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A los trece por Marbius

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19.- Siniestra alarma.

 

—Tienes una picada de mosquito ahí –señaló Georg un punto en el cuello de Tom, donde una mancha rojiza tirando a morada, se exhibía con descaro en el cuello del mayor de los gemelos—. Déjame ver bien.

—Uh, no. Paso –golpeó Tom la mano que pretendía acercarse al cuello de su camiseta.

—A menos que eso sea… —Empezó Georg a calibrar opciones menos inocentes. Alertado por ello, Bill se interpuso entre ambos al dejar el vaso de la licuadora repleto de malteada de fresa con mango sobre la mesa e interrumpir la conversación.

—¿Alguien quiere que le sirva?

—¡Yo! –Saltó Tom al ofrecimiento y a la oportunidad de desviar el tema a derroteros menos peligrosos. Y no porque la mancha en sí fuera delatora, pero lo cierto es que llevaba en ella marcados los dientes de Bill y nada como una buena prueba como para incriminarse de por vida, ¿luego qué excusa le daría a Georg? ¿O a Gustav, si se inmiscuía? Mejor ni pensarlo o se le iba a empezar a caer el cabello de la preocupación.

—Los pancakes están listos, platos arriba –anunció Gustav, sartén en mano y dejando caer las porciones en cada uno de los cuatro platos que se sostenían en el aire, Georg cogiendo el suyo y recibiendo un beso en la frente por aquella consideración—. ¿Es todo?

El cuestión de minutos, se encontraron los cuatro sentados alrededor de la mesa y comiendo como en los viejos tiempos; un ruido constante de charlas adivinadas a la mitad, el estrépito de los cubiertos y los platos al golpearse y los ruidos de apreciación a las dotes culinarias de Gustav, quien sin muchas intenciones, cocinaba los desayunos más ricos que hubieran comido jamás.

—Este tocino está en su punto exacto –alabó Bill la pieza que se llevaba a la boca—; crujiente y no muy grasoso. Oh Gus, deja a Georg y vive con nosotros.

—Hey, es mi novio de quien hablan –replicó el bajista, sujetando la mano de Gustav con gesto posesivo y acariciando sus nudillos con los dedos—. Además, yo le doy algo que ustedes dos no podrían ni soñar.

—Oh Diosss –dejó caer Tom su tenedor y cuchillo sobre el plato para cubrirse las orejas de cualquier fragmento de información no requerida—. ¡Mis castos oídos! Chicos, por favor, que sus asuntos sigan siendo sus asuntos y no los míos o los de Bill.

—Idiota, hablaba de mis magníficos masajes –rodó Georg los ojos al tiempo que Gustav asentía.

—Sigue siendo algo que no quiero saber –recalcó el mayor de los gemelos, metiéndose a la boca un enorme trozo de pancake que escurría miel.

—Tomi, te manchaste –extendió Bill el brazo con una servilleta, limpiándole a su gemelo cualquier rastro de maple que éste se hubiera embarrado en la cara—. Listo.

—Poco a poco, te estás convirtiendo en su madre –declaró Gustav con calma, observando la interacción de los gemelos con escasa atención, ya acostumbrado a los espectáculos que aquel par se montaban.

—Bah –desdeñaron los gemelos en coro aquella opción, sólo para soltarse a reír al darse cuenta de la sincronía. Trece y veinte, tuvieran los años que tuvieran, seguían siendo los mismos.

Y como no podía ser de otra manera, tanto Georg como Gustav lo dejaron pasar.

 

Contra todo pronóstico, la partida de Georg y de Gustav les dejó a los gemelos un regusto un tanto agridulce bañado en nostalgia. Porque la vida era tan incierta y podía cambiar de un momento a otro, al despedirlos desde la entrada de su casa, Tom experimentó una especie de epifanía que le hizo ver, que quizá, la próxima vez que los viera todo podría ser diferente. Existía una posibilidad de que para entonces recobrara la memoria; también que de todo siguiera igual. Fuera cualquiera de los dos casos, afectaría a la banda.

