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A los trece por Marbius

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7.- (Jag smyger ut)

 

—Tom, hey Tomi… —El aludido arrugó la nariz, no deseando salir del agradable estado en el que se encontraba. Con las mantas por encima de la cabeza y los pies casi siempre fríos, por una vez calientes y entrelazos con las piernas de su gemelo, lo que más quería era continuar con sus agradables sueños—. Despierta, Tom Kaulitz.

—Estoy… Mf-pierto —barbotó Tom con la cabeza escondida en el cuello de Bill. El aroma ahí era reconfortante y los brazos alrededor suyo reafirmaban la emoción. A su vez, sujetaba a su gemelo por la cintura y metía las manos por debajo de la vieja camiseta que éste usaba para dormir.

—Seguro —ironizó Bill, actuando diferente a sus palabras y reduciendo la distancia entre sus cuerpos al grado en que era difícil decidir dónde terminaba uno y comenzaba el otro—. Hay que levantarnos de la cama, ya es tarde —murmuró al cabo de un rato, con la mejilla apoyada en la sien de Tom.

—¿Quién dice? Aún no sale el sol —respondió Tom con un ligero tono de malhumor. Estaba tan en paz y tan a gusto, que lo que menos quería era salir al mundo real de vuelta. Prefería la falsa realidad en la cual sólo tenía que yacer ahí, tibio, abrazando a Bill hasta que la eternidad los encontrara fosilizados.

—Son las cortinas y el despertador. Es casi mediodía.

Tom sintió el cálido aliento de su gemelo contra la piel y al instante una presión se colocó en su bajo vientre. —Hmmm —respondió al cabo de unos segundos, apartándose casi imperceptiblemente de su gemelo para que éste no notara la repentina erección matutina que se le formaba en los pantalones del pijama.

—¿Dormiste bien? —Preguntó Bill ignorando el cambio en su gemelo y acariciando una sección de su cabello—. ¿Alguna molestia?

—Ninguna. —Tom decidió omitir el dolor de cabeza leve que tenía—. Tu cama es mejor que la del hospital.

—Me sentiría ofendido si no lo fuera —sonrió Bill al decirlo.

Usó una de sus manos para deslizarla sobre los hombros de su gemelo y éste exhaló aire de gusto.

La mañana discurría tan tranquila, que ninguno de los dos se veía con ánimos o fuerza como para salir al cruento exterior. Siempre era mejor cerrarle la puerta a los problemas y fingir que afuera no existía un mundo sobre el cual los hechos y la vida misma giraban.

—¿Bill? —Rompió Tom el silencio—. Quiero preguntarte algo…

—Adelante —concedió permiso el menor de los gemelos.

—Es algo raro —murmuró Tom con un poco de bochorno—. Así como… personal. No quiero que pienses diferente de mí después de que lo diga.

El ceño de Bill se frunció. —Jamás pensaría mal de ti, si es lo que te preocupa. Tal vez que eres un poco raro sí, pero… ¡Ouch! —Se quejó del repentino pellizco en la cintura, justo donde las manos de Tom lo tocaban por debajo de la camiseta—. Vale, no pensaré diferente de ti, ¿contento? ¿Es lo que querías oír?

«No exactamente», pensó Tom, pero igual asintió.

—Pregunta pues —lo instó Bill a hacerlo—. ¿Tomi?

—Estoy pensando cómo hacerlo —balbuceó el mayor de lo gemelos, bastante inseguro de proceder—. ¿Alguna vez yo…? —Dejó su frase sin finalizar.

Tom apretó los labios con firmeza. Lo que quería preguntar, no resultaba fácil. En primera, porque lo que quería saber, podría no ser de su agrado. En segunda…

—¿Me quieres? —Preguntó de improviso con la voz pequeña, casi como si temiera que la respuesta fuera negativa y eso lo fuera a destrozar.

Bill parpadeó en la penumbra de la habitación. —¿De qué hablas, Tom? ¡Por supuesto que te quiero! Dios —lo abrazó con más fuerza—, no lo dudes jamás. Yo te quiero mucho. Más que a nadie.

