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A los trece por Marbius

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18.-El pasado golpea.

 

—Tom –intenta Bill frenar a su gemelo, detenerlos a ambos en su travesía a lo largo del jardín trasero. Están ebrios hasta el punto de decir ‘no más, por favor’. A Bill, la cabeza le da vueltas y desearía poder detenerse, inclinarse en una de las macetas de su madre y vomitar el vodka con jugo de limón que bebió poco antes como si de agua se tratara.

Pero Tom no cede, oh no. Su gemelo lo arrastra por entre los huecos de la cerca y tira de su brazo con insistencia y monosílabos; no pide permiso, no pregunta, sólo lo lleva a la fuerza y Bill no está seguro de si ése es el término para alguien, que a pesar de la reluctancia, sigue el camino moviendo un pie detrás del otro sin necesidad de ser presionado.

—Tomi, me lastimas –dice al cabo de unos minutos, cuando la cerca de su jardín queda atrás en el olvido y los dos se adentran a la pequeña porción de bosque que compone el terreno trasero de su casa. No es un espacio tan grande, perderse por mucho tiempo es imposible, pero Bill odia estar ahí de noche. Lo que menos desea es tropezarse con la raíz sobresaliente de un árbol; ebrio como está, un panorama de lo más probable—. Detente, ¿a dónde me llevas? –Pregunta, frenando con ello la loca carrera que los tiene atravesando el área del pequeño bosque a un ritmo alarmante. De seguir así, van a cruzarlo pronto en unos cuantos minutos—. ¡Tom!

—¡Qué! –Estalla su gemelo, que halando de su brazo con más fuerza de la que puede ser posible para un crío que recién cumple catorce, lo empuja contra la dura corteza de uno de los árboles que crece a su alrededor. La superficie es rugosa y Bill pierde el aliento por el impacto al tiempo que hojas secas caen en su cabeza, anunciando así la llegada de un otoño prematuro.

—Me asustas, Tomi –musita Bill al cabo de largos segundos, con el corazón palpitando cerca de su garganta y haciéndole casi imposible el hablar.

—¿Te asusto? Bien, pues tú me asqueas –escupe el mayor de los gemelos, girando el rostro y controlándose por no llorar. No quiere ser más patético de lo que ya es, pero…—. ¿Por qué? –Inquiere el final—. ¿Por qué? –Repite, el dolor evidente en su expresión corporal, al sujetar a su gemelo por las muñecas y presionar con fuerza hasta hacerlo gemir de dolor.

De entre los dos, es Bill quien tiene una baja tolerancia al dolor.

—¿De qué hablas? –Bill se debate entre liberarse o permanecer tal como está. Por inercia, lucha en pos de su libertad. Patea, intenta morder y recibe un golpe contundente en pómulo derecho por ello.

—Mierda, Bill, lo siento, lo siento mucho –se disculpa Tom al instante, liberándolo, dándole la oportunidad de correr y sin embargo, el menor de los gemelos se encuentra a sí mismo martillado al suelo de hojas y tierra que rodea el bosque, incapaz de moverse o reaccionar—. Di algo, Bill.

—Me golpeaste –responde éste—. ¿Qué te pasa, idiota? –Lo empuja al ver que con manos tímidas, pretende examinar el recuento de los daños—. Eres un imbécil. Que sea tu cumpleaños no te da el derecho de esto, también es el mío –farfulla con rabia; la sensación de aturdimiento da paso a una de dolor, cuando se lleva la mano a la cara y la piel se siente inflamada bajo el tacto. En la mañana, va a aparecer con catorce años recién cumplidos y un morado inflamado para desayunar—. ¡Arruinas todo, arruinas mi vida, te odio! –Chilla Bill con rencor; la emoción contenida en los últimos difíciles meses entre ambos, explota con la fuerza de una bomba nuclear. No lamenta ni una pizca de lo dicho; es lo que siente, incluso si entre emociones tan diversas, también incluye el amor.

Tanta es su ira, su coraje, que apenas y siente los labios de Tom presionándose contra los suyos.

Tom, que se presiona contra su cuerpo y lo aplasta contra la rasposa superficie del árbol que ha sido víctima presencial de su pelea. La rudeza de la corteza le talla la piel de la espalda, donde la camiseta cedió al movimiento y se alza.