—No olviden llamar –les gritó Bill cuando el automóvil arrancó y los rostros sonrientes de sus amigos les dedicaron una despedida.

—Ustedes no olviden comer algo más que lechuga y zanahorias –respondió Georg, agitando el brazo por fuera de la ventanilla y dedicándoles la última broma de la tarde—. Nos vemos en un mes cuando regresemos del crucero –agregó y Gustav pisó el acelerador para irse finalmente.

—Quién lo dijera, esos dos en un crucero para celebrar su amor juntos –ironizó Tom—. Tierno de alguna manera bizarra, pero… Puaj.

—Ellos también tienen derecho a ponerse románticos –lo empujó Bill con la cadera, haciendo que Tom admitiera que tal vez sí, era romántico el gesto.

En palabras de un excitado Georg, como Tom aún se encontraba delicado de salud y la disquera había declarado hiatus hasta nuevo aviso, tanto él como Gustav se habían dado el lujo de pedir un camarote de primera clase en un famoso yate de cruceros que zarparía el viernes y viajaría a lo largo la costa este de Europa hasta llegar a Asia al cabo de dos semanas. Un viaje de regreso tardaría lo mismo y aquel par pretendía pasar los treinta días en una luna de miel que componer música, sacar discos al mercado, entrevistas, presentaciones en vivo, conciertos y años de trabajo duro les habían proporcionado el dinero, pero no el tiempo para hacerlo.

—Una oportunidad que sólo se da una vez en la vida –les había explicado Georg con emoción y una sonrisa de oreja a oreja—, eso a menos que Bill decida partirse la cabeza en la bañera y también pierda la memoria, pero eso es mucho pedir.

La mirada de muerte que el menor de los gemelos le había dedicado bastó para que el bajista no volviera a hacer una broma de tan mal gusto, que acompañada de un golpe de Gustav, controló a Georg por el resto de la visita que les daban a Bill ya  Tom antes de partir.

—Con todo, los voy a extrañar… Un poco, eso creo –confesó Tom a su gemelo una vez perdieron el automóvil de vista y pasaron a la casa—. Al menos en lo que me aburro de ti.

—¿Ah sí? –Arqueó Bill una ceja a modo de reto—. ¿Aburrirte de mí, dices? Pues deja te digo que tú tampoco eres un miembro del Cirque du Soleil, eh.

—Sólo era un comentario –apoyó Tom la mejilla en el hombro de su gemelo—, sabes que contigo nunca me puedo aburrir.

—Si con eso pretendes conseguir sexo… —Bill se mordió el labio inferior en un gesto pícaro—. Vas por buen camino. Es todo lo que puedo decir.

Tom se sonrojó de golpe, sintiendo como le ardía la cara y no era debido a la fiebre de antes.

—Pero… —Lo interrumpió Bill antes de que pudiera responder algo—. Más tarde.

Tom frunció el ceño. —¿Por qué?

Bill suspiró con verdadero cansancio. –David llamó y quiere enterarse de las últimas noticias. Ya sabes cómo se pone con eso; es peor que mamá. Quiere saber qué dijo el médico y hay que informar de paso a la disquera y a los medios.

El ceño en la frente del mayor de los gemelos se intensificó. –La verdad es que no, no recuerdo eso.

Bill se mordió el labio inferior. –Ok, ahí tenemos un problema. ¿Pero sabes qué? Tengo una solución, escucha: Mientras yo hago eso, ¿por qué no te recuestas con los pies en alto y tratas de descansar un poco? No me tardaré mucho y entonces podremos ver una película o algo así.

Tom bufó cruzándose de brazos.

—No te pongas difícil –se puso Bill las manos en la cadera, adoptando su pose de ‘no me importa, deja tus berrinches para luego’ que había adquirido luego de años de vivir con su gemelo—. Trabajo es trabajo.

