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A los trece por Marbius

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26.- Punto de partida; el final del camino.

 

—Cariño, luces terrible —constató Simone cuando a primera hora de la mañana, abrazó al menor de sus hijos contra su pecho—. ¿Cómo está Tom? —Preguntó en un susurro, abrazada a Bill y cerrando los ojos de antemano, reuniendo las fuerzas necesarias para tomar cualquier noticia.

—Estable. Aún duerme —respondió Bill en un idéntico quedo tono de voz—. Ven, vamos a hablar afuera —se separó de su madre, empujándola a la salida trasera del hospital.

En su prisa por acudir al lado de sus hijos, el taxi que la había llevado directamente del aeropuerto al hospital, aún esperaba estacionado frente a la entrada de emergencias. El conductor del vehículo con expresión de querer cobrar su tarifa, bajar las maletas y largarse pitando en cuanto el dinero tocara sus manos.

Maquinalmente, Bill ayudó a su madre a sacar todo el equipaje del maletero y sin muchos deseos de regatear, le entregó al taxista un billete de cincuenta euros, agregando un “quédese con el cambio” sin mucho entusiasmo.

—¿Quieres primero ver a Tom o ir a casa a descansar un poco? —Le preguntó el menor de los gemelos a su progenitora, cuando las maletas estuvieron aseguradas dentro de su propio automóvil y las acciones venideras resultaron inciertas.

Simone se acomodó el tirante del bolso sobre el hombre. —¿Dejan pasar a su habitación?

—No —respondió Bill, los ojos fijos en el suelo—. Aún no. Pero es cuestión de esperar, en cualquier momento él podría despertar y…

—Cariño, llévame a casa —pidió Simone con dulzura—. Necesito comer un poco, tomar una ducha… tú también —agregó lo último, atenta a cualquier cambio de expresión en el menor de sus hijos.

—Pero…

—Si despierta, el hospital nos informará. Hasta entonces… No es bueno para ninguno de los dos estar todo el día en el hospital. —Al ver que Bill guardaba silencio, Simone prosiguió—. A Tom no le gustaría despertar y encontrarte en este estado tan lamentable.

—Mamá… —La voz del menor de los gemelos se quebró; ella tenía razón, desde siempre había sido así, pero en esos momentos lo que menos quería era alejarse del lado de Tom. La distancia dolía, e incluso así, tuvo que dar su brazo a torcer y aceptar por las buenas—. A casa… Vamos a casa…

—Billy…

Con un cariño maternal que se desbordaba desde el interior de cada uno de sus poros, Simone hizo amago de volver a abrazarlo, pero Bill retrocedió un paso, levantando las manos frente a sí en un gesto auto protector. No podía soportar la idea de más contacto humano; por dentro, se sentía destrozado y la cuarteada armadura de cristal que lo mantenía en pie amenazaba con hacerse añicos al menor soplo de brisa.

—Bien —concedió Simone el espacio, retrocediendo a su vez, demasiado afectada como para ofenderse.

El viaje en automóvil fue silencioso, sin tensiones, pero con el aire entre los dos, tan denso que podía ser cortado con una navaja.

—Saldremos de ésta —le aseguró Simone a su hijo cuando la marca de los cinco kilómetros se rompió y no pudo contenerse más—, porque somos familia y las familias se apoyan entre sí.

Con ambas manos en el volante, deseando como nunca dar media vuelta y regresar al hospital, Bill asintió por compromiso, no por verdadera convicción.

 

Por instancias de su madre, Bill tomó una larga ducha con agua caliente y comió lo que a su parecer, era un sándwich de pavo el doble del tamaño de su estómago. Extrañamente, una vez dio el último bocado, la nube negra que por días se había aposentado sobre su cabeza y no había parado de inundarle la imaginación con escenarios negativos, se alejó un poco.

