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A los trece por Marbius

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27.- Epílogo: “Elige lo que en verdad deseas”.

 

La normalidad regresó, fuera lo que fuera.

Sin esperárselo siquiera, los días pasaron y Bill encontró que volver a la rutina era sólo eso, regresar a un viejo patrón; nada más, nada menos de lo que era antes. Desagradable, sin el encanto de los días anteriores y aburrido. Muy aburrido.

Tal y como había sido su vida antes del accidente, la relación entre él y Tom continuó siendo la de un par de hermanos. Gemelos, si la especificación lo requería. Cercanos, perfecta a los ojos ajenos. Pero nada más, ni una pizca.

Si bien Tom parecía llevarlo todo en perfecta calma y perfecta armonía, era Bill el que pasó de dormir a permanecer despierto por noches enteras. Envuelto en una manta y con calcetines extra gruesos como ameritaba el cambio de estaciones y la bienvenida al invierno, pronto se le hizo costumbre renunciar a permanecer en la cama en espera del sueño, para en su lugar, tender un par de mantas en el suelo y ayudado de sillas y percheros, montar una tienda de campaña a la mitad de su cuarto.

El mayor de los gemelos encontró aquello extraño, pero de entre los cambios vividos en las últimas semanas, decidió que era el menos importante y lo dejó pasar sin más.

Todo un mes transcurrió.

 

Después de que Tom volviera a su estado normal, Bill lloró mucho.

Luego de un viaje en total silencio del hospital a su casa, apenas si fue capaz de llegar a tiempo a la puerta sin quebrarse en mil pedazos. Con dificultad había subido la escalera y a trompicones, se había lanzado sobre su cama, mordiendo la almohada para ahogar el llanto que por horas se le había aposentado en la garganta. Había llorado hasta sentir dolor de cabeza, hasta que los ojos se le habían hinchado, hasta que Tom tocó a su puerta y al encontrarse con el pasador puesto, amenazó que iba a romperla si no lo dejaba entrar.

Limpiándose las lágrimas, cuidando de que su aspecto no lo delatara, Bill había alegado un dolor de cabeza con voz ronca. En lugar del beso que deseaba recibir, la promesa de amor infinito que tanto anhelaba, Tom depositó un vaso con agua en una mano y una aspirina en la otra.

Bill dijo ‘gracias’ y cerró de nueva cuenta la puerta, dejando tanto el vaso como el comprimido en la primera superficie que se encontró a su paso.

Derrumbándose de vuelta sobre su cama, se preguntó cuánto tardaría en regresar a ese periodo llamado antes; antes de que Tom tuviera su accidente, antes de que Tom diera por finalizada su relación, antes de que Tom la comenzara el día de su cumpleaños catorce…

Antes parecía ser el sitio perfecto, porque el presente, el Ahora, era un lugar nefasto.

 

Dos semanas, cuatro días y trece horas. Todo ese tiempo transcurrió antes de que Tom se decidiera a preguntarle a su gemelo el paradero de cierto objeto.

Bill fingió desinterés cuando al fin pasó. Recostado en su cama y con una bolsa de patatas fritas con aderezo extra de queso, apenas si dio señas de haber escuchado a su gemelo preguntar por un pequeño cuaderno.

—¿Dónde estaba la última vez que lo viste? —Preguntó, mordiéndose la lengua para no delatarse a sí mismo. Por la descripción del cuaderno (pastas verdes, pequeño pero grueso) supo al instante que se trataba de ese objeto en especial…

—En mi… No importa —se excusó Tom de explicarse—. Si dices que jamás lo has visto, significa que tampoco sabes dónde está —murmuró, dando media vuelta y regresando por donde había venido.

Desde su sitio, Bill sonrió por primera vez desde su regreso del hospital.

 

La verdad es que Bill tardó semanas en leer el cuaderno, pero lo hizo.