Eso, Tom ya lo sabía. Pero su pregunta no derivaba en esas vertientes. —Yo también te quiero —musitó el mayor de los gemelos, entrelazando los dedos por detrás de la espalda de Bill—. Sin ti, no sabría qué hacer.

A Bill se le formó un nudo en la garganta al oír aquello.

—Me moriría de tristeza sin ti, incluso si nunca te hubiera conocido —prosiguió Tom, hundiendo con cada palabra una piedra en el corazón de Bill—. Sería un miserable gruñón y jamás sonreiría.

—Tomi… —Se incorporó Bill de golpe, asustado por las palabras de su gemelo. Aquello que escuchaba no era de su agrado. Apoyado sobre su codo, miró a Tom, tendido entre las almohadas y las mantas con aspecto desvalido, casi como un pequeño niño que teme estar a solas en la oscuridad—. Tomi… —Repitió.

—Bill —respondió éste, a falta de una mejor palabra que definiera su mundo, porque para él, el universo entero era Bill y nada más.

El menor de los gemelos se incorporó aún mejor, pasando una de las piernas por encima del cuerpo de su gemelo y apoyando ambas manos a los lados de su cabeza. Inclinado sobre Tom a escasa distancia, cedió a su propio peso hasta colocarse por completo encima de él.

Presionando las frentes juntas, Bill exhaló todo al aire de sus pulmones al darse cuenta que las crisis de las cuales el doctor Reimann les había hablado durante su estancia en el hospital, apenas estaban por comenzar. Y como espejo que eran el uno del otro, Tom inhaló todo el aire posible hundiéndose en la quietud que era tener a Bill encima de él, presionando piel contra piel.

Rostro con rostro, Tom giró un poco el cuello al mismo tiempo que Bill y sus mejillas se deslizaron con suavidad desde el borde hasta que la comisura de sus labios se encontró.

La respiración de Tom se irregularizó y el corazón le latió al doble de velocidad en cuestión de un mili segundo.

—Te amo, Tomi; no lo dudes jamás —murmuró Bill cerrando los ojos, sus pestañas haciéndole cosquillas al mayor de los gemelos.

—Yo… —Tom se atragantó con las palabras, repentinamente deprimido, no por el amor que Bill le profesaba, sino por su propia incapacidad de ser recíproco. No quería decir ‘te amo’ cuando al mismo tiempo pensaba ‘te deseo tanto que duele’. No era justo.

Sin embargo, sus acciones no obedecían a sus pensamientos. Dominado por un ímpetu salvaje, alzó el rostro justo lo necesario para dar un único beso a Bill en los labios. Apenas un roce que lo definiera como tal y giró de vuelta la cabeza al lado contrario, enfocando la vista en un punto lejano, para así no tener que responder más preguntas de las que podía.

Bill se congeló en su sitio, de pronto con el estómago pesado.

—Tienes razón —masculló Tom sin atreverse a verlo—, es hora de levantarnos.

—Claro —se apartó Bill de su gemelo, cayendo con suavidad al otro lado de la cama.

—Uhm —Tom carraspeó para luego sentarse en el borde del colchón—, voy al baño —dijo para nadie, saliendo de la habitación al cruzar la puerta que separaba el cuarto del baño y cerrarla detrás de sí.

Tendido de espaldas, Bill se tocó los labios con la punta de los dedos y volvió a fruncir el ceño.

 

—Y bien, ¿qué se te antoja desayunar? —Sentado en la mesa de la cocina, Tom alzó la mirada para encontrar a Bill poniéndose un delantal encima del pijama y al parecer dispuesto a cocinar él mismo—. Puede ser cualquier cosa que quieras mientras esté dentro de la dieta que el doctor Reimann nos dio.

Bill estaba actuando como si lo sucedido apenas media hora antes en su dormitorio no hubiera ocurrido nunca y Tom estaba dispuesto a hacer lo propio por mucho que la idea le apretara el pecho.

—¿Seguro que cualquier cosa? —Confirmó Tom antes de decidirse—. Quiero… —Se golpeó el mentón con un dedo, pensando qué se le antojaba; al final, se decidió por un clásico—. Pan con mermelada y un huevo cocido.

Bill arqueó una ceja. —¿Seguro?

Tom se mordisqueó el labio inferior—. Claro, ¿por qué no iba a estarlo?

