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A los trece por Marbius

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12.- Retorno presente.

 

—Tomi… —Por primera vez en aquella tarde, Bill parece avergonzado de lo que hace. Y no es para menos; desnudo y penetrándose al caer sobre el cuerpo de su gemelo (el pobre siendo una víctima pasiva, casi obligada y de algún modo impaciente), tiembla y exhala aire entrecortadamente—. N-No me mi-mires así —balbucea entre espasmos de dolor; hace tanto de la última vez. Él mismo se lo dijo a Tom antes de… El mayor de los gemelos cierra los ojos, se deja envolver por la sensación de calidez que Bill le provee.

Con manos sudorosas, recorre sus muslos desnudos y los dedos se pierden llegando a la cadera, deslizándose por los casi imperceptibles glúteos y llegando al punto donde sus cuerpos se unen.

Lo único en lo que Tom puede pensar es que ya no es virgen, que quizá no lo es desde hace mucho y la idea lo entristece.

Incluso para él que presume de no darle importancia a algo como eso, que sólo las chicas lo tomarían en cuenta, por dentro del pecho, el corazón le duele.

 

—Hey, hey, tranquilo… —Murmuró Bill con la voz gruesa por el sueño al sentir como su gemelo se revolvía entre sueños.

Tom abrió los ojos a la realidad y la oscuridad de la habitación le dejó bien claro lo temprano que era y las horas que aún faltaban antes de salir de viaje; todo había sido sólo parte de una pesadilla.

—¿Tomi? —Idéntico a su sueño, el tono en el que Bill lo llama tiene un cierto aire de preocupación; como si éste temiera que en cualquier momento el mayor de los gemelos va a huir o a llorar—. ¿Qué pasó?

—N-Nada —mintió Tom con mayor facilidad de la que creía tener. Se llevó ambas manos al rostro y tomó aire en repetidas respiraciones, recuperando la calma y el ritmo cardiaco normal que hasta entonces, no había notado que estaba acelerado—. Una pesadilla —se aclaró.

La larga pausa entre su respuesta y el abrazo con el que Bill lo cubrió, habló por ambos.

—Uhm, una tontería —murmuró Tom al final, cerrando su mente a cualquier recuerdo de las últimas doce horas. En su sueño, el encuentro que había tenido con Bill apenas la tarde anterior, tan claro, tan real, tan… Indescriptible era la palabra.

—Cuéntame —pareció ignorar Bill el malestar de su gemelo. Cubiertos por encima de la cabeza por las mantas, los dos yacían desnudos de lado a lado, las piernas entrelazadas y el menor con un brazo por encima del pecho del mayor, su dedo índice jugando con un pezón que rápidamente se endurecía—. ¿Mmm?

—Era… —Con cada segundo despierto, Tom recapitulaba más y mejor la noche anterior. Su llegada a casa y las últimas palabras de Bill antes de caer dormido. Después el despertar a las tres de la mañana, si es que el reloj de la mesa de noche decía la verdad, y encontrarse con los pantalones del pijama por debajo de las rodillas y con su gemelo trabajando su erección con los labios. Una cabeza de cabello negro moviéndose sobre su regazo, con sus dedos traicioneros acariciando la mejilla húmeda que…

—Tengo que orinar —se apartó Tom de golpe, abrumado por la confusión del último día, buscando con prisa sus bóxers.

—Tomi… —Por tercera vez, aquel llamado. Tom pausó sus movimientos cuando ya estaba sentado en el borde de la cama y a punto de subirse los pantalones del pijama por las caderas. La mano de Bill se apoyó contra su espalda desnuda y el tibio contacto humano que representaba, le hizo querer llorar—. Salimos en dos horas, trata de descansar.

El mayor de los gemelos se mordió el labio inferior con fuerza y se tuvo que forzar a pronunciar una respuesta sin sonar como un crío asustado. —Claro —dijo al fin, poniéndose de pie y huyendo rumbo al baño.

 

Siguiendo todo pronóstico posible, la tensión dentro del automóvil subió como la espuma de la leche al hervir.

Tom se entristeció por ello y para tratar de compensar su actitud extraña de la mañana, se portó extremadamente amable con su gemelo. Bill, quien fingió no darse cuenta o dejarlo pasar, también hizo lo propio, así que tras empacar las maletas y cerrar la puerta detrás de sí una vez pudieron asegurar que uno de los miembros de su staff pasaría dos veces al día para alimentar a los perros, salieron por fin a la carretera.

La primera hora del viaje transcurrió sin mayores sorpresas que un conejo saltando de un campo aledaño al camino, pero Bill lo esquivó y ahí terminó su gran aventura.