Luego de regresar a casa con Tom desde el hospital, una vez que hacía ayudado a su gemelo a aposentarse en la cama de su verdadero dormitorio y se aseguró de que estuviera dormido y bajo los efectos del fortísimo medicamento que estaba tomando contra las migrañas, el menor de los gemelos se escurrió hasta el automóvil y del asiento trasero, cuidadosamente escondido, extrajo el cuaderno de pastas verdes que Tom había escondido debajo de su cama e insistido en que buscara.

A la poca luz de dentro del vehículo, Bill había abierto la primera página y leído: “Amo a mi gemelo. Amo a Bill”, sólo para cerrar el volumen de golpe y con la cabeza dando tumbos, volver a entrar a la casa.

Convencido de una manera absurda de ello, el diario -porque Bill sabía reconocerlo como tal- había pasado a formar parte de sus pertenencias, escondido en una caja de botas en la parte más alta de su armario.

Porque por encima de todo temía de su contenido, tardó largas semanas antes de leerlo de inicio a final.

Y luego una vez más.

Luego otra, y otra y otra…

 

—Ugh, no. Es asqueroso —se tapó Tom la nariz con una mueca de desagrado total, cuando meses después de su accidente, entró en la cocina y se encontró a su gemelo guisando un par de huevos estrellados—. Eso que haces es… ¡Argh! —Arqueó, retrocediendo fuera de la cocina—. ¡Bill! Sabes que detesto el huevo.

¿Saberlo? Claro que sí, Bill lo sabía.

Ocultando su sonrisa al girarse para darle la espalda a su gemelo, se limitó a encogerse de hombros.

—¿En serio? —Preguntó cantarín, tomando la sartén por el mango y añadiendo sal a los dos huevos que chisporroteaban sobre el teflón.

El mayor de los gemelos soltó un gruñido. —Claro que sí. Sabes que odio el huevo desde hace años. ¡Lo odio tanto que me da ganas de vomitar! —Se abanicó, repelido por el aroma.

—Lo siento —se disculpó el menor de los gemelos—, pero esta mañana amanecí con antojo de comer un par de huevos con salchicha.

Mentira. Si con alguien iba a ser honesto Bill, era consigo mismo. Comer huevo no era lo suyo, le daba lo mismo, pero dado que Tom, su gemelo de veinte años lo odiaba, a diferencia de su contraparte de trece que lo comía sin problemas, lo hacía por simple placer malsano.

—¿Seguro que no quieres un poco? —Colocó Bill su comida sobre un plato, aspirando luego el aroma—. Yumi.

Tom se presionó una mano contra el estómago. —Es asqueroso —repitió, antes de darse media vuelta y correr al baño más cercano.

Con una mueca, mitad satisfacción, mitad desprecio, Bill procedió a desayunar.

 

Muy dentro de Bill, algo se rompió sin remedio.

El tiempo continuó transcurriendo a una velocidad pasmosa, sin grandes cambios o acontecimientos. El otoño dio paso al invierno y pronto fue tiempo de regresar a la casa de su madre y pasar navidades con ella.

Comieron, brindaron, intercambiaron anécdotas, y de pie al árbol decorado, se abrazaron, agradeciendo como nunca estar completos como familia.

Con bochorno, Tom cumplió con su papel, agradeciéndoles a todos por el apoyo; besando las lágrimas de su madre y compartiendo un momento con Gordon. Cuando fue el turno de Bill, incluso si éste no lo deseaba, también abrazó a su gemelo y con una cautela que cedió ante la sensación de normalidad que por tanto tiempo había estado ausente, liberó a sus sentimientos, embotellados en el fondo de su corazón.

—Billy, no llores —se sumó su madre, pasándole el brazo por los hombros—. Tom está aquí.

“Tom no está aquí”, pensó Bill, pese a ello, aferrándose a su gemelo como si éste fuera su tabla de salvación.

—Sí, aquí estoy —confirmó Tom, apoyando la mejilla húmeda contra la de Bill, igual de mojada por sus propias lágrimas.

Por primera vez desde que todo había regresado a la normalidad, Bill sintió que por un segundo, ese Tom al que amaba como un amante y le correspondía, estaba a su lado.