—Porque… —Rodó Bill los ojos— hace años que no comes huevo cocido. De hecho, lo odias.

—No lo odio —rió Tom como si la idea fuera una absurda broma—. Me gusta mucho.

—Aclaración —se cruzó Bill de brazos—: Te gustaba. Tiempo pasado; ya no más.

El mayor de los gemelos soltó un bufido. —¡No es cierto! —Refutó un poco acalorado en la discusión—. ¿Cómo podría odiar el huevo cocido si me muero de ganas por comer uno?

—Eso explícamelo tú, señor ‘si alguien se atreve a comer huevo cocido en mi presencia, se lo voy a hacer comer a la inversa, empezando de abajo para arriba’ —bufó Bill—. No estoy inventando mentiras —agregó Bill al ver la cara de desconcierto de su gemelo—. Hace años que no comes huevo y cocido es como menos lo soportas. Nadie del equipo puede comerlo o prepararlo en tu presencia. Dices que te da mucho asco el aroma.

—No es cierto… —Rechazó Tom la idea como si fuera una tontería—. Comí huevo cocido la semana antepasada… —Finalizó la frase con lentitud, los ojos perdidos.

—Hey, Tom —se acercó Bill a su gemelo y lo sujetó por los hombros—. ¡Tom! —Lo sacudió con fuerza, un poco histérico al ver que no reaccionaba.

Al final, Tom parpadeó un par de veces antes de enfocar la vista en Bill, que lo miraba preocupado.

—Idiota, me asustaste —le recriminó éste con un temblor en su voz.

El mayor de los gemelos se aclaró la voz antes de hablar.— Tienes razón, lo siento. Ya no me gusta el huevo. Comí demasiado hace años y ahora no lo soporto.

El rostro de Bill perdió color. —¿Lo recordaste o…? —Dejó inconclusa la frase.

—No, es más bien como si… —Tom frunció el ceño con inquietud. Su nuevo conocimiento, por pequeño que fuera, era el primer paso a recuperar todos aquellos años perdidos. Resultaba triste e irrisorio que su primer recuerdo verdadero fuera el banal hecho de que odiaba el huevo en todas sus presentaciones, especialmente cocido, en lugar de algo significativo.

—¿Cómo si…? —Quiso saber Bill.

—Como si ya lo supiera, no como si lo recordara —finalizó Tom con voz apagada—. Creo que voy a desayunar otra cosa.

Bill experimentó la sensación de haber recibido un puñetazo en el estómago. De pronto, su gemelo le parecía un niño pequeño e inseguro que no parecía sentirse cómodo en su propia piel.

—Seguro, sólo pide —intentó mostrarse alegre.

—Pan tostado con mantequilla. Leche. No tengo mucha hambre —fueron las últimas palabras de Tom antes de ponerse de pie—. Olvídalo, no tengo tanta hambre —murmuró sin dar explicaciones a las preguntas que Bill empezó a formular, huyendo escaleras arriba de la compañía y deseando estar a solas como nunca.

 

Bill dejó a Tom estar a solas un par de horas.

Luego de una llamada de emergencia al doctor Reimann, éste la había explicado al menor de los gemelos que lo ocurrido era algo normal dentro de los parámetros. Tom se encontraba confundido, triste, quizá hasta un poco histérico y no era nada extraordinario que viviendo sus trece años de vuelta, le dieran también ataques de adolescencia rebelde.

Bill recordaba con claridad esos años como los peores y al mismo tiempo los mejores de su vida. Los inicios de la banda, el primer tour y los récords de venta de discos competían a la par con una etapa violenta donde él y Tom habían huido de mil y un sitios diferentes para protegerse de las burlas y los golpes.

En un principio, el menor de los gemelos decidió ver un poco de televisión. Perder el tiempo viendo una película o algo parecido, peor luego de recorrer tres veces todos los canales con los cuales contaba su sistema de cable sin encontrar nada que le llamara la atención, se dio por vencido e intentó leer.

Tomó un volumen del estudio y se plantó en uno de los sillones reclinables que había en la habitación, sólo para alzar la vista ilusionado cada media página, esperando ver a Tom cada vez que el ruido del viento soplaba en la lejanía.

