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A los trece por Marbius

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20.- Reacción de combustión.

 

—Tomi… —Bill llamó a su gemelo desde la cama con dulzura, tendido de espaldas y con los brazos extendidos casi hasta el borde de su enorme colchón King size—. Tooommmiii –probó de vuelta, logrando con ello que su gemelo asomara la cabeza por fuera del baño común, la boca repleta de espuma y el cepillo de dientes saliendo de ésta.

El mayor de los gemelos dijo algo ininteligible, que repitió de vuelta apenas se enjuagó la boca y apagó la luz del baño detrás de sí. —¿Qué quieres?

—Ven acá conmigo –dio Bill unas palmaditas sobre la cama.

—Eso está de más –murmuró Tom, de cualquier modo acercándose. En un movimiento se quitó la camiseta que llevaba puesta y en otro se bajó los pantalones hasta dejar su ropa en una pila a los pies de la cama. A excepción de los bóxers negros que amenazaban con deslizarse sobre sus caderas, semidesnudo, el mayor de los gemelos rodó sobre la suave superficie del colchón hasta quedar tendido al lado de Bill y a escasos milímetros de que sus labios se unieran en un beso—. Hola –dijo en el mismo tono de voz bajo y seductor.

—Uhhh –se estremeció Bill—. Tengo algo que… Una pregunta, sólo una –intentó mantener la mente despejada del par de cervezas que se habían tomado viendo una segunda y luego una tercera película aquella noche. Que el sueño también se estuviera apoderando de su sistema también era una desventaja y esperaba poder averiguar lo que tenía en la cabeza antes de caer noqueado en los brazos de Morfeo—. ¿Puedo? –Inquirió Tomando un pequeño mechón del cabello de Tom entre sus dedos y jugando con él.

Tom se inclinó a besarlo suavemente en los labios, haciendo con ello que a Bill la lista de prioridades le cambiara. –Supongo –concedió al finalizar su beso.

No contento con ello, Bill hizo un puchero del cual Tom no pudo resistirse.

Porque era un momento único, repleto de paz y una excitación que crecía con cada segundo, Bill decidió que su conversación bien podía esperar hasta la mañana. ¿Por qué arruinar una noche como aquella con una conversación indeseada –pensó con deleite cuando Tom se inclinó sobre su vientre desnudo y le pasó la legua por el ombligo en círculos– si quizá todo estaba en su cabeza?

Con eso en mente, se limitó a dejarse llevar y por una noche olvidar que fuera de esas cuatro paredes, el mundo seguía girando.

 

—… ¡Mierda! ¡Joder! ¡Me cago en…! –Escuchó Bill la sarta de maldiciones, una seguida de la otra a una rapidez impresionante, que lo sacaban del país de los sueños a la realidad. Con breve vistazo al reloj despertador éste le indicó que apenas eran las nueve y cuarto de la mañana, una hora que a su consideración no era digna para que nadie en casa estuviera de pie.

—¿Tomi? –Llamó a su gemelo, extendiendo la cama sobre las sábanas desechas y encontrando que no estaba, ni siquiera el calor de su cuerpo indicaba que ahí había dormido.

—¡Puta madre! –Con los sentidos alertas, Bill se incorporó de golpe de la cama, apartándose el cabello con prisa para sin calzarse las pantuflas de noche, precipitarse escaleras abajo donde el ruido del agua y las maldiciones se dejaban escuchar con más fuerza.

—¡Tom! –Gritó con pánico, temiendo ver lo peor cuando sus pisadas terminaran de guiarlo a la cocina, si es que la fumata de humo negro y espeso que emanaba fuera de ella era una prueba de dónde y qué había pasado apenas unos minutos antes.

—Ow –respondió su gemelo en un quejido bajo y profundo.

Lo primero con lo que se encontró Bill al dar un paso dentro de la cocina fue a Tom de frente al fregadero, de perfil a su vista y con ambas manos bajo el chorro del agua. Con el semblante tenso, parecía estar llorando.

—Tomi, ¿qué pasó? –Se abalanzó sobre él, apartándole la mano más cercana del chorro de agua y examinando con malestar la herida. De primera vista parecía una simple quemadura a juzgar por el tono rojizo de las palmas, pero una breve inspección más cercana comprobó sus peores temores: Ampollas.

