tomó aire un par de veces con dificultad. Aturdido por aquel repentino arrebato, Gustav apenas si atinó a abrir el armario de las toallas y tenderle una a ella, que la tomó con dedos temblorosos y se soltó llorando más copiosamente.

—Melissa, ¿pasa algo? –Intentó averiguar el rubio al hacerla pasar con un brazo rodeando su cintura y llevándola al descansillo para tener un poco de privacidad. Si algo grave había ocurrido, no quería arruinarle la velada a todos—. ¿Ha ocurrido un accidente?

La mujer denegó con lentitud, al tiempo que se inclinaba más al frente, para preocupación de Gustav, que pensaba que si se desmayaba, no iba a poder sostenerla. Con los hombros agitándose en su llanto silencioso, le tomó un par de minutos antes de poder limpiarse los ojos con lentitud y enfrentar a rubio, que no sabía si ir por Georg por ayuda dado que era su madre la que parecía al borde de una explosión emocional o quedarse ahí hasta que todo pasara. Después de todo era un ser querido, pero no podía tomar decisiones como ésas sin pensarlo un poco.

—Ese cobarde –masculló Melissa con la voz ronca por haber llorado—. Es un… un… Dios, qué patética me dejo ver, perdona querido –se disculpó para tomar aire a profundidad—. Es que no lo puedo creer aún y luego sale con esto que…

—Melissa, concéntrate –le llamó la atención Gustav al sujetarla del brazo con delicadeza—. ¿De qué estás hablando?

—De Robert –parpadeó la mujer como saliendo de su estado de shock.

Gustav sólo arqueó una ceja. ¿Robert DeNiro? ¿Robert Pattinson? ¿Robert-Quién? Cada uno sonaba más improbable que el anterior en su cabeza y por un breve segundo se llegó a preguntar si Melissa estaba en sus cabales. Entonces, casi como una revelación del cielo por su descuido, abrió los ojos grandes al darse cuenta de qué Robert estaban hablando.

—¿Él? –Preguntó con frialdad en su tono de voz. No podía evitarlo. Robert era el padre de Georg, Robert Listing, que hasta donde él tenía conocimiento, no era precisamente el tema favorito de plática del bajista—. ¿Dónde? –Miró de lado a lado como temiendo que Melissa lo trajera debajo del vestido y lo fuera a sacar de ahí como la más escabrosa criatura de un circo de fenómenos, pero ella dijo lo que podía ocupar el segundo lugar en la lista de desgracias.

—Me espera en el auto…

—Mierda… —Gustav se cruzó de brazos lamentándolo al instante cuando el rudo movimiento le rozó los pechos, aún demasiado sensibles para nada que no fuera sólo dejarlos en paz o amamantar a sus hijas—. ¿Qué hace aquí? ¿Georg lo sabe? No, no creo porque entonces… —Se cubrió la boca consciente de que no, Georg no sabía y de que en cuanto se enterara, podrían todos esperar un estallido—. Vino por las niñas, ¿no es así? –Los labios tensos de Melissa le dieron el sí que esperaba—. Diosss… —Siseó entre dientes—. Él se va a poner como loco, va a…

—No tiene porqué pasar algo –lo interrumpió Melissa al apretar la toalla que llevaba aún en las manos con fuerza—. Ni siquiera se atreve a bajar del automóvil el muy cobarde. Esto simplemente puede esperar o puede no suceder. Sólo voy a llevarlo de regreso y…

Los dos se congelaron en su sitio cuando el timbre volvió a sonar.

Muy temprano para que fueran Bushido y Clarissa; justo a tiempo para que escucharan la conmoción y el ruido que se produjo con la caída de un espejo en la entrada y los gritos desaforados de los invitados cuando sujetaron a Georg por brazos y piernas, y cuando sostuvieron a Robert, que ostentaba un labio partido y la nariz sangrante.

 

—Vaya sorpresa… —Bushido fue el único invitado de aquel día que no necesitó de tocar el timbre, que simplemente pasó a la residencia de Georg y de Gustav a través de la zona de guerra en la que se había convertido la casa. Cuidando de no producir más caos, cargó a Clarissa en brazos por encima del desastre de cristal roto y manchas de sangre—. Un espejo roto son siete años de mala suerte –murmuró para sí, revelando su faceta supersticiosa—. ¿Pero qué diablos pasó aquí?

Andando con cuidado, enfiló directo a la sala, donde encontró a los gemelos cargando a sus hijas y a nadie más. No que esperara una gran concurrencia; supuestamente aquella ‘fiesta secreta’ era secreta, pero su madre solía ser la menos indicada para quedarse con la boca callada ante las sorpresas y estaba hasta enterado del menú del día.

—Justo a tiempo –gruñó Bill al apoyarse a Gweny contra el costado para arrullarla con cuidado—. Por cierto, feliz cumpleaños –ironizó.

—¿Dónde está Gustav? –Pasó Bushido de él. Con las manos metidas en las bolsas del pantalón, recorrió la habitación con los ojos—. Si quieren puedo volver a entrar para que me intenten sorprender.

—Que considerado –endulzó Bill su frase, dispuesto a pelear con el rapero, pero deteniéndose por la mano de Tom que lo sujetaba en su sitio. Una mirada le dijo todo—. Ok, me calmo.

Clarissa entró a la habitación con la nariz arrugada. –¿No les llega un aroma como de algo quemándose? –Comentó justo a tiempo cuando el humo comenzó a aparecer a través de las ventilas de la calefacción y los hizo correr a todos al exterior.