Tom al principio no supo bien de qué tema hablar. Iniciar una conversación con, “Verás, lo que pasó ayer…” no era ni remotamente lo más aconsejable, por no hablar de los pocos ánimos que recibía al respecto.

Con las piernas muy juntas y la espalda recta al grado de parecer tabla, también dudaba que su postura fuera la de alguien que estuviera relajado y a sus anchas. Pero más no podía hacer. Cada tantos minutos se tenía que recordar respirar profundo, no alterarse, evitar mirar a su gemelo de reojo y dicho sea de paso, mantener la calma y la poca cordura que le quedaban.

—Sé lo que estás haciendo, Tom —interrumpió Bill sus pensamientos, cuando al cabo de 100 kilómetros de total silencio a excepción de sus respiraciones y un fracasado intento de encender la radio, ya sin señal y estática, la tensión en el automóvil parecía a punto de estallar cual volcán.

El mayor de los gemelos quiso jugar tonto. —No sé de qué hablas.

—Esto. Nosotros —elaboró Bill con una mano, los ojos fijos en la carretera frente a ellos—. Eres mi gemelo, ¿sabes? Ni siquiera siete años cambian quienes somos. Actúas igual que la primera vez…

Ante la mención de aquello, el mayor de los gemelos alzó la cabeza con rapidez, sintiendo al mismo tiempo un pinchazo de dolor justo en el sitio donde se había herido. Con tanto caos en su mente, apenas si había reparado en sus heridas físicas, pero éstas eran lo suficientemente graves como para recordárselo por sí mismas, analgésicos o no.

—Si eso fue tan horrible, sólo dilo. —Tom miró el perfil de su gemelo y lo único que vio fue al adulto en el que se había convertido; la firma mandíbula apretada y las manos sujetando el volante con más fuerza de la necesaria. Pero al mismo tiempo, vio a su par de trece años, que igual que él, vivía la regresión a una etapa de su vida donde todo era tan confuso.

—No fue horrible —musitó con un hilo de voz, exhalando aire al decirlo—. Fue increíble, pero…

—¿Pero?

A Tom no le pasó desapercibido el tono de aprensión con el que Bill preguntaba. —Pero nada. Sólo pienso que… —El mayor de los gemelos parpadeó para eliminar la ligera película de humedad que le nublaba la vista. Lo que menos quería era aparentar ser un crío sensible a pesar de que por dentro lo era. Si lloraba, no se lo iba a poder perdonar jamás.

—Que no debió pasar, ¿correcto? ¿Es eso? —Bill realizó cambio de cuarta a quinta y el automóvil se impulsó al frente con una velocidad de vértigo—. Dilo, Tom. 

El labio inferior del mayor de los gemelos comenzó a temblar incontrolablemente.

—Esto es igual que la maldita primera vez —estalló Bill en un ataque de furia que nunca antes había visto Tom—. No te atreves a decirme nada y esperas a que yo adivine todo.

—Bill…

—Eres un cobarde, Tom Kaulitz. Y un idiota, dicho sea de paso. —El vehículo empezó a perder impulso y Tom sintió la desaceleración paulatina conforme el paisaje a su alrededor dejó de ser una mancha borrosa.

—No sé de qué me hablas —sintió como si una mano lo estuviera estrangulando con cada palabra que salía de sus labios—. Lo de anoche…

—No es sólo lo de anoche, Tom… —Por primera vez en todo el trayecto, Bill lo miró. Apenas una fracción de segundo antes de que su vista se volviera a posar en la carretera, pero eso bastó para que Tom perdiera cualquier intención de saber qué estaba pasando—. Es lo de toda una vida, nuestra vida juntos.

El mayor de los gemelos no respondió; no se movió; no volvió a hablar.

Y porque los presagios negativos siempre se cumplen, como tal, el viaje de regreso a casa de sus padres, fue tan tenso que llegado a cierto punto, cada uno de los gemelos deseó estar del todo separado del otro.

 

La llegada a casa fue tal y como Tom la había imaginado.

Apenas puso un pie fuera del automóvil, el mayor de los gemelos sintió la opresión que le venía aplastando el pecho por 300 kilómetros, desvanecerse como si nada. Apartarse de Bill y su vorágine de sentimientos negativos, aparentemente era lo que necesitaba.

A excepción de una parada para recargar gasolina donde habían intercambiado un breve diálogo en torno a comprar o no bebidas para el resto del camino, el resto del trayecto había transcurrido en total silencio, apenas interrumpido por el ruido de sus respiraciones y algún ocasional carraspeo, nada más.

Y ahora, una vez en el viejo hogar, a Tom le embargó una oleada de calidez desde que subió por los pies como el agua del mar con cada movimiento y lo sumergió en la tranquilidad.