Quizá su madre tenía razón y Tom saldría de ésta sin ningún rasguño, a excepción de la cicatriz en el cráneo y una historia que contar. Quizá…

—Necesitas dormir —apareció Simone a su lado, acariciando un mechón de su cabello aún húmedo y acomodándoselo detrás de la oreja—. Preparé tu cama. Ya hace un poco de frío, así que puse una manta extra por si se te ponen los pies helados.

—Mamá… —Intentó protestar Bill, pero fue inútil. Simone sabía perfectamente cuándo la terquedad de sus hijos era digna de tomarse en cuenta de la misma manera en que estos entendían que luchar contra sus órdenes eran esfuerzos fútiles; la terquedad corría por línea materna y los gemelos la habían heredado.

—Tenemos que organizarnos —lo interrumpió su madre—. Y yo haré el primer turno. Sin excusas ni pretextos.

—Pero tu vuelo… Debes descansar.

—Mi vuelo fue cansado, pero tú te ves agotado —puso Simone la mano sobre los delgados hombros de su hijo menor—. ¿Has dormido en los últimos días?

Bill resopló. —Algo así —admitió cuando los segundos transcurrieron y el agarre de su madre se intensificó casi al límite del dolor.

—Billy, no me lo pongas difícil. Para mí esto también es duro… Los dos son mis hijos y no quiero ver a ninguno sufrir —se inclinó Simone sobre su hijo y lo besó en la cabeza—. Ahora quiero que subas y duermas un par de horas. Tomaremos turnos para esperar por noticias. Estaré de vuelta en la tarde y necesito que estés en tu mejor estado.

—No sé si pueda dormir —confesó Bill, hundiéndose ante el peso de los últimos días—. Mamá… ¿Tom va a…? —Se atragantó con las palabras a mitad de la garganta, los ojos humedeciéndosele contra su voluntad; odiaba ser tan débil, pero ya no podía más. El cansancio acumulado y la falta de sueño lo tenían al borde de un inminente colapso nervioso.

—Shhh, cariño —lo abrazó su progenitora desde atrás, hundiendo el rostro contra su nuca y llorando como el mismo Bill deseaba hacerlo y se contenía—. Tom va a estar bien—tomó aire—,e incluso si algo llegara a suceder, me tienes a mí y a Gordon. Somos familia también. No dejaríamos que pasaras por esto solo. Ustedes dos son mis bebes —lo estrujó con fuerza entre sus brazos y Bill se sintió querido como cuando era un niño pequeño y su madre representaba todo aquello en lo que confiaba y creía—, y no permitiré que nada les pase.

“Si tan sólo fuera así de fácil”, pensó Bill con amargura. Si todo en la vida se solucionara así, seguro nadie tendría preocupaciones, nadie sufriría; él no se encontraría sumido con el agua hasta el cuello en esa situación y Tom no estaría en terapia intensiva, inconsciente en un coma que podría acabar con la vida que hasta entonces habían llevado de la manera más despreocupada.

No, apretó la mandíbula, la vida no era tan sencilla. En lo absoluto.

Pero agotado como estaba, sin un ápice extra de fuerza para replicar, cerró la boca. Dejó que su madre llorara y por su propio bien, él también hizo lo suyo.

 

Muy en contra de su pronóstico personal, Bill durmió. Y soñó. Y en sus sueños él y Tom seguían juntos y nada podía ser mejor porque pedir más sería un atentado a su buena suerte.

En un estado cercano al de un boxeador luego de despertar tras un knock-out, el menor de los gemelos abrió los ojos horas más tarde, estirando el brazo en dirección hacia su mesa de noche y tomando el teléfono móvil que sobre ésta yacía. Ni siquiera se molestó en mirar el número porque sabía perfectamente quién era.

—Mamá —balbuceó con los labios resecos. La oscuridad que reinaba en la habitación hablaba de haber dormido muchas más horas de las que se creía posible dormir o siquiera permitir—. Diosss —siseó con malestar, un taladrante dolor de cabeza situado en medio de la frente. Con un breve vistazo al reloj fluorescente que tenía colocado sobre el televisor, comprobó con mal humor que llevaba seis horas dormido y probablemente dormiría otras seis si depositaba la cabeza de vuelta en la almohada y dejaba que el sueño lo arrastrara de vuelta a los brazos de Morfeo.