 

—¡Feliz cumpleaños a mí, feliz cumpleaños a mí…! –Tarareó Bushido cuando el equipo de bomberos salió de la casa de Gustav y Georg llevando consigo la olla en la que se cocinaba el soufflé horas antes totalmente carbonizada bajo el efecto del horno y del descuido.

—Anis –lo reprendió su madre con un pellizco en el brazo—, es de mal gusto. Cállate.

—Sí Anis, cállate –secundó Bill envuelto en una frazada térmica al lado de Tom, los dos aún sujetando a las gemelas como a su vida. Si las soltaban, si acaso un cabello se encontraba desordenado en sus cabecitas, Gustav les iba a cortarlas las suyas en venganza.

Siguiendo al equipo de rescate, iba Gustav con la cara entre verde y gris, pero pálida como de cadáver, tratando de estar a la altura de la situación. También cubierto con una manta y temblando de pies a cabeza, porque a fin de cuentas no todos los días las cortinas de tu cocina se deciden incendiar como por arte de magia cual si fuera una broma cualquiera.

Luego de que Robert se hubiera hecho presente y de que éste y Georg se hubieran enfrascado en una lucha cuerpo a cuerpo de la cual fue necesario separarlos como a perros de pelea casi a base de agua helada, había sido necesario alejarse. Él y Georg en el piso de arriba, curando heridas y entrando en razones, mientras que los demás se habían ocupado de Robert en el jardín trasero. Melissa con una sonora bofetada que le sacó cualquier intención de mostrarse ofendido porque su único hijo le había golpeado con todo el despecho que un adulto abandonado a la edad de los cinco años puede acumular por su padre. Los demás, que eran los padres de Gustav y su hermana, cordiales pero secos. Nunca antes habían conocido a Robert, pero la renuencia que tenía Georg de mencionarlo, de siquiera referirse a su padre, no le sumaba puntos; al contrario, lo convertían en alguien de quien desconfiar a sus ojos.

Enfrascados en aquel asunto, nadie se había dado cuenta que la comida que Georg había estado cuidando con la misma devoción que tenía por sus hijas aún estaba sobre la estufa de la cocina hirviendo más allá de lo permitido y olvidada como para ocasionar un desastre. Eso y un mínimo error de cálculo, provocaron que el humo se esparciera y que un pequeño incendio estallara. Nada que no se pudiera controlar, pero estando las gemelas en casa y con la tensión vivida, la ayuda de profesionales fue requerida.

Avergonzado, Gustav agradeció por milésima vez a los bomberos, quienes se retiraron haciendo reiteraciones de lo importante que era nunca dejar el fuego sin la supervisión de un adulto, para mortificación del rubio, que moría por gritarles que él era un adulto.

—Cariño… —La madre del baterista acudió a abrazarlo y lo meció en sus brazos unos instantes, pero en vista de que Gustav sólo permanecía silencioso y ajeno a sus cariños, optó por soltarlo—. Le pudo suceder a cualquiera. Los accidentes pasan.

A Gustav los dientes le rechinaron. –No te atrevas a decir eso –casi escupió—. Tus nietas pudieron… Sabes qué, olvídalo. –Sin esperar respuesta, entró a la casa, que ahora no sólo estaba decorada con cristal roto en el suelo, sino con una gloriosa inundación y con las paredes de su cocina renegridas—. Genial –dijo al acercarse al fregadero y encontrar cenizas de lo que antes eran sus cortinas favoritas—. Simplemente genial –murmuró cubriéndose la cara y comenzando a llorar.

—Podría incluso ser peor… Como ser tu cumpleaños, Gus –murmuró Bushido, que atento a cualquier reacción de Gustav, lo había seguido al interior de la casa. Apoyó la mano en el hombro del baterista y apretó con cuidado—. Nada que no se pueda solucionar. Yeso aquí, pintura allá e incluso conozco un buen restaurante de comida china que sirve por esta zona.

—Ugh –barbotó Gustav al girarse y abrazar al rapero. Hundiendo el rostro en su pecho, cerró los ojos—. ¿Creerás que Georg te hizo un pastel de cumpleaños?

—¿A sí? –Siguiendo indicaciones, Bushido abrió el horno para encontrarse con un pastel que no tenía mala pinta—. Increíble.

Gustav se encogió de hombros. Su definición de ‘increíble’ no era precisamente la misma.

 

—Hey –Bushido se sentó al lado de Georg en el borde de la piscina vacía y lo codeó—, gracias por el pastel. Admito que he visto mejores, pero la intención es lo que cuenta.

El bajista lo miró por encima del hombro. –Ajá. Ya te enteraste. Y vienes a decirme que por el bien de Gustav, de las niñas y de todos los demás, tengo que reconciliarme con ese imbécil.

Bushido soltó una carcajada. –Venía a preguntarte si querías comida china. Verás, no soy quién para dar consejos de cómo llevarse bien con la familia. Sólo tengo a Clarissa e incluso ella a veces es un incordio. –Ignoró la ceja alzada de Georg—. No veo a mi padre desde los ocho años.

—Yo desde los cinco.

—¡Felicidades! –Bushido le sacudió el cabello, para mucho disgusto de Georg, que se encontró riendo por aquella tontería—. No digo que vayas y hables con él, pero haz algo. Lo que sea.