 

—Eras… —Tendidos de espaldas bajo la tienda de campaña que Bill se negaba a desmontar de la mitad de su habitación, los gemelos pasaban la madrugada de año nuevo compartiendo viejas historias y recuerdos olvidados. A petición de Tom, Bill trataba de explicarle lo que había sido vivir con su otro yo de trece años—. Tú y al mismo tiempo… No lo eras. ¿O es que estoy diciendo muchas tonterías? Ah, no me hagas caso.

—No más de lo acostumbrado —hizo Tom entrechocar el par de cervezas que se estaban bebiendo—. Sigue.

—Bien, eras más idiota de lo normal, ¡hey, es cierto! —Se quejó cuando Tom hizo golpear sus hombros—. Pero también eras más lindo.

—Yo siempre soy lindo —se giró Tom para sonreírle a Bill a escasos centímetros de distancia.

El corazón del menor de los gemelos se aceleró ante la cercanía. —Serías más lindo si no tuvieras un trozo de queso atorado entre los dientes.

—Mierda, ¿en serio? —Se cubrió Tom la boca en pánico, sólo para ser víctima de una de las bromas de su gemelo, que al instante se soltó riendo.

—Caíste.

—Ya verás… —Se lanzó Tom sobre su gemelo, derramando sus bebidas entre las mantas sin que a ninguno de los dos les importara en lo absoluto.

La lucha fue breve pero contundente, dejando como saldo a Bill sobre Tom, sentado a horcajas sobre su estómago, pero sujeto por los brazos y sin posibilidad alguna de moverse. A su manera, era un empate.

—¿Qué más?

—Mmm —pensó Bill, sin oponer resistencia a las manos de su gemelo sujetando sus muñecas con fuerza suficiente como para dejar marcas—. Dormías conmigo todas las noches porque te daba miedo la oscuridad.

Los ojos del mayor de los gemelos relampaguearon. —Mentira.

—¿Qué cosa? —Lo retó Bill a su vez, clavando su mirada en la de Tom.

La tensión del agarre que Tom tenía en Bill creció. —No sé, dímelo tú.

Bill soltó un bufido. —Olvídalo.

Y así como había empezado, terminó sin más.

 

Fue el cambio de estaciones, dedujo Bill.

Con el final del invierno, nació la primavera, recubierta de flores, pájaros, alergias y la renovación de todo aquello que pudiera catalogarse como ‘esperanza’. También nació su propio deseo de renacimiento y con ello en mente, ayudado de una escalera de clóset, subió hasta la parte más alta de su armario y de la caja de botas más alejada a su alcance, extrajo el viejo diario de pastas verdes que alguna vez había pertenecido a su gemelo, y que sin recordarlo, se lo había regalado.

—Gusto verte de vuelta —le habló en susurros, atento a cualquier ruido a su alrededor. Tom estaba tomando una ducha y lo que menos quería era verse sorprendido con el objeto delictivo en cuestión. Si su gemelo había renunciado o no a recuperar su diario, no había dado muestras de ello. Luego de su primera mención, no hubo una siguiente y Bill no fue tan idiota como para preguntar, delatándose en el acto con ello.

Bajando los peldaños de la escalera, dejó todo en su sitio tal y como estaba antes, escondiendo por último el cuaderno debajo de su almohada y por el resto del día actuando normal.

Horas después, cuando llegó el momento de dormir, tal y como había estado fantaseando de días antes, abrió el diario justo en la última página que Tom había escrito y releyó sus últimas líneas.

“… porque estaba asustado, ¿sabes? Lo último que quería era saber que por mí, por mi culpa y la de nadie más, habías renunciado a una vida normal”, leyó Bill para sí, imaginando a su gemelo escribiendo aquello.

Perdonarlo era fácil. El mismo Bill había pasado por aquella etapa años antes.

¿Qué tal si Tom en algún momento quería algo más? ¿Una novia o esposa a la cual presumir? ¿Hijos propios de los que se podría sentir orgulloso? ¿Un amor que no tuviera que ser ocultado? ¿Una vida normal?