—Con cuidado –apartó Tom la mano, volviéndola a colocar sobre el chorro de agua helada—. Quería sorprenderte cocinando el desayuno –quiso reír, pero las lágrimas que le corrían por las mejillas, rodaron por su barbilla hasta la camiseta deslavada con la que vestía—. Me giré un segundo, sólo un segundo, lo juro y el aceite se… prendió o algo así. Quise apagarlo con un trapo, pero todo fue tan… rápido… —Finalizó con los ojos abiertos de par en par y perdidos.

—Idiota, eres un idiota –corrió Bill escaleras arriba por el botiquín de primeros auxilios que su madre les había dado como regalo de bienvenida a su nueva casa una vez habían anunciado que se mudaban definitivamente de la de ella y que en su momento, les había parecido un obsequio bastante inútil y sin gran uso. Hasta ahora…

Apenas estuvo Bill de vuelta en la cocina, hizo sentar a Tom en una de las sillas más cercanas y obligándolo a extender la palma de ambas manos abierta a su vista, procedió a dar una inspección más exhaustiva. Con un dolor de estómago que apenas podía controlar, se mordió el labio inferior contemplando la hilera de ampollas que crecían en caminos desiguales desde la muñeca hasta algunos dedos.

—¿Estás bien? –Interrumpió Tom su silencio—. Te estás poniendo verde, no vayas a vomitarme encima.

Bill denegó rápidamente con la cabeza. –No, no… Sólo… Voy a vendarte lo mejor que pueda e iremos con el médico, ¿de acuerdo? –Extrajo una gasa del botiquín y con cuidado de no apretar muy fuerte, cubrió las manos de su gemelo hasta que éstas quedaron del todo aseguradas—. Bien, bien, ahora voy a ir por las llaves del automóvil y quiero que tú vayas subiendo.

—Bill –lo detuvo Tom al ver que su gemelo parecía estar a punto de desmayarse—. Tranquilo, ¿sí? Podemos llamar un taxi o…

—¡No! –Chilló Bill—. No, yo puedo llevarte al hospital. Espera aquí.

Y sin otra palabra de por medio, abandonó la cocina por segunda vez, dejando a un Tom más asustado de lo que su apariencia dejaba entender, con dolores en su mano derecha, pero ninguno en la izquierda.

 

—Cinco minutos más, ¿crees que puedas soportar un poco? La enfermera dice que están cortos de personal, pero que estará con nosotros en un segundo, Tomi –se sentó Bill al lado de su gemelo en la sala de urgencias, rodeados de otros casos parecidos al suyo y con un tic nervioso en las piernas, puesto que no dejaba de moverse en su silla.

—Me estás poniendo nervioso –señaló Tom sus rodillas inquietas y Bill se cruzó de piernas al instante.

—¿Te duele mucho? –Quiso saber Bill, apartándose un mechón de cabello que le cubría los ojos.

—Sí –mintió Tom. En realidad no mucho. El dolor inicial había dado paso a una sensación punzante en su mano derecha. No quería ni mirar debajo de las vendas que aún llevaba, pues la enfermera de recepción que los había atendido, había dejado claro que el médico en turno sería el encargado de retirárselas y examinar el daño una vez llegara el momento.

Del lado izquierdo, nada y era lo que Tom más temía.

Aquella mañana se había levantado embargado en una sensación de plenitud y relax al grado en que deseaba compartirla con Bill. Decidido a llevarle el desayuno a la cama, Tom no había imaginado ni por un segundo la magnitud de los destrozos que ocurrirían. Un segundo estaba mirando dentro del refrigerador por un poco de leche descremada para preparar un batido de frutas y en el siguiente el tocino estaba ardiendo sobre el sartén con tal magnitud que parecía bañado en gasolina. En una demostración de verdadera estupidez, el mayor de los gemelos había tomado el recipiente con ambas manos a los lados para llevarlo al fregadero y apagar el fuego con agua en lugar de por el mango y el resultado había sido catastrófico, por decir lo menos.

