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A los trece por Marbius

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16.- Mentiras con M de Miedo

 

—Tomi… —El mayor de los gemelos abrió un ojo a la oscuridad que lo rodeaba, cuando una voz llamando su nombre lo sacó del país de los sueños a una realidad incómoda, por como estaba recargando la cabeza contra el cristal del automóvil y su cuello resentía—. Ya llegamos –escuchó en un susurró contra la mejilla, el aire tibio impactándose en su piel, y por inercia sonriendo a la calidez.

—Casa… —Musitó con cansancio, no recordando en qué momento del viaje había caído dormido como tronco, pero feliz de haber evitado así el resto de horas tediosas.

Luego de comer en aquel restaurante a la mitad de la carretera, habían pedido doble ración de postre. Bromeado, reído, también tonteado, inclinándose sobre la mesa y compartiendo un beso apresurado por encima de sus platos vacíos; un impulso bobo que les podría haber resultado fatal, pero que en esas circunstancias y lugar, había parecido de lo más adecuado.

—Hay que ir a la cama –le desabrochó Bill el cinturón de seguridad y Tom soltó un quejido. Con pesadez por culpa del sueño, apenas si podía pensar con claridad, ni hablar de entrar a la casa y subir lo que le parecían mil escalones hasta su habitación—. Vamos… —Lo instó Bill tirando de él fuera del vehículo y abrazándolo con fuerza contra el pecho.

—¿No puedo dormir aquí? –Intentó Tom el evitar moverse. Aunque en la mañana amaneciera con tortícolis y un humor de los mil demonios, lo que más le apetecía en esos instantes era dormir.

—No a menos que quieras amanecer congelado –lo besó Bill en la mejilla, descendiendo luego por el cuello hasta el punto donde la yugular de Tom comenzó a palpitar con fuerza—. ¿Cama?

Con el cuerpo invadido por descargas eléctricas, Tom se estremeció de placer. –S-sí.

—Eso me gusta. Ahora, a la de una, dos y tres –tiró Bill con fuerza de él y los dos se encontraron a la misma altura del pavimento que recubría la entrada de la casa. El aire de la noche era fresco, no helado como para vestir un abrigo, pero lo suficientemente cerca del cero como para hacer que de la boca del mayor de los gemelos saliera una vaharada de vapor que lo hizo sonreír.

El camino dentro de la casa fue accidentado; primero con Tom tropezando al primer escalón de la escalera y luego con Bill golpeándose la rodilla con una mesita en el segundo piso.

Entre risas apagadas, los dos avanzaron en la oscuridad de la casa rumbo a los dormitorios, deteniéndose ante sus respectivas puertas y mirando al otro con un anhelo que lo decía todo sin palabras: “¿Tu cuarto el mío?”, siendo en ello el deseo de compañía, sin una pizca de malicia.

Fue Tom el que rompió el silencio, extendiendo su mano y pescando a Bill de la muñeca, tirando de él en un susurro de prendas y tres letras: “Ven”, a las cuales el menor de los gemelos no opuso resistencia.

La habitación de Tom estaba en la más absoluta de las penumbras y pese a ello, el mayor de los gemelos los guió a ambos con maestría, eludiendo una pila de ropa que se amontonaba en el suelo y un bulto indefinido que a duras penas se distinguía en la oscuridad, hasta que ningún obstáculo se interpusiera entre ellos y su bien merecido descanso.

Pronto los dos estuvieron tendidos de costado en la gran cama y el ruido de sus risas murió opacado por el palpitar de sus corazones dentro del pecho.

—¿Entonces…? –Tanteó cauteloso Tom el terreno, deteniéndose a mitad de la oración en espera de que Bill se compadeciera de su patético papel y lo ayudara.

—¿Mmm? –Se acomodó mejor su gemelo entre los brazos, apoyando la frente contra el hombro de Tom y entrelazando sus piernas aún con la ropa del día. Tanta había sido su prisa por estar en posición supina, que ni los zapatos se habían sacado.

—Ya estamos en casa –sacó Tom a colación el tema que había esperado hasta su regreso para ser tratado, alternando cada sílaba con el batir de las mariposas que sentía en el estómago—. Dijiste que cuando llegáramos… Que pensarías si…

—Ah, eso –lo interrumpió su gemelo, rodando sobre su espalda y acomodándose las manos entrelazadas por encima del estómago—. No creo realmente que haya mucho que pensar-…

—Pero –lo interrumpió Tom con un atisbo de pánico en su voz; no le gustaba en lo absoluto aquel inicio de frase, para nada. No podía presagiar nada bueno, ninguna frase que iniciara así lo haría jamás.

