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A los trece por Marbius

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15.- A mitad del camino

 

—Saben que pueden volver siempre que lo deseen, ¿no es así? Esta sigue siendo su casa aunque ustedes se empeñen en vivir al otro lado de Alemania –intentaba Simone convencer a sus hijos de quedarse un par de días más, ella misma consciente de que sus intentos eran fútiles pero como madre que era, tenía que intentarlo al menos por una vez.

—Lo sabemos, mamá –la abrazó Bill con ligereza, besándola luego en la mejilla—. Pero, somos tus hijos adultos que tienen su propia vida en casa. Además –miró de reojo a Tom, que se despedía de Gordon en esos momentos—, Tomi tiene cita con el médico mañana en la tarde. Es mejor llegar con tiempo.

—Claro, claro –volvió a abrazarlo Simone, de alguna manera feliz de ver que los hijos que abandonaban el nido eran adultos responsables en lugar del par de adolescentes que ella había dejado marcharse años atrás.

—… En cuanto me sienta mejor, seguro que cogeré una borrachera que… —Escuchó al mayor de sus hijos hablar emocionado con Gordon, que lo palmeó en la espalda con ligereza.

Bien, quizá no tan maduros, pero al menos Tom tenía una excusa plausible y de cualquier modo Bill iba a cuidar de él como el gemelo mayor que le tocaba ser de momento.

—¿Todo listo, chicos? –Preguntó Gordon cuando los gemelos estuvieron dentro del vehículo y el momento de despedirse hubiera terminado—. ¿No olvidan alguna maleta? ¿El cepillo de dientes? ¿Las revistas porno que escondían en el desván?

Tom se sonrojó de golpe.

—No olviden llamar cuando estén de regreso –les recordó Simone, cuando la camioneta se movió en reversa y pronto salió del jardín para avanzar rumbo a la carretera.

—Eso fue extraño, ¿no? –Abrazó Gordon a Simone por la espalda, los dos a solas en un hogar donde los hijos ya habían partido en muchos sentidos.

—Siempre dije que quería volver a tener a mis hijos cuando aún no eran famosos, pero esto… —Simone se enjugó los ojos con el dorso de la mano—. Es tan triste.

—Pero Bill cuida bien de Tom –le recordó Gordon con delicadeza, atrayéndola contra su pecho y consolándola—. Van a estar bien mientras estén juntos; ambos son fuertes.

—Sí –asintió Simone, rodeando a Gordon con los brazos por la cintura y relajándose.

Ahí terminaba su papel de padres; el resto les tocaba a los gemelos.

 

Si Tom temía el largo camino de vuelta a casa en silencio, él en un rincón y su gemelo conduciendo sin prestarle apenas atención como había sido en el viaje de ida, poco tuvieron de cierto sus temores cuando de regreso Bill encendió la radio y luego de atrapar sólo la señal de la estática durante largos kilómetros, propuso conectar el iPod de Tom al conector.

Con música rap resonando en las bocinas y una bolsa de patatas fritas aderezadas con queso, Tom consideró la posibilidad de estar en el paraíso. A su lado, Bill conducía con la vista fija en la carretera, pero a diferencia de su anterior viaje, de vez en cuando lo miraba y sonreía, como para darle a entender que todo estaba bien entre los dos, que no se preocupara en lo absoluto.

—Estás cantando –dijo el menor de los gemelos al cabo de media hora de transcurso, cuando por el borde de su visión, atrapó a Tom moviendo los labios al ritmo del coro de la canción que sonaba—. ¿Recuerdas la letra?

—Algo –respondió Tom inseguro, no muy convencido de si recordar era el término exacto que definía lo que pasaba en su cabeza. Cierto, las palabras aparecían como por arte de magia en su memoria, casi como si por un segundo, la palabra apareciera antes de que la escuchara, pero era más por inercia que por saberlas realmente. Era frustrante, porque sin proponérselo, el resto de la canción salía de sus labios con una rapidez asombrosa.

—Sé lo que piensas y no –dictaminó Bill con seriedad—. Lo veo en tu ceño fruncido –agregó al ver por el espejo retrovisor como su gemelo cambiaba de expresión—. Todo a su tiempo, vas a recordar.