La diferencia entre ellos dos había estribado en que mientras Bill decidió que Tom era lo único que quería y necesitaba para ser feliz, el mismo Tom no había creído ser lo suficientemente bueno para cumplir esos dos requisitos y había renunciado en un gesto de sumo sacrificio, al mismo tiempo que estúpido en extremo, haciéndolos sufrir a ambos en el proceso.

—Después de todo somos gemelos —musitó Bill para sí, recorriendo las páginas que componían un diario escrito por partes. Las fechas mezcladas; unas antes de que todo comenzara en su cumpleaños catorce, otras posteriores; las previas a su ruptura, muchas de ellas hablando de un amor que no se desvanecía con los días, pero que tampoco podía ser. Las últimas páginas, al menos cinco de ellas, escritas un día antes de que Tom fuera admitido en el hospital y en ellas, el vestigio de un pubescente Tom de trece años que no temía decirle lo que sentía por él y actuar acorde a ello.

Pero lo pasado era pasado y con ello en mente, seguro de que su historia con Tom, al menos en el plano romántico, ya se había terminado, y nada de lo que hiciera o dijera, podría solucionarlo jamás, el menor de los gemelos respiró hondo antes de extraer un bolígrafo de sus pertenencias y disponerse a escribir.

Apretando la mandíbula para no llorar, Bill adelantó las páginas y justo donde la última anotación de Tom había sido, trazó una línea que cortaba un fin y un comienzo.

“Yo también te amo, Tomi. Es por eso que no necesito a nadie más que tú”, escribió, con el corazón encogido. Palabra tras palabra, vertiéndose en un estúpido diario, deseando como nunca, que todo fuera diferente.

 

Las estaciones se siguieron transcurriendo. La primavera dio paso a un verano más caluroso de lo normal y también a un gran cambio en la vida de los gemelos.

—¿Mudarnos a Los Ángeles? No sé… —Más atento al televisor que a su gemelo, Tom meditó unos segundos antes de dar su opinión—. No me lo tomes a mal, pero es la idea más loca que has tenido este año. De lejos.

—Piénsalo —se dejó Bill caer a su lado en el sillón, guardando al mismo tiempo las distancias—. Tendremos veintiuno en unos meses, podremos trabajar en el próximo álbum al lado de David y por una vez, disfrutar de un clima que no sea nieve, hielo y más nieve.

—Mmm —le bajó Tom el volumen al televisor—. Dime más.

—Imagina el sol y las chicas en bikini, California tiene un cielo despejado la mayor parte del año—dijo Bill, observando como los labios de su gemelo se curvaban—. Imagina salir a la tienda de la esquina sin ser acosado a cada paso.

La sonrisa de Tom se amplió. —Tienes un punto a tu favor, pero —alzó un dedo admonitorio—, no es una decisión de tomarse a la ligera.

—Lo sé, lo sé —concedió Bill—. Tómate el tiempo que creas necesario y entonces hablamos.

Contra su naturaleza, el menor de los gemelos se retiró de la habitación, dejando a Tom con la idea de una nueva aventura juntos, germinándose en su mente.

 

Resultó que sí.

Poco antes de que el verano diera paso al otoño, los gemelos se encontraron a sí mismos hasta las cejas entre cajas de embalaje y papel burbuja, empacando lo que hasta entonces había sido su vida en Alemania.

—De verdad que uno nunca sabe lo que tiene hasta que se muda de lugar —resopló Tom al mediodía del tercer día. Apenas llevaban un par de habitaciones desmontadas, pero por la cantidad de cajas, parecía que eran una familia de diez miembros en lugar de dos.

—Uf —se desplomó Bill en el suelo, sin importarle donde caía—. Y que lo digas… Voy a necesitar todo un vuelo reservado sólo para mi ropa.

Tom rió disimuladamente.

—Ow, mis brazos. —Recostado en el suelo ya sin la alfombra, el menor de los gemelos alzó los brazos hasta que éstos crujieron en las coyunturas—. Si sigo así, voy a morir.

