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A los trece por Marbius

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25.- El conejo dentro del sombrero.

 

—… yo también estoy esperando… No, porque sé lo mismo que tú. Aún no me han dicho nada… Lo sé, lo sé… —Con hastío, Bill escuchó la voz alterada de su madre al otro lado de la línea. La amaba, Dios sabía que amaba a esa mujer como un hijo ama a una madre, incluso más, pero el llanto histérico que la poseía mientras preguntaba por su gemelo, era más de lo que podía soportar en su estado insomne y agotado.

Luego de que Tom fuera llevado de emergencias a la sala de cuidados intensivos, el secretismo había imperado en labios de médicos y enfermeras por igual, todos atendiéndole lo mejor posible pero sin dar muestras que compartir información relativa a Tom. E incluso si preguntaba por el doctor Reimann o la enfermera Welle lo que recibía eran respuestas evasivas, promesas futuras de que en breve podría hablar con alguno de los dos. En vano, porque las últimas doce horas de su vida habían pasado en flashazos de realidad donde él era un espectador inerte que nada podía hacer para saber en qué estado se encontraba su gemelo.

—Mamá, estoy muy cansado para mantener esta conversación ahora mismo —interrumpió Bill a su progenitora, demasiado extenuado física y mentalmente como para perder tiempo en cortesías fútiles—. ¿Te llamo cuando me entere de algo?... Claro, sin falta… Sí, sí, adiós —presionó el botón rojo para finalizar la llamada y soltó un largo suspiro.

Metiéndose el delicado teléfono móvil en el bolsillo trasero de sus pantalones, el menor de los gemelos lamentó haber renunciado al vicio del cigarrillo. En ese momento, nada le vendría mejor que uno, sólo uno… Quizá una cajetilla, qué demonios, la situación lo ameritaba. La picazón que llevaba en la yema de los dedos se debía a ello, ¿y no decían por ahí que hay batallas inútiles de luchar? Tal vez la suya con el tabaco era una de ésas.

A punto estaba Bill de buscar una máquina expendedora, con la mano rebuscando en sus bolsillos por un par de monedas sueltas, cuando se quedó congelado en su sitio al ver a la enfermera Welle dirigirse en su dirección a paso firme y al parecer con las primeras noticias del día.

—¿Cómo está él? —Preguntó Bill apenas la mujer estuvo al alcance de sus palabras—. ¿Se va a recuperar? ¿Puedo verlo? —Con una fuerte opresión en el pecho, apenas si fue consciente del ardor en la garganta.

La enfermera Welle le tendió un poco de papel higiénico que llevaba escondido en su bata.

—Es un poco más complicado que eso —calibró cada una de sus palabras—. El doctor Reimann quiere hablar primero contigo.

—¿Pero está bien? —Se negó Bill a cejar en su empeño, incluso si la madura enfermera le tiraba del brazo en dirección a los consultorios—. ¿Está despierto? ¿Preguntó por mí? Oh Dios —se cubrió la boca con la mano—. Está muerto, ¿no es así? —Se le escurrieron dos lágrimas, una por cada ojo.

—No, nada de eso. Tom está bien —le tranquilizó la enfermera Welle—. Ahora mismo está descansando.

Más tranquilo, Bill se dejó guiar hasta el despacho del doctor Reimann. Una vez frente a su puerta, sin mediar tocar en ella, la enfermera Welle abrió la puerta y el menor de los gemelos se vio dando un paso al frente y tomando asiento en la primera silla que encontró a su paso. Al borde del colapso por la falta de sueño, el cansancio y la preocupación, la cabeza le daba vueltas.

—Bill… —Lo saludó el médico, recolocándose las gafas por encima del puente de su nariz—-. Qué bueno es verte.

El menor de los gemelos tomó aire antes de hablar. —Quiero ver a Tom. Nadie me dice nada, sólo recibo evasivas. ¿Es que algo malo paso o…? —Dejó en el aire el resto de las posibilidades, convencido de que nada podría ser positivo en aquel día.

El doctor Reimann denegó con un gesto cabizbajo. —No nada de eso. La falta de noticias se debió en gran medida a los retrasos en los laboratorios. Me disculpo por ello.

—¿Entonces…? —Tenso en su silla, el menor de los gemelos se mordió los labios.

—¿Has comido algo? —Atento a cualquier persona, fuera su paciente o no, el médico interrumpió a Bill—. Ten —le tendió de uno de sus cajones, un par de galletas—. Ahora, necesito que prestes atención. Tom está descansando, le administramos un calmante ligero, por lo que puede parecer aturdido y desorientado.

—Comprendo.

—El asunto es que… —El médico unió sus manos en posición de rezo, ambos codos apoyados sobre el escritorio—. Por fin descubrimos qué es lo que tiene.