—Bill, ¿me escuchas? Billy… —Lo llamó su madre a través del otro lado de la línea; su voz contenida en lo que parecía ser emoción y angustia en una amalgama que de primera impresión, le dejó el menor de los gemelos una fría sensación en el pecho.

—Prometiste que llamarías antes —gruñó éste, apoyándose sobre un codo y utilizando la mano libre para tallarse los ojos, agradecido de no llevar ni una pizca de maquillaje encima. Con lo que menos quería lidiar en esos momentos era con el rimmel corrido—. Mamá, ¿pasa algo? —Preguntó con cautela, sus sentidos electrizándose conforme pasaba de estado a uno más despierto—. Di algo…

—Voy a ir por ti —dictaminó Simone, aún sin explicarse—. Necesito que estés listo en cuanto llegue.

—Mmm —encendió Bill la lámpara de noche, bañando cada objeto en la habitación con luz; sensible a cualquier cambio y con el dolor de cabeza en pleno apogeo, el menor de los gemelos siseó—. No te entiendo.

—Tom despertó —soltó Simone de golpe.

Con sólo esas dos palabras, Bill despertó de golpe, como si una mano de acero le hubiera cruzado el rostro en una sonora bofetada.

¿Tom despierto? ¿Tom había recuperado la consciencia?

—¿Cómo…? Pero… ¿De qué hablas? —Logró articular luego de varios intentos fallidos—. Tomi…

—Despertó hace menos de cinco minutos —explicó su progenitora con prisa—. Sigue desorientado, todavía no ha dicho ninguna palabra, pero está despierto y el doctor Reimann dice que es un gran progreso.

—¿Dónde estás? Voy para allá —puso Bill los pies en el suelo, esbozando una mueca cuando su piel desnuda entró en contacto con el frío parqué—. Voy a llamar un taxi y…

—¡No! —Ordenó Simone—. Voy a ir por ti. Estaré ahí en menos de media hora, ¿comprendes? Es importante que no te muevas antes de que llegue yo.

A regañadientes, el menor de los gemelos aceptó. La llamada finalizó y en menos de diez minutos, Bill se encontraba vestido para salir, con la cara y los dientes recién lavados, y ansioso porque su madre llegara.

Tenso al menor ruido, recordó de pronto la nota de Tom…

¿Qué decía? ¿’Mira bajo la cama’? ¿Algo que se le parecía mucho?

Lanzándose al canasto de la ropa sucia, extrajo el pequeño trozo de papel y leyó con exactitud el mensaje: “Mira debajo de nuestra cama”.

—Nuestra —recalcó Bill en voz alta, alzando la vista y gateando hasta la cama que en las últimas dos semanas habían compartido él y su gemelo. Esa era ‘nuestra’ cama, en plural, la de ambos. No había posibilidad de un error; era ésa.

Envuelto en un sudor frío, Bill levantó el borde de la colcha, esperando encontrar debajo algo, lo que fuera y en su lugar, una pelusa se elevó en el aire hasta su nariz y lo hizo estornudar.

Ahí no había nada a excepción de un poco de polvo que la mujer de la limpieza había omitido limpiar y envoltorio vacío de un dulce que ni siquiera recordaba haber comido ese año.

Decepcionado por quedarse con las manos vacías, el menor de los gemelos estuvo a punto de tirar el papel a la basura, convencido de que Tom no había estado bien en el momento de escribirla, cuando una repentina idea traspasó su cerebro…

¿Y si la nota hablaba de algo que se encontraba…?

Semi incorporándose sobre sus rodillas, Bill se posicionó a los pies de la cama, justo en el centro de la base y levantó el colchón.

Ahí, envuelto en una camiseta que Bill recordaba haber perdido hacía ya más de un año, se encontraba un cuaderno.

—Bingo —susurró el menor de los gemelos.