No se recordaba a sí mismo tan dependiente de su gemelo. Claro que eran cercanos, su vínculo se extendía más allá de lo que cualquier persona normal pudiera comprender, pero su apego radicaba no sólo en haber compartido un vientre materno por nueve meses, sino por la conexión que les permitía verse y saber qué pensaba y sentía el otro al instante.

—O al menos solía ser así —se lamentó Bill en voz baja. Las últimas dos semanas no habían sido fáciles y en ningún momento se había imaginado cuán mal podría salir ese concierto al aire libre, así como tampoco las repercusiones que traería a sus vidas.

Se sentía como un egoísta de lo peor, porque por encima de él, era Tom quien más sufría. Bill ni siquiera se podía imaginar cómo sería el despertar a solas, confundido y asustado, consciente de haber sufrido un accidente, pero sin recordar nada que lo asegurara. Herido… Él sólo había tenido que esperar y a pesar de haber sido una prueba muy dura, no era nada en comparación a la convalecencia que Tom tenía por delante.

—Mierda —tiró el libro a sus pies y se cubrió la cabeza con ambas mano—. Calma, Bill —se habló a sí mismo—, ten calma y todo saldrá bien…

Por desgracia para él, ni siquiera el oírlo de su propia boca le traía consuelo.

 

Tom pasó por algo parecido.

Una vez desapareció de la cocina, subió las escaleras a su propia habitación y cerró la puerta, deseando estar solo, pero al mismo tiempo sin colocar ningún pasador o seguro que le impidiera a Bill la entrada; quería y a la vez no, estar en completa soledad. Así como la idea tenía una parte aterradora, también reconfortaba y le daba seguridad.

Pasó el primer par de horas intentando hacer algo, cualquier cosa, pero la habitación se imponía, exigía respeto y Tom sólo fue capaz de sentarse en la cama, cuidando que el cobertor no se arrugara mucho.

Era su habitación, ¿entonces por qué ese afán suyo de sentirse como un intruso? En un aspecto muy importante lo era; aquella habitación le pertenecía y al mismo tiempo no era suya.

El cuarto mismo era un salto del tiempo, lo mismo que una realidad alterna donde él no existía mas que en el cuerpo de lo que era y la mente de lo que jamás volvería a ser.

La única opción sería mover la cama, buscar dentro de los cajones y leer cada papel que se encontrara a su paso. Descubrir quién era y en que se transformaría… Se había transformado ya. Mala suerte para él, que no se sintiera con ánimos de escarbar en la vida de alguien más -ese alguien más siendo él mismo- para descubrir más de su propia vida.

Se consoló pensando que al menos tendría más tiempo para ello; que no todo tenía que ser en su primer día de vuelta en casa.

Un poco aprensivo aún, se tendió de vuelta en aquella cama ajena que le pertenecía y se quedó dormido gran parte de la tarde.

 

Cuando despertó, Tom sintió tres cosas en sucesión instantánea.

La primera siendo la acuciante sensación de la sed, seguida de las ganas de ir al baño. Tom odiaba la contradicción de estar seco en la garganta y al borde de orinarse en los pantalones.

La segunda siendo el tibio peso contra la espalda. La mano celosa que lo sujetaba por la cintura y parecía provenir de la nada; la pierna que lo cubría por el muslo; el tibio aliento que chocaba contra su nuca; todo el conjunto que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel.

La tercera, que por supuesto era Bill… Bill, su gemelo, abrazándolo por la espalda y respondiendo a su grito silencioso de ‘no me dejes, no quiero estar a solas, te necesito’ que uno lee siempre en el otro a pesar de todo.

—Lo siento —murmuró Tom acongojado. El peso del día, uno muy corto y sencillo, parece sofocarlo. No quiero ni pensar cómo serán los que vienen… Como será su vida si nada vuelve a la normalidad.

—Está bien —contestó Bill, apoyando la mejilla contra el omóplato de su gemelo—. Sólo tienes trece y yo soy un adulto. Voy a cuidar bien de ti, Tomi, hasta que estés bien…

Protegido y rodeado de amor por su gemelo, de pronto Tom deseó no crecer.

Si eso significaba permanecer así con Bill, bien podría renunciar a todo sin pensarlo.

 

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