—Tomi, te amo, ¿sí? Eso no va a cambiar, pero tú y yo… Nosotros, como dices… Ya lo intentamos y no funcionó. No quiero… No creo ser capaz de pasar por esto otra vez –aseveró Bill con calma, apenas una ligera vibración en el tono con el que lo pronunciaba.

De no ser porque Tom lo observaba con interés a pesar de la completa oscuridad, aquello habría lo habría engañado, pero en su lugar, el mayor de los gemelos apreció tanto el dolor en la voz como las lágrimas que corrían de las mejillas de Bill.

—Pero quieres intentarlo, ¿no es así? –Presionó Tom el tema—. No me mientas, Bill.

El menor de los gemelos cerró los ojos con fuerza, permitiendo que las lágrimas le corrieran por las comisuras y se deslizaran por su cuello. –Sí –musitó al fin—, sí quiero.

—Entonces no hay más que decir –dictaminó Tom como si aquella fuera una decisión de todos los días en lugar de una que podría cambiar sus vidas en mil vertientes distintas—. Siempre hemos sido nosotros dos –le separó las manos fuertemente sujetas sobre su estómago para meter la suya y entrelazar los dedos con los de su gemelo—, pero ahora seremos nosotros.

—De nuevo –se enjugó Bill el rostro, rompiendo a llorar abiertamente.

—No, por primera vez –lo rodeó Tom con su brazo libre—. Es nuestra primera vez.

—Para mí no –se giró Bill a encararlo—. Si me vuelves a romper el corazón, Tom Kaulitz, juro que te haré pagármelo todo con creces –rompió en llanto, apretando su labio inferior entre los dientes.

Fue triste. No lo que el mayor de los gemelos esperaba; quebrantó esquemas y a pesar de todo, mientras abrazaba a Bill y lloraba en sus brazos, no sabiendo bien si su papel era el del pilar de apoyo o el de un igual que también tenía miedo y el corazón plagado de inseguridades, en lo único que pudo pensar fue que tanto dolor, al final, tenía una razón de ser.

—No vuelvas a mentirme jamás –pidió Bill al cabo de largas horas que le tomó recuperar la compostura. Luego de sacarse los zapatos, desvestirse hasta quedar en ropa interior y esconderse bajo las mantas, abrazándose hasta el crujir de los huesos, con el rostro escondido en la curvatura que el cuello de Tom le otorgaba como un sitio de protección absoluta—. Nunca.

—Ni me atrevería a pensarlo –respondió Tom, jugando con un mechón de cabello que rebelde, coronaba la cabeza de su gemelo.

—Para nada. Incluso si es una tontería, siempre dime la verdad, sin importar cuánto duela. Júralo –exigió Bill, separándose unos centímetros para mirar a los ojos a su gemelo—. De otra manera… Si me vuelves a fallar, no sé si podré confiar de vuelta en ti. Aunque después diga que sí, sólo serán mentiras.

Tom, que por inercia flexionó los dedos de su pie izquierdo y no sintió ni la más mínima reacción en sus conexiones nerviosas, actuó bajo el temor, no respondiendo a nada, sólo inclinándose sobre el rostro de su gemelo y besándolo en los labios con gentileza.

—Confía en mí –le pidió presionando su boca contra la suya—. No me atrevería a fallarte dos veces, no a ti…

Bill pareció contento con aquella respuesta, pasando una pierna por encima del muslo de Tom y presionando sus vientres a lo largo de la cadera y hasta el esternón.

—No pensé que fuera a decirlo en esta vida, pero… Me alegro de que tu accidente haya pasado, incluso si eso me convierte en una persona horrible –le confesó con un bostezo.

Tom suspiró. –Yo también pienso lo mismo, ¿también soy una persona horrible?

Bill pareció meditarlo unos segundos antes de hablar. –No, creo que no. Dudo que sea lo mismo, pero…

—Entonces todo está bien –lo interrumpió Tom para besarlo en la la frente, justo en el nacimiento del cabello—. El resto puede esperar.

El menor de los gemelos no respondió nada de vuelta, pero cuando minutos después los dos cayeron dormidos con las respiraciones acompasadas en sincronía, la atmósfera de paz que por dos semanas completas había eludido sus vidas, regresó.

La simpleza de los años en que estar juntos era más valioso que cualquier nivel de fama alcanzado.

 

—Tomi, aprieta mi mano si te duele –indicó Bill a su gemelo, al ver que los nudillos de éste se tornaban blancos al sujetar con fuerza excesiva el asiento de la silla reclinable en la que se encontraba sentado mientras el médico en turno le sacaba los puntos de la última herida que éste llevaba en la cabeza.