Poco le duró el gusto, pues en ese instante las luces del exterior reflejadas en la habitación le dejaron claro que su madre había llegado y ésta se aseguró de anunciar su presencia presionando el claxon dos veces a modo de señal.

Con más prisa de ver a Tom que por su pequeño hallazgo, Bill se limitó a tomar el cuaderno y de dos en dos, bajar las escaleras. Un rápido vistazo a su alrededor, cogió las llaves con la mano libre, se despidió de los perros con un ‘vuelvo pronto’ y salió de la casa, dejando detrás de sí, la luz encendida.

—¿Listo? —Preguntó Simone en cuanto su hijo rodeó el vehículo y se subió por el lado del copiloto. Sin esperar respuesta, arrancó el motor—. ¿Qué llevas en la mano?

—¿Uhm? ¿Esto? —Miró Bill el cuaderno, curioso de qué contendría, pero seguro de que Tom no aprobaría el que su madre leyera en su interior—. Nada. Por si tenemos que esperar mucho… —Fingió desinterés, deslizándolo hacia el asiento trasero y fijando la vista al frente.

El resto del viaje, transcurrió en silencio, interrumpido por la radio que anunciaba una fresca tarde de otoño y un par de éxitos pop de los ochentas.

 

Si Bill abrigó alguna esperanza de que Tom siguiera siendo el mismo que lo había acompañado por las últimas dos semanas, su yo de trece años que le había confesado su amor por segunda vez y había actuado acorde a ello, dándole forma al corazón que menos de un año atrás hubiera roto, apenas cruzó el umbral de su habitación privada, supo que su deseo era uno imposible.

El mismo doctor Reimann se los había explicado a él y a su madre minutos antes de entrar al cuarto.

—Eliminamos el punto de la hemorragia durante la cirugía. Al hacerlo, el cerebro pudo volver a recobrar la normalidad de antes…

—¿Quiere decir que Tom ya es el Tom de siempre? —Lloriqueó Simone con alivio, anhelando una respuesta afirmativa que le quitara el peso de encima.

—Sí, es correcto. Cuando despertó estaba bastante desorientado, pero lo primero que preguntó era si alguien más había caído del escenario. Es como si lo ocurrido las últimas dos semanas jamás hubiera pasado. Su cerebro, por decirlo de alguna manera, se reinició, eliminando su personalidad de trece años que vivió durante ese tiempo.

—¿Y sus verdaderos recuerdos? ¿Qué pasó con ellos? —Inquirió Bill, impaciente por saber más, alterado por el dolor de cabeza que no dejaba de escalar en intensidad en su cuerpo.

—Aún no ha hablado con nuestro psicólogo, pero estamos seguros de que siguen intactos. Después de la cirugía, lo único que no recordará, serán esos días que estuvo despierto después del accidente y antes de pasar por el quirófano.

—Oh, Dios santo, me alegro tanto de que ahora este bien —murmuró Simone con los ojos anegados en llanto, genuina felicidad de que nada hubiera pasado a ser una desgracia y Tom estuviera con ellos de vuelta sin mayores problemas.

Con las palabras de aquella conversación en mente, Bill se paralizó cuando Tom giró la cabeza cubierta de vendajes y al verlo, sonrió leve, casi imperceptiblemente.

—Hey —habló Tom en una voz más ronca de lo habitual—. Tenemos que demandar a esos idiotas que colocaron el escenario…

Bill movió la cabeza de arriba a abajo, la mandíbula apretada al punto del dolor. Los ojos se le humedecieron.

—¿Bill? —Tom frunció el ceño, pálido como estaba, dándole a su expresión un tinte más grave—. ¿Qué pasa?

—Estás de vuelta aquí —rodaron las lágrimas sobre las mejillas de Bill, incapaz de contenerse—. Tú, el verdadero tú estás aquí —se atragantó al decirlo, unas náuseas, que aunadas a su dolor de cabeza, reptaban por su esófago y lo ahorcaron en la garganta con manos invisibles.