Su madre no tardó en hacer acto de aparición, cubriéndolo con besos y abrazos, pasando una mano por su cabello, con especial cuidado donde su herida reciente aún permanecía sujeta por puntadas, al tiempo que murmuraba frases de amor y devoción materna.

—Cariño —lo abrazó con fuerza en torno a la cintura, más pequeña de lo que Tom la recordaba, también más envejecida y con un peinado más corto. Incluso olía diferente, pero el mayor de los gemelos cerró su mente a esos pensamientos y se concentró en lo que aún permanecía igual. Su risa, los besos que le daba, siempre empezando por el lado izquierdo y luego el derecho; también en sus observaciones maternales.

—Luces tan delgado —exclamó Simone apenas soltó a su hijo mayor y éste se tuvo que contener de soltar una carcajada ahí mismo.

Había cosas que nunca cambiaban…

—Mamá —sonrió Tom muy a su pesar—, no tengo desnutrición si es lo que piensas.

—Pienso que no comes lo suficiente, sólo eso —volvió a besarlo Simone, esta vez en la frente luego de hacer que se inclinara un poco para alcanzarlo—. ¿Y tu hermano?

Tom omitió su pelea en el camino, así como el hecho de que no estaban en los mejores términos; evidente lo último, dado que no se hablaban. —Uhm…

—Espero haya algo de comer —refunfuñó desde atrás la voz de Bill como si nada hubiera pasado y a juzgar por lo buen actor que su gemelo podía llegar a ser, Tom suspiró de alivio cuando su madre no notó lo que pasaba entre ellos dos y recibió a su hijo menor con el mismo cariño.

—Carne y más carne para ustedes dos —los guió Simone, abrazándolos por la cintura y guiándolos dentro de la casa.

—Ya sabes que no como eso, mamá —gruñó Bill—, pero Tom seguramente va a querer…

—¿En serio? —Simone alzó las cejas con asombro, interesada en las razones por las cuales su hijo mayor regresaba a la buena dieta, como ella solía decirle al comer carne como cualquier otro ser humano con un poco de sentido común—. ¿A qué obedece semejante cambio? ¿Es que acaso tengo que agradecer al hospital donde estuviste por este milagro?

Tom balbuceó algo que horas después no recordaría, pero que de momento le sirvió para salir de paso. Aún aturdido por la facilidad con la que Bill fingía normalidad entre ellos dos frente a su madre, apenas si miraba por donde caminaba.

No tardó en encontrarse sentado en la cocina de su madre con un plato de comida caliente humeando frente a sus ojos y a su progenitora prodigándole todo tipo de cariños.

Bill se había excusado de comer, alegando que no tenía hambre y que empezaría a bajar el equipaje y colocarlo en sus habitaciones. Desdeñó la ayuda de Tom sin darle mucha importancia y sin más, salió de vuelta de la casa.

—Y bien… ¿Cómo va todo entre ustedes dos? —Preguntó Simone apenas su hijo menor cruzó la puerta de entrada y sus palabras quedaron fuera del alcance de sus oídos.

Tom se atragantó con el bocado que tenía en la boca.

—¿Han peleado? —Lo escrutó con la mirada, mientras Tom pensaba qué decir, haciendo tiempo al masticar lo más lento posible—. ¿Ese moretón de la mejilla es de la caída o Bill…?

—¡Mamá! —Replicó Tom acalorado, al mismo tiempo ofendido porque ella pudiera sugerir semejante barbaridad y al mismo tiempo temeroso de ser tan transparente como para dejar al aire con tanta claridad que él y Bill habían peleado en el camino. Si su madre podía adivinar eso con un simple vistazo, no quería ni imaginar lo que ella descubriría si permanecían ahí el fin de semana.

—¿Qué? No me puedes juzgar por pensar lo peor —dijo ella, abriendo las llaves del fregadero y lavando un par de platos sucios—. Cuando Bill llamó y dijo que habías tenido un accidente, pensé mil escenarios horribles. Apenas pude dormir en días. Y cuando despertaste y dijo que habías perdido la memoria, que tenías trece años… Perdona que lo diga, Tom, pero sólo pude pensar en una cosa: Cuando ustedes dos tenían esa edad y peleaban en todo momento.

Tom arqueó una ceja. —¿Qué?

Simone fijó la vista en el vaso que estaba lavando. —Vamos, cariño, ¿me dirás que no han peleado aún? Fue una etapa muy difícil para los dos. Discutían tanto, que Gordon tenía que separarlos. Incluso pasaron dos semanas de ese verano sin hablarse en lo absoluto, apenas se soportaban.

—Ah —dijo Tom estúpidamente, de pronto sin ganas de proseguir con aquella conversación—. Bill no me dijo nada de eso.

—Dudo que le interese sacar malos recuerdos a flote —dictaminó Simone con seriedad—. Tu hermano lo pasó bastante mal aquel año. Es normal que prefiera mantener al margen los malos espíritus.