El pulso dentro de las venas de Bill se aceleró. —¿Es grave?

—Es… complicado —elaboró el doctor Reimann—. Puede ser un poco difícil de entender, pero tiene cura, no hay nada de qué preocuparse.

—Oh —exclamó Bill, escéptico de que todo fuera a solucionarse de una manera tan sencilla. Había visto a su gemelo horas antes y su aspecto no tenía pinta de curarse así como por arte de magia.

—Quiero que mires esto —le tendió el médico a Bill un fólder con varios papeles dentro—. Son los resultados de la tomografía que le practicamos a Tom esta mañana.

Para Bill, que en su vida había visto una de aquellas imágenes, el contraste de sombras le pareció apenas la copia mal hecha un repollo deformado. Colocando la placa a contraluz, lo único que llamó su atención fue el nombre Johan Müller escrito cuidadosamente en la esquina derecha inferior.

—Perdón, no entiendo —se disculpó, devolviendo el negativo al fólder y revisando el resto de los papeles. Acompañando aquella imagen, venían un par de hojas engrapadas con los resultados de sangre y la palabra ‘Resultados normales’ acompañando cada renglón excepto en las plaquetas, que llevaban la leyenda ‘Superior al normal’.

—Voy a empezar desde el inicio, porque es sumamente importante que entiendas esto antes de proseguir—empezó el doctor Reimann—. Después del accidente de Tom, nuestra prioridad era reducir la inflamación craneal. Operar era riesgoso e innecesario, como comprobamos con el paso de los días. Como paciente, progresó acorde a su edad y a una salud digna de ella. Cuando despertó, los riesgos se disminuyeron casi en su totalidad, excepto que… —suspiró— la pérdida de memoria no era en lo absoluto normal.

“Claro, porque nadie pasa de los veinte a los trece años de un día para otro”, pensó Bill, embotado en la explicación.

—Antes de darlo de alta, nos aseguramos que las pruebas dieran resultados óptimos y así fue, pero… El indicador alto de plaquetas fue, de algún modo, víctima de nuestra mala interpretación.

—¿Qué quiere decir con eso? —Relampaguearon los ojos de Bill—. ¿Es culpa del hospital que Tom se encuentre en esa cama? —“Porque pienso demandar”, amenazaron sus ojos relampagueantes.

—No, no, nada de eso. Verás, la función de las plaquetas, entre otras, es contener las hemorragias. Cuando sangras, las plaquetas se encargan de formar una barrera entre el interior y el exterior del cuerpo, evitando así que la sangre fluya fuera del cuerpo y la persona muera desangrada. Claro que su papel se desempeña en escala, porque no es lo mismo un raspón en la rodilla que un tajo en plena yugular.

—¿Y eso qué tiene que ver con Tom? —Inquirió Bill, no muy seguro de a donde iba el doctor Reimann con aquella explicación.

—Después de la caída, era normal para Tom tener las plaquetas altas. Era una medida de protección para el cuerpo, pero al mismo tiempo, una prevención. —El médico pareció hundirse bajo el peso de los hechos—. En su momento, la inflamación dentro del cráneo no nos permitió verla, pero sin lugar a dudas, ahí había una pequeña hemorragia.

Bill apretó la mandíbula, tomado sorpresivamente por aquella noticia.

—El cuerpo intentó, como es lógico, curarse a sí mismo. Seguramente lo habría logrado con normalidad, pero no fue el caso… Los estudios de esta mañana localizaron la vena causante justo en el área donde los recuerdos recientes se almacenan.

—La pérdida de la memoria…

—Exacto. Para darle tiempo a las plaquetas de cumplir su función, el cerebro ‘desconectó’, por decirlo de alguna manera, la región dañada y que probablemente contenía su yo presente de los últimos siete años. Así que durante las últimas dos semanas, las plaquetas actuaron sobre el área dañada e impidieron en la medida de lo posible, que la hemorragia se descontrolara. Por desgracia… Es más grave de lo que hubiéramos podido suponer en un principio.

—¿Qué tanto? —Quiso saber Bill; la voz enronquecida por la sequedad en su garganta.

—La hemorragia superó con creces las barreras con las que el cuerpo la detenía. La pérdida de sensibilidad en el lado izquierdo es sólo un síntoma de ello. Para protegerse, el cerebro se limitó a apagar regiones completas en el lóbulo derecho y con ello, la motricidad se redujo más de la mitad.

Bill recordó el incidente en el bosque y como desde ese día todo parecía haberse ido cuesta abajo. En su cabeza, aún se repetían las imágenes de Tom cruzando la cerca del jardín trasero en casa de su madre, con la cara y los brazos rasguñados y sucio como su hubiera caído a la mitad de un montículo de tierra.