—Uhmph –bufó Tom—. Supongo…

El menor de los gemelos se presionó la nariz entre dos dedos. –Tomi, en serio, corta ese mal rollo tuyo. No tardaré más que un par de horas. Ni siquiera saldré de casa, sólo estaré en el estudio haciendo llamadas. Puedes acompañarme si así lo deseas. Pero tengo que hacer eso hoy –enfatizó la última palabra—, o David se pondrá como el ogro malo de la historia. Si no lo recuerdas furioso, bien por ti, en serio, pero yo sigo siendo un adulto y tengo que ser responsable. Por los dos –agregó, viendo que su gemelo cedía con cada sílaba un poco más que antes—. Oh, ánimo –rompió la postura rígida para abrazarlo por la cintura—, unas horas y seré tuyo, ¿qué tal suena eso?

—Siempre has sido mío –apoyó Tom la frente en el cuello de su gemelo, seguro al ciento por ciento de que estaba actuando como un crío consentido pero sin saber bien cómo detenerse. No podía hacerlo, le gustaba esa nueva dinámica entre ambos, donde Bill cuidaba de él como un objeto preciado de cristal y él recibía toda clase de mimos. Se sabía patético, pero aún débil, era lo que más necesitaba.

—Y tú mío, lo sé, pero…

—Trabajo es trabajo –repitió Tom apartándose de los brazos que le proporcionaban apoyo—. Ok, haz lo que tengas que hacer y después haremos algo juntos.

Bill lo examinó con ojos críticos, en busca de alguna señal que indicara lo contrario a lo antes dicho. Frente a él, Tom lo desdeñó con simpleza, sin malos tratos pero tampoco con cariño. —¿Estás seguro? –Confirmó.

Tom rodó los ojos. –Claro. Tú trabaja, yo veré televisión o algo.

Y con esas últimas palabras, Bill se dispuso a hacer de aquellas sus horas de trabajo, un buen uso.

 

El mayor de los gemelos pasó la siguiente media hora en la cocina, preparándose una montaña de helado con galletas y jarabe de chocolate, pero una vez terminó su obra maestra de calorías y grasa, optó por devolverla al congelador y buscarse algo mejor qué hacer.

En el segundo piso y detrás de la puerta cerrada que pertenecía a la habitación que Bill denominaba su estudio, éste hablaba por teléfono al tiempo que el ruido del teclado en la computadora se dejaba escuchar a un ritmo alarmante. No queriendo distraerlo, Tom pasó de largo por ese cuarto y se refugió en el suyo propio, cerrando la puerta tras de sí y dejándose caer en el blando alfombrado blanco, que pese a cualquier creencia, se mantenía tan inmaculado como el día en que lo habían traído de la tienda.

—Estoy aburrido –murmuró Tom descalzándose y mirando el alto techo que presidía en su recámara.

Al principio, el mayor de los gemelos pensó en dormir una pequeña siesta. Con la cabeza apoyada en un almohadón que se había bajado de la cama y tendido de costado, cerró los ojos pero el sueño nunca llegó. Al cabo de quince minutos donde su aburrimiento escaló más de lo que podía soportar, se puso en pie de un brinco y miró a su alrededor decidido a, que si iba a perder el tiempo, al menos lo haría de manera productiva.

Con bastante corte, pese a que técnicamente era su propia habitación, enfiló hacia la mesa de noche que tenía más cerca. Decidido a que lo hacía de golpe o no lo hacía y ya, tiró del primer cajón y suspiró de alivio cuando nada demasiado escandaloso saltó a la vista. Un par de envoltorios de dulces, una novela aún en su empaque original que seguramente no había leído y no empezaría ahora, además de pequeños objetos que no llamaron su atención.

La otra mesa de noche fue igual. Nada interesante.

Un poco más atrevido que antes y decidido a encontrar algo oculto de su propia vida, Tom pasó al librero que ocupaba casi la mitad de una de las paredes y lucía repleto con revistas y algunos libros de los cuales no tenía memoria haber leído.

La parte superior del librero, que llegaba por encima de su cabeza, sin embargo, estaba repleta de cajas negras, todas alineadas una al lado de la otra y en algunos sitios, incluso encima de otras.