Aún con eso en contra, Bill arquea su cuerpo en búsqueda de un contacto más profundo.

Atento a ello, Tom sujeta su rostro con ambas manos, separando sus bocas por escasos segundos, jadeando para recuperar el aire perdido, antes de proseguir. Lame, muerde, chupa a su alrededor; los labios de Bill saben a naranjas y alcohol, eliminan el regusto a cerveza barata que él mismo lleva y al instante se intoxica de ese regusto dulce, acaso un poco ácido.

Todo parece ser perfecto y lo es, incesto y todo lo es.

Pero deja de serlo cuando Bill se separa y con voz pequeña musita un ‘perdón’ apenado, cayendo de rodillas y vomitando el contenido de su estómago en tres grandes tandas.

 

—Ugh –gimió Tom entre sueños, apartando a su gemelo con la poca fuerza que le quedaba en los brazos y piernas—. Hazte para allá, tengo calor –murmuró con malestar evidente.

—Mmm –respondió Bill, aferrándosele más por la cintura, indispuesto a ceder por una excusa tan mala. Él no tiene calor, al contrario, tiene frío. Los días se vuelven más y más helados, no viceversa—. No exageres, Tomi –abrió un ojo a la oscuridad de la habitación, molesto de ver que el reloj marca las cinco de la mañana y a su parecer, es la hora más indigna de estar de despierto—. Duérmete.

—No, no –se retorció Tom en su abrazo, apartándolo con renovadas fuerzas—. Estás muy caliente, me estoy asando como pollo al horno –jadeó con esfuerzo, incorporándose en la semi penumbra del cuarto y resoplando por el esfuerzo—. Calor. Calor –repitió la palabra con modorra, la barbilla presionando su pecho desnudo.

—Ven acá –lo convenció Bill de volver a recostarse. Apenas lo tuvo en posición supina, lo abrazó pasándole una mano por el pecho y al instante abriendo grandes los ojos—. Estás caliente.

—Te dije –se retorció Tom en el colchón—. Ugh, estoy sudando –se llevó las manos al cuello y volvió a jadear—. Quiero una ducha.

Se apartó las mantas de encima y se sentó al borde de la cama, con los pies de fuera y un mareo tremendo que no le dejaba ponerse en pie e ir al baño.

—¿Estás bien? –Se sentó de rodillas Bill a su espalda, apoyando una mano sobre su hombro y presionando con ligereza—. ¿Te sientes mal o…?

—No, estoy bien –lo interrumpió su gemelo—. Es sólo este maldito calor, argh. Me siento asqueroso.

—Uhm, ok –extendió Bill el brazo hacia la mesita de noche y al cabo de unos segundos de buscar a tiendas la clavija, logró iluminar la habitación con un tenue baño de luz.

Tom se cubrió los ojos con el dorso de la mano, sintiendo unas náuseas que le hicieron recordar lo que había soñado. Era tanta la realidad de ese recuerdo, que no podía ser algo más. Tom aún llevaba en la piel la sensación eléctrica y en los labios el sabor inequívoco de las naranjas.

—¿Por qué no me golpeaste de vuelta? –Dirigió la pregunta a su gemelo, que apoyando el mentón sobre uno de sus hombros, lo miraba sin comprender ni una pizca.

—¿De qué hablas?

—Aquel día cuando… Yo… —El mayor de los gemelos inhaló con fuerza—. ¿Qué dijo mamá del golpe?

—No te entiendo, ve más despacio. –Tras considerar algo en mente, Bill le tocó la mejilla, frunciendo el ceño en un gesto de preocupación—. Voy a ir por el termómetro, esto no me gusta nada.

—¡Olvida eso y dímelo! –Gritó Tom alterado—. ¿Qué fue lo que pasó?

—Tomi, tienes una cara espantosa, necesito que te tranquilices –intentó Bill imponerse ante su gemelo, pero éste se zafó de su agarre y lo empujó contra la cama, aplastándolo bajo su peso—. ¡Tom!

—Dime –resopló Toma través de los dientes—. ¿Por qué no respondiste el golpe pero sí el beso?