—¿Qué opinas de decirle que sus nietas no lo son en realidad? –Georg balanceó los pies en la piscina vacía. El eco de sus zapatos resonando en la profundidad—. Vino por una reconciliación, así es él. Espera las oportunidades y salta en ellas; esto es perfecto para todos. Pero… —Sonrió de lado con algo que era más una mueca—. Son mis hijas, pero no son nada de él.

—Feo asunto. –Permanecieron sentados un par de minutos antes de que a Bushido le comenzaran a rugir las tripas y optara por ir a pedir la comida—. ¿Orden de camarones y rollitos chinos?

Georg sólo asintió.

 

Extrañamente, luego de hablar con Bushido, Georg se sintió mejor. De algún modo mejor. Al menos lo bastante como para ponerse en marcha de nuevo. De vuelta a la casa, encontró que todo mundo había ayudado a Gustav a limpiar y entre recoger aquí y secar allá, habían logrado que todo tuviera su anterior apariencia. Claro, todo menos la cocina. Eso iba a requerir algún contratista con años de experiencia.

Pero sentados todos a la mesa y con los platos de comida china servidos, era extraño como el habitual bullicio era sustituido por conversaciones quedas, palabras murmuradas con rapidez, como temiendo romper con ellas la fina línea de tensión sobre sus cabezas y provocar otra pelea.

Robert se había quedado y con la vista fija en el plato, comía con una lentitud exasperante. Georg no podía evitar verlo de reojo a través de los otros comensales y apretar el tenedor que llevaba en la mano.

—Georg –susurró Gustav al fingir limpiarse la boca con una servilleta y al instante el bajista se relajó—. Él sólo vino a ver a sus nietas…

La hermana de Gustav, que estaba sentada a su lado, escuchó aquello y por error dejó caer el vaso con refresco que se iba a llevar a la boca. El reguero se esparció sobre la mesa y en cuestión de segundos Gustav y su madre ya tenían todo controlado con muchas servilletas y manos prestas.

—Vaya día –intentó animar Melissa el ambiente—. Nada parece salir bien hoy.

—Nada –repitió Georg en voz baja y Robert se detuvo a medio bocado.

—¿Hay algo que quieras decir, hijo? –Le sostuvo la mirada un par de segundos antes de que Georg se disculpara y enfilando al segundo piso de la casa, desapareció.

Excusándose a su vez, Gustav lo siguió.

 

—¡No lo quiero aquí! –Sentado sobre la tapa del retrete, Georg se pasó los dedos por entre el cabello en lo que sería ya la quinta vez desde que estaba encerrado en el baño con Gustav. Abajo todos seguían esperando su regreso, pero él no encontraba fuerzas para dejar que aquella velada de mierda siguiera adelante—. ¡No quiero!

—Y seguramente encerrado aquí vas a lograr que se vaya –bufó Gustav—. Mira, no te voy a obligar. Él vino por unas nietas que no son suyas, se va a llevar un enorme chasco si es que te atreves a decirle, pero… él vino. Está aquí. Tienes que darle crédito.

Georg rió con amargura. –Oyéndote, parece que dices que te encanta esa familia de locos que tenemos.

—Bueno, —se limpió Gustav el borde de los ojos—, los quiero a todos. Mucho. Han estado para mí y también por ti. No cualquiera tiene esta suerte y… —Tiró del papel de baño hasta tener un poco con qué limpiarse la nariz—. Lo que sea. Haz lo que quieras.

Hizo amago de salir del baño, pero se encontró aprisionado entre la puerta y Georg, que de pronto lo besaba en los labios y lo sujetaba por las muñecas con más fuerza de la necesaria. –Lo siento –admitió el bajista al fin.

—Es tu padre…

—Lo sé –murmuró con miseria el bajista.

—No, no, déjame terminar –se aflojó Gustav del agarre para tomar a Georg por el rostro y desdibujar las líneas de preocupación que cargaba—. Es tu padre y no lo has visto en años, entiendo qué pasa, pero no puedes estar resentido y ya. No sin razones, no sin darle la oportunidad de hablar.

—Él nunca… —Georg se tragó lo que quería decir. Robert no había estado en su vida por demasiados años. Ni siquiera lo adiaba; era sólo que no sabía como amarlo a pesar de ser su hijo. No era ni el tipo de padre que se limitaba a buscarlo por dinero ahora que era famoso, que vivía una vida de rock star porque hasta en eso, Robert estaba ausente. Georg no tenía a qué asirse para mantener aquella rabia acumulada, pero tampoco podía liberarse de ella.

—Tú decide –lo tranquilizó Gustav—. No tiene que ser hoy…

—No –denegó el bajista con la cabeza—, es hoy.

 

Georg tragó saliva con dificultad al decirlo. –No son tus nietas.

—Tampoco tus hijas –dictaminó Robert sin malicia alguna en su voz.

—No, ellas son mis hijas, sólo… no son tus nietas. Lo siento –se disculpó sin estar muy seguro de porqué había dicho lo último.

Sentados en el patio trasero, lejos de toda zona iluminada, ambos alcanzaban a oír el ruido dentro de la casa. Como si su ausencia rompiera el tabú del silencio y los demás invitados, Gustav incluido, pudiera al fin superar aquel pacto de silencio.