—¿Y su ojo? —Inquirió Bill—. ¿También está relacionado con esto?

—Por fortuna, sí —aseveró el médico, ignorando la mirada fulminante con la que el menor de los gemelos lo intentó apuñalar—. Temo decir que la pupila dilatada fue una señal de aviso directa desde el cerebro para avisar de un derrame mayor, es decir, una embolia.

—Dios santo —musitó Bill.

—Fue gracias a ello que supimos con exactitud qué estaba ocurriendo. Tom corrió con suerte. Al ocurrir la hemorragia en una zona de su cerebro que estaba desconectada, fue que pudo despertar y dar aviso. De otra manera… Las consecuencias habrían sido fatales.

—Pero esto tiene cura, ¿no es así? —Se apretó Bill con fuerza las rodillas con las manos—. ¿Tom va a estar bien ahora que saben qué tiene?

—Es necesario operar —dictaminó el médico—. Necesitamos abrir su cráneo y localizar la vena que lleva en sí la hemorragia. No es difícil, tomará menos de un par de horas, pero… Los riesgos suelen ser altos cuando se trabaja en el cerebro. Mucho camino falta por recorrer en el campo de la neurocirugía y las posibilidades de que algo en su memoria se pierda para siempre, son altas.

—Joder…

—Lo siento —prosiguió el doctor Reimann—. No es una decisión fácil, lo comprendo, pero necesitamos actuar lo antes posible. Como familiar más cercano, recae sobre ti la obligación de firmar una forma de consentimiento para llevar a cabo la cirugía.

El menor de los gemelos cerró los ojos con fuerza, tomando de sí toda la fortaleza necesaria para no soltarse llorando en ese mismo instante.

—Necesito hablar con mi madre antes y… con Tomi —susurró—. ¿Dónde tengo que firmar?

Cuando al cabo de veinte minutos finalizó con el último formulario y colocó sus iniciales al lado de su firma, Bill se sintió extenuado.

—Quiero ver a Tom —pidió devolviendo el contrato al deslizarlo por encima de la mesa.

—Ven conmigo —lo acompañó el doctor Reimann fuera de su despacho, hasta las puertas que separaban los consultorios e independencias libres del hospital, hasta el área de cuidados intensivos—. Es necesario que portes esto —le indicó un perchero con batas azules y un amplio surtido en cubrebocas y guantes de goma—. Una vez listo, sígueme.

A Bill le costó recogerse el cabello para poner la cofia en su lugar, pero una vez estuvo cubierto de pies a cabeza en material estéril, siguió los pasos del médico hasta varias puertas delante, en cada sala, un paciente rodeado de infinidad de instrumental médico que medía y calculaba cada una de sus señales vivientes.

—Aquí es. Sólo puedes permanecer aquí unos minutos, la cirugía está programada para dentro de dos horas y necesitamos prepararlo. —Sujetó al menor de los gemelos por el brazo—. Intenta no alterarlo.

Bill asintió, dando un paso adelante dentro de la sala, y a las puertas que separaban la habitación de Tom del resto de la sala, recibió un baño de aire frío con un fuerte aroma a antisépticos. Cerrando los ojos hasta que todo pasó, Bill suspiró con alivio una vez su gemelo se encontró a escasos pasos de distancia.

—¿B-Bill? —Adivinó éste su presencia, recostado sobre su espalda y con un parche cubriendo su ojo izquierdo—. ¿Eres tú, Bill?

—Soy yo, Tomi —se acercó Bill a la cama, deseando como nunca inclinarse sobre él y besarlo. Abrazarlo. Decirle que todo estaría bien incluso si él mismo no lo sabía—. Aquí estoy.

—Mmm —gruñó Tom—. Me duele la cabeza —balbuceó al cabo de unos segundos—. ¿Qué va a pasar conmigo?

Al menor de los gemelos se le aposentó un peso enorme en el pecho. —¿De qué hablas?

—Oí a una enfermera decir que… Algo de que me iban a operar —masculló Tom, humedeciéndose los labios resecos con la lengua—. No me dejan beber agua por eso, pero tengo mucha sed…

Venciendo sus reservas, Bill extendió una mano cubierta en los guantes de látex y tomó una de las de Tom, inerte entre la suya, apretándola con apenas presión. —Te van a operar, pero será algo rápido. Apenas lo vas a notar. Y entonces sí saldremos de este hospital para no volver —dijo, tratando de mantener el tono de su voz uniforme para que sus propios miedos no fluyeran en ella.

—Eso suena bien —respondió Tom, antes de soltar un pequeño gruñido.

—Claro que sí, Tomi —murmuró Bill de vuelta, acariciando la mano de Tom incluso si el tacto no era el que recordaba. No tenía la menor importancia, se dijo. Si esa sería la última vez que estaría con Tom, haría lo más de ella.