Para prueba, sus dos manos.

—¿Pero en qué estabas pensando? –Se lamentaba Bill aún sin comprender que ni el mismo Tom tenía una explicación. En su momento, todo había parecido tan correcto… No fue sino hasta que el dolor lo atravesó en la mano derecha que todo recobró la normalidad requerida y rodó cuesta abajo.

—De verdad que no sé… —El mayor de los gemelos se encogió en su sitio, los hombros caídos y la barbilla enterrada contra su pecho—. Quisiera saberlo, pero… No  sé.

—¿Sanders, Tom? –Llamó el médico al mayor de los gemelos, apartando la cortina que les confería un poco de privacidad en la sala abarrotada de urgencias y mirando en su tablilla por las anotaciones de la enfermera.

—En realidad es Kaulitz –explicó Bill—, pero tiene que ver con asuntos de privacidad.

—Comprendo –asintió el médico, un joven interno que seguramente aún se encontraba en prácticas—. Voy a cortar el vendaje y darle un vistazo a esas quemaduras –dijo al empujar consigo un carrito repleto de material quirúrgico y de curación. Detrás de él, Bill volvió a cerrar la cortina que separaba los mamparos.

—¿Podrían darme algo para el dolor? –Pidió Tom con voz pequeña cuando el doctor comenzó a cortar los vendajes y el daño en sus manos quedó a la vista de todos.

—Diosss –siseó Bill, llevándose el brazo al rostro y tomando aire para no desmayarse.

—Enfermera –se asomó el médico fuera del pequeño cubículo—, necesito asistencia, por favor.

La siguiente media hora pasó en una confusión de dolor y prisas; Tom recibió dos inyecciones en cada mano, además de una receta de medicamentos que se sumaba a la que ya tomaba; también soportó estoico parte de la curación. Mientras su mano izquierda era curada y vendada de vuelta, ahora con más delicadeza y cuidado, el mayor de los gemelos pareció estar bien, pero una vez la labor dio comienzo en el otro lado, requirió de una dosis extra de calmantes y que Bill lo abrazara, ocultándole el rostro contra su pecho y dándole él mismo la espalda al procedimiento.

Al final, exhausto por el esfuerzo, Tom soltó un suspiro largo cuando el médico les dijo que ya podían irse y que era necesario seguir cambiando los vendajes cada doce horas por al menos un par de días. En cuanto las ampollas hubieran cedido, ya no sería necesario continuar con ese tratamiento y de ahí en adelante podrían estar seguros que el riesgo de una infección sería nulo.

—¿Voy a poder volver a tocar la guitarra? –Preguntó Tom cuando con pasos trémulos, se bajó de la camilla de exploración en la que estaba sentado.

—Dale dos semanas a tus heridas y estarás como nuevo –le dedicó el doctor la primera sonrisa del día—. No es nada de gravedad; con las quemaduras, casi siempre es más la apariencia y el dolor que el riesgo real. A menos que sean de tercer grado, pero tuviste suerte. Un poco de esa pomada que te receté y apenas si sentirás las incomodidades por unos días. Luego esto será un mal recuerdo.

—Gracias –le tendió Tom la mano para despedirse, sonrojándose hasta la raíz del cabello ante lo idiota de su gesto—. Lo siento.

—Es la costumbre. Espero que todo salga bien –le dio el doctor unas palmadas en la espalda antes de abandonar la mampara en la que estaban y proseguir con sus rondas.

Tom volvió a suspirar; él también esperaba lo mismo.

Bill, que durante todo el transcurso no le había quitado los ojos de encima y aprovechando que estaba posicionado sobre su lado izquierdo, estiró un curioso dedo a lo largo de su brazo, desde el codo hasta casi la muñeca, donde el vendaje empezaba. En ningún momento su gemelo hizo amago de moverse o dio a entender que se percataba de aquello. ¿Qué demonios estaba pasando?

—¿Nos vamos? –Se giró Tom hacia su gemelo, bostezando después de su pregunta. El medicamento le estaba produciendo sueño y el médico le había recomendado reposo absoluto al menos por el resto de ese día—. ¿Bill? –Hizo un llamado a su gemelo, quien congelado en su sitio, tenía la mirada clavada en él y al mismo tiempo parecía no percatarse de su presencia—. ¡Bill!