—Supongo… —Masculló el mayor de los gemelos, contemplando su plato de comida, de pronto, sin hambre.

De aquella época, Tom aún no recordaba mucho. Apenas tenía cinco días fuera del hospital y su nueva vida parecía estar completamente volteada. No sólo tenía dificultades con el Bill actual, sino que también las había tenido la primera vez que ambos habían tenido trece. No sabía si reír o llorar ante aquella funesta perspectiva. Si acaso estaba destinado a volver a cometer los errores del pasado, esperaba al menos recuperar la memoria para entonces.

La puerta principal se abrió de pronto y el ruido de dos voces sacó a Tom de sus lúgubres pensamientos.

—Gordon está aquí —se secó Simone las manos en una pequeña toalla y salió a recibir a su marido.

—Genial —golpeó Tom el plató con el tenedor, poniéndose de pie y esbozando lo más cercano a una sonrisa que podía.

 

—Lo siento, cariño. Hace años que ustedes no viven aquí y yo siempre quise un estudio propio en casa… —Se excusó Simone cuando más tarde aquel día, les explicó a los gemelos la situación de su alojamiento. No sólo no quedaban ya sus habitaciones en casa, sino que además su madre se había desecho de las camas y ahora el cuarto de Tom era un estudio donde trabajaba los fines de semana y en vacaciones. Por lo menos el de Bill aún conservaba su antiguo colchón, pero con las paredes de un rosa pálido y una decoración excesivamente floral, ahora era un cuarto para visitas—. Pueden dormir juntos o si ya son muy mayores —se burló—, uno puede usar el sofá de la sala de estar.

—Ugh —arrugó Bill la nariz, arrastrando consigo escaleras arriba sus maletas—. Creo que preferiría dormir con el perro antes que en ese colchón.

—Yo lo tomo —murmuró Tom, apenas audible pero lo suficiente como para que todos lo escucharan.

Gordon, que era quien llevaba las maletas de Tom al no permitírsele al mayor de los gemelos hacer ningún esfuerzo, denegó con la cabeza ante aquella mala idea.

—Creo que lo más aconsejable, sería que tú tomaras la cama y Bill el sofá, sin ánimo de ocasionar pelea entre ustedes, pero Tom acaba de salir del hospital y… —Se disculpó con sus hijastros y su mujer, pero lo cierto era que la realidad le impedía a Tom llevar la peor parte como solía suceder cuando Bill se empecinaba en tomar la peor de dos opciones para la otra persona.

—Cierto, Tom, deberías tú dormir en la cama y yo en el sofá —confirmó el menor de los gemelos con voz monocorde.

Tom movió la cabeza de lado a lado. —No, voy a dormir en el sofá. Me siento bien, en serio. No tienen que tratarme como a un enfermo. Además —alzó la vista—, no quiero soportar a Bill mañana si amanece de mal humor por tener dolor de espalda.

Gordon y Simone intercambiaron una mirada de advertencia, seguros de que algo pasaba entre los gemelos, pero lo suficientemente sabios como para saber cuándo era adecuado meter la nariz y cuándo era mejor poner los pies en polvorosa y huir.

—Si ustedes así lo deciden, adelante.

—Genial —mascullaron los gemelos al unísono, para luego tomar caminos separados; Bill subiendo de dos en dos los peldaños hasta llegar al segundo piso y Tom bajando con cuidado los escalones, uno por uno y agarrado de la barandilla.

Por el resto del día, cada uno ocupó su sitio para dormir y cuando la noche cayó, se acostaron a dormir sin molestarse en ir en búsqueda del otro para desearle buenas noches.

Ya acostado y con el cuerpo pesado por el largo día, aún convaleciente, Tom miró largo rato las luces del exterior iluminar la habitación en la que estaba. Tendido de costado y con un cansancio que sólo era físico, contó por largas horas los minutos y los segundos, preguntándose si realmente habría sido así antes.

Él y Bill lo suficientemente orgullosos como para permitir que su terquedad se interpusiera entre ambos.

Tenían casi una semana durmiendo juntos y el repentino cambio le parecía insoportable. Moría por arrastrarse escaleras arriba y pedir perdón por algo que no sabía bien cómo era su falta; en el proceso, comerse su orgullo e implorar por un sitio mejor para dormir.

Pero a pesar de todo, justo cuando la medianoche hizo repiquetear el viejo reloj de pie que estaba en la habitación aledaña, Tom al fin cayó dormido, con una mano por fuera de las mantas y buscando el cuerpo cálido al que se había acostumbrado a buscar entre sueños.

Sin que él lo supiera, Bill hizo lo mismo, un piso arriba de él.

 

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