—Tus hijas, mis nietas –se encogió de hombros Robert—. No confundas nada. Te vi en una de esas horrorosas revistas para mujeres. Für Sie. Me costó mucho encontrar el valor para hablar con tu madre después de tantos años. Más cuando ella me dijo la verdad y amenazó con sacarme los ojos con sus propias manos si me atrevía a hacerte daño… —Sonrió como niño pequeño al recordarlo y Georg no pudo evitar hacer lo mismo porque aquello era algo muy propio de su madre—. El caso es –suspiró—, que estoy aquí. Ni pido nada que no sea ver a mi familia. Soy sólo un hombre viejo y solitario.

—Entonces… —Georg hizo su último gran deseo al universo: No equivocarse—. Tienes que conocer a tus nietas. ¿Te dije que son un amor?

Robert denegó. –Aún no… Tendrás que decirme más.

Georg lo hizo.

 

—Ja, al parecer el humor corre también por tus venas –se burló Bushido de Bill al abrir esa noche el regalo que los dos gemelos le daban por su cumpleaños y sacar un casco de construcción a prueba de golpes. Por inercia, se rozó el punto en la cabeza donde las suturas habían sido requeridas de cuando Bill le dio varios golpes y se rió una vez más—. Lindo, lindo, muy lindo.

—Combina con lo que me diste tú para mi cumpleaños –replicó Bill con los ojos centelleando, al parecer recordando el bat de béisbol que el rapero le había dado con sorna.

Viendo la tensión en el aire dado que estaba sentado entre ambos, Tom interrumpió. –Yo elegí el… Uhm, el moño –balbuceó.

—Encantador. –Bushido pasó a la siguiente caja, que resultó un pase gratuito con el ginecólogo, cortesía de Sandra, que sentada al lado del rapero, se sonrojaba—. Alguien olvidó que no tengo matriz.

—Es su manera de decirte que pases de visita –lo codeó Gustav al depositarle en las manos un pequeño estuche de una joyería famosa—. ¡Feliz cumpleaños!

Tras intercambiar un abrazo un poco demasiado largo para el gusto de todos, pero soportado porque después de todo Bushido era el padre de las niñas de Gustav, el rapero al fin abrió el regalo para encontrarse con un magnífico reloj. De oro y fastuoso como a Bushido le gustaban, se lo colocó en la muñeca al instante para presumirlo.

—Perfecto, ahora pastel –se paró de golpe Bill, que llevaba toda la velada ansiando comer algo dulce y ya no soportaba más la espera.

En vista de que el pastel que Georg había estado cocinando estaba quemado y en la basura, habían optado por pedir uno a la pastelería más cercana. De chocolate y glaseado como fue decidido por la mayoría, descansaba sobre la mesa del comedor con los platos y tenedores correspondientes.

Enfilando en grupo, todos apresurados por hincarle el diente al pastel, Gustav aprovechó la distracción para tomar a Bushido del brazo y rezagarse con él rumbo al comedor. Apenas desaparecieron de su vista, el baterista soltó la mano que agarraba.

—Yo… Quiero decir, las niñas, ellas te hicieron un regalo –murmuró con las orejas volviéndose de un intenso color rojo oscuro. No estaba muy seguro hasta que punto aquello era correcto. No el estar a solas con el padre de sus hijas, sino al atreverse a un presente por parte de ellas.

En cualquier otra situación, podría ser algo normal. Estaba seguro que para el día de las madres Georg lo haría; era lo común al menos en las típicas familias. El único problema era que la suya era la familia menos normal del mundo, pero ni eso le iba a impedir tratar de llevar la fiesta en paz.

Lo que no lo convencía era a fin de cuentas la reacción de Bushido. Podía esperar verlo fruncir el ceño o aceptar el regalo sin más que una sonrisa o incluso la loca alegría, pero no la indiferencia que le mostraba en tiempo presente cuando se cruzaba de brazos y soltaba un largo suspiro.

—No tienes qué molestarte. Y dos veces además –alzó la mano en la que llevaba el reloj como para demostrar su punto.

Los labios de Gustav se volvieron una tenue línea que apretó con vergüenza un par de segundos antes de que los ojos se le humedecieran. Maldijo a sus locas hormonas mentalmente y retrocedió unos pasos. –Ok, no hay problema. –Dispuesto a encerrarse en el baño más próximo para usar todo el papel de baño disponible en limpiarse los ojos, se sorprendió al verse sujeto por dos fuertes manos.

—No me malentiendas, Gus… —Al rapero carraspeó—. Esto es nuevo para mí, dame tiempo. –Gustav asintió aún sintiendo los estragos del bochorno que cargaba a cuestas. Pareció que Bushido lo meditó un poco antes de sonreír abiertamente de nuevo—. Qué más da… ¿Qué me dieron mis pequeñas hediondas de regalo? –Bromeó antes de sentir un golpe en un hombro.

Parado a su lado, estaba Bill, pañal sucio en mano y expresión hosca en el rostro. –Esto –le gruñó al repetir el golpe con un poco menos de fuerza—, ¿te gusta, papi?

—Vaya exquisitez –exageró Bushido el tomar el pañal entre dos dedos y alzarlo a la altura de los ojos como si lo estuviera admirando. Para completar la broma, hizo amagos de olisquearlo y entre toses decir que exhalaba la fragancia de las flores en primavera—. Ugh –se estremeció al casi tirar el pañal al otro lado de la habitación—, ¿qué comen esos engendros?