“¡Aléjate! ¡Vete de aquí! ¡Regrésame a mi Tomi!”, chillaba por dentro. “¡Impostor! ¡Tú ya no me amas! ¡Lo prefiero a él sobre ti! ¡Te quiero muerto!”. Cada pensamiento, peor que el anterior, se sucedía en cadena dentro de su cabeza.

—Estoy tan feliz de que estés aquí —mintió con el regusto amargo en los labios.

No, no estaba feliz. Ese Tom que lo miraba con normalidad, como si nada entre ellos dos hubiera pasado en las últimas dos semanas, no podía ser real. Era una copia barata y mal calcada; la odiaba.

—¿Cómo te sientes? —Se obligó a preguntar, la frialdad dentro de su pecho aposentándose de cada fibra. No le importaba en lo absoluto la respuesta, lo único que quería era darse media vuelta y correr.

—Tirando y eso… —Respondió Tom—. La enfermera Welle, creo que se llama, me contó la historia más desquiciada que hayas escuchado jamás.

Bill dio un par de pasos al frente, tomando asiento en la silla que apenas veinticuatro horas antes, había sido su cama provisional; hoy, era su asiento de la tortura.

—Perdiste la memoria por casi quince días —dijo Bill—, no es ninguna historia desquiciada como lo pones.

Tom se quedó callado unos segundos. —Verás que para mí sí lo es.

Porque tenía que saberlo, Bill reunió valor antes de preguntar. —¿En verdad no recuerdas nada de eso?

—Recuerdo estar tocando frente a un público enorme, luego la tabla crujiendo bajo mis pies y… —Una arruga profunda se formó sobre la frente del mayor de los gemelos cuando éste se esforzó en vano por recordar algo—. Luego nada. Oscuridad.

—Tomi… —Venciendo su propia resistencia, Bill tomó la mano de su gemelo entre las suyas, esperando en cualquier momento un ‘Ja, te lo creíste. Era broma’ que vendría acompañado de un beso.

En su lugar, Tom retiró con delicadeza su mano de entre las de Bill y lo contempló con un gesto serio en su rostro. —¿Te sientes bien?

El menor de los gemelos comenzó a respirar en cortas inhalaciones, sus labios temblando y la habitación desdibujándose a su alrededor conforme sus ojos se humedecían y las lágrimas corrían de nueva cuenta por su rostro.

—¡Bill! —Lo sacudió Tom del brazo, pero aquello no era suficiente.

Porque no lo soportaba más, no así, Bill se puso de pie y en tres zancadas abandonó la habitación, dejando detrás de sí a un muy confuso Tom.

 

El día en que Tom abandonó el hospital, fue soleado. Pese a estar a unos días de distancia del final del otoño, aún con la hojarasca de los árboles congelada en pequeños montículos que la noche anterior la primera nevada del año había convertido en porquería, el sol brilló en el cielo.

—Es bello —aspiró Tom la primera bocanada de aire que el exterior le proveía. Sentado en silla de ruedas porque así lo exigía el protocolo hospitalario antes de dejarlo ir, esta vez definitivamente, y empujado por Bill, el mayor de los gemelos disfrutaba del frío exterior y se bañaba en los rayos del sol.

—Mmm —respondió Bill a su manera, arrastrando los pies con cada paso que daba.

—¿Sabes? —Jugueteó Tom con la cremallera de su chamarra, sus siguientes palabras contenidas en la punta de la lengua, indeciso de hablar. Aquella era una idea que le venía rondando después de haber despertado una semana atrás de la cirugía y que le producía malestar—. Últimamente te noto… ¿Estás enojado conmigo? ¿Fue por algo que hice mientras, ya sabes, tenía trece años?

—Qué va —desdeñó Bill la posibilidad; la mascara de indiferencia asegurada en su lugar, pero el dolor parecido a una puñalada justo donde se encontraba su corazón, lo atravesó por completo—. Son ideas tuyas.

—Quizá —murmuró Tom para sí, viendo la línea que delimitaba las dependencias privadas del hospital y el fin de su camino como paciente.