—Perdón –salió éste de su trance—. Casa, eso es. Vamos a casa, Tomi.

No muy seguro de qué estaba pasando entre ambos, pero tampoco dispuesto a averiguarlo, Tom asintió.

—Casa –repitió, mirándose las manos vendadas y preguntándose hasta dónde llegaría con aquel engaño.

 

El viaje de regreso se contó entre uno de los más tensos; con Bill fumando sin parar al tiempo que aceleraba y frenaba de golpe en cada intersección o semáforo, y Tom retorciéndose en su asiento, a sabiendas de que una vez llegaran a casa, algo iba a explotar.

Apenas se estacionaron en la entrada, Bill saltó del vehículo y en tres grandes zancadas ya estaba frente a la puerta. Sin esperar por Tom, entró a la casa y dejó tras de él un aire viciado y denso que el mayor de los gemelos siguió no muy seguro, pero decidido a hacerlo.

—¿Bill? –Lo alcanzó cuando éste se dejó caer en su propia cama bocabajo y permaneció en esa postura por largos segundos antes de responder con un “¡Qué!” desganado y al mismo tiempo cargado de malhumor.

Tom retrocedió un paso y el dolor de estómago que había estado sintiendo desde el viaje en el automóvil, se intensificó hasta convertirse en algo insoportable; le pasaba lo mismo cada vez que él y su gemelo hacían una travesura grande, una de esas por las cuales Simone iba a la escuela e incluso con su sempiterno carácter comprensivo y maternal, estallaba como bomba molotov—. Uhm –tembló en su sitio, estremeciéndose de pies a cabeza por la ráfaga helada que lo invadió de golpe y se estampó contra su pecho.

—Te lo voy a preguntar una vez y sólo una vez, Tom –dijo Bill desde su sitio, con una voz que no era suya; hueca, reseca—. Y voy a creerte no sólo porque te amo, sino porque tú eres mi hermano, gemelo además de todo… —Se giró desde su sitio en la cama, apoyándose sobre sus codos y contemplando a Tom con ojos de reptil, fijos y carentes de emociones—. ¿Me estás ocultando algo?

Tom consideró la posibilidad de mentir, decir no, darse media vuelta y fingir o quedarse e igual con todo el descaro negarlo todo; en su lugar, sus labios se movieron por inercia y un ‘sí’ pequeño, tímido, sin forma, salió de su boca.

La cabeza de Bill se ladeó; sus pestañas bajaron; las lágrimas comenzaron a correr. Tom se sintió horrible como pocas veces en la vida, porque cuando Bill o su madre lloraban, él sabía que el fin del mundo, de su mundo, se acercaba un poco más el precipicio y nadie de lo que dijera o hiciera, lo solucionaría.

—Ven –lo llamó Bill desde su sitio, usando el dorso de su muñeca para limpiarse cuidadosamente los ojos—. Ven, Tomi…

El mayor de los gemelos avanzó a trompicones, tropezándose con sus propios pies, llorando a su vez con amargura. Sin pensárselo mucho, se acurrucó al lado de Bill, quien lo abrazó y arrulló por largos minutos hasta que los dos estuvieron en condiciones de hablar.

—Perdón, lo siento –se disculpó Tom con la garganta ronca, atontado aún por los medicamentos, mientras Bill lo estrechaba contra su cuerpo y los mecía a ambos, tarareando una canción que Tom reconocía en la lejanía y que al mismo tiempo no recordaba.

—Shhh —lo besó Bill en la frente, cuando las horas de la tarde murieron y a su alrededor la habitación quedó bañada en la oscuridad—. Vamos a salir adelante, ¿sí? Pero no me mientas más… Sea lo que sea, pero dime la verdad. Necesito que confíes en mí o esto, lo nuestro… No podría soportar que me rompas el corazón dos veces. No podría perdonarte… ¿Entiendes, Tomi? ¿Comprendes lo importante que es esto para los dos?

Ahogándose con su propia lengua, Tom sólo pudo volver a decir ‘sí’.

 

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