—Leche. ¡Comen leche! ¿Cuántas veces lo tengo que decir? –Entró Georg a la habitación cargando a Gweny, seguido de Tom que llevaba consigo a Ginny—. Les juro que no desayunan desechos nucleares…

—Y aún así se las arreglan para cagar cada mierda –masculló Bill sacando la lengua—. Lo que sea, ¿qué hacían ustedes dos aquí? –Miró fijamente a Bushido sin pestañear hasta que le fue imposible al rapero mantenerse sereno con ese par de ojos inquisitivos hurgando cada pequeño rincón de su ser.

—Basta –exclamó Gustav con hastío—, los dos –agregó al ver que Bill lucía triunfante—. Sólo estábamos abriendo el último regalo. ¿Qué, acaso es pecado? –Y al decirlo, se acercó a la mesita que estaba detrás de él para sacar una pequeña caja. Envuelta en azul oscuro y con un listón plateado, no era más gruesa que un libro.

Tras dársela a Bushido, éste la sopesó entre las manos para luego romper el papel y sentir un tirón leve pero conciso en el pecho, justo sobre donde tenía el corazón.

El regalo era un simple marco con una fotografía en ella. La reconoció al instante como aquella que le habían tomado el mismo día que las gemelas habían nacido. Sentado en una mecedora y con una niña en cada brazo, lucía la sonrisa más honesta que había dado en años. Ni siquiera era perfecta; en ella se le veían ojeras por la falta de sueño, el cansancio reflejado en sus facciones y los nervios y la preocupación experimentados haciendo estragos en su apariencia. Y sin embargo…

Tragando saliva con un sentimiento hasta ahora desconocido atorado en el pecho, apenas y atinó a decir ‘gracias’.

 

—Georg… —Más tarde, mucho más tarde en aquella noche, una vez que los invitados comieron pastel y se despidieron luego de pasar una tarde alegre conformando aquella extraña familia que Gustav tanto amaba, el baterista se zafó de los brazos de Georg y lo picó en las costillas para verlo fruncir el ceño y nada más. Volvió a intentarlo y un ronquido más fuerte de lo habitual le espantó. No dispuesto a rendirse, volvió a intentarlo—. ¡Georg Listing, despierta!

Los ojos de Georg se apretaron con fuerza al tiempo que el bajista se cubría la cara con el brazo. —¿Hay un incendio?

—No –desdeñó Gustav antes de recordar lo de horas antes—. Por tu bien espero que no. –Espero una respuesta para descubrir que de nueva cuenta, Georg estaba dormido—. Idiota, levántate.

—Mmm… —El aludido se dio media vuelta y hundiendo la cabeza entre las almohadas, fue como despertó al fin al recibir una nalgada—. Ya, despierto. ¿Contento? –Se talló los ojos para enfocar la figura de Gustav, aún acostado, con ojos grandes y asustados. Una repentina idea lo hizo saltar de la cama y correr rumbo a la puerta. Quizá Gustav había escuchado a las gemelas llorar a través de los comunicadores que tenían a un lado de la cuna y de su propia cama, pero… Se detuvo a medio paso.

Era imposible. De ser así, Gustav ya estaría en pie y solucionando la emergencia. Las fuerzas especiales del ejército ya estarían rompiendo ventanas y haciendo su heroico rescate de ser así. Algo simplemente no cuadraba…

De regreso a la cama, con el corazón acelerado, pero al menos completamente despierto, le tomó un poco de tiempo volver a estar tranquilo. Gustav le tendió un poco de agua y tras tragar un poco en sorbos pequeños, tuvo el ánimo de preguntar.

—Ven acá… —De nueva cuenta acostados, sólo que ahora bajo la tenue luz de la lámpara de noche, Georg abrazó a Gustav y de costado, tendidos con las narices rozándose, le acarició la espalda hasta que pudo arrancarle una palabra de lo que le preocupaba.

—Me deprimen los finales –admitió Gustav en un murmullo al acercarse más a Georg y esconder el rostro en la curva del cuello de éste—. Sandra me dijo que sería normal un poco de tristeza después del parto. Algo con los niveles de hormonas, pero me siento tan… Odio los finales, ¿sabes? –Suspiró, produciéndole a Georg una grata sensación por todo el cuerpo con el aire caliente—. Como si ya hubiera terminado con todo y no hubiera nada más por delante. Creo que estoy desanimado –admitió con su característica voz, algo muy raro en él, que nunca se dejaba llevar mucho por las emociones.

A modo de consuelo, el bajista le dio un beso en la mejilla. –Estás cansado y yo también –lo abrazó con más fuerte hasta sentirlo laxo a su costado—. Es normal. Nueve meses de embarazo y con el circo que te tocó vivir, me sorprende que no estés llorando debajo de la cama.

—A veces me dan ganas de hacerlo –confesó Gustav en un leve balbuceo—. Vivo tan asustado de lo que puede pasar que… que… No odio a mis hijas, pero a veces son una molestia. Siento que ésta no es mi vida. No la de antes al menos –sollozó al aferrarse con ambas manos de Georg y sujetarse a él con miedo de perderlo—. Las quiero tanto que me da miedo lo que pueda pasar. No es normal, ¿verdad? Las madres no pueden ser así. Yo ni siquiera soy una y estoy hecho un manojo de nervios. Me aterra volverme loco y equivocarme con algo…

—Gus…

—… Que por error haga algo que…

—¡Gustav! –Georg lo sacudió para encontrarse con que el baterista estaba convertido en un mar de llanto—. Shhh, Gus, eso no va a pasar jamás.

—Pero, ¿cómo sabes eso? –Se sorbió la nariz el rubio—. Son tan pequeñitas… Tan indefensas. Si algo pudiera ocurrirles alguna vez, me podría morir del dolor. Hay tantas enfermedades, los accidentes pueden ocurrir cuando menos lo esperas.