Por nervios, Tom encogió los dedos de los pies, sin decir nada después a la carencia de sensaciones en el lado izquierdo; ¿para qué? ¿Cuál era la necesidad? Bill ya cargaba suficiente peso sobre su espalda y lo que menos deseaba era angustiarlo al respecto cuando todo entre ellos parecía ir por buen camino.

En lugar de dejarse llevar por esos derroteros, rápido cambió de tema.

—Cuando lleguemos a casa –extendió Tom la mano entre los asientos, sujetando la de Bill sobre la palanca de cambios—, ¿cómo va a ser todo?

—¿Todo? –Repitió Bill sin dar muestras de ningún sentimiento, enfocado en conducir.

La cara de Tom empezó a arderle. –Entre tú y yo… Nosotros –finalizó en voz baja. Las manos le estaban sudando y con nervios apartó la que estaba sobre la de Bill para ponerla entre sus piernas—. Quiero estar contigo –dijo al fin, confesando lo que deseaba desde una vida atrás.

Bill suspiró desde lo más hondo de su alma. —¿Y luego? –Quiso saber—. Cuando regreses a ser el mismo de antes y de vuelta no quieras tener nada que ver conmigo de esa manera.

—Nunca va a pasar –murmuró Tom, bajando la vista a su regazo y contemplando sus brazos con infinidad de costras y líneas que quedaban aún después de su accidente. Costaba creerlo, pero apenas dos semanas atrás había caído de un escenario y perdido la consciencia por días; ahora tenía trece años y se atrevía a confesarse con Bill de una manera con la que había soñado por toda su existencia sin hacer nada al respecto. Era cierto cuando decían que la vida podía cambiar en un par de segundos—. No de nuevo, al menos.

—Tom, en serio… —Bill le cortó de golpe, con los dientes apretados y la mandíbula tensa en su sitio—. No es momento ni lugar para tener esta conversación.

—¡Entonces cuándo! ¡Dónde! –Se enfrentó Tom a su gemelo, cerrando las manos en puños sobre sus piernas—. Quiero estar contigo. Tu también. Entonces por qué…

“… te niegas a que así sea.” Los gritos, la bofetada el beso.

Por primera vez desde el accidente, Tom vio más allá de sus trece años y recordó con dolorosa exactitud que esas mismas palabras eran las que le había dicho a Bill la noche en que ambos cumplían catorce años. La confrontación, la subsiguiente pelea, el beso que habían compartido con desesperación y...

—Tom… Tomi… —Bill empezó a reducir la velocidad, buscando un sitio al lado de la carretera dónde detenerse, atento a la repentina palidez de su gemelo y cómo éste se quedaba paralizado sin parpadear, apenas respirando—. No quiero que te alteres, tu dolor de cabeza puede-…

—Bill… —Tom salió de su estupor cuando el vehículo frenó por completo a un lado de la carretera, en una maniobra estúpida y peligrosa, puesto que apenas había espacio y el próximo automóvil podría golpearlos si venía a alta velocidad—. Yo… —Abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. Por el contrario, sus ojos comenzaron a derramar gruesas lágrimas sobre sus mejillas.

—Me vas a dejar…

—No.

—Cuando regreses a ser el de antes.

—No, Bill, no… —Tom sujetó a su gemelo por los hombros, pero era difícil a causa del cinturón de seguridad. Sin pensárselo más, Tom sacó el brazo por la banda lateral y se inclinó sobre su gemelo—. Es para siempre, entre tú y yo; siempre lo ha sido y así será.

—Pero… —Los ojos de Bill también brillaban y éste apartó la mirada para que Tom no lo descubriera.

Tom no quería hablar al respecto. Sujetando el rostro de su gemelo con ambas manos, lo besó en los labios, primero con delicadeza y luego con un sentimiento impetuoso que los hizo perder la noción del tiempo y el lugar en el que estaban.

Fue hasta que un automóvil pasó a su lado con mucho cuidado de no estamparse contra su defensa, accionando el claxon y maldiciendo ‘la mala madre que los había parido’, que se separaron de golpe el uno del otro, aturdidos por el ruido y la sarta de groserías dirigidos a su persona.