Según el doctor, apenas si quedaría cicatriz. Quizá una línea que con el paso de los años desaparecería entre el cabello que crecería hasta cubrir cualquier rastro de que ahí alguna vez manó la sangre. De cualquier modo, nada que requiriera cirugía estética y pese a lo vano que resultaba ese deseo, ambos gemelos soltaron el aliento que venían conteniendo desde que habían puesto el pie en el consultorio ante la buena noticia.

—¡Ouch! –Se quejó Tom, cuando el médico, un joven que frisaba los treinta años y trabajaba en silencio, haló fuerte de la costura que había mantenido unida su herida hasta entonces.

—Un poco más –lo consoló Bill, desviando los ojos del cuadro. No que su amor por Tom disminuyera al eludir la vista de aquel espectáculo, pero se le revolvía el estómago de sólo pensarlo. Para demostrar  su apoyo, permanecía en el consultorio soportando estoico los chillidos de dolor que Tom soltaba, le tomaba de la mano y soportaba sus apretones, pero ver… Su temple no podía con eso y por fortuna su gemelo lo entendía a la perfección.

Tal y como le habían dicho a su madre el día anterior, tenían una visita con el médico que no podía aplazarse.

Pasados los diez días de que Tom hubiera despertado, el médico que los atendía había aconsejado un seguimiento del estado de su paciente, así como el retiro de las suturas y la disminución de las dosis de sus medicamentos. “Rutina simplemente”, como les había dicho su secretaria al llamarlos esa misma mañana y recordarles que su cita era al mediodía.

A pesar de que su llamada había sido a las nueve de la mañana y los gemelos aún se encontraban en la cama durmiendo, no representó ningún daño a su día.

Compartiendo una ducha y luego el desayuno, Bill y Tom habían tenido el tiempo necesario para alistarse y partir con tiempo al hospital del cual Tom había sido dado de alta apenas una semana atrás.

Siete días transcurridos, siete años olvidados y todo parecía haber cambiado tan de pronto, que sólo entonces pudo Tom comprender la complejidad de la vida y lo rápido que ésta podía cambiar en cuestión de segundos.

Aún incrédulo de lo acontecido la noche anterior, ni siquiera doce horas atrás, el mayor de los gemelos saboreó el contacto de su mano entrelazada con la de Bill y aquello le pareció lo mejor de su vida. Estaban juntos. Juntos, y esa simple palabra de dos sílabas le hizo sonreír torpemente.

—Listo –anunció el médico, quitándose los guantes de látex y acomodando su equipo de suturas sobre la bandeja que descansaba en un carrito móvil—. El doctor Reimann estará con ustedes en breve –y sin mediar otra frase de por medio, salió de la sala.

—¿Todo bien? –Se inclinó Tom contra la cadera de su gemelo, que permanecía a un lado suyo como pilar de apoyo—. ¿Alguna cicatriz que me desfigure y me haga parecer el Fantasma de la Ópera?

Bill se inclinó sobre su cabeza y en el sitio donde antes se encontraba una serpiente de hilos y puntadas, depositó un suave beso. –No, nada. En un año, apenas si recordarás este día… Erm, quiero decir –se interrumpió de golpe, enrojeciendo un poco en las mejillas—, ya sabes. Uhm, olvídalo.

Tom hizo lo propio, adquiriendo en el rostro un color rojizo que lo hizo sentir infantil por su falta de control, al tiempo que intentaba discernir si el motivo de su bochorno era el mismo que el de su gemelo.

Un año a futuro parecía… Una maldita cantidad de tiempo, que la verdad fuera dicha. Tom apenas si podía imaginar lo que haría al día siguiente, ni hablar, de una semana, un mes, o lo que era igual, doce. Tanta cantidad de tiempo escapaba de su comprensión y planes, y siendo honesto consigo mismo, prefería que fuera así. En su nueva vida, nada mejor que el tiempo presente que podía vivir y controlar.

—Te amo –lo sorprendió Bill cuando de pronto rompió el silencio que se había instaurado entre ellos dos.

Por desgracia, antes de que Tom pudiera responderle aquella muestra de afecto, el doctor Reimann entró al consultorio y su gemelo le soltó la mano con delicadeza, pero al mismo tiempo, en un gesto que dejaba claro los límites de lo que en cuestión de contacto, se esperaba de ellos en público, gemelos o no.

—Tom, es un gusto verte –lo saludó el médico, y éste respondió al saludo con un intercambio de manos incómodo, seguido de Bill, que tomó asiento al lado de Tom y pareció adoptar el papel del adulto responsable—. Nada como saber de un paciente que va mejorando, ¿no es así? –Abrió el expediente que descansaba encima de la mesa y dio un repaso sobre lo escrito ahí—. Muy buenos resultados en tus análisis. La presión es normal y aunque veo un poco bajo el nivel de hemoglobina, no es nada que no se resuelva con un bistek grande –le guiñó un ojo cómplice—. Oh, cierto, son vegetarianos.