—Nah, nadie murió por un poco de trabajo rudo, princesa —le empujó Tom una pierna con el pie—. Pero sí conozco a un par de personas que murieron de hambre. ¿Qué horas son ya? ¿Pasa de las doce y aún no hemos comido nada? Pfff, ahora todo tiene explicación.

Bill soltó un gemido de dolor. —Demasiado cansado como para ir por comida.

—Muy mal que el refrigerador esté vacío, ¿recuerdas? —Le recordó Tom—. Porque no querías que nada se desperdiciara y preferiste no comprar nada para semana.

—Mi culpa —admitió Bill.

Tom hizo crujir los huesos de su espalda. —¿Y si pido algo del restaurante chino?

El menor de los gemelos arrugó la nariz. —Quiero algo con más… —Suspiró—. No le digas a Georg o jamás veré el final de sus burlas, pero quiero…

—¿Quieres…?

—Quiero carne —susurró Bill como si en lugar de confesar sus instintos de carnívoro, estuviera hablando de un asesinato—. Una hamburguesa a la plancha con papas fritas a un lado.

—¿BK? —Tanteó Tom.

—¿Mmm?

El mayor de los gemelos rodó los ojos. —¿Burguer King?

Los ojos de Bill recuperaron el brillo que bajar treinta cajas por las escaleras había aniquilado en el transcurso de la mañana. —Oh sí, por favor.

Tom alzó el pulgar. —Dame media hora y cuando vuelva comemos.

Aún desde su sitio en el suelo, Bill lo despidió con una pequeña sonrisa en labios; culpa por comer carne, también, satisfacción por un pequeño desliz.

 

—Todo se ve delicioso… —Murmuró Tom revisando el menú del Burguer King más cercano a su casa. Decidido a llevar dos órdenes nueve con raciones de papas fritas, refresco incluido y una ensalada sin pollo grande para aliviar la culpa, además de un helado para comer en el camino, el mayor de los gemelos bajó la ventanilla de su vehículo y se acercó a la bocina del autoservicio—. Disculpe —le habló aparato, recibiendo a cambio estática—. ¿Hola? ¿Alguien me escucha? —Probó de nueva cuenta, recibiendo un ‘tzzz’ perpetuo. Ya fuera porque no hubiera nadie al otro lado del micrófono para atenderlo o el servicio no estuviera disponible en esos momentos, sus posibilidades de ordenar comida eran nulas.

Tom se lo pensó una fracción de segundo; bien podía ir a otro establecimiento de comida rápida y pedir cualquier cosa para llevar, pero… Cuando Bill tenía antojos, aparecer con un platillo diferente siempre podía acabar mal. Decidido a no probar su suerte, el mayor de los gemelos emprendió reversa, decidido a pasar al mostrador y pedir su orden directamente.

Una vez dentro del establecimiento, comprobó aliviado que por ser un día entre semana y a una hora relativamente temprana, la línea de clientes era corta (sólo un individuo de mediana edad que seguro no lo reconocería) y el tiempo entre pedidos breve.

—Buenas tardes, ¿en qué puedo atenderte? —Lo recibió la cajera con una sonrisa.

El mayor de los gemelos no perdió tiempo en recitar su orden, extrayendo la cartera de su bolsillo trasero y tendiéndole a la cajera una de sus tarjetas de crédito.

—Si gusta esperar por su orden —le indicó la empleada, señalando las mesas cercanas a la zona de juegos—. Estamos un poco cortos de personal, pero no tardará mucho —le confió en voz baja y Tom se limitó a asentir. No tenía prisa, bien podía desperdiciar unos minutos.

Eligiendo un asiento que estuviera lejos de los amplios ventanales y al mismo tiempo de las miradas de cualquiera que pudiera entrar en el local, Tom se vio sentado en una mesa que daba de frente al área de juegos infantiles. A esas horas, los toboganes y demás atracciones estaban por completo vacíos, a excepción de una pequeña niña con cabello rubio que se divertía sola.