Curioso como pocas veces en la vida, el mayor de los gemelos extrajo la que más cerca se encontraba de su agarre y se llevó una buena sorpresa al encontrar dentro de ella pequeñas hojas de papel o trozos de lo que alguna vez fueron parte de un cuaderno. A ojos ajenos, aquello parecería confeti, si acaso recuerdos tontos de alguna adolescente enamoradiza; para Tom, era la prueba de algo que ni él mismo comprendía.

Revolviendo un poco entre los papeles, extrajo una pequeña nota manchada de café en la que aún se aspiraba el brebaje. Manchando las palabras escritas, Tom leyó la primera línea llevando en labios una sonrisa.

“… porque no hay otro como tú. Tu gemelo guapo que te quiere, Bill”.

Tom guardó el trozo de papel y extrajo otro, remontándose a una época de su vida donde él y Bill compartían pequeñas notas. Había empezado como un juego de lo más tonto; primero con Bill colocando mensajes secretos dentro de los bolsillos de su ropa y esperando a que Tom los encontrara, sin importar que fuera ese mismo día o semanas más tarde. El mayor de los gemelos no había tardado mucho en seguirle el juego, escondiendo sus propias notas dentro de algún zapato o el compartimento secreto de alguna de las maletas de Bill. Y siempre que alguno de los dos encontraba alguno de aquellos papeles, se lo decía al otro por medio de otro mensaje idéntico.

Cómo recordaba eso, ni Tom lo sabía. De lo único que podía estar seguro era que ya no lo hacían más. Acomodados por orden estrictamente cronológico, el mayor de los gemelos comprobó que la última nota estaba fechada a casi un año atrás y no fue necesario elucubrar más qué era lo que había pasado al final. Tom lo lamentó mucho y decidido a que no podía lidiar con eso justo ahora, cerró la caja y la devolvió a su sitio, bajando otra en su lugar.

Esta vez lo que encontró no resultó tan doloroso.

Cientos de tickets salieron a la vista y con orgullo comprobó que eran de la banda. Uno por cada sitio en el que habían tocado y una pequeña anotación escrita al reverso de cada papel. “Llovió, pero el público fue genial”, “Bill se tropezó del escenario, pero salvó todo sin que se notara”, “Cinco fans me enseñaron los senos al mismo tiempo”… Se sonrojó con la última, comprobando la fecha y tras un rápido cálculo mental, sacó la cuenta de que por aquel entonces debía tener quince años como mucho.

Divertido por aquello, vació la caja a sus pies y con embeleso, pasó las siguientes horas libres leyendo el reverso de cada boleto y acomodándolos por fecha, al mismo tiempo, haciéndose una idea de lo mucho que parecía haber viajado por el mundo y lo poco que recordaba.

Cuando iba por el país diecisiete y el boleto un millón según exageró por la enorme pila que se amontonaba en su regazo, un beso en la nuca lo sacó de su trance y casi pegó un alarido de niña pequeña cuando Bill le presionó entre las costillas con dos dedos ágiles.

—Ajajá, ¿viendo porno o es algo peor? –Se asomó Bill por encima del hombro de su gemelo y con desencanto comprobar que su primera suposición era errónea—. ¿Qué es eso? –Tomó uno de los tickets de la pila y leyó en voz alta—: “Bill enseñó por primera vez su tatuaje de la estrella, el público gritó al unísono”. Mmm, recuerdo eso –volteó la entrada y leyó la fecha—. Claro, fue un mes después… Tomi, no sabía que hacías esto.

El mayor de los gemelos se la quitó avergonzado y la guardó en la caja junto al resto. –Ni yo tampoco, así que estamos a mano. –Sin mediar algo de por medio, devolvió la caja en su sitio y se sacudió el polvo imaginario de la ropa—. ¿Película como prometiste o…? –Dejó en el aire una posible sugerencia para Bill por llenar.

El menor de los gemelos soltó un imperceptible suspiro, decepcionado de que Tom se hubiera cerrado en sí luego de que lo interrumpiera, pero el médico le había dicho que era lo normal y tendría que aceptarlo. Su gemelo estaba pasando por una etapa en la adolescencia donde lo más importante era su privacidad y pese a que Bill odiaba que entre los dos hubiera secretos, no le quedaba de otra más que dejarlo pasar y no tomárselo como algo personal, pues no lo era.