Parándose sobre sus propios pies, Tom estiró los brazos al aire, cerrando los ojos a los rayos del sol que caían sobre su rostro y lo recubrían de una dulce calidez. —Jamás pensé que extrañaría tanto el exterior —dijo sin mucho pensarlo—. Es… agradable. Le hace pensar a uno en las pequeñas cosas de la vida que no apreciamos. Es triste que sólo en las excepciones podamos descubrir eso.

Bill asintió. Sí, era verdad.

—¿Listo para irnos?

Tom se giró y Bill vio en su rostro la misma expresión de genuina felicidad a la que se había habituado mientras éste tenía trece años.

Habían sido felices, sí, muy felices. Pero su tiempo se había acabado ya.

—Tomi… —Balbuceó Bill, abrumado por el sentimiento. Conforme los días pasaban, olvidarse tornaba fácil. Luego más fácil. Hasta el punto en que podía rememorar esos días juntos sin derramar ninguna lágrima. El dolor seguía tan profundo como siempre, pero al menos podía fingir y de momento, era lo único a lo que podía aferrase.

—Vamos a casa —le abrió la puerta del copiloto, esperando a que subiera y se acomodara el cinturón de seguridad antes de cerrarla.

Con la misma precisión de movimientos, pronto él también estuvo dentro del vehículo y con la llave en la mano, procedió a dar ignición.

—¿Bill?

El menor de los gemelos se giró hacia Tom, los labios tensos.

—¿Sí?

Tom pareció meditar sus palabras una fracción de segundo, antes de que el rubor cubriera sus mejillas y moviera la cabeza de lado a lado.

—Nada —murmuró el final, desviando la mirada hacia la ventana—. Vamos a casa.

Encendiendo el vehículo, Bill se concentró en esa única palabra. “Casa”. Ahí donde estuviera Tom, estaría también su residencia, de eso podía estar seguro.

—Te amo —se cubrió Bill la boca apenas aquellas palabras escaparon de sus labios, la vista fija al frente—, sólo para que lo sepas.

—Bill… No lo digas…

—¡No, déjame terminar! —Lloriqueó Bill, apoyando la frente sobre el volante y rompiendo a llorar—. Te amo, ¿sí? No soy bueno con los finales, y-yo no… —Se atragantó y necesitó de unos segundos para recuperarse—. También te odio, Tom. Te odio como no tienes idea…

A su lado, el mayor de los gemelos pareció encogerse en su sitio, confundido por aquellas confesiones.

—Si es por algo que dije o hice durante esas dos semanas… Yo… —Tom posó una de sus manos sobre la espalda de Bill, que se estremeció apenas hizo contacto—. Lo siento, lo siento de verdad. También te quiero…

Bill ladeó la cabeza en dirección contraria, lamentándose estar dando semejante espectáculo.

—Bien, lo que sea —recobró la compostura, abriendo la guantera y extrayendo una caja de pañuelos—. ¿Sabes qué? No importa.

Tom frunció el ceño. —Bill… Ya hablamos de esto antes, sabes que no puede ser.

—No, en serio. Bota el tema —se sonó Bill la nariz y se limpió los ojos con cuidado—. Es todo. Ya dije que lo que tenía que decir. El resto… El resto no importa —se obligó a decir, acallando dentro de sí, todos aquellos sentimientos que pugnaban por salir—. ¿Tom?

El mayor de los gemelos alzó el rostro, justo a tiempo para recibir de pleno los labios de Bill sobre los suyos, amoldándose en un contacto que por tantos años les había sido familiar a ambos y a que ahora les era del todo prohibido.

—Gracias —susurró Bill cuando se separaron, lamiendo el sabor de su boca y atesorándolo; en una especie de mueca torcida, sonriendo.

Y sin esperar una respuesta, arrancó el vehículo y emprendió la marcha.

Aquel día de finales de otoño en el que Tom salió del hospital por segunda vez, Bill cerró con llave su corazón y lanzó la llave del candado en el fondo de sus profundidades.

 

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