—Eso no lo sé –admitió Georg—. Estamos para ellas, ¿no? Incluso aunque no lo fuera, están los gemelos, están tus padres, están los míos. Está Bushido –dijo a regañadientes de su consciencia—. Ellas tienen una familia maravillosa. No tienes de qué preocuparte. Si algo nos pasara, algo que dudo mucho porque no lo vamos a permitir, ellas no quedarán en la calla; tienen con quién contar.

—Pero…

—Y no, éste no es el final. Vamos Gus –lo besó Georg en los labios, probando las lágrimas saladas—, ¿es no quieres formar un equipo de basketball?

—¿Quieres más hijos? –Preguntó Gustav semi incorporándose sobre un brazo y con la boca ligeramente entreabierta, que se le abrió más cuando el bajista asintió, escondiéndose detrás de su cabello a causa de la vergüenza que sentía.

—No ahora, claro –evadió el tema Georg—. Primero tenemos que mandar a las nenas a la universidad. A la mejor de toda Alemania o de Europa si para entonces comprar pañales no nos han dejado en la ruina total y declarados en bancarrota.

—¿Y luego? –Gustav se limpió el borde de los ojos con el dorso de las manos—, ¿y luego qué?

—Luego tendremos la casa para nosotros solos. Dormiremos desnudos y arrugados como pasas, abrazados y recordando los viejos tiempos. Nuestras dentaduras flotando en vasos de agua.

—Tendremos cuarenta para cuando las gemelas vayan a la universidad, duh –arrugó la nariz el baterista—. Aún con dientes y espero, no tan arrugados.

—Entonces… —Georg pareció meditarlo un poco—. Ya sé… —Antes de proseguir, volvió a tirar de Gustav hasta tenerlo bajo las mantas y en su anterior postura, prosiguió—. Estaremos sacando nuestro tercer disco de Grandes Éxitos. Bill tendrá muchos tatuajes por todo el cuerpo y Tom hará anuncios de Viagra a cadena nacional presumiendo a su manera que todavía tiene sexo como adolescente –se rió con maldad junto con Gustav, que creyó las posibilidades bastante reales—. Nosotros aún viviremos aquí. Jóvenes, atléticos y con tanto cabello como siempre. El arrugado y sin dientes será Bushido, que saldrá del asilo de ancianos un domingo de cada mes para que lo llevemos al parque a ver a las aves… ¡Ouch!

—No seas cruel –lo amonestó Gustav con una leve mordida en el hombro. Enroscando los brazos en torno al bajista, hasta estar piel contra piel.

—Bien, él estará con sus dientes, pero tendrá una enorme barriga a causa de la cerveza, ¡auch! Ok, ya entendí. Es intocable. –Suspiró largo—. Conociéndolo, seguirá igual en cinco, veinte o cincuenta años. Nos va a enterrar a todos.

—Olvida eso –bostezó Gustav con más calma—, saca esa bola de cristal tuya y háblame del futuro. ¿Tendré muchos hijos, oh Madame Georg?

—Gracioso saliste –le pellizcó la nariz el bajista al rubio, antes de acomodarlo bien a su lado e inventarse un futuro posible—. Veo una docena de críos corriendo por nuestra casa… Todos de los gemelos, adoptados claro. Nuestras hijas serán las reinas y con vestiditos rosas serán las criaturas más bellas del mundo. E inteligentes, porque después de ganar Miss Universo en el primer empate conocido, estudiarán una licenciatura, una maestría y un par de doctorados en sus tiempos libres.

Gustav soltó sonidito de incredulidad. –Ajá, ¿y de cuál dices que has fumado en estos días?

El bajista se llevó una mano al pecho, en ademán ofendido. —¡Pero si sólo digo la verdad! Vamos Gus –le acarició el cuello con un dedo travieso, ocasionando que el baterista se retorciera en un sinfín de risitas bobas—, son hermosas. No será dentro de mucho cuando tengamos que espantar pretendientes desde el balcón a base de cubetazos de agua.

—Uhm –gruñó Gustav ante la idea—. Mejor ir poniendo rejas electrificadas.

—No te preocupes por eso –desdeñó Georg con ligereza—. Ellas serán listas. Llegarán al matrimonio vestidas de blanco.

—Claaaro –ironizó el rubio—. Tan vírgenes como el día de hoy.

—No te oigo –lo ignoró el bajista—. Ellas serán buenas niñas. Jamás conocerán varón alguno hasta que cumplan treinta o se casen. Lo que ocurra primero.

—Y sí… —Gustav se inclinó sobre Georg para susurrarle un par de palabras al oído—. ¿Y si son como los gemelos? Ya sabes, un día cuando tengan quince años nos confiesan que son lesbianas y que… —No dijo nada más no por no poder hacerlo, sino porque el bajista le cubrió la boca con la mano y no le dio ni la más mínima oportunidad de decir algo.

—Voy a repetir las sabías palabras que dijiste una vez –tomó aire—: ¿En realidad importa? Ese par son… Especiales. Si nuestras hijas salen así, uhm, bueno, me ahorran el tener que castrar a sus novios. Supongo… En el remoto caso de que suceda, lo pensaremos cuando llegue el momento.