Absorto en su contemplación, el mayor de los gemelos cayó en un trance, viéndola divertirse en la caja de las pelotas como si la soledad no fuera para ella un impedimento. Tan atento estaba a ello, que cuando la pequeña niña levantó la mano y lo saludó, abrió grandes los ojos por la sorpresa, mirando luego detrás de sí, seguro que ella se dirigía a alguien más. Un rápido vistazo le dejó muy claro que además de él, el local se encontraba en completa soledad.

Aunado al saludo, la niña parecía estar hablando y si no se equivocaba en ello, Tom estaba seguro de que ella decía su nombre.

Asombrado, si acaso más que eso, curioso, se puso en pie y un tanto cohibido, enfiló directo al área de juegos.

—¡Tom! —Gritó con emoción la niña al verlo, lanzándole una pelota de brillante color rojo que el mayor de los gemelos atrapó sin mayor dificultad—. Pensé que nunca volverías a jugar conmigo. ¿Recuerdas que me lo prometiste? —Sonrió la niña, mostrando con orgullo que el primero de sus dientes de leche había cedido y en su lugar se encontraba un hueco que sólo a su edad podía ser tierno.

El mayor de los gemelos la miró por unos segundos, indeciso de qué decir, qué hacer o cómo actuar.

—Sonja —balbuceó el final, jugando con la pelota en las manos—. Te llamas Sonja, ¿no es así?

—Duh —le sacó la niña la lengua—. Claro que sí, ¿o ya lo olvidaste? Te conocí hace mucho, meses y más meses, casi años, pensé que no volverías, pero aquí estás. ¿Vienes a jugar conmigo? —Salió Sonja de la caja de pelotas y corrió a su encuentro, con los calcetines sucios, para abrazarlo por las piernas—. ¿Ya te reconciliaste con tu hermano mayor? —Preguntó de pronto y Tom ahogó un chillido, llevándose una mano a la boca y otra al pecho, donde un repentino dolor se había aposentado como un cuchillo clavándose hasta el fondo, rompiendo costillas y lacerando órganos.

—Sonja —repitió con asombro, recordando con claridad y nitidez su encuentro de muchos meses antes.

Su fuga. La caja de las pelotas. Sus dos hermanos…

—Oh Dios —dijo con la voz ronca, jadeando por el esfuerzo de no colapsar.

—¿Orden 35? —Lo llamó la cajera, alzando las bolsas con su comida en el aire—. Sonja, compórtate —agregó la cajera, al ver que su pequeña hermana seguía abrazando a Tom.

Acercándose a ver cuál era el barullo, la chica de la caja se quedó sin saber qué hacer cuando encontró a Sonja de la mano con Tom, murmurando palabras de consuelo que no parecían acordes a su edad.

—… eso es, respira hooondo —le decía Sonja con gesto maternal—. Todo va a estar bien, ¿sabes? Todo.

Tom se dejó caer al suelo a los pies de la niña, que lo abrazó por el cuello con sus delgados brazos ante los atónitos ojos de la cajera, que seguía sin comprender nada.Sin sentir ni una pizca de vergüenza por el espectáculo que podía estar dando, el mayor de los gemelos rompió a llorar.

Recordar, hacerlo de verdad, dolía más de lo que podía soportar.

 

Hambriento y harto de esperar un minuto más, Bill había cedido al hambre y sin pensárselo mucho, se había preparado una rápida botana que consistía en restos de pan y una lata de atún que sobraban de su alacena.

Dando cuentas a su festín improvisado, intentó volverse a comunicar con su gemelo sin mayor éxito que las veces anteriores. Luego de dos horas de espera, nervioso a la vez que preocupado, decidió que bien podía esperar un poco más antes de entrar en un estado de pánico. Con alta probabilidad, la demora de Tom por traer la comida, era una llanta desinflada y no un accidente aparatoso como su mente, acompañada de su paranoia personal, le querían hacer creer.

Hojeando una de las revistas francesas de Vogue que coleccionaba y que aún no estaba empaquetada, apenas si alzó los ojos de las imágenes cuando el ruido del automóvil en la entrada de la casa se dejó oír.