—Me asustas, Tomi –musitó Bill tal y como lo había hecho en sueños, en una memoria de la que no tenía registro. Aterrado de su propio comportamiento irracional, el mayor de los gemelos se apartó del cuerpo de Bill, temblando por más de una razón.

—Quiero que te recuestes en este mismo instante y no te muevas de ahí –lo ayudó Bill a tenderse en la cama, cuidando de que su cabeza estuviera sobre una almohada—. Voy a ir por el termómetro y mientras te tomo la temperatura, hablaremos. ¿De acuerdo? –Esperó una respuesta que nunca llegó—. ¡Tom Kaulitz, responde!

Con los ojos húmedos, Tom asintió. –Perdón.

—No importa –le restó el menor de los gemelos importancia—. Estaré de vuelta en un momento.

Tom se pasó los dedos por el rostro y comprobó que estaba sudando copiosamente; para agravar la situación, una serie de escalofríos lo recorrieron de pies a cabeza.

—Diosss –masculló.

Tendido de espaldas y deseando desnudarse aún más de lo que estaba en su ropa interior, Tom intentó recordar más allá del sueño que había tenido, pero como si de terreno vedado se tratase, ningún recuerdo aparecía en su memoria; ni una pista, ni un pequeño detalle, nada.

—Mierda –maldijo con desgana.

—Abre la boca le dijo Bill apenas regresó del baño, con el termómetro electrónico en la mano y una expresión de preocupación que señalaba lo obvio de su ánimo—, a menos que quieras lectura rectal, pero no tengo vaselina.

Sin mediar palabras, Tom abrió obediente la boca y se acomodó la punta metálica debajo de la lengua. Bill hizo trabajar el aparato y en cuestión de treinta segundos, el resultado los alarmó a los dos por igual.

—Treinta nueve coma cero. Tomi, esto no me da buena espina –se escandalizó Bill, revisando de vuelta los números por algún posible error.

—Pero me siento bien, a excepción del calor –rodó Tom sobre su costado, deseando volver a dormir para continuar soñando.

Bill pareció meditar aquello. —¿Qué tan seguro estás de eso?

—Cien por ciento –le aseguró Tom, levantando la cabeza de la almohada y viéndolo con ojos opacos por la fiebre—. Créeme. Serías el primero al que le diría si me sintiera mal –le aseveró, experimentando culpa por otros padecimientos que no le había contado a su gemelo, como la parálisis de su pierna izquierda. Pero, como él mismo se excusó, no había mentido en ningún momento, al menos técnicamente. Bill sería el primero en saberlo, pero de momento, aún no.

—Entonces deja te doy un poco de medicamento para la fiebre.

Cuando Bill regresó de una visita a su botiquín de primeros auxilios, Tom no opuso resistencia a beber el jarabe más malo que jamás hubiera tocado su lengua. Con un pretendido sabor frambuesa, sabía pésimo.

—Asco –balbuceó, dejándose caer sobre las almohadas apenas apuró el medicamento con un poco de agua.

A su lado, Bill se recostó, y con una toalla húmeda en mano, pasó los siguientes diez minutos recorriendo su cuerpo con minuciosidad hasta que el mayor de los gemelos se sintió menos acalorado que antes.

—Ahhh –exclamó de gusto cuando Bill sopló un camino helado sobre su estómago descubierto. Atento a sus reacciones, el menor de los gemelos tironeó un poco del elástico de sus bóxers y pronto Tom se encontró desnudo del todo y con una prominente erección descansando sobre su vientre bajo.

—Estoy muy cansado hasta para… —Movió los labios con torpeza, intentando hacer un movimiento con su mano que se asemejaba al de masturbarse.

—Shhh, yo me encargo –tomó Bill en una mano su pene y apretó.

Tom inhaló a consciencia, presionando las piernas juntas y con los ojos cerrándosele sin que pudiera hacer algo; las pestañas aleteando como si de las alas de una mariposa se tratasen.

—La luz –pidió Tom con un leve tono rojizo en la piel de su cuerpo, y Bill no tardó en volverlos a dejar en una habitación oscura que los protegía de las miradas reprobadoras del mundo; así tenía que ser: Los secretos se mantienen mejor entre dos y en silencio.