Gustav se convirtió en un bulto sonriente ante aquella imagen. Georg siendo el padre celoso de la virginidad de sus hijas adolescentes le borraba cualquier posibilidad de un futuro triste. Aquella era la vida por la que luchaba, con la que embarazado y aún con el vientre plano, fantaseó con tener y que lo motivó a seguir adelante…

—Lo que ellas quieran ser por mí está bien –murmuró acurrucándose contra Georg, un brazo en torno a la cintura y el otro al cuello. Lo besó en los labios con delicadeza antes de cerrar los ojos—. No seas cruel, sigue contando historias.

—Ah, Gus. No son historias. Es el futuro. Como decía… —Estiró la mano hasta apagar la lámpara y a oscuras se concentró en recorrer la espalda desnuda del baterista con dedos ágiles, contento de percibir como se retorcía por sus caricias—. Para la próxima primavera tendremos que enseñarles a nadar… ¡ough! Está bien, en dos primaveras aprenderán a nadar. Haremos que valga la pena tener la piscina y entonces haremos barbacoas cada fin de semana.

—¿Y cuando estemos de gira? –Gustav se mordió el labio inferior, por primera vez tomando en cuenta el inconveniente de llevar críos de tour por Europa y quizá América. No era como si las pudieran botar por ahí. Habiendo tanta gente loca en el mundo, contratar un par de niñeras no parecía lo adecuado y mucho menos lo era dejarlas ni con la familia del rubio o con la madre de Georg—. No las podemos dejar.

—Bushido se encargará de ellas –se burló Georg—. Les rapeará nanas para que duerman y biberones con tres partes de leche y una de alcohol para que duerman toda la noche. –Gustav le tiró del cabello en un arranque de desesperación.

—Olvídalo, ellas irán con nosotros.

—Jost va a volverse loco –dijo Georg al imaginarse a su manager mesándose el cabello lleno de canas con desesperación cuando a las niñas les diera por llorar toda la noche o gimoteando como bebé cuando aprendieran a caminar y corrieran como pequeños monstruos fuera de su alcance.

—Jost puede besar mi trasero –masculló Gustav muy convencido de sus palabras—. De todos modos –murmuró con un tono de vergüenza—, no es como si pudiera salir a dar giras con senos.

—No las puedes amamantar hasta que cumplan dieciocho, Gus –enfatizó Georg con una pizca de burla—, aunque si te empeñas… ¡Sexy!

—Nada de senos más de lo necesario. No pienso andar por la vida usando sostén por siempre –refunfuñó al baterista, no a tiempo para evitar que la mano de Georg se cerrara en torno a uno de sus pechos con tal suavidad y cuidado que olvidó replicar y en su lugar soltó un gemido opacado por la mano con la que se cubría la boca—. ¡Georg!

—Oh, vamos… Hace mucho tiempo que no –chasqueó con la boca—, ya sabes.

—Aún tienes los puntos de la cirugía –luchó con el Gustav hasta tenerlo acostado sobre su espalda con él encima. Con la suerte que Georg tenía, era capaz de dejarse las tripas de fuera sólo por tener un poco de diversión de adultos—. Sigue contando. ¿Tendremos mascotas?

—Muchas –dijo con seriedad el bajista, regresando a su tono místico de pitonisa—. Gweny querrá perros y Ginny gatos, así que tendremos uno de cada uno. Al menos al principio, porque luego les dará por adoptarlos de la calle y nuestra casa será como un refugio de animales.

—Presiento que nuestro jardín se convertirá en un cementerio de mascotas –comentó lúgubre el baterista—. ¿Qué me dices de tener un par de conejos? Siempre me han parecido, pues…¿Lindos?

—¿Y si mejor tenemos más hijos? –Georg sonó tan serio en aquella petición, que lo consideró por un segundo. Su principal miedo, el de que Georg llegara a querer más a sus propios hijos que a las gemelas se desvaneció al instante; hablando con honestidad, desde que estaba embarazado, porque no creí posible que el bajista amara a nadie más de lo que lo amaba ya a él o a las niñas. En palabras de Georg, que su amor se multiplicaba, no se dividía jamás.

Claro que eliminando el factor de los miedos ridículos, quedaba el no tan bello panorama de volver a estar embarazado. Otros nueve meses y… Gustav denegó con la cabeza para sí mismo y Georg lo atrapó en ello, un tanto entristecido, pero respetando su decisión.

—¿Quizá…? –El baterista frunció el ceño. ¿Decir ‘cincuenta años en el futuro es una buena fecha’ sonaba o no muy cruel?—. No sé.

Aterrado, se aferró a las manos de Georg que lo soltaban, sólo para recuperarse instantes después cuando el bajista lo abrazaba como cada noche antes de dormir y tras darle un beso lánguido y al mismo tiempo cargado de deseo, acomodarlo a su lado.

—No importa, ¿ok? Porque cuando las gemelas se vayan y estemos solos tú y yo, seremos igual de felices que siempre. Yo sólo pido que seas tú el que siempre esté conmigo –entrelazó los dedos con el rubio en un gesto que resumía todo su amor—, así que tanto si tenemos más hijos como si no, todo está bien. ¿Entendido?

Gustav dijo ‘sí’ con rotundidad.

 

Un par de semanas después, remodelada la cocina como si nada malo le hubiera ocurrido, Gustav descansaba en el cuarto de las gemelas, con Ginny acostada sobre su brazo mientras la amamantaba. Bushido, que era el que lo acompañaba aquella tarde porque los gemelos estaban de visita con sus padres y Georg necesitaba ir a hacer unas compras al supermercado, le cambiaba los pañales a Gweny.