—Ya era hora —masculló, cambiando de página. Ahora que su hambre estaba saciada a base de sándwiches de atún en lugar de una grasosa hamburguesa de Burguer King tal y como él lo había planeado desde un inicio, las ganas de enojarse se habían apacentado en su interior. ¿Para qué molestarse? No le veía sentido—. ¿Mucho tráfico? —Preguntó elevando la voz apenas la puerta principal se abrió.

Los segundos pasaron y el mayor de los gemelos no aparecía.

—¿Tomi? —Lo llamó Bill, dejando la revista a un lado y yendo en su búsqueda.

Ahí, apoyado contra la puerta cerrada, se encontraba Tom, temblando, pálido, con los ojos enrojecidos y las manos temblando al grado en que las llaves se le cayeron.

—Tom, ¿qué pasa? —Inquirió Bill, frunciendo el ceño. En dos zancadas estaba frente a su gemelo y antes de que pudiera preverlo, los brazos de éste se ceñían en torno a su cuerpo—. ¿Tomi, qué pasa? —Volvió a preguntar, con la boca presionada en el hombro de su gemelo—. Por favor, Tom, di algo. Me estás asustando.

—Sonja —balbuceó Tom, estrujando a Bill con tal fuerza que éste gimió de dolor.

—¿Quién es-…? ¡Ah, du-duele1—Se quejó el menor de los gemelos, apoyando las manos en el pecho de Tom y en vano tratando de crear un espacio entre ambos—. Tomi, duele.

—Sí, duele mucho… —Murmuró Tom con los labios rozando su mejilla; el menor de los gemelos se estremeció de pies a cabeza por la pequeña acción—. Bill, te amo, Bill. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué? —Comenzó a besar la tersa piel de su mentón, la comisura de sus labios, la línea de su quijada.

El menor de los gemelos se puso rígido, inseguro de qué diablos estaba pasando ahí, pero haciendo nada para impedir los alcances de los labios de Tom contra su piel.

—No entiendo de que hablas —susurró al fin con la boca seca, atento a las manos de Tom que se ceñían en su cintura y alzaban la tela de su camiseta hasta escurrirse por debajo de ésta.

Tom se separó un poco de su gemelo, pero incluso así, sus pechos se tocaban, sus vientres por igual; las piernas se entrelazaban. El aliento que de sus bocas emanaba, se entremezclaba al estar a escasa distancia el uno del otro. El espacio entre ambos era tan pequeño, que si ponían atención, el ruido de sus corazones se podía escuchar latiendo a un ritmo igual de acelerado.

—Lo recuerdo todo —dijo Tom sin más—. Después del accidente, esas dos semanas… Las recuerdo por completo. Te recuerdo a ti. A nosotros —enfatizó la última palabra, clavando sus ojos en los de Bill.

—Tomi…

—El diario… —Tom denegó con la cabeza—. No importa.

—Lo leí —confesó Bill en un titubeo—. Pero… ¿De qué iba a servir? Me amas, pero no quieres estar conmigo —balbuceó, la visión de su gemelo desdibujándose cuando sendos lagrimones le escurrieron incontenibles a ambos los lados de la cara.

Las manos de Tom ascendieron hasta el rostro de su gemelo, barriendo esas lágrimas y otro par más. —Quiero estar contigo —refutó sin alterarse, besando la comisura de los ojos de Bill y eliminando cualquier rastro de humedad.

—Dos veces, Tom —rechinó Bill los dientes, retrocediendo un paso—, dos veces me dijiste que me amabas, que seguirías a mi lado, y me fallaste. Dos veces —repitió—, ¿por qué estaba vez será diferente?

—Te amo.