Tom se regresó a su asiento, limpiándose con furia el rostro para eliminar cualquier rastro de lágrimas, mientras que Bill se acomodaba en su asiento y finalmente le sacaba el dedo medio al otro conductor.

—A la mierda con ustedes dos, maricas de porquería –les gritó éste acelerando y dejando tras de sí un rastro de humo y gasolina quemada.

Bill apenas si le prestó atención, poniendo de vuelta en marcha el automóvil y con el cuerpo en tensión, regresar de vuelta a la carretera.

—Hay que ver la clase de calaña que puede sacar la licencia de conducir estos días –murmuró el menor de los gemelos, firme en sus palabras, pero temblando por las manos que sujetaban el volante.

—Bill… —Tom lo llamó, inseguro de cómo proceder. De regreso a su asiento, todo parecía normal, excepto por el sabor que aún se aferraba a sus labios y que identificaba como el de su gemelo—. Bill, por favor… —Repitió su llamado, al ver como éste no le prestaba ni la más mínima atención.

—Tengo que pensarlo, ¿sí? –Dijo Bill al cabo de largos minutos en silencio, cuando el automóvil rebasaba los cien kilómetros por hora y la línea del horizonte se desdibujaba—. Cuando estemos en casa… Déjame pensarlo –dictaminó por último, su silencio después de eso total.

Tom pensó en presionar sobre el asunto, pero un solo vistazo al perfil de su gemelo lo hizo desistir. El Bill que tenía en mente, aquel contra el que se sentía capaz de luchar y discutir, ya no se encontraba más; en su lugar, un hombre adulto lo suplantaba. Tom debía recordarse que a pesar de lo que creía, seguía siendo diez minutos mayor que él; él no era un adolescente de trece años al que le estaba cambiando la voz, sino que también era una persona mayor. Y sin embargo…

No podía evitarse sentirse disminuido, como un pequeño crío al que se le dan órdenes y tiene que obedecer por la crianza de ‘respeta a tus mayores’ que tenía gravada en el cerebro a base de fuego. No que Tom fuera muy obediente de las reglas viviendo con una familia que le permitía a él y a su gemelo hacer lo que les viniera en gana mientras las notas en la escuela y la cooperación en casa se mantuvieran, pero… Bill en esa ecuación, su actual situación, hacía que todo pareciera por completo diferente.

—Casa –repitió, apretando los labios y preguntándose si realmente algo, lo que fuera, pasaría.

La sensación de encontrarse en un bucle infinito de ‘sí-no-sí-no’ asfixiándolo.

Como si pudiera censar su tensión, Bill rompió su máscara de frialdad por un segundo, para extender la mano por entre los asientos y por escasos segundos, sujetar la de Tom. Apenas una pequeña caricia que no prometía nada, pero para el mayor de los gemelos, de momento, era todo lo que necesitaba.

 

—No olvides las gafas –le dijo Bill a Tom a modo de advertencia, cuando luego de dos horas de viaje, fue necesario parar en una estación de gas para recargar combustible, visitar los sanitarios y comprar algo de comer en el destartalado restaurante que se encontraba al otro lado de la calle.

Colocándose el gorro mejor sobre la cabeza, cubriendo cualquier indicio de cabello, Tom consideró aquellas medidas excesivas. Desde su accidente, Bill no cesaba de insistir en que debían pasar por incógnitos cuando salían y si bien entendía que eran algo así como famosos, tampoco creía que fuera a tal extremo en que una salida de dos minutos pudiera resultar en caos.

—Sí, mamá –lo desdeñó, colocándose los lentes de sol sobre la nariz y saliendo del vehículo con piernas torpes por no haberse movido en mucho rato.

Mientras Bill se arreglaba con la bomba de la gasolina, Tom caminó un par de pasos lejos del automóvil y estiró los brazos por encima de su cabeza. Un par de movimientos de piernas y con decepción comprobó la nula sensación en su pie izquierdo.

Durante el viaje, la insensibilidad había parecido subir, centímetro a centímetro, firme y sin dar tregua. Al paso en que iba, para la noche ya habría alcanzado el tobillo y al cabo de tres días, la rodilla.