Compartiendo una tarde perezosa, apenas si habían intercambiado un par de palabras. De algún extraño modo, tras todo lo vivido juntos, podían nohaber sido la pareja más romántica o ser los mejores amigos, pero compartían dos vidas en común que hacían su lazo uno más fuerte de lo que se podía suponer.

Por eso, ni Bushido se sorprendió con la revelación de Gustav, ni éste cuando las palabras brotaron de su boca como por arte de magia.

—Georg quiere más hijos.

La respuesta del rapero fue honesta y sencilla. –Dale más hijos. –Con Gweny recostada sobre su hombro, no veía razones para dar otra opción.

—Muchas… molestias –admitió Gustav al cubrirse el pecho con una manta y apartar a Ginny, que dormía plácidamente—. No te burles, pero necesito saber… ¿En tu familia son todos sementales?

Bushido soltó una carcajada que se tuvo que tragar cuando su hija mayor se retorció entre sus brazos amenazando con despertarse y chillar. —¿De qué diablos hablas?

A Gustav las mejillas le ardieron de vergüenza. –Ya sabes, embarazarse requiere de dos personas. Yo tengo mis… —Articuló figuras en el aire con su mano libre para evitar mencionar sus partes femeninas y al final se rindió—. Tú entiendes. Eso. Si queremos hijos, Georg requiere de poner sus…

—¿Pescaditos en acción? –Suplió el rapero, al ver que a Gustav se le atoraban las palabras en la boca. Apenas lo dijo, el baterista callándolo con un ‘shhh’ largo que hizo que la bebé que cargaba en brazos se agitara un poco antes de volver a caer en sueño profundo—. No hagas tanto escándalo, sólo son los hechos de la vida. Llegado el momento, yo les voy a explicar a estas lindas criaturas lo que tengan que saber.

—Por favor –replicó Gustav con acidez—, que no sea antes de que cumplan cinco años y tampoco en un club de stripers.

Bushido rodó los ojos. –Olvida eso. Regresando al tema, no, en mi familia somos normales. Bien dotados pero normales –guiñó un ojo—. Si no te cuidas, Georgie puede dejarte en estado interesante cuando menos te lo esperes.

La sonrisa de Gustav le dijo mucho y nada; lo mismo que la Gioconda, labios apenas curvados que se completaron con su enigmática respuesta. –Quizá…

 

—Wow, Gus… Ummm, ah… No es que me queje pero, ohhh…—Jadeó Georg de sorpresa al verse de espalda sobre la cama que compartía con el rubio y desnudo.

Pensando que luego de su baño de agua tibia se iban a dormir luego de un día largo porque las gemelas habían estado ligeramente enfermas, gracias a los cambios de temperatura de la llegada del otoño, se sorprendió en su totalidad cuando apenas salir de la ducha, Gustav lo había arrinconado cerca de la cama y tras lanzarlo sobre el colchón y casi arrancarle la toalla, había procedido a besarlo como si no existiera mañana.

—Repito, no es queja, ¿pero qué te pasa? –Preguntó respondiendo a las caricias. Gustav sólo llevaba bóxers y sin molestarse en pedir permiso, el bajista metió las manos dentro de la tela para palparle el trasero al rubio, que apenas se sintió tocado, y detuvo el beso para soltar un gemido totalmente de placer.

—Pensé un poco y… —Apoyado con ambos brazos a los lados de la cabeza de Georg, Gustav se inclinó hasta estar tan cerca que el aliento de sus respiraciones se confundía—. Ya sabes, creo que es buena idea tener un par de críos más por la casa.

—¿Un par? –En una maniobra rápida, Georg intercambió posiciones, teniendo a Gustav por debajo de su cuerpo—. Necesitamos práctica si queremos que sean más que un par –murmuró besando el cuello del rubio al tiempo que usaba una mano para despojarlo de la prenda que los separaba. Apenas la deslizó por las estrechas caderas de Gustav, el bajista volvió a la carga.

Uniendo sus erecciones, se movió con cadencia por la zona de la entrepierna un par de minutos entreteniéndose en eso y en besar a Gustav, que yacía tembloroso y jadeante bajo su peso.

No fue necesario más tiempo cuando fue evidente cuál era el paso a seguir. Tras apagar la lámpara, a petición de Gustav que se sentía conspicuo a la luz con respecto a sus pechos, y arrodillarse ante su figura, se detuvo para volver a preguntar.

—¿Quieres más hijos? En serio, Gus. Podemos esperar.

Gustav extendió una mano y rozó con ella la mejilla de Georg. –Que pase lo que tenga que pasar, ¿bien? Por ahora sólo… —Alzó la cadera hasta que chocó con Georg, que sin mediar una palabra más, se posicionó sobre Gustav y lo penetró en un solo movimiento lento pero conciso.

Tarde aquella noche, aún cálidos y enredados entre sí bajo las mantas, los dos intercambiaron bobos trazos de conversación. Posible nombres, tanto de hijos como de mascotas. Hablaron de las gemelas, el futuro en la banda, de abrir un fideicomiso y de ir en cuanto fuera posible al primer viaje familiar. Mencionaron la posibilidad de conseguir un perro y de ir al supermercado todos juntos.

A fin de cuentas, pensó Gustav jugueteando con un mechón de cabello de Georg, que aún dormido lo abrazaba posesivamente, esos eran los detalles que conformaban la que era su familia. Su hogar.

 

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