En los pocos últimos minutos juntos a solas que la vida les concedía antes de la cirugía, Bill no se guardó nada. Le dijo a Tom lo mucho que lo amaba, como hermano y como amante; lo besó en los labios, en los párpados, ambas mejillas y cualquier rincón al que pudiera acceder sin que algún cable o manguera se interpusiera en su camino, incluso a través de la mascarilla que llevaba, porque no quería arrepentirse de nada.

Y cuando por fin llegó el momento de separarse, no lloró.

—Aquí estaré esperando por ti, ¿sí? —Le susurró a Tom al oído, queriendo que esas palabras fueran sólo para Tom—. No olvides volver.

Su gemelo respondió el gesto con tres palabras incomprensibles. “En mi pantalón”, dijo. “Busca dentro de mi p-“ intento repetir, pero la enfermera encargada le retiró el oxígeno y en su lugar colocó una mascarilla.

—Necesito que se retire —le pidió a Bill—. Puede tomar asiento en la sala de espera.Cuando todo termine, el doctor Reimann le informará los pormenores de la cirugía.

Aturdido, más por Tom que por la enfermera, Bill procedió a salir de la sala, deteniéndose una fracción de segundo para mirar a su gemelo y luego proseguir su camino fuera del pabellón de terapia intensiva.

En su memoria, grabada a fuego, la imagen de Tom, que pese a lo delicado de su padecimiento y los medicamentos, levantódébilmente la mano en el aire y se despidió de él.

A Bill sólo le quedaba rezar por un ‘hasta luego’, que no fuera un ‘adiós’.

 

Sumido en sus pensamientos, Bill fue consciente de que la enfermera Welle estaba a su lado sosteniendo una bandeja con comida, hasta el momento en que lo sujetó por el hombro y lo sacudió levemente.

—Es mejor preocuparse con el estómago lleno —le dijo.

—Gracias —murmuró Bill en respuesta, aún aturdido, pero sin tocar nada en el plato—, pero no estoy seguro si tengo hambre.

—Quizá tú no, pero tu estómago seguro sí —replicó la enfermera, demasiado curtida por los años en una profesión ruda como para andarse por las ramas con delicadezas—. Come, te hará bien. Cuando tu madre esté aquí, necesitará un pilar sobre el que apoyarse y no serás de gran ayuda si te desmayas por no comer.

Pese a lo brusco del comentario, Bill cedió, cogiendo una pizca del puré de papas en el que estaba clavado el tenedor y deglutiendo sin mucho masticar.

—Así está mejor —le felicitó la rechoncha enfermera—. Ahora, en cuanto termines de comer, a la cama.

—Pero Tomi…

—Él ya salió de la cirugía —le dijo la mujer—. Aún está dormido y hasta la mañana podrás verlo. La operación fue un éxito, sólo queda esperar a que despierte.

—Ah —exclamó Bill, sonriendo un poco y conteniéndose por no llorar—. Eso es bueno.

—Muy bueno —confirmó la enfermera Welle, tendiéndole un pañuelo desechable.

Bill comió en silencio y una vez la bandeja estuvo limpia en su totalidad, la enfermera Welle lo guió a la habitación donde Tom se había quedado antes. Dándole una pastilla para dormir y un vaso con agua, apagó la luz detrás de ella y dejó al menor de los gemelos bajo las mantas y sumido en un agradable letargo.

Con la mente en blanco y el corazón en paz, pronto Bill cayó dormido.

 

Asustado, Bill despertó de madrugada y esperando un repetición al día anterior. Un rápido vistazo en dirección al baño lo hizo desistir en su empeño; ni Tom estaba ahí, ni la luz bajo la puerta indicaba su presencia.

Tom.

A Bill el pecho se le contrajo. Una mirada a su teléfono le hizo saber que aún faltaban un par de horas antes de poder verlo y la simple idea le hizo doler el estómago en una mezcla de sentimientos.

Aún bajo los efectos del somnífero, el menor de los gemelos estuvo a punto de caer dormido. Casi…

Que incluso en la niebla que lo arrastraba de vuelta a los brazos de Morfeo, recordó lo último que Tom le había dicho. “En mi pantalón”.

Sonando alarmas en su cabeza, Bill se arrastró con desgana fuera de la cama, convencido de que no iba a encontrar nada, y para sorpresa suya, al palpar las bolsas traseras del pantalón de Tom, encontrar una pequeña nota escrita de su puño y letra.

Un mensaje igual de secreto y críptico.

“Mira debajo de nuestra cama.”

Totalmente despierto, en lo único que Bill pudo pensar fue “¿Qué diablos es esto?”, convencido de que no sería tan sencillo como aparentaba a primera vista.

 

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