Extrañamente, lo que menos sentía Tom era preocupación. En su lugar, un nerviosismo y unas ansías inmensas por regresar a casa, ocupaban cualquier rincón de su cabeza. Todo para saber si…

—¡Tom! –El mayor de los gemelos giró en redondo, haciendo que su cuello crujiera en el proceso—. Te estoy llamando desde hace rato –trotó Bill en su dirección—. ¿Me estabas ignorando? –Preguntó cuando estuvieron de lado a lado, a un par de metros de la carretera y esperando a la que la bomba del automóvil estuviera llena—. Hey, estás muy callado –dijo, cuando Tom se limitó a meterse las manos en los bolsillos y mirar a la lejanía en total distracción.

No estaban en lo que podía llamarse la meca de la civilización; la gasolinera se encontraba en un punto medio entre ciudades y además del pequeño restaurante que parecía necesitar con urgencia reparaciones en el tejado y lo que parecía una letrina en la distancia, apenas si había algo más.

—¿Comemos ahí? –Señaló Tom el desvencijado lugar. Una pizarra señalaba que la comida del día eran salchichas adobadas en salsa picante y ante la idea, Bill esbozó una mueca de asco.

—¿Carne? Puaj –dictaminó—. Recuerda que ya no comemos carne… O bueno, yo no como carne.

—No creo que sea carne de verdad… No será mucha la diferencia, ¿no? —Tom se imaginó el platillo y la idea le pareció de lo más deliciosa—. Tú puedes beber un vaso de agua, yo quiero comer ahí –y sin esperar respuesta, miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar a paso veloz.

—Tomi, espera –corrió Bill detrás de él, intentando conservar el glamour que le quedaba al tiempo que trataba de alcanzar a su gemelo, justo en precisión para abrirle la puerta grasosa del local y entrar antes—. No tan mal como pensaba –dictaminó una vez que sus ojos barrieron la estancia y comprobara con alivio que sanidad no debiera clausurar el sitio por atentados contra la salud.

Si bien no tenía mucho que pudiera considerarse de lujo, al menos todo parecía limpio. Los muebles eran bajos y de madera, el aroma a desinfectante y guisos abundaba en el aire, y completando el cuadro de un hogar, salió a atenderlos una mujer mayor, entrada en carnes y años, que se limpiaba las manos húmedas en un delantal que resplandecía de blanco y llevaba puesto como una segunda piel.

—Mis primeros clientes del día –los saludó con una sonrisa, haciendo que al instante Bill bajara la guardia.

No fue mucho después cuando los gemelos se vieron frente a frente con su comida; Tom con una ración grande de salchichas en salsa tal y como había sido su antojo, acompañadas con arroz y una pequeña porción de ensalada, mientras que Bill daba cuenta a su tazón de sopa de verduras y a un par de rebanadas de pan integral que la dueña del local les había dejado sobre la mesa.

—Si necesitan algo, no duden en pedirlo –les indicó con un gesto maternal, al regresar a su sitio en la barra.

—Es un buen lugar –dictaminó Tom luego de pasar un poco de su comida con un largo trago a su limonada.

—Tengo que admitirlo, sí –coincidió Bill, al mismo tiempo que intentaba hacer memoria de cuándo había sido la última vez que habían comido en un restaurante sin el temor de mirar por encima de sus hombros, asustados de encontrar la lente de alguna cámara fijando el objetivo sobre sus figuras.

A punto de hacer un comentario al respecto, el menor de los gemelos se detuvo a medio paso de abrir la boca, cuando la sorpresa de saber que Tom no pensaba en eso ni de lejos, lo golpeó en el estómago como un ladrillo lanzado en su dirección a gran velocidad.

Era comprensible. Con trece años, lo más grandioso de su vida era creer que algún día serían rock stars y vivirían de ello… La fama había llegado años después y era más que obvio el que Tom no entendiera de fans, acosadores y lidiar con la fama.

En lugar de permitir que eso les amargara el viaje de regreso y porque aún se sentía culpable de lo ocurrido antes, Bill calló.

Tendiéndole una hogaza de pan a su gemelo, rozó sus dedos cuando ésta pasó de manos.

—Podemos llegar más tarde a casa –sugirió Bill—. En el menú vi que hay pay de queso con una bola de helado de fresa encima, ¿qué tal suena eso?

Con una sonrisita que lo dijo todo, Tom sonrió. –Digo que suena genial.

 

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