—¿Tienes alguna película como sugerencia? –Se puso Bill a su vez de pie y acompañó a Tom fuera de la habitación.

Durante el trayecto de las escaleras, Tom sugirió un par de cintas viejas, todas ellas clásicos del verano de sus trece años, que o Bill ya había visto o no le interesaban.

—Ugh no, ya vimos Men in Black II por lo menos, no sé, quince veces –denegó Bill con la cabeza, cuando los dos se posicionaron frente el sofá y frente a ellos descansaba una dotación grande de comida chatarra incluso para ellos y sus estándares.

—¡Cuándo, exijo saberlo! –Replicó Tom, aferrándose al DVD—. Vamos, Bill. Una más, por tu pobre hermano menor que no recuerda haberla visto jamás –esbozó un puchero que por mucho superaba al de Bill sin siquiera proponérselo.

—No me estás convenciendo nada –masculló Bill, pero una sonrisa delatora en la comisura de sus labios hablaba por sí sola. Cuando Tom comenzó a batir pestañas con rapidez, supo que no quedaba de otra más que ceder—. ¡Bien, veremos Men in Black II! Deja de poner esa cara, y… —Alzó un dedo amenazador en dirección a su gemelo—. ¡El menor soy yo! Esos diez minutos son míos, no tuyos.

—Y siete años, no olvides –festejó Tom su victoria, tomando la almohada más grande y arrellanándose en su sitio del sofá bajo un enorme cobertor que los iba a cubrir a ambos.

Pronto la cinta dio comienzo y ambos se sumieron en un silencio atento con los ojos fijos en la pantalla del televisor, donde Will Smith se dedicaba a neuralizar a medio mundo con su instrumento brillante.

—Quizá alguien uso eso conmigo… —Murmuró Tom con la mirada clavada en la película, comiendo maíz inflado a una velocidad de riesgo que se dejó ver al cabo de unos minutos, cuando una tos se le asentó en el pecho—. Ugh –se golpeó el pecho un par de veces, antes de que Bill se compadeciera de él y se ofreciera a traerle una lata de coca-cola.

—¿Le pongo pausa a la película? –Ofreció Tom en compensación, pero su gemelo le dijo que no era necesario.

Los minutos transcurrieron y Tom casi olvidó que su gemelo había ido a la cocina para traerle algo de beber.

Bill por el contrario, había aprovechado el tiempo para servirse del tazón de helado que se encontró en el congelador y comer un poco antes de regresar. No mentía cuando había dicho que sería por lo menos la decimosexta vez que veían Men in Black y la película en cuestión lo tenía harto luego de verla tantas veces en la carretera cuando viajaban por el tour, al grado en que podía repetir largas partes de los diálogos sin siquiera proponérselo.

Decidido a no retrasarse más, regresó a la sala con su cuenco de helado y la lata de coca-cola; dispuesto a jugarle una broma a Tom como la de antes, se acercó sigiloso por detrás de su gemelo y probando algo diferente a lo que había hecho en la habitación, apoyó la lata helada contra el dorso de su mano izquierda, que colgaba por el costado del sofá.

Esperando oír un nuevo chillido, Bill se sorprendió cuando su gemelo hizo caso omiso de contacto y no se movió ni un milímetro.

—Tom –lo llamó Bill en voz alta y éste saltó del sofá al ver que la el ruido provenía de detrás de él.

—¡Bill! –Se llevó Tom la mano al pecho, con los ojos abiertos—. ¿Pretendías asustarme?

El menor de los gemelos frunció el ceño, su semblante cambiando a uno de preocupación. —Algo así… Ten, aquí está tu refresco, pero está caliente –mintió al entregárselo. Tom como diestro, lo sujetó con esa mano y arqueó una ceja.

—¿Seguro? Para mí está bien así –y sin más rompió el sello y bebió un largo trago.

Bill se guardó de decir algo más al respecto, pero durante el resto de la película sus ojos pasaron más tiempo fijos en el la mano izquierda de su gemelo que en la película.

No seguro de qué era, pero de que algo iba mal…

 

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