—Yo soy –aclaró Bill, con un humor que oscilaba entre hastiado y nervioso—, Tom decidió que de momento –recalcó las últimas tres palabras—, comería carne y yo lo apoyo.

—Comprendo, comprendo… —Prosiguió el doctor Reimann—. Además de lo ya dicho –clavó sus ojos en los de Tom—, ¿cómo va todo? Mis notas no hablan de ninguna mejoría respecto a tu memoria. ¿Aún trece?

El mayor de los gemelos frunció el ceño. –Trece. Sí.

—Es… —Tomó aire Bill antes de proseguir—, ¿normal?

El doctor Reimann meditó unos segundos antes de aventurarse a responder. –No existe una respuesta correcta para esa pregunta. Todo puede regresar a ser lo de antes en un instante o tomar un curso gradual. Según estas notas –consultó el expediente una vez más—, Tom ha estado teniendo cuadros aislados de regresiones. Eso en sí, ya es un avance. Podría tardar incluso un par de meses, pero mi pronóstico es que se dé mucho antes.

—Entiendo –dijo Bill, erguido con la espalda recta sobre la silla en la que estaba sentado.

Al verlo así, Tom deseó poder romper la distancia que los separaba y abrazarlo; darle del consuelo que ni siquiera él mismo se veía capaz de alcanzar. Pero en lugar de ello, como tenía que ser, se guardó cualquier gesto y se cerró a la realidad.

—Además de lo que dicen los análisis, Tom –prosiguió el médico, ajeno a la corriente eléctrica que corría dentro de la habitación—, ¿cómo te has sentido?

—Pues… —El mayor de los gemelos enumeró un par de sus síntomas. Habló de los episodios de migraña, de la vívida intensidad en algunos de sus sueños y del dolor de su cuerpo que aún resentía el golpe de la caída. Mencionó todo lo ocurrido en los últimos diez días excepto el entumecimiento que parecía avanzar inexorable y sin tregua desde los dedos de su pie izquierdo hasta casi el tobillo, como comprobó aquella misma mañana.

Ni él mismo sabía por qué ocultaba algo que podría ser crucial. Un miedo feral que paralizaba sus labios, le hizo llegar hasta el final de una hora de consulta sin mencionar nada de ello.

En trance, un tanto ajeno a su entorno, se despidió del doctor Reimann con la indicación expresa de volver la siguiente semana y la nota adicional de observar atento cualquier cambio en su mente u organismo.

Aún aturdido, el mayor de los gemelos caminó hasta la salida del hospital en un mutis total, que rompió cuando él y su gemelo se vieron a solas en el desierto estacionamiento.

—Tomi –detuvo Bill sus pisadas al apoyar una mano sobre su hombro—, ¿está todo bien?

—Mmm –respondió el mayor de los gemelos—. Cansado. –Al menos en eso no mentía—. Quiero acostarme un rato –se llevó la mano a la cabeza, presintiendo que si no lo hacía, pasaría el resto de la tarde víctima de un terrible episodio de migraña.

Bill no cedió al instante, pero luego de verlo por largos segundos, lo dejó ir. –Bien.

Abordando el vehículo cada quien por su lado, no fue ninguna sorpresa que cuando al fin pudieron encerrarse en su propio mundo, Bill eliminó la distancia entre sus cuerpos y besó a su gemelo en los labios.

—Me alegra saber que estás bien –le confesó con un cierto matiz de temor en su voz—. No estoy hecho para soportar esta tensión. Un escenario con quince mil fans sí, pero esto… Dios. Tenía miedo desde que empezó a leer los resultados en los análisis.

—Pero… —Tom lo abrazó con torpeza, ya con el cinturón de seguridad atravesando su pecho—. Estoy bien –mintió, experimentando en ello la culpa—. Todo está bien conmigo.

—Tu memoria… —Se detuvo Bill a mitad de la oración, cuando Tom lo hizo callar con un beso diferente al anterior; éste cargado de deseo y urgencia.

—Estoy bien. Mi memoria volverá. No hay nada de qué preocuparse –dijo el mayor de los gemelos, clavando sus ojos en los de Bill y rezando en su fuero interno porque éstos no lo traicionaran—. En serio, confía en mí.

Y porque así tenía que ser, su gemelo lo hizo.

Sí, todo estaba bien. Por fin, él y Bill estaban juntos.

Tom no iba a permitir que un simple entumecimiento se interpusiera entre ellos y su felicidad.

 

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