Bill no se demoró mucho. Con maestría que años de práctica le habían dado, no tardó gran cosa en lograr que Tom se corriera y con la misma naturalidad que la confianza le confería, usó la toalla de antes para limpiar a su gemelo.

Tom, que estaba a punto caer dormido debido al efecto del jarabe y al propio cansancio que la fiebre le ocasionaba, se aferró a Bill apoyando la cabeza sobre su pecho y tranquilizando su pulso y respiración al ritmo de éste. ¿Cómo si no era lo correcto, puesto que eran gemelos y sus corazones debían palpitar a la misma velocidad o alguna tontería que se le asemejara en lo cursi?

—Soñé contigo –admitió cuando el silencio entre ambos se hizo largo—. O más bien, recordé algo.

—¿Mmm, qué era? –Con una mano sobre su costado, Bill le hizo cosquillas por encima de la cadera—. ¿Era algo sucio? Soy todo oídos.

—No, bueno sí. Algo. –Tom maldijo a su lengua por la poca cooperación—. Fue la noche que cumplimos catorce años… —Dejó al aire el resto de las implicaciones que esa fecha significaba para ambos; al menos para Bill, que Tom no recordaba gran cosa a excepción de lo que acababa de soñar.

—Ah, esa día… Desde entonces odio el vodka. Vomitarlo hasta que me ardiera la nariz por el alcohol fue la mejor cura –se rió Bill un poco—. ¿Fue por eso que preguntaste lo del golpe? Casi lo había olvidado. Casi es la palabra clave –volvió a reír, esta vez presionando el cuerpo de Tom contra el suyo.

—Esa noche me besaste de vuelta, ¿por qué? –Indagó Tom.

Bill suspiró. —¿Realmente importa? ¿En serio? ¿Ahora que estamos juntos? Ya pasamos por esto antes.

Tom lo pellizcó con fuerza. –Quizá, pero yo no recuerdo nada. No es justo.

—Claro que no, pero tampoco es justo para mí –constató Bill la verdad—. No me has hecho pasar el mejor año de mi vida, ¿sabes?

—Perdón.

—Eso ya lo dijiste antes. El punto es que… —El menor de los gemelos bostezó—. Que te besé de vuelta y gracias a eso pasé los mejores seis años de mi existencia. Luego me dijiste que era un error, que te arrepentías de todo y… El resto lo puedes imaginar muy bien.

—Lo siento.

—Tom, en serio, cállate de una vez con eso –se giró Bill hasta quedar lado a lado con su gemelo—. Ya pasó. Ahora estamos juntos e incluso si existe una posibilidad de que todo termine en cuanto vuelvas a ser el de antes, no me arrepentiré de esto ni por un instante.

A Tom un sollozo se le atoró en la garganta; un sentimiento parecido a la culpa que no supo identificar pero que le hizo saltar las lágrimas. Lo odiaba, llorar con tanta facilidad, pero algo dentro de él le decía que era mejor dejar salir el veneno que por años no había permitido liberar.

—Hey, está bien. Estoy preparado. Tú no recordarás nada después, o tal vez sí, pero trabajaremos de ahí en adelante… Vamos a hacer que funcione.

Tom se dejó acurrucar en el abrazo de Bill, que lo meció como si se tratara de un niño pequeño que necesitara consuelo. En muchos sentidos, así era.

—Nunca he dejado de quererte –murmuró Tom con la voz ronca de tanto llorar, horas después, cuando ya el sol se asomaba por su ventana y el día anunciaba su llegada; dentro de poco, Georg y Gustav estarían despiertos y tocaría actuar como si nada estuviera pasando entre ellos, incluso si era una mentira enorme y dolía—. No sé cómo, pero lo sé.

Bill besó sus párpados cerrados. –Yo también lo sé, pero a veces amarse no es lo único que sostiene una relación. De haber sido así tú y yo…

El menor de los gemelos calló cuando los labios de Tom se apoderaron de los suyos y la lengua de éste pidió permiso para entrar en su boca.

No hubo más palabras por el resto de la mañana; en su lugar, una infinidad cantidad de besos sellaron aquel acuerdo tácito de amor; de momento, esperar y nada más.

 

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