—Lo sé, yo también a ti—respondió con acritud. Cruzándose de brazos y cerrando los ojos; si veía a su gemelo, sabía que cedería—, y tampoco antes sirvió para evitar que rompieras mi corazón, Tom. —Aspiró aire con decisión—. Necesitas una mejor razón, demostrarme que no me volverás a fallar o irte a la mierda y dejarme en paz. Y-yo… — Se llevó la mano al pecho, justo encima del corazón—. Yo ya no puedo seguir así. Me estás matando con tus arrepentimiento, aquí —apretó la tela de la camiseta entre sus dedos—, no podré soportar una tercera vez…

—Tampoco ha sido fácil para mí…

—¿En serio? —Resopló Bill—. No lo pareciera cuando decidiste dar marcha atrás la primera vez.

—Bill… —La voz de Tom bajó dos decibeles—. Déjame terminar.

El menor de los gemelos rodó los ojos, en parte por cinismo, también para eliminar la acuciante sensación de llorar que lo carcomía como el sol a la pintura vieja.

—Bien, prosigue —lo instó.

—Nunca quise que te perdieras de algo por mi culpa, por mi egoísmo. Una vida normal, hijos. Un amor que no tuviera que esconderse… Creí que era lo mejor. Supuse que me lo agradecerías el día de tu boda, o cuando naciera el primero de tus hijos. De verdad, pensé que era lo correcto.

—Jamás quise eso —sollozó Bill—, siempre te quise a ti. Sólo a ti. Pensé que tú también lo sabías, pero me equivoqué tanto contigo.

—Lo se, ahora lo comprendo —redujo Tom la distancia entre ambos—. Y por eso, no pienso dejarte ir ni una vez más. Incluso si tú me lo pides, no lo voy a permitir.

—No funciona así —repuso Bill, lento a las manos de Tom que se ciñeron sobre sus hombros y no lo dejaron huir más—. No es justo en lo absoluto. No puedes llegar un día y sólo decir ‘lo siento, me equivoqué antes, volvamos a como era todo’ y pretender que voy a olvidar, que te voy a perdonar.

—No me perdones. No olvides, sólo… —Tom cerró la distancia entre ambos, posando sus labios contra los de su gemelo—. Sólo quédate conmigo —murmuró con sus bocas unidas, las mejillas bañadas en su propio llanto personal—. Confía en mí por última vez, sólo una oportunidad más te pido, y déjame demostrarte que jamás te volveré a fallar. Por favor…

—Tomi —gimoteó Bill, venciendo su propia resistencia y estrechándose contra su gemelo como si éste fuera su tabla de salvación. Seguro de que los dos como adultos, abrazándose en la entrada de su casa y llorando como nunca antes en sus vidas, eran un espectáculo patético, miserable, y al mismo tiempo, sin deseos de cambiarlo por algo más.

Su presente, era lo que era y estaba feliz por ello.

Tras siete largos años desde aquel, su primer beso bajo las hojas de un árbol que tontamente Tom bautizó como Samuel el día de su cumpleaños catorce, hasta el día de hoy, el camino había sido uno largo, muy largo. Uno accidentado, con mucho dolor, mucho llanto, pero también con un final feliz.

—Sí —cedió Bill, besando la boca de Tom hasta que sus labios se sintieron inflamados y calientes—. Sí, sí.

—Sí —repitió a su vez Tom, entrelazando sus manos con las de Bill y presionándose de pies a cabeza contra su cuerpo.

De alguna manera, incluso así, ninguno de los dos pudo parar de llorar. Rodeados de cajas, papel de embalaje y la que había sido su casa en los últimos años, desmontada en su totalidad, apoyando el rostro contra el hombro del otro, tanto Bill como Tom entendían que era el final de una era, el comienzo de otra. Su relación iba a cambiar, regresar a lo que era y al mismo tiempo…

—No puedo creer que por poco…

—Shhh —lo silenció Bill; de momento, no quería hablar de lo malo.

—Pero… —Insistió Tom, sólo para verse acallado por un par de labios contra los suyos.

—No lo arruines —le advirtió Bill—; este es tu punto de partida, elegiste diferente, es todo. Veamos a qué nos lleva todo esto.

Porque no podía ser de otra manera, convencido de haber elegido lo que en verdad deseaba, Tom asintió.

 

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